Larry se despertó estremecido. Estaba destapado, la ropa de la cama se ceñía en torno a Jean, que no paraba de revolverse y gemir. Le agitó suavemente los hombros. La mujer dio un respingo. Jadeó.
—¿Qué… qué pasa?
—Tenías una pesadilla —susurró Larry.
—¿Sí? ¡Ah! Bueno. —Se puso boca arriba. Aún jadeaba, escasa de aire—. ¡Vaya sofoco! —murmuró, luego bregó para librarse de las mantas y las sábanas. Las empujó y las impulsó a patadas hasta los pies de la cama.
—Yo voy a necesitar algo de ropa —dijo Larry, y se sentó en el lecho.
—¿Sí? ¡Oh! Lo siento.
—No hay problema. Arrojaré un poco de luz sobre la cosa —advirtió. Concedió a Jean unos instantes para que se cubriera los ojos, antes de alargar la mano hacia la mesita de noche y encender la lámpara.
—Espera. Yo me encargaré de eso. Te armarías un lío.
—Muy bien —sonrió Larry.
Segundos antes, Jean se encontraba en las garras de una pesadilla terrorífica. Ahora se preocupaba de que él pudiese convertir en un laberinto la sencilla tarea de arreglar las sábanas y las mantas. Se echó hacia atrás, se cogió los brazos por encima de la cabeza y observó a Jean, que saltaba de la cama.
Parecía que acababa de darse una ducha con el camisón puesto. Su corta cabellera estaba enmarañada y los húmedos rizos de las puntas le caían sobre las orejas y la nuca. La tela blanca de la camisa de dormir se le pegaba a la espalda y las nalgas.
—Estás empapada —comentó Larry—. Ha debido de ser una pesadilla de mil demonios.
—Seguramente. No me acuerdo de nada.
Jean se agachó por un lado de la cama para tirar del extremo superior de la sábana y desenredada. Oscilaron ligeramente sus pechos bajo el encaje del escotado camisón.
—¿Crees que era algo referente a lo de hoy?
—No me extrañaría.
Tiró de la sábana hacia la cabecera de la cama. Cuando la tela caía, Larry se incorporó y agarró el borde. Estiró la sábana sobre su cuerpo desnudo y se tendió de nuevo en el colchón. Fue suficiente para cortar el paso a la frescura de la suave brisa nocturna. Pero todavía fue mejor cuando Jean añadió la cobertura de la manta ligera. La alisó cuidadosamente en la parte de la cama que le correspondía a ella y después rodeó el lecho para ir al lado de Larry. Se inclinó sobre él mientras estiraba la manta. Larry alargó la mano y le aplicó un cachete en las posaderas. El tacto sedoso del camisón era húmedo. Debajo, la piel estaba tersa y muy cálida. Jean le miró, al tiempo que enarcaba las cejas. La mano de Larry descendió por los muslos y pasó por debajo del dobladillo de la camisa de dormir.
De pie, erguida, Jean apagó la lámpara. El camisón, una pálida mancha borrosa a la tenue claridad de las ventanas, pasó por encima de la cabeza de Jean, abandonó el cuerpo de la mujer y desapareció. Larry tiró hacia atrás la ropa de la cama que con tanto esmero había dispuesto la mujer. Pero Jean no protestó.
Subió a la cama, separó las piernas de Larry y se acomodó encima de él. Mientras se besaban, Larry acarició la espalda y las pequeñas y firmes nalgas. Ella alzó entonces las piernas. Apretó el pene, que aumentaba paulatinamente de tamaño, entre sus muslos y los contorsionó contra él. Los senos de Jean eran lisas y cálidas almohadillas que frotaban su pecho y aunque el contacto de aquel cuerpo que se retorcía sobre el suyo despertaba una dolorosa necesidad, tuvo la sensación de que los huesos de la cadera de Jean se le hundían en la carne.
Se dio la vuelta, puso a Jean sobre el colchón y la cubrió con su cuerpo. Se apoyó en los codos y las rodillas, a fin de que su peso no recayera sobre la mujer. Jean se retorció. Mientras Larry la besaba en el cuello y gemía al bajar un poco y aplicar luego los labios a un pezón y después al otro.
Se levantó. Con las rodillas entre las separadas piernas de Jean, murmuró:
—Un segundo.
Los dedos de Jean se deslizaron acariciadoramente a lo largo de la verga de Larry.
—No creo que esta noche lo necesites.
—¿Seguro?
—Sí.
—Fantástico. Odio esas malditas gomas.
—Lo creo —sonrió Jean.
Rutilante blancura de unos dientes en el difuminado contorno del rostro. Puntos de oscuridad donde debían de estar los ojos.
De súbito, Larry se encontró de nuevo debajo de la escalera, arrodillado sobre el cadáver. Notó que se tensaba y que el frío iba a apoderarse de él.
“¡No pienses en eso!”
Comprendió que Jean tenía aproximadamente las mismas medidas, la misma estatura y las mismas proporciones que aquel horrible ser.
“¡Basta!”
—¿Qué ocurre, cariño?
—Nada —respondió Larry.
La sombreada piel de Jean era oscura, pero el suyo no era aquel tono oscuro. Los senos de Jean eran turgencias, no planos. A pesar de la penumbra, podía distinguir los perfiles de las costillas de Jean. Bajo la caja torácica, el cuerpo parecía contraerse. Los huesos de las caderas sobresalían.
—¿Cielo?
La mano de la mujer parecía de cuero alrededor de su pene pequeño y suave.
La mano de “aquello”.
Se imaginó apartándola de un golpe.
Pero sabía que era Jean. Su mujer no se había convertido en un cadáver y él tampoco estaba alucinando. La que en aquel momento compartía su cama no era nadie más que Jean. La imaginación le estaba jugando una mala pasada.
“No voy a permitir que me avasalle”, se prometió.
Se echó hacia atrás en el colchón. La mano de Jean se apartó. Larry besó el vientre femenino. Caliente, suave, escurridizo a causa del sudor. Ni reseco ni correoso.
¡Deja ya de hacer comparaciones!
Pero cuando restregó la cara por los húmedos rizos de Jean, a su mente acudió aquella mata rubia de vello púbico de la vampira. Un escalofrío le recorrió de pies a cabeza.
Jean introdujo los dedos en su cabellera.
Larry descendió un poco más. Jean gimió y se retorció, al tiempo que se oprimía contra él y le agarraba del pelo. De la cabeza de Larry desapareció todo recuerdo, toda idea del cadáver.
Jean no tardó en estar gimoteando.
“Pero no a causa de una pesadilla”, pensó Larry, mientras la mujer le tiraba de la cabellera y él resbalaba hacia arriba. Cerró su boca sobre la boca de Jean. Introdujo toda la longitud y dureza del falo en el calor interno de la mujer y Jean pareció absorberle a fondo, como si anhelara verse llena de él.
—Debería tener… pesadillas más a menudo —le confesó Jean después.
—Pues, sí.
Jadeaba debajo de Larry, al que acariciaba mimosamente la espalda. Luego, apartó la cara, frunció los labios de una forma extraña y se llevó una mano a la boca. Con el índice y el pulgar, cogió algo y lo retiró de allí.
—¿Qué es eso? —Un pelo.
—¿De dónde ha salido?
—De tu boca —dijo Jean, y se estremeció, debajo de Larry, a impulsos de la risa.
Se limpió la mano frotándola en la sábana, pasó los brazos alrededor del cuerpo de Larry y lo apretó con fuerza. Fue como si aplicase todas las fuerzas que le quedaban a aquel abrazo. Al cabo de unos segundos, le soltó y se quedó tendida, inerte. Se pellizcó los labios. Larry los besó. Después se apartó, se deslizó quitándose de encima de ella.
Tiró hacia arriba de la sábana y de la manta, y se adosó rápidamente a Jean. Posó una mano sobre la cálida curva interior del muslo. Las yemas de sus dedos se pringaron en un líquido viscoso.
—¡Oooooh, qué asco!
Jean emitió una risita.
—No te quejes, tío. Me toca siempre la zona húmeda. —¿Quieres que cambiemos de sitio?
—Mi deber de esposa es dormir en el lado húmedo. Cubrió con su mano la de Larry, la acarició y jugueteó con los dedos.
En el silencio subsiguiente, a Larry empezó a preocuparle la posibilidad de que Jean sacara a relucir el problema. Aunque dudaba de que lo hiciese. En muy raras ocasiones trataban el tema de su vida sexual. Aparte de que él había mejorado más bien espectacularmente.
—Bueno —dijo—, será mejor que me duerma porque, si no, mañana no voy a poder dar golpe.
—Tendrás que escribir como un león para pagar el nuevo vestuario de Lane.
—Compraré la tienda —murmuró Larry.
Se dio media vuelta, se apartó de Jean y se acurrucó en su lado de la cama.
Jean se echó a reír y luego sorprendió a Larry al apretarse Contra él. Lo normal era que durmiesen bastante separados, cada uno en su parte del lecho.
Pero resultaba agradable. El cálido aliento de Jean sobre su nuca. Los pechos de la mujer comprimidos contra su espalda. El regazo femenino pegado a sus nalgas. El suave cosquilleo del vello púbico. El contacto de los tersos muslos en la parte posterior de las piernas. Un brazo sobre el costado mientras la mano descendía y los dedos se curvaban tiernamente alrededor de su pene.
—¿Aún estás cachonda? —preguntó Larry.
Ella le besó en la espalda.
—Chico listo. Sólo quiero estar junto a ti.
—Bueno, supongo que no hay inconveniente.
—Gracias.
—¿Te encuentras bien?
—No lo sé —susurró Jean—. Supongo que sí. ¿Y tú?
—Desearía no haber ido hoy allí.
—A mí me pasa lo mismo. Nunca vi nada tan horrible. —Se apretó contra él con más fuerza—. Por otra parte, siempre andas buscando material.
—Puedo arreglármelas sin esa clase de material.
—La realidad es demasiado para ti, ¿eh? —se pitorreó Jean.
—Sí, maldita sea…
—Tu público se horrorizaría, ¿sabes?, si descubriese lo pudibundo y remilgado que eres en realidad. El espantoso Lawrence Dunbar, maestro del terror sanguinolento, una colegiala.
—Una colegiala, ¿eh? Alternas demasiado con Pete.
Jean se echó a reír de nuevo.
—Anda, duérmete, tipo duro.
¡Manos a la obra!