—No es precisamente Beverly Hills, ¿eh? —comentó Pete.
—Encantadora —dijo Larry.
—¡Arrea! Nos hemos olvidado los pulverizadores —dijo Jean—. ¿Cómo vamos a dejar la impronta gamberra de nuestro paso por aquí si no contamos con las pistolas de pintura?
—Podríamos soltar unos cuantos balazos.
Pete rebuscó bajo el asiento y sacó la mano, armada con un revólver. Iba enfundado en una pistolera sin cinturón. Larry reconoció el Smith & Wesson 357 que había disparado unas cuantas veces el mes anterior, cuando fueron al polígono de tiro. Una preciosidad.
—Aparta eso —protestó Bárbara—. Por el amor de Dios.
—Sólo era una broma. No te amontones. Tranquila.
Mientras volvía a guardar el arma bajo el asiento, Bárbara comentó:
—¡Los hombres y sus juguetes!
Pete sacó la furgoneta de la carretera y la detuvo junto a un par de surtidores de gasolina. Dio dos bocinazos como si solicitara que le atendiesen.
—¡Santo Dios! —murmuró Bárbara.
—¡Eh! ¿No sería alucinante si, de pronto, apareciese alguien?
La mirada de Larry fue más allá de las bombas de gasolina. Los escalones de la veranda llevaban a una tienda rural cuya puerta de rejilla colgaba de una sola bisagra. Sobre el umbral, un descolorido letrero de madera informaba que aquel establecimiento era de Holman. Una fila de ventanas se abrían de cara a la carretera. No quedaba sano ni un solo cristal. Las ventanas parecían bocas abiertas que presentaban los dientes afilados e irregulares de sus vidrios rotos.
—Lo mismo podemos empezar por ahí —propuso Pete.
—Estupendo —dijo Larry. Supuso que tal vez resultara interesante visitar de arriba abajo algunas de las casas que encontraran en su camino, pero las demás podían esperar a otro día. Lo que más deseaba explorar era la zona del centro urbano.
Paralelos a la carretera que llevaba a Llano de la Artemisa se alineaban los restos de las cabañas que el viento del desierto había desmantelado. Las casas de piedra, adobe y ladrillo resistieron mejor los embates meteorológicos, pero incluso estas aparecían destartaladas, con las puertas colgando o brillando por su ausencia y destrozados los cristales de las ventanas. Aquí y allá, tablas rotas yacían por el suelo cerca de los umbrales y los huecos de las ventanas. Larry supuso que aquellas maderas se habían utilizado para cegar las entradas a las viviendas.
Las paredes de las viejas casas azotadas por los elementos atmosféricos tenían numerosos agujeros de bala, pintadas y dibujos trazados con pulverizador. Era la aportación de los visitantes de aquella ciudad muerta, que convertían los restos urbanos en campo de juego.
Cercas medio caídas bordeaban muchos de los patios. En la parte delantera de no pocas casas, junto a cactos y matorrales, Larry vio diversos muebles viejos: un sofá, un par de sillones de mimbre, una silla de jardín con su armazón de aluminio doblada y retorcida… Al lado de un edificio había una bañera. Otra casa tenía el lavabo en el suelo, vuelto del revés, y todo indicaba que alguien lo aprovechó para hacer prácticas de tiro. Apoyada en un porche se veía la capota de un automóvil y, a escasa distancia, un par de neumáticos, lo que le hizo recordar a Larry el abandonado coche sin ruedas que había visto pocos minutos antes.
Se apeó de la furgoneta. Recibió un ramalazo de viento y una ráfaga de calor. Jean esbozó una mueca al echar pie a tierra. El aire lanzó hacia atrás su negra melena y le ciñó por delante la blusa y la falda, pegándoselas al esbelto cuerpo como si estuvieran empapadas.
—Será mejor echar la llave —advirtió Pete.
—Por aquí no hay nadie que pueda robamos —le dijo Bárbara.
—¿No sería mejor para ti que me encargase de tu quitapenas?
—Está bien, está bien, cerraremos las puertas.
Larry cerró su lado. Se reunieron con Pete y Bárbara delante de la furgoneta.
—Me sentiría más tranquilo si nos llevásemos el arma —comentó Pete.
—Bueno, pues yo no.
—Uno nunca sabe lo que puede presentarse en un sitio como este.
—Si crees que es peligroso, entonces maldito lo que pintamos aquí.
Bárbara agitó la cabeza para apartarse de la cara los mechones de pelo que el aire le ponía ante los ojos. El mismo aire que le abrió el escote de la blusa, desabrochada hasta el último botón, circunstancia que permitió a Larry echar una ojeada a un bronceado triángulo de pecho y vientre.
—Puede que haya serpientes de cascabel —aventuró Pete.
—Es cuestión de mirar dónde ponemos los pies —le dijo Jean.
Igual que Larry, deseaba que cualquier discusión quedase abortada antes de que pudiera degenerar en sañuda pelea.
—Sí —dijo Larry—. Y si nos tropezamos con algunos chicos malos, te enviaremos a ti en busca de la artillería.
—Oh, gracias. Mientras vosotros, los hombres, os escondéis.
—No te importaría que lo hiciéramos, ¿verdad, cielo mío?
Subrayó la respuesta aplicando la mano a los glúteos de Bárbara. Por la forma que tuvo la mujer de dar un respingo y apartarse, el azote de Pete debió de ser bastante fuerte. Bárbara giró en redondo sobre él.
—Ándate con OJO, ¿vale?
—Veamos qué hay en el Holman’s —propuso Jean, y apresuró el paso hacia la escalinata de madera.
Larry imitó su ejemplo.
—Cuidado —advirtió. Las tablas, blanquecinas de puro desgaste, estaban combadas y surcadas por numerosas grietas. La del peldaño superior se habla partido por la mitad: una parte había desaparecido y la otra colgaba de unos clavos herrumbrosos.
Jean se agarró a la barandilla, saltó por encima de la quebrantada escalinata y cruzó el porche sana y salva. Mientras Jean tiraba de la puerta de rejilla, Larry subió los peldaños. Chirriaron bajo el peso de su cuerpo, pero lo soportaron.
—Vale más que no lo intentes —Pete volvió la cabeza y miró a Bárbara, que ascendía por las baqueteadas y viejas tablas—. Las troncharás como palos de cerilla.
—Dale un respiro a tu ingenio —respondió Bárbara.
Larry admiró el aguante de la muchacha. Le parecía una condenada estupidez el que Pete se guaseara de las proporciones de su esposa. Bárbara era alta, probablemente rebasaría en algo el metro ochenta y dos, y aunque no poseía la esbeltez de palmera de muchas mujeres de estatura aventajada, tampoco le sobraban kilos. Larry la había visto ataviada con toda clase de prendas, incluidos trajes de baño y camisones, y en su opinión, tenía un cuerpo tremendo. Le constaba que Pete se sentía orgulloso del aspecto de su mujer. Pero, a veces, la envidia se retorcía en su interior. Pete era fuerte y robusto, pero, aunque levantara todo el peso del mundo, eso no le proporcionaría los quince centímetros de estatura que necesitaba para poder mirar a Bárbara a los ojos sin alzar la cabeza, y en vez de llamarle “retaco” o “chiquilicuatro”, Bárbara simplemente le recomendaba que hiciese una pausa. Admirable.
La muchacha subió los escalones sin romper ninguno.
En el interior, Holman’s olía a madera seca y vieja. Larry había esperado que el local resultara sofocante, pero las persianas, los cristales rotos y la brisa mantenían la atmósfera soportable. Una delgada capa de arena cubría el entarimado del piso. Pequeñas ráfagas la habían arrojado también contra la pared, así como sobre la base del mostrador en forma de L y los pies de los taburetes giratorios situados ante la barra.
El comedor ocupaba un tercio de la pieza. Seguramente hubo mesas entre el mostrador y la pared, pero habían desaparecido mucho tiempo atrás.
—Apuesto a que servían aquí suculentas hamburguesas de queso —comentó Jean. La volvían loca las comidas con carácter. Los viejos fogones que muchas personas calificarían despectivamente de “cuchitriles de tenedores, grasientos” constituían para Jean una potencial promesa de delicias gastronómicas inasequibles en los asépticos y modernos establecimientos de las cadenas de comidas rápidas.
—Qué horror —dijo Bárbara—. Un trago me vendría de perlas.
—Yo voto por una cerveza —dijo Pete.
—Creo que vi una taberna calle arriba —le informó Jean.
—Pero sólo sirven Ectoplasma Rebajado —repuso Larry.
—Saquemos unas cuantas de la furgoneta, antes de seguir adelante.
—¿Tienes cerveza? —Larry la saboreaba ya.
—¿Bromeas? El desierto es una madre árida. ¿Crees que me atrevería a desafiarle sin llevar en la recámara mi equipo de supervivencia?
—¡Muy bien!
Pete echó a andar hacia la puerta.
—¿No vas a mirar por aquí? —preguntó Bárbara.
—¿Qué hay que ver? —Se apresuró hacia la salida.
—Me parece que tiene razón —opinó Jean, y empezó a recorrer la sala con los ojos.
—El resto del establecimiento debió de ser una tienda de esas en las que se vende de todo —dijo Larry—. Apuesto a que se han llevado hasta los clavos.
No quedaba nada, ni siquiera los estantes. A excepción del mostrador de comidas y de los taburetes, la sala estaba vacía. Al otro lado del mostrador se abría una ventana de servicio.
Un poco más allá, Larry vio una puerta cerrada, que seguramente daría a la cocina. Al final del mostrador habla un hueco.
—Probablemente ahí es donde están los lavabos.
—Creo que revisaré el de señoras —dijo Bárbara.
—Que no te pase nada —deseó Jean.
—Echar un vistazo no puede hacer daño.
Se encaminó al hueco, abrió una puerta y giró en redondo, con la mano rápidamente apretada sobre la boca.
—Al parecer —comentó Larry—, sí le hizo daño echar una mirada.
—Estás a punto de vomitar, ¿no? —constató Jean. Bárbara bajó la mano y respiró hondo.
—Creo que encontraré un sitio mejor por ahí detrás.
Salieron del Holman’s. Bárbara se fue hasta un extremo del porche, saltó a la calle y desapareció al doblar la esquina del edificio.
Larry y Jean se dirigieron a la furgoneta. Cuando Pete se apeó del vehículo, llevaba cuatro botellas de cerveza apretadas contra el pecho.
—¿Dónde está Barb?
—Se fue detrás del Holman’s.
—Ha ido a atender una llamada de la naturaleza.
Pete frunció el entrecejo.
—No debió ir sola.
—Tal vez no quiera espectadores —explicó Jean.
—¡Maldita sea! ¡Barb! —gritó Pete.
No obtuvo respuesta. Repitió la llamada, y Larry captó un asomo de preocupación en sus ojos.
—Es probable que no te oiga —tranquilizó Larry—. El viento y eso.
—Toma estas botellas, ¿quieres? Voy a asegurarme de que no le pasa nada.
Jean y Larry cogieron dos botellas cada uno de los brazos de Pete.
—Sólo hace un par de minutos que se marchó.
—Sí, bueno…
Pete se alejó a paso ligero, hacia el extremo de la fachada del edificio.
—Espero que no le arranque la cabeza —dijo Jean.
—Al menos, está preocupado por ella. De cualquier modo, eso ya es algo.
—Te garantizo que me gustaría que dejasen de tirarse los trastos verbales a la cabeza.
—Deben pasárselo en grande.
Jean deambuló hacia la carretera, con Larry a su lado.
Notaban en las manos el frescor húmedo de las botellas de cerveza. Larry tomó un trago de la que llevaba en la diestra.
—Tú también tendrás que ir, como no te andes con ojo.
—No dejes que Pete acuda a rescatarme —dijo Larry, y proyectó su atención sobre la ciudad.
La calzada central tenía amplios arcenes de gravilla en los que aparcar. Las aceras eran de cemento, nada de las tarimas elevadas comunes en los pueblos del viejo Oeste como Encrucijada de la Plata, donde estuvieron por la mañana. Los ciudadanos habían hecho algunas mejoras y modernizaciones antes de abandonar Llano de la Artemisa para que el desierto se apoderase de la ciudad.
—Me pregunto por qué se marcharían de aquí —dijo Larry.
—¿Tú no te irías?
—Yo no viviría en ningún lugar en el que no hubiese cines.
—Bueno, pues no veo ninguno por las cercanías.
Tampoco lo veía Larry. Desde el punto donde estaba, en mitad de la carretera, podía contemplar toda la población. De ningún edificio sobresalía por encima de la acera la típica marquesina propia de las salas cinematográficas. Vio el coloreado cilindro vertical de una peluquería delante de un pequeño establecimiento; en un edificio, a la izquierda, un letrero descolorido proclamaba que aquella era la Taberna de Sam; en total, habría allí cosa de una docena de negocios comerciales. Supuso que en otro tiempo debieron de ser ferreterías, cafés, una panadería posiblemente, tiendas de ropa, acaso una farmacia y un local de todo a cinco y diez centavos, el consultorio de un médico y dentista (¿y qué me dices de un corredor de fincas iluso?) y, desde luego, un almacén de artículos deportivos. Ni la más ínfima y remota aldea de California carecía de un local en el que adquirir armas y municiones. Hacia el otro extremo de la ciudad, a la izquierda, se alzaba una construcción de adobe, con un par de puertas saledizas y fosos e islotes de servicio en la parte delantera. El Garaje de Babe.
El centro de la urbe parecía constituir la estructura de madera, de tres plantas, del Hotel de Llano de la Artemisa, contiguo a la Taberna de Sam.
—Eso es lo que me gustaría explorar —dijo Larry.
—¿La Taberna de Sam?
—Esa también. Pero me refería al hotel. Parece que lleva bastante tiempo aquí.
—Entonces valdría más que fuéramos ahora. Ignoramos cuánto tiempo va a durar esta expedición, antes de que esos dos empiecen a pelearse otra vez.
—Tendremos que volver nosotros solos, en alguna otra ocasión, y repasar a fondo este pueblo.
—No sé. —Jean tomó un sorbo de cerveza—. No estoy muy segura de que me apetezca volver aquí sin alguien que nos acompañe.
—¡Eh! ¿Qué soy yo, menudillos de hígado?
—Sabes lo que quiero decir.
Lo sabía. Aunque Jean y él compartían el deseo de aventuras, cierta timidez los coartaba. La presencia de otra pareja eliminaba ese punto débil.
Necesitaban respaldo.
Un apoyo como el de Pete y Bárbara. Pese a sus disputas, cada uno de ellos estaba dotado de buenas dosis de fortaleza y seguridad en sí mismo. Capitaneados por aquella pareja, Larry y Jean se arriesgarían de mil amores por sitios en los que solos jamás entrarían.
Larry pensó que, incluso aunque tuviesen noticia de la existencia de aquel pueblo, no se habrían atrevido a explorarlo por su exclusiva cuenta. Las probabilidades de volver allí eran remotas, al menos en un futuro inmediato.
Jean dio una vuelta y miró hacia la esquina del Holman’s.
—¿Qué los retiene?
—¿Crees que deberíamos ir a buscados?
—No, no lo creo.
Larry tomó un sorbo de cerveza.
—¿Por qué no nos quitamos del sol? —sugirió Jean.
Dejaron atrás la furgoneta, subieron la desvencijada escalinata del Holman’s y se sentaron a la sombra que ofrecía la baranda. Dejaron en las tablas del suelo, entre ellos, las dos botellas extra. Jean cruzó las piernas. Se frotó los desnudos muslos con la base de su botella. La humedad dejó una línea líquida en la piel. Levantó el botellín hasta su rostro y deslizó el vidrio por las mejillas y la frente.
Larry imaginó a Jean abriéndose el escote de la blusa, deslizando la fresca y rezumante botella sobre la piel de los pechos. Se dijo que no era la clase de mujer capaz de hacer tal cosa. Rayos, ni siquiera saldría de casa sin llevar puesto el sostén.
Sólo como algo perteneciente a la ficción podían aceptarse las cosas demasiado malas de la vida, se dijo, y tomó otro trago de cerveza. En sus libros, una chica se habría pasado esa botella húmeda por los senos en cuestión de segundos. Luego, naturalmente, el mozo que la acompañara habría entrado en acción.
Era una escena que merecía la pena escribir.
A uno no se le presentaría nunca la oportunidad de vivirla, al menos en esta vida, pero…
—Larry, empiezo a estar preocupada.
—No tardarán en volver.
—Algo va mal.
—Quizá Bárbara tiene un problema.
—¿Diarrea, por ejemplo?
—¿Quién sabe?
—Si no les hubiera ocurrido algo, a estas alturas ya estarían de vuelta —dijo Jean.
—Tal vez Pete ha tenido suerte.
—No harían una cosa así.
—Es evidente que la hicieron en esas ruinas por las que pasamos antes.
—Parece que sí. Pero iban solos. No creo que lo repitan aquí, mientras nosotros esperamos.
—Si estás tan segura, ¿por qué no volvemos, doblamos la esquina y vamos a buscados?
—Venga, adelante.
Le dirigió una mirada de disgusto.
—Ni hablar.
Larry le puso la mano en la espalda. La blusa estaba empapada. La desabrochó e introdujo la mano bajo la tela. Jean permaneció sentada, erguida, y suspiró mientras él la acariciaba.
Cuando los dedos llegaron a los corchetes del sujetador,
Jean dijo:
—No sigas. Pueden aparecer en cualquier momento.
—Por otra parte, quizá no vuelvan a presentarse.
—No bromees con eso, ¿vale?
—No estoy bromeando del todo.
—Puede que estén follando por ahí.
—Dijiste que no lo harían.
—Bueno, no sé, maldita sea.
—Quizá sea mejor que vayamos a ver.
Jean arrugó la nariz.
—Si se encuentran en algún apuro —dijo Larry—, no vamos a mejorar las cosas demorando el asunto. Es posible que necesiten ayuda.
—Sí, de acuerdo.
—Además, se les están calentando las cervezas.
Larry cogió la botella destinada a Pete, se puso en pie y aguardó a Jean. Luego se encaminaron al extremo del porche. Larry asomó la cabeza por la esquina. La zona de delante del edificio estaba desierta, así que dio un brinco y llegó al suelo.
—Jean cubrió con el pulgar la boca del botellín de Bárbara y saltó a su vez.
—No conozco nada de esto —dijo.
—No pueden confiar en que les esperemos eternamente.
Larry encabezó la marcha, con la intención de ir unas cuantas zancadas por delante de Jean, por si acaso surgía realmente algún problema.
En circunstancias como aquella, preferiría que su imaginación se tomara unas vacaciones. Pero nunca le dejaba en paz. Siempre estaba dándole vueltas a las posibilidades… posibilidades que en la mayoría de los casos eran bastante torvas.
Se imaginaba a Pete y Bárbara muertos, naturalmente. Asesinados sanguinariamente por la misma banda de carroñeros del desierto que aparecieron en su mente al ver el automóvil volcado.
Quizás habían matado a Pete y secuestrado a Bárbara. Tendrían que ir a buscarlos. Regresar primero a la furgoneta y coger el arma de Pete.
Era posible que los hubiese liquidado un homicida que utilizara aquella vieja ciudad como escondrijo.
O algún lunático a la caza de buscadores de concesiones mineras. Tal vez desaparecieron simplemente. Se esfumaron sin dejar rastro. Pete tiene las llaves de la furgoneta. No les quedaría más remedio que irse de aquí a pie. Supuso que la población más cercana era Encrucijada de la Plata. Dios, tardarían horas en llegar allí. Y puede que alguien los persiguiera, con intención de acabar con ellos.
—Será mejor advertirlos de que vamos —dijo Jean.
Larry se detuvo cerca de la esquina del edificio, volvió la vista hacia la muchacha y denegó con la cabeza.
—Si han tropezado con alguien…
—Ni pensarlo, ¿vale?
La expresión del rostro de Jean le indicó que ella había considerado ya tal posibilidad.
—Anda, adelante, llámalos —sugirió Jean—. No necesitamos encontramos maldita la cosa.
Larry pensó: “Si Pete se la está tirando, no querrá espectadores. Ni por lo más remoto”. Pero se guardó muy mucho de expresar en voz alta su pensamiento.
Sin mirar al otro lado de la esquina, gritó:
—¡Pete! ¡Bárbara! ¿Estáis bien?
No hubo respuesta.
Unos segundos antes se los había imaginado en plena fiesta copulativa. Ahora los vio tendidos muertos en el suelo, mientras la partida de salvajes asesinos inclinados sobre sus cadáveres volvían la cabeza al oír la voz de Larry.
Indicó con un ademán a Jean que esperase y dejó atrás el extremo del edificio.