—¡Dios mío! —exclamó Pete.
Jean salió disparada escaleras arriba.
—¡Aguanta un poco!
—¡Me caigo! ¡Daos prisa!
Larry se precipitó hacia el pie de la escalera. No oyó a Pete seguirle.
—¿Dónde estás, hombre?
—¡Sube ahí y aguántala! —refunfuñó Pete.
—¡Oh, mierda! —gruñó Bárbara. Larry rodeó el poste del eje de la escalera. Mientras corría a la zaga de Jean, vislumbró el nebuloso resplandor de la linterna de Pete, a la derecha de los escalones. ¿Es que el fulano no era capaz de moverse? ¿Seguía allí abajo, petrificado delante del crucifijo?
Jean se arrodilló en el borde del rellano.
De espaldas al primer tramo de peldaños, Bárbara parecía alguien a quien las arenas movedizas se están engullendo. Encorvada hacia delante, oprimía el pecho contra las tablas del piso que aún no se habían hundido y trataba de sostenerse apoyada en los codos.
Jean se arrastró lateralmente, para dejar sitio a Larry, y luego pasó un brazo por debajo de la axila izquierda de Bárbara.
—Vale —jadeó—. Ya te tengo. No te vas a ir abajo.
—¿Estás bien? —preguntó Pete.
—¡No, maldita sea!
Larry se dejó caer en el suelo, entre el rellano y la escalera. Miró a través de la grieta de quince centímetros que separaba la blusa blanca de Bárbara y el filo de las tarimas rotas. Negrura.
“Un pozo sin fondo —pensó—. Un abismo”.
Ridículo, se contradijo. Probablemente no habría más de dos metros de caída desde el descansillo hasta el piso del vestíbulo. El cuerpo de Bárbara había cubierto ya la mitad, aproximadamente.
Pero ¿y si debajo de la escalera no había suelo? ¿Y si el peso de Bárbara lo hundía y lo atravesaba también? Incluso aunque sólo fuera una caída de metro y cuarto, la mujer quedaría atrapada debajo de la escalera. Y las tablas astilladas le desgarrarían la carne durante la caída.
Avanzó contorsionándose hasta que su rostro tocó el pelo de la parte posterior de la cabeza de Bárbara. La rodeó con los brazos. Estos apretaron los pechos de la muchacha. Tras murmurar un “Lo siento”, bajó un poco más los brazos y los ciñó alrededor de la caja torácica.
—¡Pete! —chilló entonces.
—¿Ya la tienes?
La voz de Pete aún llegaba de la planta baja.
—Casi. ¡Si fueras tan amable de echamos una mano, maldita sea!
Oyó un chasquido de madera que se quebraba. Temió por unos segundos que cediese un poco más del suelo del rellano. Pero no ocurrió nada.
—¡Yaaa! —chilló Bárbara, a la vez que daba un respingo al sentir el abrazo de Larry—. ¡Algo me ha agarrado!
—He sido yo, encanto.
Una pincelada de luz lamió fugazmente la oscuridad por la parte del hombro derecho de Larry. La luminosidad se había filtrado desde abajo, a través de las tarimas partidas.
Pete está debajo de nosotros, comprendió.
—¿Cómo llegaste ahí? —preguntó Jean. En su voz había asombro. Y alivio.
—Cuestión de varita mágica —repuso Pete—. Está bien. Ya te sostengo, cielo. Ahora, a bajar despacito.
—¡No, no, no, no me soltéis! ¡Me destrozaré al caer!
—Bueno, te sacaremos por arriba.
—Vale, subidme, ¿de acuerdo? —Su voz sonó controlada, aunque la matizaban el dolor y el miedo—. Si tratara de bajar, me haría más daño aún.
—Conforme. Lo intentaremos. ¿Estáis listos ahí arriba? A la de tres.
—¿Tú la empujarás por los pies? —preguntó Jean.
—Esa es la idea. Uno. Dos…
—Tranquilos —pidió Bárbara, apremiante—, tomáoslo con calma si no queréis que acabe debajo de una montaña de astillas.
—Muy bien. Uno. Dos. Tres.
Bárbara fue elevándose despacio por el boquete, como si subiera en un ascensor. Todavía rodeándola por la zona inferior del pecho, Larry bregó para ponerse de rodillas. La espalda de Bárbara chocó contra él. Larry deslizó una mano por la resbaladiza piel del vientre de la muchacha, que abrió la boca y dio un respingo. La mano de Larry se cerró en torno a la hebilla del cinturón, tiró hacia arriba, la acercó de golpe a él y Bárbara pudo por fin descansar sentada en el borde del agujero.
—Bueno —jadeó—. Me encuentro bien. Dadme un segundo para que recobre el aliento.
Larry y Jean la sujetaron por los brazos.
—¿Todo arreglado por ahí arriba? —quiso saber Pete. El rayo de luz de la linterna se movió de un lado a otro, después de atravesar la brecha por delante de las rodillas de Bárbara.
Bárbara no respondió.
—Está sana y salva —informó Jean.
El rayo de luz se deslizó hacia un lado y por el boquete sólo pudo verse un leve resplandor.
—Quiero irme a casa —murmuró Bárbara.
Larry y Jean la sostuvieron, mientras la mujer se echaba hacia atrás y sus piernas abandonaban la brecha. Plantó los zapatos con fuerza en el borde de la quebrada madera, al otro lado del agujero.
—¡Jesús! —susurró, asustado.
Barbara se puso rígida.
—¡Pete! ¡Qué pasa!
—Santo Dios… hombre —ahora no parecía tan asustado, solo sorprendido—. Hey, no van a creer esto. Santa madre de Dios. Larry ven aca abajo.
—¿Qué?
Bárbara se inclino hacia delante, y miró por entre sus piernas extendidas.
—¿Qué es?
—No querrás saber.
—No es momento para juegos, Peter.
—Tuviste la maldita fortuna de no caer aquí.
Por un momento nadie dijo nada.
Entonces la voz de Peter subió a través de la grieta.
—Habrías tenido compañía.
Escalofríos recorrieron la espalda de Larry.
—Aquí hay un cadáver antiguo.
Está bromeando, pensó Larry, pero su cuerpo sabía que Pete estaba diciendo la verdad. Su escroto se encogió como si alguien lo hubiera estrujado con una mano helada.
—Oh Jesús —musitó Bárbara. Jean y Larry la siguieron, bajando la escalera.
—Sabía que no me gustaba este lugar —susurró Jean.
Bárbara abrió la puerta del hotel. La luz del día se esparció en el recinto.
Se quedó en la entrada, mirando de reojo. A pesar de que Larry estaba a varios metros, pudo ver que temblaba y tiraba nerviosamente de su blusa.
Sus pechos lucían muy blancos, a través de sus ropas.
Larry se sintió como un voyeur barato, aprovechándose de su momento de indefensión, pero a pesar de sentir culpa no pudo dejar de mirarla.
Había un cuerpo muerto bajo las escaleras, pero por alguna razón, la visión de la piel de Bárbara a través de su escote disminuyó su enfermizo pavor.
Pero se forzó a bajar la mirada. La pierna derecha de sus shorts se había subido más alto que la izquierda. Ambas presentaban raspones, sus espinillas sangraban, la derecha más que la izquierda: habían sido arañadas en la caída.
—¿Dónde están todos? —la voz de Peter sonó apagada.
—Bárbara se golpeó realmente fuerte, —contestó Larry— sal de ahí y vámonos a casa.
—¡Tenéis que ver esto! Tomará solamente un minuto.
—No quiero verlo. Hombre, tu mujer está lastimada.
—¿Qué es un minuto más o dos? Tenemos un Cadáver aquí. Eres un escritor, por todos los santos. Un escritor de terror. Esto es algo que no te querrás perder, vamos.
—Vé si quieres —le dijo Jean—, nosotras salimos para el auto.
Bárbara movió la cabeza, haciendo una mueca. Su cara y pecho lucían brillantes y sudorosos. Una vez más, Larry se sorprendió comiéndole los pechos con los ojos.
—Vete —animó—. Eso le hará feliz.
—¿Vosotras no queréis verlo, chicas?
—Estás de guasa, ¿no? —repuso Jean.
—Métele un poco de prisa, anda —le pidió Bárbara. Larry se retiró de la puerta. Cruzó despacio el vestíbulo.
Al volver la cabeza, vio que Jean y Bárbara salían a la calle.
Se sintió abandonado.
“No tengo por qué estar aquí —pensó—. Podría estar con ellas ahí fuera”.
Malditas las ganas que tenía de ver un condenado cadáver. Pero sus débiles piernas le apartaron de la luz del sol.
En el panel de madera que constituía el tabique que tapaba el hueco de la escalera se había abierto una brecha, de unos sesenta centímetros. El rayo de luz de la linterna de Pete iluminaba aquel espacio. Larry se puso de costado y se deslizó al interior de aquel pequeño recinto.
—Creí que te habías rajado —dijo Pete.
—¿Cómo iba a perderme una oportunidad de esta clase?
Encontró a Pete de pie encima de un par de tablas caídas del suelo del rellano. Parecía petrificado allí, rígida la espalda, extendido el brazo derecho y empuñada la linterna casi como si fuera una pistola. Apuntaba a un ataúd cuyo extremo superior se apoyaba en la parte de abajo de la escalera.
Cubría el cuerpo.
Un cuerpo que, al menos hasta el cuello, tapaba ya una vieja manta de color pardo. La manta estaba arrugada como si alguien la hubiese echado al desaire encima del féretro, sin preocuparse después de estirarla un poco.
El cadáver tenía una larga cabellera rubia. La piel de la cara parecía tersa y curtida. Larry vio unos párpados y unas mejillas hundidos, labios curvados hacia atrás en una mueca extravagante que dejaba al descubierto dientes y encías.
—¿Puedes creerlo? —preguntó Pete. Larry sacudió la cabeza.
—Tal vez no sea real.
—¡Anda ya! Sé distinguir un fiambre.
—Parece casi momificado.
—Sí. Supongo que deberemos examinarlo un poco, ¿no?
Hombro con hombro, se acercaron despacio al ataúd. Pete no apartó del cadáver el foco de la linterna.
“Espantoso”, pensó Larry. Nunca en su vida había visto cosa semejante. Su experiencia respecto a muertos se limitaba a tres funerales con féretro abierto. Aquellos difuntos parecían casi lo bastante saludables como para incorporarse y estrecharle a uno la mano.
El cadáver que tenían delante daba la impresión de que, si pudiera, se incorporaría para tirarle una dentellada a uno.
“No me creo nada de esto”, se dijo Larry.
La parte inferior de la escalera se inclinaba delante de ellos.
Tuvieron que agacharse para llegar al pie del ataúd. Pete se puso en cuclillas y avanzó andando como un pato. Larry, encorvado, se dispuso también a entrar, pero no había dado un paso cuando le detuvo la sensación de sofoco. La escalera parecía presionarle hacia abajo, como si tratara de empujarle, de obligarle a restregar su rostro contra aquel cuerpo sin vida. Se dejó caer de rodillas, con la intención de aferrarse al canto de la madera del féretro. Una décima de segundo antes de tocarlo, se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Retiró bruscamente las manos y se agarró los muslos.
La manta echada sobre el cadáver no cubría los tobillos ni los pies. Estaban a la vista, tenían tono de madera tintada y los huesos resaltaban en la tensa piel. Las uñas eran tan largas que se curvaban sobre la punta de los dedos de los pies. Larry recordó que, según decían, el pelo y las uñas continuaban creciendo después de la muerte. Pero también había oído decir que eso sólo era un tópico; que daban la impresión de crecer simplemente porque la piel se contraía a su alrededor.
—Apuesto a que lleva aquí una barbaridad de tiempo —murmuró Pete. Pasó la mano por encima del costado de la caja. Limpió con el índice la frente del cadáver.
Larry emitió un gemido.
—¿Qué pasa?
—¿Cómo puedes tocarlo?
—No es ninguna proeza. Inténtalo tú. Tiene tacto de piel de zapato.
Deslizó el dedo por una ceja rubia.
Larry se imaginó aquel dedo índice pasando por el borde de la cuenca del ojo, tocando el párpado, sobándolo, hundiendo el nudillo.
—Anda, ven y tócalo —le apremió Pete—. ¿Cómo puedes escribir sobre un tema sin haberlo experimentado?
—Agradezco tu interés, de verdad. Pero confío en mi imagi…
—Haremos un intercambio de cerebros.
Dio un respingo ante el sonido de la voz de Bárbara. Lo mismo le pasó a Pete. La cabeza de este chocó con la cara inferior de la escalera.
—¡Ay! —se quejó. Agachó la cabeza hasta casi rozar la cara del cadáver y luego se llevó las manos a la nuca—. ¡Mierda! ¡Maldita sea, Barb!
—Lo siento.
Larry miró por encima del hombro a las mujeres. Sonrió. Aunque el corazón le palpitaba como el redoble de un tambor, se alegraba de que las muchachas estuviesen allí. Tuvo la sensación de que el mundo real había vuelto.
—Supongo que no estabais bromeando —susurró Bárbara—, ¡Jesús, mira eso!
—¡Ufff! —fue todo lo que articuló Jean.
Bárbara se inclinó por encima del extremo del ataúd. Jean se mantuvo detrás de ella y miró por encima de su cabeza.
—No querías que disfrutásemos nosotros solos de toda la diversión, ¿cierto? —preguntó Larry.
—Eso es —dijo Jean, con voz apagada.
—La curiosidad saca a la superficie lo mejor de nosotras —añadió Bárbara.
Bárbara alargó la mano hacia el ataúd y tocó un pie del cadáver.
“Es exactamente igual que Pete pensó Larry. Cualesquiera que sean sus diferencias, no cabe duda de que se complementan, de que son el uno para el otro”.
—Creo que me he hecho sangre —murmuró Pete.
—Ya somos dos —dijo Bárbara, todavía frotando el pie sin vida—. Es como la piel de un salchichón.
—El salchichón es grasiento —precisó Pete—. Eso se parece más al cuero.
—Bueno, ya lo hemos visto —terció Jean—. ¿Todo el mundo listo para la marcha?
—Sí, más o menos. —Pete dejó de acariciarse la cabeza, bajó la mano hacia el torso cubierto y tiró de la manta. Larry dio un salto en retroceso, sobre las rodillas, mientras deseó haber sabido de antemano lo que iba a ocurrir. Ya había visto demasiado.
Ahora, aquel cuerpo sin vida aparecía estirado ante sus ojos.
Estaba desnudo.
Era femenino.
Tenía una estaca clavada en el pecho.
—¡Santo Dios! —susurró Bárbara.
—¡Salgamos de aquí! —jadeó Jean, en tono agudo y chillón. No esperó a que los demás mostraran su acuerdo. Se retiró a la carrera.
Pete arrojó la manta. Fue a caer en un rebuño informe que cubrió la punta roma de la estaca, los aplastados senos del cadáver y los salientes de las costillas. Bárbara se inclinó hacia adelante, cogió un extremo de la manta y tiró de ella para que tapase también la entrepierna.
El rubio vello púbico. Larry gimió.
Luego se desplazó en pos de Bárbara. El fondillo de los pantalones blancos de la mujer seguía con la mancha amarilla que dejó en la tela la peña sobre la que Bárbara se sentó a descansar en el lecho del arroyo seco.
Cosa que parecía haber ocurrido un siglo atrás. “¿Por qué hicimos esto?”
Larry la siguió a través del agujero del revestimiento de madera. Jean aún continuaba en el vestíbulo. Tenía los puños prietos, con los brazos caídos a los costados, y hacía pequeñas cabriolas como si se estuviera orinando.
—¡Vámonos! ¡Vámonos de una vez! —imploraba. Larry esperó a Pete.
Colocaron en su sitio, entre los dos, el panel de madera. Cerraron la puerta de la tumba.
Pete retrocedió, caminando de espaldas, como si temiese apartar la vista de allí.
Bajo el rayo de luz de la linterna, el crucificado cuerpo de Jesucristo fulguró.