Pete pisó a fondo el acelerador al abandonar Llano de la Artemisa, sin que Bárbara pronunciase una sola palabra acerca de la velocidad.
Nadie dijo nada acerca de nada.
Retrepado en el asiento, Larry se sentía aturdido y exhausto. Aunque sus ojos miraban, a través del parabrisas, la carretera y el desierto, iluminados por el brillante sol, la verdad es que seguía viendo el cadáver. Y la estaca hundida en su pecho. Y el crucifijo.
“Ya ha quedado atrás se confesaba. Nos alejamos de eso. Estamos bien”.
Tenía el cuerpo pesado. Notaba en el pecho y en la garganta una tensión trémula que parecía una mezcla peculiar de terror, terror declinante y exaltación jubilosa. Recordaba haber experimentado sensaciones similares unos años atrás. En el curso de un vuelo a Nueva York, el 747 encontró un bache de aire y descendió a plomo durante un par de segundos. Algunos pasajeros chocaron con el techo. Jean, Lane y él llevaban abrochados los cinturones y no sufrieron el menor daño. Pero después sintió lo mismo, más o menos, que sentía ahora.
“Sobresalto, probablemente —pensó—. Sobresalto combinado con una gran sensación de alivio”.
Sentía eso y, si no tuviese el dominio de sí que tenía, lo más probable era que empezase a llorar y a reír tontamente.
De ahí debió de salir la expresión “asustado como un imbécil”.
Tras emitir una carcajada satánica, Pete le dirigió una sonrisa por encima del hombro.
—Mira por dónde conduces —reprochó Bárbara.
—No creo que sea buena idea avisar a los polis —opinó Larry—. Incluso aunque lo hiciéramos de manera anónima, sigue existiendo la posibilidad de que nos complicaran en el asunto.
—No sé cómo —repuso Jean.
—¿Puedes tener la absoluta certeza de que no nos vio nadie? Alguien pudo atravesar el pueblo y localizar la furgoneta mientras nosotros admirábamos la gramola.
—O el vampiro —añadió Pete.
—Y hasta es posible que anotaran el número de la matrícula.
—Esa sí que es una idea agradable —murmuró Bárbara.
—Uno nunca sabe. Eso es lo que digo.
—Eh, puede que incluso nos estuviera espiando alguien desde una ventana o desde cualquier otro punto de observación.
—Gracias, Pete. Verdaderamente, eso es lo que necesitaba oír.
—Aunque no nos hubiera visto nadie —continuó Larry—, es indudable que dejamos bastantes pruebas físicas de nuestra presencia allí. Huellas digitales, rastro de nuestro calzado, las marcas de los neumáticos sobre el piso de tierra. Lo más seguro es que la policía considere toda la zona escenario del crimen y proceda en consecuencia. No es preciso decir lo que puede encontrar. Y la siguiente noticia la tendréis cuando llamen a vuestra puerta.
—Nosotros no la matamos.
—¿Tienes coartada —preguntó Pete— para la noche del tres de septiembre de mil novecientos uno?
—Una cortada muy buena. Aún no había nacido. Aún no habían nacido mis padres.
—¿Crees que lleva muerta tanto tiempo? —preguntó Bárbara.
—Te aseguro que a mí me pareció vieja.
—No tengo idea de la fecha en que la mataron —dijo Larry—, pero calculo que no debe de llevar debajo de la escalera más de veinte años o así. Imagino que la colocaron allí después de que cerraran el hotel.
—¿En qué te basas? —preguntó Pete.
—Los huéspedes habrían olido la peste del cadáver.
—¡Puaff! —murmuró Jean.
—Bueno, pues es verdad. Suponiendo que la hubiesen plantado allí inmediatamente después de matarla, la gente habría notado el hedor. Ahora no huele, pero…
—Consigues que se me revuelva el estómago, Larry.
—¿Por qué calculas veinte años? —quiso saber Bárbara.
—La gramola.
—Ajá. Los viejos discos.
—No creo que las canciones que vimos allí se grabasen mucho después de la mitad del decenio de los sesenta. Fue probablemente por entonces cuando la Holman’s dejó el negocio. Me figuro que el hotel debió de cerrar sus puertas aproximadamente por las mismas fechas en que lo hizo la Holman’s.
—Eso tiene su lógica —comentó Bárbara—. De modo que tú crees que dejaron el cuerpo debajo de la escalera después de, pongamos, el sesenta y cinco.
—No es más que una suposición. Naturalmente, esa chica podía llevar muerta cincuenta años cuando alguien la depositó debajo de la escalera. De ser así, no hay modo de precisar cuánto tiempo llevaba allí.
—Ya —dijo Pete—. Eliminas el factor fetidez mediante el sistema de ubicarla en otro sitio mientras iba madurando; así, se la podría instalar debajo de la escalera y nadie se enteraría.
—No sé qué importancia puede tener eso —manifestó Jean—. La cuestión es que está muerta. ¿A quién le interesa el tiempo que pueda llevar debajo de la escalera?
Pete volvió a alzar la mano.
—A mí me parece que averiguar eso tiene un interés que rebasa la condición de pasajero.
—A la policía le parecerá lo mismo —añadió Larry—. Creo que, según el modo en que enfoquen la cuestión, la diferencia puede ser grande. Si ha muerto hace medio siglo y los polis disponen de medios para determinar esa cuestión, la moza es casi un monumento histórico. Si la mataron hace sólo veinte años, puede ser que inicien una activa investigación de homicidio.
—Desde luego —dijo Bárbara—. Quienquiera que le clavó esa estaca puede andar por ahí vivito y coleando.
—Hablando de eso —dijo Pete. Miró a Larry, arqueó una ceja y se acarició la barbilla—. Esperad a oír a este caballero.
—Lo sabemos —dijo Bárbara—. Fuiste tú.
—Eh, hablo en serio.
—Para variar.
—¿No notó nadie nada extraño respecto a las puertas de la fachada del hotel?
—¿Aparte la circunstancia de que las forzamos para entrar? —preguntó Bárbara.
—Muy bien, corazón mío. Ahí está la cosa. Al llegar, nos encontramos ese sitio sellado. Todos los demás edificios del pueblo estaban abiertos y bien abiertos. La gente podía entrar y explorados a gusto. Pero el hotel, no. ¿Qué más?
—¿Se trata del juego de las Veinte Preguntas? ¿Es mayor que una panera?
—Te daré una pista. Brilla, reluce y es nuevo, flamante.
—El candado —dijo Larry—. El cerrojo.
—¡Correcto! Según el aspecto que presentaban, me juego lo que queráis a que hace un mes estaban en el estante de una ferretería, a la espera de comprador.
—¿Y qué? —preguntó Jean.
—¿Quién los colocó en las puertas? ¿Quién quería impedir que entraran curiosos en el hotel?
—Sí, es posible que haya habido alguien deseoso de impedirlo.
—Eso es. Y también es posible que haya habido alguien que escondió una vampira debajo de la escalera. Alguien que aún anda rondando por allí con la sana intención de asegurarse de que nadie descubre su secretito.
—La misma persona que colgó el crucifijo de la pared —adujo Larry.
—Exacto.
—Una especie de guardián, de celador de la vampira.
—Es muy probable —dijo Bárbara— que quienquiera que cerrara las puertas con el candado y el cerrojo ignore lo de la vampira.
—Si lo sabe —repuso Pete—, sería más interesante.
—Para ti, quizás.
—¿Hay alguna posibilidad de que dejéis de hablar de ese asunto? —sugirió Jean—. Desearía no haber puesto el pie en ese maldito hotel.
—Hago mías tus palabras —dijo Bárbara—. Esa dichosa vampira tiene la culpa de que, desde hace diez años, cuando me pegué aquel trastazo con la bicicleta, no me haya visto tan hecha polvo. Y, entonces, no me desgarré el estómago como ahora. Voy a estar preciosa en bikini.
—No dirás que no te advertí de lo peligroso que podía resultar subir por la escalera —le recordó Pete.
—Las maderas chirriaban mucho, pero te garantizo que no esperaba que se rompieran.
—Tal vez la vampira deseaba que cayeras por el boquete. Quizá pretendiera que le arrancases la estaca.
—Ya en plan de crear una impresión a lo Bela Lugosi, —añadió—: Con ánimo de chuparte la sangre.
—¡Ah, claro!
—Muy bonito —le dijo Larry—. Deberías ser tú el escritor.
—No es ninguna vampira —insistió Jean.
—¿Sabéis? —Pete pasó por alto su comentario—. Debimos arrancarle la estaca. ¿Entendéis lo que quiero decir? Sólo para ver qué ocurría.
—No hubiera ocurrido nada —dictaminó Jean.
—Quién sabe. —Pete miró de reojo a Larry—. ¡Eh! ¿Qué os parece si doy media vuelta, regresamos allí y lo hacemos?
—¡Ni hablar!
—¿No sentís curiosidad?
—No esa clase de curiosidad.
—Intenta girar el volante de la furgoneta —avisó Bárbara— y te ganarás un buen mordisco en el cuello.
—Dulce gatita.
—No me tientes, tío. Fue una gran idea, por tu parte, meternos en este embrollo.
—Hubieras podido quedarte al margen. Nadie te puso en la cabeza el cañón de una pistola.
—Cierra el pico, ¿vale?
Pete lanzó una ojeada a Larry. La expresión de este era más bien divertida.
—Sospecho que obrarías santamente callándote, antes de que le dé por enfadarse, ¿eh?
—Lo haría si fuese tú.
—¿Qué ha ocurrido con el derecho a la libertad de expresión?
Aunque habló en tono quedo, con la vista sobre Larry, en realidad la frase iba dirigida a Bárbara.
—Esa libertad acaba donde empiezan mis oídos —replicó la mujer.
Pete sonrió a Larry, pero no añadió nada más. Condujo en silencio.
Larry contempló el desierto. Aún se sentía un poco mareado y nervioso, si bien un poco mejor que antes. Supuso que la conversación había contribuido a ello. Expresarlo en palabras. Compartir las preocupaciones. Sobre todo el tono desenfadado con que Pete convirtió aquella espantosa experiencia en una historia de vampiros. Y la trifulca verbal entre Pete y Bárbara. Su pelotera corriente, simpática y cotidiana. Todo ayudó mucho. Disolvió el horror del encuentro del cadáver. Como la luz del sol diluye una pesadilla.
Pero su inquietud aumentó a medida que se aproximaban al Recodo de la Cabeza de Mula. Ni siquiera las vistas familiares del paseo de la Ribera fueron suficientes para disipar los temores que se crecían en su interior.
Pete avanzó despacio a través del tránsito: unos cuantos automóviles envueltos en la habitual mezcla de vehículos aparcados al borde de la calzada, caravanas, furgonetas, camiones de reparto y motocicletas. Flanqueaban la carretera moteles, estaciones de servicio, bancos, centros comerciales, restaurantes, bares y establecimientos de comidas rápidas. Larry vio el horno donde aquella misma mañana había comprado una docena de rosquillas; el supermercado donde Jean adquirió los comestibles; la tienda de ordenadores donde solía proveerse regularmente de disquetes, papel y cintas de impresora para su procesador de textos; la sala cinematográfica donde todos los miércoles por la tarde iba a ver su programa doble de películas de terror.
De vez en cuando, vislumbraba fugazmente el río Colorado, que discurría al este del distrito comercial. Unas cuantas personas andaban todavía por allí dedicadas a la práctica del esquí acuático. Vio una casa flotante. Un barco de servicio regular transportaba pasajeros hacia los casinos de la orilla del río perteneciente a Nevada.
Todo muy corriente, muy normal. Larry pensó que debía sentir cierto alivio por el hecho de volver al verde césped de su casa y dejar atrás la rareza y la desolación de las carreteras secundarias.
Pero no sentía ese alivio.
Lo comprendió al despedirse de Pete y Bárbara. No deseaba separarse de ellos. Tenía miedo. Como un chiquillo que, después de escuchar relatos de fantasmas, ahora debía volver solo a casa por un camino oscuro.
“Pero no soy ningún niño se dijo. No está oscuro. Vivimos en la casa de al lado. Y no vuelvo a casa solo, Jean me acompaña y probablemente Lane ya esté de regreso”.
—¿Por qué no os quedáis con nosotros un rato? —sugirió Bárbara—. Prepararemos unos combinados y nos quitaremos el polvo de la garganta.
—¡Formidable! —aprobó Larry; se preguntó si también a ella le inquietaba la idea de que el grupo se disgregase.
—Podréis probar mis famosas margaritas —dijo Pete.
—Me suena tentador —dijo Jean.
Larry se consideró bendecido.
Pete dejó a su espalda el tráfico del paseo de la Ribera y tomó el serpenteante camino que conducía a la glorieta de la Palma. Cuando desembocó en ella, aparecieron a la vista sus hogares.
Era estupendo llegar a casa. Ya. Ahora tomarían unas copas con Pete y Bárbara.
Lane apareció por la parte lateral del porche. Vestía vaqueros azules y la parte superior de su bikini blanco; llevaba en la mano un cubo de plástico. Al parecer, se disponía a lavar su Mustang.
Pete tocó la bocina cuando se acercaban. Lane se volvió hacia ellos y los saludó agitando el brazo.
—No digáis nada acerca de eso que ya sabéis —pidió Jean.
—Hummm es la palabra —accedió Pete. Entró en el paseo de acceso y frenó. Llamó a Lane mientras se apeaba de la furgoneta—. Se siente uno liberado de hacer esas cosas cuando por fin llega aquí.
—Muy gracioso.
—¿Te has divertido comprando cosas a troche y moche? —preguntó Jean.
—Sí, todo fue de maravilla. —Dirigió una radiante sonrisa a Larry cuando este se apeó de la furgoneta—. He gastado a manos llenas tu dinero, papá. No vas a tener más remedio que quedarte en casa y escribir como una fiera.
—Un millón de gracias, cariño de mi alma.
—Considérame una fuerza motivadora. En fin, ¿qué tal la excursión?
—Lo pasamos en grande —le aseguró Jean—. Nos quedaremos aquí un ratito.
—Acompáñanos, si quieres —invitó Bárbara, que en aquel momento aparecía por detrás de la furgoneta, con la nevera portátil en la mano.
—¡Jesús! —exclamó Lane—. ¿Qué te ha pasado?
—Tuve un pequeño accidente.
—¿Estás bien? —preguntó Lane, fruncido el entrecejo.
—Sólo unos cuantos arañazos y contusiones. Sobreviviré.
—Offf.
—Vamos, si te apetece. Tomaremos un trago y un tentempié.
—Gracias. Quiero lavar el coche.
—Bueno, si cambias de idea…
—Faltaría más. Gracias.
Entraron en la casa. Después del corto paseo bajo el calor, el aire acondicionado les resultó agradabilísimamente fresco. Larry ocupó su silla de costumbre a la mesa de la cocina. Jean se sentó frente a él. Pete se acercó al mueble bar y empezó a coger botellas.
Todo era muy familiar, acogedor y reconfortante.
—Voy a asearme un poco —dijo Bárbara—. En cuestión de un minuto me tenéis aquí y entonces os serviré unas golosinas.
Pete tarareó unas estrofas de Margaritaville mientras vertía en la batidora tequila y triple seco. La batidora era uno de sus hallazgos. Alguien la dejó para que se la llevaran los empleados del servicio de recogida de basuras, Pete la localizó cuando conducía rumbo al trabajo, la recogió y la restauró para ponerla de nuevo en funcionamiento.
A Larry le recordó la gramola tirada en el lecho seco del arroyo. Se vio a sí mismo agachado junto al aparato y, luego, de rodillas al lado del ataúd, con los ojos clavados en el marchito cadáver de color pardo.
Notó que se contraía interiormente.
Eso es historia, trató de convencerse. Estamos en casa. Todo ha concluido. Ese maldito asunto está a ochenta, a cien kilómetros de distancia.
—No cabe duda de que es estupendo estar aquí —dijo en voz alta.
—Mucho mejor que tener un palo clavado en el ojo. O en el corazón, que para el caso es lo mismo.
Jean hizo una mueca.
Pete partió por la mitad un par de limas y las exprimió en la batidora. Luego echó unos cubitos de hielo. Tomó del aparador unas copas de tallo largo para la margarita. Frotó el borde de las copas con las limas. Luego introdujo esos bordes en un salero de plástico.
—Muy bien, nena, a cumplir con tu obligación.
Puso la tapadera de la batidora y oprimió un botón. Al cabo de unos ruidosos segundos, el aparato se quedó silencioso. Pete llenó las copas con su espumoso brebaje y las llevó a la mesa.
Se sentaba en el momento en que Bárbara regresó.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jean.
—Infinitamente mejor.
Su aspecto también había mejorado mucho.
Iba descalza, llevaba unos rojos pantalones cortos de gimnasia y una camiseta gris de manga corta, cortada justo debajo de los pechos. Larry supuso que se había pasado una toalla húmeda por el estómago y por las piernas. La sangre y la suciedad habían desaparecido, aunque la piel aparecía enrojecida alrededor de las erosiones. La madera rota la había arañado como un felino salvaje y había anchas zonas de piel que parecían haber recibido unas pasadas de papel de lija.
Larry la observó mientras la mujer preparaba una bandeja de queso y galletas saladas.
La espalda parecía encontrarse en perfectas condiciones.
Bronceada, tersa, inmaculada.
Llevó aquel aperitivo a la mesa y se sentó. Adelantó el labio inferior y resopló, enviando el aliento hacia arriba para que agitase el mechón de pelo que tenía sobre la frente.
—Por fin —dijo.
Pete levantó su copa.
—Porque la vampira descanse en paz y no se le ocurra nunca lanzarse en busca de nuestros cuellos.
—Te voy a romper la crisma —prometió Bárbara.
—Cuenta con mi ayuda —se mostró Jean dispuesta a colaborar.
Pete sonrió a Larry.
—Estas chicas no tienen ni pizca de sentido del humor.