—¿Dónde están? —susurró Jean, apretada contra el costado de Larry.
Este meneó la cabeza. No podía creer que la pareja se hubiera realmente volatilizado en el aire.
—Seguramente andarán vagando por alguna parte —dijo.
La idea de que pudiera haberlos sorprendido retozando impúdicamente fue sin duda producto de sus propias ilusiones y, por otro lado, sabía que sus temores acerca del asesinato eran tan rebuscados como inverosímiles. Pero subsistía el temor de que hubiesen desaparecido.
—Vale más que los encontremos —manifestó Jean.
—Un plan estupendo.
Pero lo único que vieron fue las paredes traseras de las otras casas y el desierto que se extendía hacia una cadena de montañas que elevaba sus cimas por el sur.
—Puede que hayan tramado alguna jugarreta contra nosotros —insinuó Jean.
—¿Qué quieres que te diga? Pete estaba loco por su cerveza.
—La gente no se filtra así como así por una grieta y desaparece de la faz de la Tierra.
—Sólo llegado el momento.
—No tiene gracia.
A Jean le temblaba la voz.
—Mira, no tardarán en aparecer.
—Quizá sería mejor que fuésemos por la pistola.
—La furgoneta está cerrada con llave. Y no creo que a Pete le diera un alegrón encontrarse al volver con que le hemos roto el cristal de una ventanilla.
—¡PETE! —se puso Jean a chillar de pronto—. ¡BARB!
—¡Yujuuu! —respondió una voz a lo lejos.
Las cejas de Jean se dispararon frente arriba. Ladeó la cabeza y entornó los párpados para otear el desierto.
A unos cincuenta metros de distancia, la cabeza y los hombros de Pete emergieron de la superficie del erial.
—¡Eh, tenéis que ver esto! —gritó, al tiempo que agitaba los brazos para animarlos a que se aproximasen.
Jean miró a Larry, elevó los ojos al cielo y hundió hombros y pecho como si se hubiera quedado sin oxígeno.
Larry sonrió.
—Creo que le mataré con mis propias manos —dijo Jean.
—Iré a buscar el arma.
—Rompe todas las ventanillas, de paso.
La voz de Jean sonaba estremecida.
—Venga, veamos qué han encontrado.
Caminaron por aquel terreno endurecido y achicharrado, avanzando con el máximo cuidado entre las rotas piedras y eludiendo los cactos y las patas de gallo. Cerca del lugar donde Pete esperaba crecía un anacardo. Larry supuso que Bárbara se había alejado del Holman’s en busca de algún arbusto o conjunto de rocas adecuados para sus necesidades y que, finalmente, se decidió por el anacardo. El tronco era lo bastante grueso como para permitirle cierta intimidad, y la caída de las ramas procuraba suficiente sombra.
Pete se encontraba a cierta distancia del árbol. A su espalda, el terreno descendía.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Larry—. ¿El Gran Cañón?
—¡Hombre! Me alegro de que hayas traído la cervecita. —Se secó la cara con la parte delantera del faldón de la camisa—. Esto es asqueroso.
Larry le pasó la botella.
La depresión existente detrás de Pete era el lecho seco de un arroyo, que pasaba a unos cinco o seis metros por debajo del nivel de las tierras llanas que lo orillaban. Sentada en una piedra del fondo, Bárbara alzó la cara y agitó el brazo.
—¿Os olvidasteis de nosotros? —preguntó Jean a Pete. El hombre acabó de tomarse un trago de cerveza y luego sacudió la cabeza.
—Ahora mismo iba a buscaros. Se me figuró que querríais ver esto.
Emprendió el descenso del empinado declive y ellos le siguieron.
—Empezábamos a estar un poco preocupados —dijo Larry, sin levantar los ojos de la rocosa bajada, para mirar bien dónde ponía los pies—. Temíamos que hubieseis caído víctimas de alguna banda nómada de merodeadores del desierto.
Bárbara se puso en pie y se sacudió el fondillo de sus blancos pantalones cortos.
—¡Dios! ¡Hace un calor de infierno, aquí abajo! —comentó, mientras se acercaban. Tenía desabrochados los botones de la blusa, atada por delante, dejando el diafragma al aire. El lazo estaba lo bastante suelto como para que quedase un hueco. El sostén era negro. A través del encaje, Larry vio la blanca piel lateral de los senos. Bárbara añadió—: No corre ni tanto así de brisa.
—¿Qué es ese gran descubrimiento? —preguntó Jean, a la vez que le tendía la cerveza.
—No es nada del otro mundo, si vale mi opinión.
Bárbara levantó el botellín. Larry vio desprenderse de la barbilla de la mujer una gota de sudor, que rodó por el esternón y se deslizó pecho abajo hasta llegar al borde del sujetador.
—Por ahí —indicó Pete—. Vamos.
Los guio por un tajo que la erosión había abierto en la pared del talud. Allí, entre las sombras y oculto en parte por la maleza, se veía la estropeada armazón de una gramola.
—Debe de haber salido de ese café —dijo, mientras, con el zapato, aplicaba un flojo puntapié al aparato.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Jean.
—Cualquiera sabe.
—Ese cacharro tampoco vale nada, de todas formas —dijo Bárbara.
—Ha vivido tiempos mejores —confirmo Larry, con un toque de nostalgia al imaginarse aquel fonógrafo nuevo, flamante y reluciente junto al mostrador del Holman’s. Supuso que alguien lo había arrastrado hasta allí y utilizado para hacer prácticas de tiro. Sería un blanco perfecto, todo decorado de plástico y cromo brillante… Si el tirador era tan imbécil como para encontrar placer en la destrucción de algo tan bonito como aquella gramola. Una vez agujereada como un colador la caja del mueble, probablemente despeñaron el aparato cuesta abajo para divertirse viéndolo rodar, chocar contra las peñas y hacerse pedazos.
Larry se puso en cuclillas junto a la cubierta de plástico hecha añicos. Las filas de ranuras donde se albergaban los discos estaban vacías. El brazo de la aguja colgaba de su montura, sujeto sólo por un par de hilos.
—Seguro que valía unos cuantos grandes —evaluó Pete.
—Olvídalo —repuso Bárbara.
—Opino que debemos llevárnoslo con nosotros.
—Es una hermosura —dijo Pete—. Un Wurlitzer.
—¿Crees que se podría arreglar y que volvería a funcionar? —quiso saber Jean.
—Desde luego que sí.
Larry pensó que era probable que se consiguiera. La casa de aquel hombre estaba llena de aparatos resucitados: televisores, equipos estereofónicos, un horno, una tostadora, lámparas, un lavavajillas y una aspiradora, todos ellos desechados por inútiles, pero que Pete recogió, restauró y puso de nuevo en funcionamiento.
—Uno podría conseguir que tocase de nuevo —dijo—, pero está demasiado abollado y escacharrado para recuperar su bonito aspecto. —Sus embellecedores de cromo aparecían mellados y oxidados; un lado de la caja, hundido; la rejilla de los altavoces parecía haber sufrido varias andanadas de escopetas de perdigones y los balazos habían destrozado más de la mitad de los botones del cuadro de selección de canciones. Pete añadió—: Probablemente ni siquiera habrá modo de encontrar piezas de recambio para muchas partes del aparato.
—Aunque seguro que quedará bastante presentable.
—Sí.
Larry ladeó la cabeza y sopló para limpiar de arena la relación de títulos que ofrecía la gramola. Balas y perdigones de escopeta habían destrozado algunas etiquetas. La lluvia y los años de sol habían comido el color de las restantes y apenas podían leerse los nombres de las piezas. Sin embargo, muchos títulos y artistas resultaban descifrables. Jean se puso en cuclillas y miró por encima del hombro de Larry.
—Ahí están Hound Dog —indicó él—, I Fall to Pieces y Stand by Your Man.
—Dios mío, esa me encantaba —evocó Jean.
—A mí me parece que casi todo esto es más bien pueblerino —dijo Pete.
—Bueno, pues aquí tienes algo de los Beatles, ¡Qué noche la de aquel día!, The Mamas and the Papas.
—¡Ah, esos eran buenos! —se animó Bárbara.
—Siempre me pongo melancólica cuando pienso en Mama Cass.
—¡Está bien! —Larry esbozó una mueca—. The Battle of New Orleans, Johnny Hartan. Hombre, yo debía de estar en el instituto. Me la sabía de memoria.
—Aquí tenemos a Haley Mills —observó Jean, y su aliento agitó el pelo de Larry, por encima de su oreja—. Let’s Get Together. Y, mira, Soldier Boy.
—Y está también Surfing USA, de los Beach Boys.
—Ahora nos entendemos —dijo Pete.
—Dennis Wilson, que no podía faltar —añadió Bárbara—. Muchos de ellos ya han muerto. Mama Cass, Elvis, Lennon. Jesús, esto empieza a resultar deprimente.
—Patsy Klein también ha muerto —le recordó Jean.
—Y Johnny Hartan, creo —dijo Larry.
—¿Qué esperabais, muchachos? —dijo Pete—. Este material tiene por lo menos veinte o treinta años.
Bárbara retrocedió unos pasos y dio un traspié al tropezar la zapatilla deportiva con una piedra, pero se las arregló para no perder el equilibrio. Con una sonrisa en el sudoroso rostro, propuso:
—¿Por qué no salimos de este agujero del infierno y vamos a echar una ojeada a la ciudad? A eso hemos venido, ¿no?
—También es verdad.
Jean se apoyó en el hombro del agachado Larry y se impulsó para incorporarse.
—Vamos a ver si podemos levantar este aparato —murmuró Pete.
—¡Ah, no, ni hablar! —saltó Bárbara—. ¡De ninguna manera! No vas a llevar este trasto con nosotros. ¡Ujú!
—Bueno, mierda.
—Si tienes el capricho de una vieja gramola tan escacharrada como esta, vas y te la compras. Dios mío, seguramente tendrá un nido de escorpiones ahí dentro.
—Me parece que es mejor que te olvides del asunto —aconsejó Larry, al tiempo que se enderezaba—. Ese aparato es irrecuperable de todas, todas.
—Sí, me temo que sí. ¡Mierda! —Dirigió a su esposa una agria mirada—. Un millón de gracias, Bárbara adorada.
La mujer pasó por alto el sarcasmo y empezó a trepar cuesta arriba. Por debajo de la arrugada blusa, la espalda aparecía bronceada y húmeda de sudor. El polvo amarillento de la piedra sobre la que estuvo sentada manchaba el fondillo de sus pantalones. La tela se pegaba a las nalgas y Larry vio la silueta de las bragas: una tira de escasos centímetros de anchura bajo el cinturón de los pantalones, con un diminuto triángulo curvándose por la entrepierna. Jean, que subía detrás de Bárbara, se encorvaba ligeramente. Aún no se había abrochado la blusa. Flotaba hacia atrás y el faldón le cubría el trasero.
Pete también era todo ojos.
—Vaya par de preciosos guayabos —comentó.
—No están mal.
—¿Pero no te ha asaltado nunca la sensación de que gobiernan nuestras jodidas existencias?
—Sólo el noventa por ciento del tiempo.
—Mierda.
—Es por nuestro bien.
Pete ahogó una risita, palmeó el brazo de Larry y tomó un largo trago de cerveza.
—Me parece que vale más que seamos buenos chicos y vayamos con ellas. —Volvió la mirada hacia la gramola. Suspiró. Se encogió de hombros—. Adiós. Se acabó la música para ti, vieja compañera.
—Eso sí que es una provocación —comentó Larry al ver el candado que aseguraba el pestillo de la puerta de doble hoja del Hotel Llano de la Artemisa.
Pete pasó el dedo por el candado.
—No parece que sea muy viejo.
—Tal vez vive alguien ahí —aventuró Bárbara.
—Eh, Sherlock, está cerrado por fuera. ¿Qué te dice ese detalle?
—Me dice que no debemos entrar.
—Sí —confirmó Jean—. Las puertas están cerradas con llave, las ventanas cegadas con tablas. Alguien pretende evitar que la gente se meta en el edificio.
—Pues esto es algo que dispara mi curiosidad. ¿Qué me dices, Larry?
—También despierta la mía. Pero no sé qué decirte en lo que se refiere a entrar por la fuerza.
—¿Quién lo va a saber? —Pete se apartó de la entrada. Bajó de la acera, se agachó y volvió la cabeza, despacio, para mirar a un lado y a otro de la calle, en paródica pantomima de exploración de la única calle de la ciudad—. Yo no veo a nadie. ¿Tú ves a alguien?
—Captamos la idea —le dijo Bárbara.
—Me llegaré a la furgoneta. —Pete echó a andar a través de la calzada, dirigiéndose en diagonal hacia el establecimiento de Holman.
—¿Qué tiene en la cabeza? —preguntó Jean.
—Dios sabe. Quizá proyecta derribar las puertas a fuerza de ariete.
—Eso sería drástico de veras —observó Larry.
—En esta tesitura, es cuestión de orgullo. Un desafío. Pete no sería Pete si permitiese que cosas tan insignificantes como un candado le impidieran seguir adelante.
Jean elevó los ojos al cielo.
—Me da en la nariz que eso significa que vamos a examinar ese hotel tanto si queremos como si no.
—Considéralo una aventura —le sugirió Larry.
—Sí, claro. La cárcel también puede ser una aventura.
Pete subió a la furgoneta por detrás. Se apeó al cabo de unos segundos, cerró la portezuela y agitó una llave inglesa por encima de la cabeza. La herramienta iba rematada por una palanqueta. En la otra mano, Pete empuñaba una linterna.
“Parece realmente dispuesto a forzar la entrada pensó Larry. ¡Santo Dios!”
Bárbara esperó a que estuviera cerca.
—Lo hemos pensado mejor, Pete —declaró entonces.
—¡Eh! ¿Qué sería la vida si no nos la complicásemos un poco corriendo algún que otro riesgo de vez en cuando? ¿Vale, Lar?
—Vale —respondió Larry. Trató de parecer animado.
—¡Menuda ayuda tenemos contigo! —murmuró Jean. Pete subió a la acera, sonriente y sin dejar de blandir la barra de hierro.
—Aquí traigo mi llave maestra —anunció—. Encaja en cualquier cerradura.
—¿Alguien quiere esperar en la furgoneta? —preguntó Bárbara.
—¡Aaah, gallina!
—En fin, confieso que me gustaría echar un vistazo —reconoció Larry.
—Buen chico.
Pete entregó la linterna a Larry. Acto seguido, introdujo la punta de la palanca por debajo del pestillo metálico. Tiró con ambas manos, aplicando hacia atrás toda la fuerza que pudo. La madera gimió y se astilló. Con un ruido como el de una pequeña explosión, los tornillos y la falleba abandonaron bruscamente la puerta.
—Vaya, estaba bien agarrado.
Se metió la palanca bajo el cinto, apartó el candado hacia la derecha y abrió la puerta.
—Supongo que siempre podemos decir que nos lo encontramos así —murmuró Bárbara.
—No quisiera tener que decir nada. Media hora, más o menos, será demasiado tiempo.
—Si no nos descerrajan un tiro por el allanamiento de morada.
Pete no hizo caso, se asomó al interior del hotel y gritó:
—¡Yujuuuu! ¿Hay alguien en casa?
Larry puso cara de fastidio.
—¡Ahí vamos, listos o no!
—¡Corta! —susurró Bárbara, y le golpeó en la espalda, a la altura del hombro.
—No hay nadie en casa, salvo nuestros fantasmas —dijo
Larry en voz baja y ronca. Se volvió, sonriente.
—¡Muy bonito!
—Así, ¿quién entra?
—Opino que deberíamos entrar todos o ninguno —dijo Larry, y confió en que Pete no le tomase por un cobardica—. Creo que no debemos separamos. Ni por un segundo dejaría de preocuparme, mientras estuviésemos explorando ahí dentro, el temor de que pudiera ocurrirles algo a las chicas.
—¡Qué considerado! —dijo Bárbara, y le palmeó la espalda.
—Me parece que tienes razón —admitió Pete—. Si las violaran y asesinaran mientras nosotros examinábamos el interior del hotel, nos sentiríamos como un par de canallas.
—Exacto.
—Muy bonito —silabeó Jean, plagiando no sólo la frase de Bárbara, sino también su tono desdeñoso.
—¿Qué dices? —preguntó Bárbara a Jean.
—Si por culpa nuestra no se meten ahí dentro, nos lo estarán restregando por la cara toda la vida.
—¡Confesad! —dijo Pete—, os morís de ganas de entrar con nosotros.
—Acabemos de una vez —replicó Bárbara.
Larry devolvió a Pete la linterna y le siguió al interior del edificio. A pesar de que las puertas estaban cerradas y las ventanas aseguradas con tablas, la arena había conseguido filtrarse hasta el vestíbulo. Chirriaba bajo las suelas del calzado.
—No deberíamos dejar abierta la puerta —apuntó Jean. Había cierto temblor en su voz apagada—. Por si apareciese alguien.
Sin esperar contestación, cerró la puerta y cortó el paso a la luz del día.
No obstante, se colaba algo de claridad por las rendijas de las hojas de las puertas y los huecos que los nudos de la madera habían dejado en las tablas de las ventanas: estrechas franjas de luz pálida, cuajada de polvo, que caían oblicuamente sobre el piso. Pete encendió la linterna. Su rayo abrió un túnel luminoso a través de la penumbra. Lo llevó de un lado a otro.
—Chico, hay aquí un montón de cosas dignas de verse —susurró Bárbara—. ¡Qué descubrimiento!
El vestíbulo estaba completamente vacío, con la salvedad del mostrador de recepción. Detrás de dicho mostrador se encontraba el casillero destinado a correspondencia y recados. A la izquierda, una empinada escalera de madera ascendía a las plantas superiores.
—¿No deberíamos inscribimos antes de echar una ojeada? —preguntó Pete.
—Probablemente no haya habitaciones libres —susurró Larry.
—Un par de auténticos actorazos —murmuró Jean.
Pete encabezó la marcha hacia la recepción, dio un sonoro golpe en la superficie del mostrador y preguntó en voz alta:
—¿Qué hay que hacer aquí para que un cliente consiga que le atiendan?
—Rayos. ¿Quieres bajar el volumen?
—¿Por qué susurra aquí todo el mundo?
Rodeó el mostrador y, una vez al otro lado, se agachó para quedar fuera de la vista. Reapareció, emergiendo poco a poco, con el foco de la linterna iluminándole desde abajo, a la altura del mentón, dibujando sombras sobre su rostro. En los puntos donde el rayo de luz le tocaba, la piel relucía a causa del sudor.
“Jugueteando como un niño”, pensó Larry. Pero él también hacía lo mismo, especialmente en Halloween, la víspera del día de Todos los Santos, más para divertirse él, que para asustar a Jean o a Lane. Ellas se esperaban siempre tales concesiones a la tradición. La vieja rutina del rayo de luz sobre la cara llevaba asustando a Lane desde que tenía dos años.
A Pete le presentaba como algo extraño y amenazador. Larry sabía que, si dejaba que su cerebro se impresionase, iba a acabar experimentando un escalofrío.
—¿Mmmmm, zíiiiii? —preguntó Pete, aplicando a su voz un tono alto y agudo—. ¿Puedo zervilez en algo, zeñorez viaherozzz?
—Sí, puede servimos en algo. Dé un volatín y desaparezca por el hueco de una rosquilla.
—No tenemoz rozquiyaz, zeñora.
—¡Dios, qué calor hace aquí! —murmuró Jean.
—Esto es un horno de todos los diablos —confirmó Bárbara.
—¿Hay algo por ahí detrás? —preguntó Larry, y puso buen cuidado en no mirar a su amigo a la cara.
—Zólo un zervidó y el ezpíritu del conzerhe de noshe, que yeva añoz y añoz zuspendido en el aire.
—Si vamos a echar un vistazo —dijo Jean—, ¿por qué no lo hacemos de una vez y salimos en seguida de este lugar?
—Me gustaría mirar ahí arriba —dijo Larry.
—Un momento. Permítame tocar la campana para avizar al capitán.
—¡Oh, que se vaya al diablo! —murmuró Bárbara—. ¡Vamos!
Dio media vuelta y se dirigió a la escalera, seguida por Jean y Larry. En la oscuridad, la parte desnuda de la espalda de Bárbara, así como sus piernas, eran casi invisibles. La blusa y los pantalones blancos, pálidas borrosidades, parecían flotar por su cuenta sobre el suelo. Jean, vestida con prendas más oscuras, era una mancha tenue delante de Larry.
Oyó a Pete golpear el suelo y apretar el paso tras él, con la arena crujiendo bajo sus zapatos. El rayo de luz de la linterna bailoteó en las espaldas de las mujeres, se proyectó luego sobre la escalera y, al deslizarse hacia arriba, lanzó sombras alargadas contra la pared. Un pequeño descansillo interrumpía el tramo de escalones en la mitad de su trayecto. Los restantes peldaños ascendían hasta la estrecha abertura del pasillo del segundo piso.
—No pretenderás ir delante, ¿verdad? —preguntó Pete con su voz normal, cuando Bárbara se aprestaba a subir la escalera.
—Si te espero a ti, nos vamos a pasar aquí todo el día.
La luz se movió hacia abajo, resbaló por el borde de los escalones y en la parte lateral centelleó algo como una aureola dorada. Un súbito hálito de sorpresa brotó de la garganta de Pete. La luz osciló de un lado para otro, arriba y abajo. Al final, su foco se centró sobre un crucifijo.
—¡Cristo! —susurró Pete.
—Exactamente —corroboró Larry.
El crucifijo, inmediatamente debajo del rellano, estaba sujeto al panel de madera que recubría el tabique que cerraba el hueco de debajo de la escalera.
—¿Qué es eso? —preguntó Bárbara, al tiempo que se inclinaba por encima de la barandilla, casi al pie de la escalera.
—Alguien dejó un crucifijo en la pared —le informó Larry.
—¿Nada más que eso? —se asomó más por encima de la barandilla, luego sacudió la cabeza—: Extraordinario.
Jean dio la vuelta al pie de la escalera, para echar una mirada de cerca.
—¿Alguien quiere un recuerdo? —preguntó Pete.
Dio un par de zancadas en dirección al crucifijo.
—No, no lo hagas —advirtió Larry.
—Bueno, alguien lo dejó olvidado. Las cosas son de quien las encuentra.
—Déjalo ahí —dijo Bárbara desde su altura en los escalones—. Por el amor de Dios, uno no va por ahí robando crucifijos. Es nauseabundo.
—Podemos ponerlo en nuestro dormitorio. Mantendrá a raya a los vampiros.
—Hablo en serio, Pete.
La cruz estaba hecha de madera. La suspendida figura de Jesucristo parecía chapada en oro. Pete alargó la mano.
—Por favor, no lo cojas —rogó Jean.
Él se la quedó mirando.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Ah, claro! —Al parecer, recordó en aquel momento que Jean era católica. Bajó la mano—. Lo siento. Sólo bromeaba un poco.
—La razón se impone —murmuró Bárbara.
Se apartó de la barandilla y reanudó el ascenso de la escalera.
Llegó hasta el rellano.
El entarimado crujió bajo su peso y luego se quebró con un chasquido que estalló con la sonoridad de un disparo de arma de fuego.
Bárbara aspiró una bocanada de aire. Y, mientras se hundía, agitó los brazos como si tratara de aferrarse a cualquier asidero que la oscuridad pudiese proporcionarle.