Capítulo 1

—¿Y si volviéramos a casa dando un pequeño rodeo? —sugirió Pete.

Puso en marcha la furgoneta. Chirriaron los neumáticos sobre la gravilla de la zona de aparcamiento.

Un rodeo. A Larry le parecía bien. Pero no dijo nada. Sabía que la propuesta de Pete iba dirigida a las ocupantes de los asientos de atrás. Si las esposas no daban el sí, asunto concluido.

—Te mueres de ganas de que volvamos a perdernos, ¿verdad? —insinuó Bárbara.

—¿Quién, yo?

—Le encanta lanzarse por carreteras que nadie sabe dónde terminarán.

—Pero siempre llegamos a casa, ¿no?

—A veces.

Pete lanzó una ojeada a Larry. Una comisura de la boca se curvó hacia arriba e hizo que se levantara aquel extremo del bigote.

—¿Qué he hecho yo para merecer esto? Te pregunto.

Antes de que Larry tuviese tiempo de responder, Bárbara se inclinó hacia adelante y un bronceado antebrazo se cerró como un gancho en torno a la garganta de su marido.

—Estar colado por mí, ¿no?

Le mordisqueó el lóbulo de la oreja.

—¡Eh! ¡Eh! Calma. ¿Quieres que me salga de la carretera?

La mujer llevaba una blusa sin mangas. La atezada morenez del hombro aparecía salpicada de pecas. Aunque el acondicionador lanzaba un continuo chorro de aire fresco al interior de la furgoneta, bajo el rizado vello del labio superior relucían las gotitas de humedad. Larry no deseaba que le sorprendiesen en plan de mirón, así que desvió la vista. Delante de ellos, un anciano vestido como los antiguos buscadores de oro conducía un burro por el arcén de la carretera.

Larry se preguntó si aquel individuo sería de verdad. Encrucijada de la Plata, el pueblo del que acababan de salir, estaba lleno de sujetos vestidos con prendas típicas del viejo Oeste. Algunos parecían género auténtico, pero era indudable que la mayor parte de ellos se limitaban simplemente a interpretar su papel en honor de los turistas.

—Bueno, ¿en qué quedamos? —preguntó Pete cuando Bárbara le soltó—. ¿Os place ir a explorar un poco por ahí?

—Creo que sería divertido —opinó Jean—. ¿Tienes prisa por volver a casa, Larry?

—¿Yo? No.

—Le molesta horrores perder un día —explicó la mujer—. Me paso media vida tratando de arrastrarle fuera de casa.

—El día ya está en las últimas —dijo Larry.

—Lo mismo que tú, tío —machacó Bárbara.

—Ufff. No lo decía en el sentido en que te lo tomas. Ha sido magnífico. —Había resultado un estupendo cambio en su acostumbrado plan de siete jornadas laborables a la semana. Salir con Pete y Bárbara, vagar por aquella vieja población, presenciar el duelo a tiro limpio en la calle Mayor, tomarse una hamburguesa y un par de cervezas en el pintoresco salón…, sí, fue formidable—. De todas formas, necesito airearme más a menudo, o acabaré fosilizado.

—Todo lo que hacemos acaba en sus libros —declaró Jean—, pero no puede soportar que le aparten de su procesador de textos.

—Eso es lo que nos permite tener un techo sobre nuestras cabezas.

Pete echó la suya hacia atrás como si creyera que, lanzando la voz contra la parte alta del parabrisas, la carambola haría que Bárbara la oyese mejor.

—Llévale a esa ciudad fantasma.

Una ciudad fantasma.

Larry notó aposentarse en su pecho y en su garganta una cálida y agradable presión.

—¿Crees que puedes dar con ella?

—Eso está hecho. —Miró a Larry, sonriente—. Te robará el corazón. Es el lugar de tus sueños.

—Bastante espectral, desde luego —dijo Bárbara.

—Se sentirá en el paraíso.

—Apuesto a que de ahí sacas un libro —le sugirió Pete—. Puedes titularlo El espanto de Llano de la Artemisa. Tal vez ronde por allí algún que otro monstruo, dedicado a hacer picadillo a todo aquel que se presente.

A Larry se le subieron ligeramente los colores, a impulsos del cosquilleo de orgullo que le producía siempre el que alguien aludiera a sus novelas de terror.

—Si lo escribiese —dijo—, tú no lo leerías.

—Yo sí —le aseguró Bárbara.

—Ya lo sé. Eres mi lectora más fiel y entusiasta.

—Yo esperaré a que lo conviertan en película —anunció Pete.

—Tendrás que esperar mucho.

—Y tú tendrás que hacerla —dijo Pete, al tiempo que dirigía a Larry una inclinación de cabeza y entornaba un ojo.

Bárbara le sacudió un suave capón y le alborotó el pelo.

—Ya lo ha hecho, miserable.

—Eh, eh, cuidado con las manos. —Pete se atusó los despeinados cabellos. En la espesa pelambrera negra destacaban unas cuantas hebras grises. El bigote, donde el gris era mucho más abundante, parecía pertenecer a un rostro de más edad.

—Serás un cernícalo marchito y lleno de canas —pronosticó Larry—, antes de que filmen una película basada en cualquiera de mis libros.

—Bah, memeces. Lo conseguirás, fíjate en lo que te digo. —Ladeó la cabeza—. La bestia de Llano de la Artemisa. Ya lo estoy viendo. Voy a ser uno de los personajes, ¿verdad?

—Claro. Eres el tipo que conduce.

—En la película, ¿quién me representará? Tiene que ser alguien apropiadamente guapo, gallardo y elegante.

—Peewee Herman —sugirió Bárbara.

—¿Preparada para morir, bomboncito?

—De Niro —dijo Larry—. Sería perfecto.

Pete enarcó una ceja y se acarició el bigote.

—¿Tú crees? Resulta un poco viejo.

—No eres precisamente un pollito —observó Bárbara.

—¡Eh! Treinta y nueve. No se puede decir, creo, que tenga un pie en la tumba.

—Antes de que empieces a perder vista, será mejor que andes con ojo y no te pases el desvío.

—Sé justamente dónde está. No te preocupes. Poseo un instinto especial para estas cosas. Conque De Niro, ¿eh? Sí, me gusta.

—Vale más que reduzcas la velocidad —aconsejó Bárbara.

—No las tienes todas contigo, ¿verdad? Sé con toda exactitud a dónde voy.

La furgoneta dobló una curva de la asfaltada autovía de doble carril y pasó de largo por delante de un desvío situado a la izquierda.

—Era ese, tío listo.

Pete se inclinó hacia la portezuela y, por el espejo retrovisor, vio alejarse el desvío por detrás.

—No.

—Oh, claro que lo era.

—Nunca nos hace caso —dijo Jean.

—Ese desvío no era —murmuró Pete, pero pisó el freno. La furgoneta aminoró la marcha. Pete torció hacia el arcén, detuvo el vehículo, bajó el cristal de la ventanilla y miró hacia atrás—. ¿De veras crees que era ese, dulzura?

—Si no me crees, sigue adelante.

—Mierda.

—Quizá no sea hoy el día previsto para que visitemos una ciudad fantasma —comentó Jean, en tono festivo.

Larry se volvió en el asiento y la miró. La mujer sonrió, al tiempo que elevaba los ojos al techo. Una expresión tan elocuente como las palabras. Quería decir: “¿Dónde nos vamos a meter?”. Lo mismo que Larry, disfrutaba a sus anchas con las discusiones exentas de veneno que se montaban Pete y Bárbara. Pero también habían sido testigos del avinagramiento de las mismas y a veces escucharon, en la casa de al lado, disputas de la pareja realmente enconadas.

—¿Por qué no probamos esa carretera? —sugirió Larry.

—No es esa.

—Díjolo el príncipe Enrique el Navegante —murmuró Bárbara.

—Tal vez sea cuestión de echarlo a cara o cruz —apuntó Jean.

—¿No tienes un mapa? —fue Larry, a lo práctico.

—Pete no cree en los mapas —le dijo Bárbara en tono plácido. Era asombrosa la forma en que reservaba el sarcasmo en exclusiva para su marido—. Tú decides, Pete. Yo he dado mi opinión. Eres libre de aceptarla o desecharla.

—¡Oh, rayos! —murmuró él.

Inició la maniobra para dar la vuelta y Larry observó que en el rostro de Jean aparecía una expresión de alivio.

—Si ese desvío no es el bueno —Larry se dirigió a Bárbara—, te consideraremos responsable personal del error.

Ella le enseñó los dientes y luego emitió una suave risita.

—Recuérdaselo, colega.

Pete dobló para adentrarse con la furgoneta por la carretera lateral y aceleró. Condujo por el centro, sin hacer caso de la descolorida raya blanca de separación. En la señal que indicaba el límite de velocidad no quedaba suficiente espacio para que se pudieran leer los números. El metal estaba acribillado a balazos. Algunos agujeros parecían recientes, pero el óxido cubría el borde de muchos. Pete indicó con el dedo la señal:

—Hay bastante color local para ti. La vieja Barb lo pasará fatal si no sólo hemos tomado el desvío que no es, sino que, encima, nos llevamos algún balazo en esta liquidación de saldos.

—Bueno, si vemos cazadores de saldos, nos agacharemos —dijo Larry.

—¡Ja! ¡Muy bueno, lo tuyo! Me molesta decírtelo, pero van en el asiento de atrás.

—A esta distancia no se puede fallar el tiro —afirmó Jean.

—Somos carne de sacrificio.

—No tienes nada de qué preocuparte, Pete. No eres ningún saldo.

—Ya lo sé. No tengo precio. Y también soy lo bastante inteligente como para saber que esta no es la carretera que conduce a Llano de la Artemisa. Pero, de todas formas, aquí estamos.

—Fue una buena decisión —le aseguró Larry—. Mi vasta experiencia me demuestra que, en toda circunstancia, lo más sensato es aceptar el consejo femenino.

—Ello se debe a que normalmente es el bueno —dijo Jean.

—Por otra parte —continuó Larry, dirigiéndose otra vez a Pete—, no puedes perder. Primero, las haces felices al seguir al pie de la letra sus palabras. Eso es lo principal. Dejarlas que crean que son ellas las que empuñan las riendas. Las encanta. Luego, si resulta que estaban en lo cierto, no pasa nada. Si se da el caso de que se equivocaron…

—Caso que se da normalmente… —añadió Pete.

—¿Saben estos sujetos lo delgada que es la capa de hielo sobre la que patinan? —preguntó Jean.

—Si se equivocan —continuó Larry—, entonces uno tiene el placer de bañarse a gusto en los luminosos rayos del sentimiento de superioridad.

Pete sonrió e inclinó la cabeza.

—Eh, deberías incluir eso en alguno de tus libros.

—Figuraba en uno de sus libros —dijo Bárbara—. Si no me falla la memoria, uno de esos míseros polizontes blancos del Sur soltaba más o menos esas mismas palabras en Muerto nocturno.

—¿Sí?

—¿No me tomas el pelo? —preguntó Larry, admirado de que la mujer recordara una cosa así.

—¿No te acuerdas?

¿Había tomado la cita de uno de sus personajes sin percatarse de ello? Pensó que era extraño. Y un poco inquietante.

—No lo sé —reconoció—. Si tú lo dices, supongo que estará allí.

—La filosofía en funciones laborales —dijo Pete.

—No, quiero decir… Escribe uno tanto… Ese libro se publicó hace una eternidad.

—Juego con ventaja —confesó Bárbara—. Lo leí el mes pasado.

—Vaya, tal vez te estés metamorfoseando en ese fulano. Metiéndote en la piel de tu mísero polizonte blanco del Sur. Ahí tienes una idea para una historia, ¿eh? Un escritor empieza a convertirse en el personaje que ha creado.

—Ofrece posibilidades.

—Estupendo; si la utilizas, recuerda de dónde salió la idea.

—¡Ajá! —exclamó Bárbara—. A la izquierda.

Al mirar hacia el otro lado de la carretera, Larry divisó las ruinas de una vieja estructura. El edificio ya no tenía tejado. La puerta y los cristales de las ventanas, si alguna vez estuvieron allí, habían desaparecido. Al desmoronarse, la parte superior de las paredes maestras que otrora constituyeron el rectángulo básico había quedado reducida a montones de escombros, que ahora yacían junto al resto de los muros: las piedras y cascotes volvían al desierto de donde los tomaron.

—Bueno —se dio Pete por vencido—, sospecho que esta es la carretera buena.

—Príncipe Enrique.

—Así, a primera vista, no tiene mucho aspecto de ciudad fantasma.

—Es que no es esa —le respondió Bárbara—. Pero nos detuvimos aquí y echamos un vistazo antes de seguir hasta Llano de la Artemisa.

—No hay gran cosa que ver —dijo Pete—. ¿Queréis echar una mirada rápida?

—Yo preferiría llegar a la atracción estrella.

Pese a los anteriores comentarios de Jean acerca de lo difícil que era arrancar a Larry de casa, en el curso del año anterior habían efectuado varias excursiones para explorar la región. A veces, en compañía de Pete y Bárbara, en otras ocasiones solos o con Lane… cuando podían arrastrar fuera de la casa a su hija de diecisiete años. En aquellas salidas, Larry había visto gran cantidad de ruinas similares a las que estaban dejando a su espalda. Pero ninguna auténtica ciudad “fantasma”.

—¿No os preguntáis siempre quién viviría en lugares como esos? —inquirió Jean.

—Buscadores de metales preciosos, pensaría uno —repuso Pete.

—“Fulanos muertos” —citó Larry.

—Eso lo dejo para ti. El toque morboso.

—A decir verdad, la expresión fue de Lane. “Fulanos muertos”. ¿Te acuerdas, cariño?

—En aquella oportunidad, volvió al coche y nos esperó allí. No quería tener nada que ver en el asunto.

—Conozco ese sentimiento —dijo Bárbara—. Creo que es una materia interesante; pero habéis de saber que quienquiera que habitase allí llevaría una buena temporada criando malvas.

—Cactos —corrigió Pete.

—Lo que sea. De todas formas, muertos. Lo que hace que resulte algo así como tétrico.

—Tanto mejor para Larry, aquí presente.

—A mí no me molesta —dijo Jean—. Sólo pienso que está muy bien eso de ver los sitios donde solía vivir la gente y, ya sabéis, imaginar cómo debía de ser su vida. Es historia.

—Hablando de historia —terció Larry—, ¿qué sabes de esa ciudad fantasma tuya?

—No gran cosa —declaró Pete.

—Ni siquiera sabe dónde está.

—Seguro que figura en alguna de estas guías —opinó Jean.

—No. Las hemos repasado.

—Supongo que no tiene nada especial —dijo Pete—. Puede que no sea una ciudad fantasma oficial, ni nada que merezca la pena reseñarse… sólo un pueblo junto al camino, un lugar abandonado. —Dirigió una repentina sonrisa a Larry—. ¡Eh! Supongamos que sólo está ahí para nosotros, que no es más que producto de nuestra imaginación.

—Una ciudad fantasma “fantasma”.

—¡Eso es! ¿Qué os parece? Otra idea para ti. Vas a tener que empezar a pagarme honorarios de asesor.

—Te traería más a cuenta escribir tus propias obras.

—¡Eh, quizá deba intentarlo! ¿Cuánto tiempo tardas tú en sacarte del caletre uno de esos rollos?

—Seis meses, tal vez, para escribirlo. Pero necesité unos veinticinco años para aprender a hacerlo.

—Será mejor que continúes reparando televisores —aconsejó Bárbara.

—¿Tomamos el desvío de acceso? —preguntó Pete.

—Ya te lo diré.

—La última vez, no tuvimos ocasión de explorar el pueblo —explicó Pete—. Pasamos demasiado tiempo follando entre esos montones de cascotes de ahí atrás.

—Cuidado, batidor.

—De todas maneras, teníamos que volver en seguida para hacer acto de presencia en una de esas fiestas que organizáis, así que prácticamente nos limitamos a atravesar Llano de la Artemisa.

“Dios pensó Larry, eso es lo que hicieron, literalmente”. Si no, Bárbara no habría reaccionado como lo hizo.

Realmente, se habían dedicado a joder sobre aquellos escombros. Entre los muros derruidos. Sin puertas. Sin tejado. En descampado, casi.

Durante un momento, él estuvo allí. Encima de Bárbara.

Que tenía los ojos entrecerrados, separados los labios mientras retorcía su cuerpo desnudo bajo el impulso de los achuchones con que él se la tiraba.

Expulsó de la mente aquella imagen, avergonzado de su leve traición y del deseo que la agitó. Se dijo, no obstante, que tampoco perjudicaba a nadie soñando despierto. Le asaltaban a menudo tales fantasías, y no sólo con Bárbara. Pero nunca engañó a Jean. Y pretendía seguir siéndole fiel.

—Estás llegando —anunció Bárbara.

Pete redujo la velocidad y casi había detenido totalmente el vehículo cuando tomó el desvío de la derecha. A juzgar por el aspecto que presentaba aquella carretera, varias generaciones de cuadrillas de reparación de caminos la habían despreciado olímpicamente. De la línea central de separación sólo quedaba el recuerdo de unos pocos trazos, espaciados y débiles. El asfalto, grisáceo y abrasado por el sol, estaba cuarteado, desmenuzado, sembrado de profundos baches.

La furgoneta rebotaba y traqueteaba, entre virajes a un lado y a otro para eludir los hoyos. Larry se encontró aferrado al brazo del asiento.

—¿Te molestaría ir un poco más despacio? —le sugirió Bárbara.

—Queréis llegar allí, ¿no?

—Enteros, si es factible.

Uno de los socavones proyectó el asiento contra la rabadilla de Larry. Le rechinaron los dientes al chocar entre sí.

—¡Maldita sea! —protestó Bárbara.

—¡Está bien, está bien! —se excusó Pete—. Ese no lo vi.

Después de que redujera la velocidad, el viaje continuó siendo duro, pero no punitivo. Larry aflojó la presión de la mano sobre el brazo del asiento. Al mirar por la ventanilla vio la oxidada carrocería de un automóvil volcado. El vehículo tenía el techo aplastado y le faltaban las cuatro ruedas. Se encontraba más allá del talud que bordeaba la carretera, rodeado de los desechos que había acumulado allí el desierto: trozos de roca, cactos y maleza. No pudo imaginar cómo había llegado a aquella posición boca abajo. Pensó en hacer alguna observación alusiva al vehículo accidentado, pero luego decidió guardar silencio. El destrozado automóvil probablemente inspiraría a Pete otra idea novelable.

Desde luego, el modo en que llegó allí tendría una explicación perfectamente terrenal. Tal vez se averió y lo abandonaron en la cuneta. Luego llegarían otras personas, lo empujaron por el talud y el coche dio una vuelta de campana. No tendrían nada mejor que hacer. Si alguien quería aprovechar los neumáticos, volcar el automóvil le parecería seguramente más razonable que recurrir al gato para ir de una a otra rueda.

No sería una sola persona.

Larry experimentó un arrebato de júbilo.

Una banda itinerante de basureros del desierto. Una jauría primitiva de carroñeros sanguinarios.

Quizá no esperaban a que se produjesen los accidentes. Tal vez los provocaban, bloqueaban la carretera o colocaban alguna trampa y, al final, tendían una emboscada a los infelices viajeros. Mataban a los hombres. Luego se llevaban a las mujeres a su guarida acaso una mina abandonada y allí se entregaban a juegos y diversiones inconfesables.

No estaba mal. Merecía la pena juguetear con esto último, a ver si podía convertido en algo que funcionase. Necesitaba una nueva idea. Y cuanto antes.

—Justo pasada la curva —indicó Bárbara.

Larry escudriñó el terreno a través del parabrisas, pero las laderas bajas y rocosas que se alzaban por delante le impidieron extender la vista. La carretera trazaba una curva entre las paredes de una quebrada abierta entre dos cerros desolados.

“Es posible que la idea de los chatarreros del desierto dé resultado y encaje de maravilla incorporada a una ciudad fantasma”, pensó Larry mientras entraban en el paso del desfiladero.

—¡Ahí la tenemos! —anunció Pete.