—¡Buen viaje! —deseó su padre, y le dio una azote cariñoso en las posaderas cuando ella salía por la puerta.
Lane le dirigió una sonrisa afectada.
—Saluda a Roy y Dale —añadió el padre.
—Deberías tener un aspecto tan bueno como ellos —dijo Lane, antes de dar media vuelta y echar a correr hacia el automóvil.
El Mustang rojo relucía bajo el sol de la mañana. Rodeó el vehículo para subir por la parte del conductor. Se sentía viva y fresca ataviada con sus prendas nuevas: la camiseta de manga corta jaspeada de rosa y azul; la falda de mahón desteñido, a base de estampado de diseño, con sus adornos de encaje blanco y de ramilletes de flores rosadas en el peto, tirantes y dobladillo; y las botas blancas con flecos.
Su padre siempre le tomaba el pelo a cuenta de su forma de vestir. Supuso que aquel conjunto le daba toda la apariencia de una vaquera.
“Una vaquera exaltada y radical”, se dijo, y sonrió mientras subía al coche.
Al menos no había hecho ningún comentario acerca de la longitud de la falda. Al sentarse, notó la tapicería del asiento bastante arriba por detrás de las piernas. En tanto esperaba a que se calentase el motor, se inclinó por encima del volante y bajó la mirada. La falda era corta, desde luego. Un poquito más y resultaría embarazosa. Tenía la longitud exacta.
Sexy, pero no escandalosa.
Le gustaba sobre todo el encaje que bordeaba el dobladillo de la falda, la manera en que los picos caían contra los muslos como puntas de lanza en forma de volantes.
“Cuando me vea con este modelo, Jim se va a volver tarumba”.
Como si necesitase que le animaran en ese aspecto.
Lane emitió una suave risita, mientras daba marcha atrás para salir a la carretera, y temblaba de placer al disfrutar por anticipado de la sensación que iba a causar en la escuela, en aquel día esplendoroso, vestida con su conjunto tope guay, encendió la radio del coche y sintonizó la “¡Ochenta y seis punto dos matinal, el mejor country las veinticuatro horas del día!” Randy Travis estaba en antena. Aumentó el volumen y sacó el codo por la ventanilla para recibir la cálida corriente de aire.
¡Dios, se sentía de miedo!
Era casi un crimen sentirse tan formidablemente. Apoyó el hombro en la portezuela, asomó la cabeza y dejó que el aire le acariciara el rostro y le agitara la cabellera hacia atrás.
Pensar que había armado un jaleo de todos los diablos para no tener que marcharse de Los Ángeles. Debía de estar loca: empeñarse en seguir viviendo en aquel asqueroso apartamento, en una ciudad saturada de aire contaminado y donde una no ganaba para sustos. Pero se había criado, había crecido allí. Estaba acostumbrada. Supo que iba a echar de menos a sus amigos, las playas y Disneylandia. Aunque esto era mucho mejor. Había hecho nuevas amistades, le encantaba el río y los espacios abiertos le proporcionaban una constante sensación de libertad que lograba que todos los días amaneciesen cuajados de infinitas promesas.
Lo mejor de todo, suponía, era verse al margen del miedo. En Los Ángeles, una tenía que andarse con mucho cuidado. La ciudad era un criadero de violadores y de asesinos. Día tras día los telediarios relataban tantas y tan espantosas historias de terror y brutalidad, que una no se atrevía a salir a la calle. Niños desaparecidos, cuyos cadáveres se encontraban al cabo de varios días, desnudos, mutilados y sometidos a diversos abusos sexuales. Y no sólo niños. Lo mismo les ocurría a los adolescentes, e incluso a los adultos. Si no te secuestraban y torturaban, podían descerrajarte un tiro en un restaurante, en un cine o en unos grandes almacenes. Abundaban los lunáticos que, al volante de un coche, circulaban por la urbe y, cuando les apetecía, disparaban contra las ventanas de las casas y los edificios de apartamentos.
Nadie estaba a salvo.
La alegría de Lane se volatilizó como por ensalmo al recordar repentinamente aquellas demoledoras ráfagas de disparos que llegaron en plena noche. Estaban en su piso de la planta baja, sentados todos juntos en el sofá, entretenidos con la serie televisiva de Dallas. Lane tenía un bote de palomitas de maíz en la falda. Su madre ocupaba un lado del sofá, el padre, el otro. Los tres iban picando del bote y, a veces, sus manos se tropezaban. A la primera descarga, Lane dio un salto tan brusco, que el bote salió despedido y las palomitas de maíz se desparramaron por todas partes. La noche estalló como si, en la calle, alguien hubiese apretado el gatillo de una ametralladora infernal. La madre empezó a chillar. El padre gritó: “¡AL SUELO!”, pero no concedió a Lan ni una décima de segundo para que reaccionara, sino que rápidamente la cogió por el cogote y casi le rompió el cuello al empujarla con violencia hacia adelante. El canto de la mesita de café le despellejó la frente. Ella rompió a llorar, bajo la cabeza, y estuvo temblando todo el tiempo, mientras el fragor de los disparos seguía repercutiendo en sus oídos. Luego, todo lo que pudo oír fue un continuo timbrazo. Las detonaciones se interrumpieron. Papá seguía apretándole la nuca. “¿Jean?”, preguntó con voz extraña y aguda. Mamá no respondió. Papá repitió: “¡Jean!”. Auténtico pánico. Entonces, mamá dijo: “¿Ha terminado?”.
Permanecieron tendidos en el suelo.
Luego llegaron las sirenas y el repetitivo bap, bap, bap de un helicóptero de la policía tableteando por encima de ellos. El centelleo de los focos encendió de rojo y azul las cortinas de la fachada. Papá se arrastró hasta la ventana y miró al exterior. “¡Por Jesucristo! —exclamó—. ¡Ahí fuera debe de haber por lo menos veinte coches de la policía!”
Resultó que los disparos iban dirigidos a una familia negra que vivía en un dúplex de la acera de enfrente. El fuego de una Uzi automática se llevó por delante la vida de los padres y de tres hijos. Sólo una criatura sobrevivió al tiroteo. Nunca conocieron los motivos de la masacre.
Lane no conocía a aquella familia. Esa era otra de las cosas de Los Ángeles, hasta los vecinos del piso de al lado resultaban unos perfectos desconocidos. Pero el hecho de que los hubiesen eliminado a tiro limpio, justo al otro lado de la calle, era aterrador.
Demasiado cerca de una.
Papá les recordó entonces el caso de otra familia a la que habían ametrallado por error unos años antes. Un asunto de drogas. Los asesinos se equivocaron de casa y descargaron su golpe en la residencia contigua a la de sus pretendidas víctimas.
—Nos vamos de aquí —determinó papá, con la calle aún rebosante de vehículos policíacos.
Quince días después, se encontraban ya camino de Recodo de la Cabeza de Mula.
Conocían la ciudad porque un mes antes del tiroteo estuvieron allí de vacaciones. Pasaron la noche en un motel y luego ocuparon durante una semana una casa flotante del río. A todos les encantó la zona, ante su mente se presentaba como algo nuevo y refrescante y parecía un sitio estupendo como santuario en el que olvidar el enloquecido y superpoblado terreno de caza que constituía Los Ángeles.
A veces, el viento y el calor eran lo bastante intensos como para volver loca a una. Y también había que andarse con cien ojos para evitar los escorpiones, las arañas de la especie viuda negra y las diversas clases de serpientes venenosas. Pero las probabilidades de que un pervertido cualquiera le metiese a una un balazo en la cabeza eran prácticamente nulas.
Lane consideraba ahora Los Ángeles como una cárcel de la que su familia y ella habían logrado fugarse. La libertad era la gloria.
Desvió el Mustang por el camino de tierra y gravilla que conducía al domicilio de Betty, frenó y tocó la bocina una vez. Betty vivía en una casa móvil, como la mayor parte de los habitantes de Recodo de la Cabeza de Mula. Se asentaba firmemente sobre unos cimientos. A la caravana le habían añadido un porche y una habitación adicional. Vista desde fuera, tenía todo el aspecto de una casa normal, aunque en el interior reinaban las estrechuras; al menos, a Lane se lo parecía así cada vez que la visitaba.
Betty descendió laboriosamente la escalera del porche, como si le costase Dios y ayuda trasladar el peso de su cuerpo…, que era considerable. Se las arregló para levantar la cabeza y moverla un poco, a guisa de saludo.
Inclinándose sobre el asiento del pasajero, Lane le abrió la portezuela. Betty arrojó la mochila de los libros en el asiento posterior.
La tela de su blusa de color castaño ya tenía una mancha oscura debajo de la axila. El coche se balanceó ligeramente cuando Betty subió a él. Cerró la portezuela con tal violencia, que Lane no pudo evitar una mueca de disgusto.
—¡Vaya! ¡Vas a dar el golpe! —exclamó Betty, con su acostumbrado tono de voz sombrío y lento—. ¿Qué harías tú, si fueses una copia de la inmensa Dolly Partan?
—¿Y a quién copiarías tú, Indiana Jones?
—¡Puafff, puafff! —murmuró Betty.
Lane salió a la carretera.
—¿Recogemos a Henry?
—Sólo si te parece bien.
—Bueno, ¿nos espera?
—Supongo.
—No volveréis a estar de morros, ¿verdad?
—Solo la gresca de siempre a causa de mis preferencias culinarias. Le dije que, como cocinero, no es ninguna joya, que si cree que puede hacerla mejor, por qué no lo intenta de una puñetera vez y que adiós muy buenas.
—Amor verdadero —comentó Lane.
Dobló una curva y aceleró carretera adelante, rumbo a la casa de Henry.
Leía un libro en rústica, sentado en una piedra pintada de blanco, al lado del paseo de acceso, delante de la casa. Al ver acercarse el coche, guardó el libro en su cartera de cuero. Se puso en pie, se pasó la mano por el pelo, cortado a cepillo, estiró el pulgar, cerrado el puño, y agitó la mano como si se tratara de hacer autoestop con unos desconocidos.
—¡Será capullo! —murmuró Betty.
—Vamos, es un chaval majísimo —dijo Lane.
—Un plasta, eso es lo que es.
Eso era cierto, supuso Lane. Con sus zapatos corrientes, sus vaqueros azules, su camisa de cuadros escoceses y sus gafas de sol, casi resultaba un chico pasable. Pero la cartera de mano lo mandaba todo a la porra. Y contribuía también a ello la expresión más bien animada y un tanto ingenua de su semblante delgado. Y si se pasaba de la cabeza al resto del cuerpo, a Lane le parecía una azarosa tortuga.
Era un plomo, de eso no había duda. Pero a Lane le caía bien.
—¡Buenos días, amantes del deporte!
—¡Hola! —correspondió Lane.
Betty se apeó, abatió hacia adelante el respaldo del asiento y se coló a la parte trasera del vehículo. Henry pasó también atrás, alargó la mano por encima del asiento delantero y cerró la portezuela. Después volvió la cabeza hacia Lane.
—Con ese atuendo está usted de lo más sexy y atractiva, señora.
—Gracias.
—“Tenía un cuerpo como una carretera de montaña”. —Recitó Henry—. “Lleno de curvas y de sitios en los que de mil amores se detendría uno a merendar”.
—¿Mike Hammer? —preguntó Lane.
—Mack Donovan: Marea baja mortal.
Cayó hacia atrás, bien por sí mismo o seguramente porque Betty tiró de él.
—A mí nunca me dices esas cosas —refunfuñó la chica.
Henry susurró algo que Lane no pudo oír, algo acerca de Ronnie Milsap. Lane apagó la radio y oyó una risita de Betty. Tras doblar una curva en forma de U, emprendió el descenso de la colina.
—De modo que tuviste un fin de semana por todo lo alto, ¿eh? —preguntó Henry al cabo de un momento.
—Regularcillo —repuso Lane—. Nada especial. Ayer fui de compras.
—¿No hubo la cita de ensueño con Jim Dandy, rey de los sementales?
—Se marchó con sus padres fuera de la ciudad.
—Mala suerte. Me juego algo a que ni siquiera tuvo la cortesía de dejarte sus bíceps.
—No, no me quedó más remedio que pasarme sin ellos.
—Eso es tener la negra. Debiste haber venido con nosotros al cine para automovilistas. Vimos un par de películas que son pura dinamita: Trashed [Destruidos] y Attack of the S.S. Zombie Queens [El ataque de las reinas zombie de las S.S.]
—Siento habérmelas perdido.
—Siento haberlas visto —dijo Betty.
—Bueno, tampoco viste gran cosa de ellas, la verdad. Entre tus excursiones al ambigú de los piscolabis y tus visitas al evacuatorio…
—Corta el rollo.
—Creo que devoró un perrito caliente que estaba en mal estado —explicó el chico.
—¡Henry! —gimió Betty.
—Claro que también pudo ser la hamburguesa de queso o el burrito, ya sabes, una de esas tortas mexicanas rellenas de carne, queso, fríjoles y demás.
—A Lane no le importan esos fastidiosos detalles.
—¿Qué tal le van las cosas a tu padre? —preguntó Henry, echándose hacia adelante y apoyando los brazos en el respaldo del asiento delantero—. ¿Empezaron a rodar ya La bestia?
—Aún no. Pero creo que acaban de renovar la opción.
—Terrorífico. Hombre, no veo la hora de que la estrenen y pueda ir a verla. Tengo ese libro cogido ya con gomas para que no se me pierdan las páginas. Lo he leído cinco o seis Veces ya. Es un clásico.
—A mí me gustaría más —dijo Lane— si no lo hubiese escrito mi padre.
—Ah, es un hombre estupendo.
—Y al parecer un poco majara —añadió Lane.
Henry se echó a reír.
Al llegar a la base del monte, Lane desembocó en el paseo de la Ribera. La mayor parte de los establecimientos aún no habían abierto y el tránsito era fluido. La ranchera que rodaba delante de ellos iba llena de niños camino de la escuela primaria, situada al otro lado de la carretera, frente al instituto Buford, en el extremo sur de la ciudad. Unos cuantos chicos, algo mayores, marchaban por la acera, en bicicleta, en la misma dirección.
Todavía apoyado en el respaldo del asiento, Henry alargó la mano hacia la ventanilla del lado de Lane.
—¿Esa no es Jessica?
Lane localizó a la muchacha en la acera, por delante de ellos. Jessica, sí. Incluso vista por la espalda, no cabía la confusión. El pelo hacia arriba, formando puntas, teñido de naranja brillante, bastaba para identificarla.
Llevaba el brazo izquierdo enyesado.
—¿Qué le habrá pasado? —murmuró Lane—. ¿Tenéis inconveniente en que me ofrezca a llevarla?
—Por mí, hazlo —dijo Henry.
—Terrorífico —murmuró Betty.
Lane acercó el automóvil al bordillo, no muy detrás de la contoneante adolescente, y se inclinó hacia la ventanilla.
—¿Qué me dices de un paseo en coche? —preguntó.
Jessica dio media vuelta.
Lane dio un respingo al verla.
—¡Dios santo! —murmuró Henry.
En términos generales, a Jessica se la consideraba el bomboncete más imponente de la clase preuniversitaria, por no decir de todo el instituto.
“No está tan imponente ahora”, pensó sorprendida Lane. A juzgar por su aspecto, lo mismo podía haber combatido aquel fin de semana diez asaltos con el campeón de los pesados.
Tenía la parte izquierda de la cara hinchada y amoratada.
Los labios, partidos, le abultaban como salchichas. Llevaba una tirita color carne en la barbilla y otra sobre la ceja izquierda. Lane supuso que las gafas de sol con montura rosa ocultaban unos ojos a la funerala. La chica solía llevar pendientes enormes en las horadadas orejas. En aquel momento, ambos lóbulos estaban vendados. La escotada blusa de tirantes anchos dejaba ver las contusiones del pecho. Por los lados de los tirantes se veían también otras magulladuras. Hasta en los muslos se apreciaban cardenales purpúreos bajo los flecos de las perneras cortadas de los vaqueros.
—¿Qué me dices? —insistió Lane.
Jessica se encogió de hombros y Lane oyó que Henry respiraba hondo, probablemente ante la forma en que el gesto de la chica hizo moverse el seno bajo la ceñida tela de la blusa.
Sólo se veía uno. El otro quedaba oculto discretamente bajo el cabestrillo que sostenía el brazo roto. El visible se agitó al ritmo de los andares de Jessica, que se acercó al coche.
“Tal vez le arreó estopa una banda”.
“Estupendo, Lane. Realmente estupendo”.
“Sería culpa suya”.
“Corta ya”.
Se inclinó por encima del asiento contiguo, accionó el cierre y abrió la portezuela.
—Gracias —dijo Jessica.
Henry se retiró del respaldo del asiento delantero sin duda con la colaboración de Betty y perdió la ocasión de verla subir. “Mala suerte pensó Lane. Al chico le hubiera gustado ver la pierna de Jessica a través de la abertura lateral de los vaqueros cortos. Las contusiones habrían moderado su entusiasmo, pero no mucho”. Cerró la puerta. Lane miró por el retrovisor lateral, aguardó a que pasara un Volkswagen y luego arrancó.
—¿Estás segura de que quieres ir a clase? —preguntó.
—Mierda. ¿Lo estarías tú, si tuvieses este aspecto?
—Me parece que telefonearía diciendo que estaba enferma.
—Sí. Bueno, pues es mejor que tener delante a la fieja todo el santo día dando la fadila. Menudo plomo.
Lane apretó los labios; luego se pasó la lengua por ellos. Escuchar a Jessica era casi como conseguir que le dolieran.
Llegó la voz de Betty desde el asiento trasero.
—Entonces, ¿nos vas a explicar la cosa o tendremos que hacer cábalas?
Fruncido el entrecejo, Jessica los miró por encima del hombro.
—No es asunto nuestro —dijo Lane.
—Sí. Fien, me arrearon una fuena solfa.
—¿Quién? —interrogó Henry.
—¿Quién leches lo safe? Un par de tíos. Auténticos cabronazos. Me sacudieron a modo y me rofaron el bolso.
—¿Dónde fue eso?
—Detrás del Parada Rápida.
—¿Detrás del Parada Rápida? —preguntó Betty—. ¿Qué estabas haciendo allí?
—Me arrastraron ellos. El sáfado por la noche. Fui a comprar tafaco y me trincaron cuando salí.
—Malas noticias —murmuró Henry.
—Sí, yo diría que sí.
Con una mano, Jessica abrió su macuto de lona y extrajo una cajetilla de Camel. Agitó el paquete, se lo llevó a la boca y cogió un cigarrillo entre los gruesos y lastimados labios. Encendió el pitillo con un Bic, aspiró el humo a fondo y suspiró.
—¿Han cogido a los tipos que lo hicieron? —preguntó Lane.
Jessica negó con la cabeza.
—No creo que gentuza como esa se deje ver por aquí.
—No, claro.
Lane entró en la zona de aparcamiento destinada a los alumnos, dio con un espacio libre y detuvo el automóvil.
—Gracias por el paseo —dijo Jessica.
—Me alegro de haber podido ayudarte y siento mucho lo que te ha pasado.
—Yo también. Hasta luego.
Tras apearse, Jessica se alejó.
—¿No os morís por saber lo que realmente sucedió? —dijo Betty.
—¿Crees que ha mentido? —preguntó Lane.
—Lo expresaré de este modo: sí.
Henry empujó hacia adelante el respaldo del asiento.
—¿Por qué iba a mentir en una cosa como esa?
—¿Y por qué no?