Prólogo

Charleston (Illinois)

23 de junio de 1972

Había seguido a la diablesa hasta su cubil. Ahora, esperaba. Aguardaba la llegada del alba, momento en que la presa sería más vulnerable.

La espera constituía la parte más enojosa. Porque no ignoraba lo que iba a suceder. La experiencia le había demostrado que no se puede hacer caso de las leyendas. Las leyendas están equivocadas en muchos aspectos.

Los vampiros duermen en camas, no en ataúdes: una estratagema ingeniosa para equivocar a los ignorantes. Y aunque la luz del día socava sus poderes, no los convierte en criaturas inofensivas. Incluso después de la aurora, podían despertar de su sueño de difuntos. Podían combatirle, herirle

Se frotó la mejilla. Le temblaron los dedos al deslizarse por los bordes irregulares de la costra. Tenía uñas afiladas, aquella fiera de Urbana.

Le sacudió un escalofrío al recordado.

Tuvo mucha suerte al salir con vida.

Tal vez allí se agotaron sus reservas de buena suerte. Quizás en esta ocasión no le desgarrarían la mejilla unas uñas. Acaso, esta vez, unos colmillos encontrarían su garganta.

Se agachó, hasta que el rostro tropezó con el volante, la mano tanteó por debajo del asiento del conductor y luego ascendió con una botella de whisky de centeno. Quitó el tapón. Tomó un trago. El licor, tibio mientras descendía por la garganta, derramó un calor impregnado de sosiego al llegar al estómago. Quiso echar otro sorbo.

Después, se prometió: ni una gota más hasta haber cumplido la tarea.

“No debes perder la cabeza —pensó—. La semana anterior, el alcohol estuvo a punto de costarte el pellejo”.

Volvió a acariciarse el arañazo de la mejilla.

Pero tomó un nuevo sorbo. Luego se obligó a tapar la botella. La depositó debajo del asiento. En el instante en que se incorporaba, un automóvil dobló la esquina. Llevaba los faros encendidos, pero el cielo de la madrugada esparcía la suficiente claridad como para que pudiera distinguirse el soporte de los indicadores del techo. Un coche patrulla.

Se echó sobre el asiento del conductor.

Tenía la boca seca. Retumbaban los latidos de su corazón. “No es justo —pensó—. No debería vivir como un fugitivo. Soy tan útil a la sociedad como esos policías de ahí”.

Contuvo la respiración mientras el coche patrulla pasaba de largo. Transitó tan cerca que pudo oír el crepitar chirriante de los parásitos y la voz en falsete de la radio. Se arrepintió de haber dejado abiertas las ventanillas. Era posible que les pareciera sospechoso. Pero, de tener los cristales corridos, la atmósfera del coche habría resultado sofocante.

Volvió a respirar cuando los ruidos se desvanecieron.

Continuó tendido sobre los asientos y contó despacio hasta cien. Luego se sentó y echó un vistazo por la ventanilla de atrás. Las luces piloto posteriores eran simples puntitos rojos.

Abrió la portezuela y se asomó para examinar el cielo. Aún aparecía gris más allá del tejado de la morada de la vampiro. Apoyó un pie en la acera, se apeó y oteó el espacio por encima del techo de su automóvil. Hacia el este, el cielo presentaba un tono azul pálido.

Su larga experiencia le indicó que el sol no tardaría en aparecer por la línea del horizonte.

Habría salido del todo cuando él estuviera en posición. Se metió de nuevo en el vehículo. Tenía sobre el pecho su crucifijo de plata. Pasó los dedos por la cadena y sacó la cruz de debajo de la camisa. A continuación, cogió la cartera de cuero que descansaba en el piso del coche, delante del asiento. De esa cartera de mano sacó un collar de dientes de ajo. Se lo pasó por la cabeza.

Con la cartera en la diestra, se apeó del automóvil.

Una cerca de estacas rodeaba el prado de hierba demasiado crecida. Abrió el portillo y formó con el pie pequeños montículos de césped para mantenerlo abierto. Tendría que pasar por allí cuando volviese cargado con el cuerpo. No deseaba que el portillo retardara la operación.

Los escalones del porche crujieron bajo su peso. Chirrió la antepuerta de tela metálica. En el porche, apoyó contra ella una silla de mimbre para que se mantuviera abierta.

Al probar el picaporte, comprobó que la puerta frontal no estaba cerrada con llave. Eso facilitaba las cosas. No necesitaría la palanqueta. Entró en la casa sin hacer el menor ruido y se abstuvo de cerrar la puerta.

Conocía la situación de la alcoba. Aquella noche, poco después de que entrara la demoníaca criatura, se iluminaron las ventanas de la fachada, a la derecha del porche. La vampiro se había acercado a cada una de ellas, para bajar las persianas.

Reinaba el silencio en toda la casa. La tenue claridad que irrumpía en el salón proyectaba un sudario grisáceo sobre el viejo sofá, la mecedora, las lámparas y el piano. El papel pintado de las paredes aparecía descolorido y salpicado de manchas. Colgado sobre el piano se veía un paisaje pintado al óleo, que representaba un claro de bosque surcado por la pacífica corriente de un arroyo. En aquella lóbrega borrosidad, parecía oscuro y sombrío, como si la aurora aún no hubiese llegado a aquella escena forestal.

En el rincón del fondo de la estancia, un hueco enmarcado en madera daba paso a un corredor.

Llegó a aquel pasillo y continuó hasta la abierta entrada del dormitorio de la vampiro.

Tenía la boca seca y el corazón le palpitaba desalado mientras bajaba la vista hacia la criatura. Yacía en un lecho dispuesto entre las dos ventanas, encogida sobre sí misma, de costado, de cara al lado contrario al que él se encontraba. Los primeros rayos del sol de la mañana resplandecían contra las persianas e inundaban el cuarto de una dominante ambarina. Se cubría con una sábana. La oscura cabellera se extendía sobre la almohada.

El hombre se agachó y dejó en el suelo la cartera. Levantó la solapa, introdujo la mano y sacó el martillo.

Un pesado mazo de hierro con mango de unos treinta centímetros.

La otra mano extrajo una estaca puntiaguda, de madera de fresno.

Se puso la estaca entre los dientes.

Se enderezó. Al contemplar a la vampiro deseó que se diera un cuarto de vuelta. Boca abajo o boca arriba, no importaba. Podía clavar la estaca con idéntica facilidad tanto por la espalda como por el pecho. Pero ella tenía que estar plana, no de costado.

De cualquier modo, sabía que le iba a resultar difícil matarla.

¿No debería esperar? Tarde o temprano, acabaría volviéndose.

Pero, cuanto más esperase, mayor sería el peligro de que alguien le viera cuando saliese cargado con el cuerpo. Y tenía que hacerlo. Llevarlo lejos, en el maletero del coche, y ocultarlo en un lugar donde nadie lo encontrase jamás.

Constantemente desaparecían personas, y por muchos motivos. Pero que la descubrieran allí, con una estaca en el corazón…

La policía cometería el error de confundir aquel trabajo con la obra de un maníaco homicida. La noticia se difundiría. El pánico se extendería entre la gente. Y, lo peor de todo, una legión de vampiros se pondrían en guardia, advertidos de que un cazador andaba al acecho.

Además, todo el trabajo de aquella madrugada habría sido en vano, porque la policía o el juez de primera instancia arrancarían la estaca del corazón. La vampiro reviviría y, de nuevo, rondaría por la noche.

No. Era fundamental que el monstruo desapareciese.

Una tabla del entarimado crujió cuando se acercaba al borde de la cama. La criatura gimió y se removió bajo la sábana, pero no cambió de postura.

Con la estaca aún entre los dientes, alargó la mano izquierda. Cogió la sábana por la parte del embozo que cubría el hombro de la vampiro. Mientras volvía a dejar la sábana, la libadora de sangre continuaba respirando larga, profunda, acompasadamente. Pero a él sí se le aceleró el ritmo de la respiración.

Al resbalar la sábana, quedó a la vista la desnuda espalda, las suaves curvas de sus nalgas, la tersura de sus piernas.

Era una vampiro, un infame demonio asesino. Pero con un cuerpo de mujer joven y esbelta. Mientras la observaba, el hombre notó que en la entrepierna se le despertaba una ardorosa excitación. Tembló ante aquella mezcla de lujuria y terror: una sensación próxima al éxtasis que siempre le inundaba en tales momentos. Solía avergonzarse de su deseo. Al final, sin embargo, llegó a considerarlo una recompensa a su sacrificio. En cierto modo, era un pago que se le concedía en compensación de los riesgos.

Sin ese premio, habría abandonado mucho tiempo atrás su empeño en continuar aquella cruzada. Estaba completamente seguro de ello. Enfrentarse a vampiros del género masculino no tenía aliciente alguno para él. Sólo le hacía sentir repugnancia. En consecuencia, interrumpió la búsqueda. Consideraba que tal vez fuera un fallo, pero se decía a menudo que también estaba cumpliendo su parte. Era un hombre contra una multitud. No podía despachar a todos los vampiros. Estaba obligado a ser selectivo. De modo que optó por las mujeres. Por espantosas que fuesen, le excitaban.

El brazo izquierdo de la vampiro descansaba sobre el costado, se doblaba en el codo y el resto se perdía de vista bajo la sábana. El fresco aire de la madrugada ponía minúsculas granulosidades en la piel. El hombre se inclinó hacia adelante para observar, más allá de la parte superior del brazo, la protuberancia del pecho femenino. Lo mismo que el brazo, tenía la carne de gallina. El pezón estaba erecto. Desde el punto donde se encontraba, el hombre no podía ver el otro seno.

Mientras seguía mirando, la saliva empezó a derramarse sobre el labio inferior. Intentó cerrar la boca, pero la estaca se interpuso. Alzó bruscamente la mano izquierda para detener la baba, pero no llegó a tiempo.

Un hilo de saliva destiló hasta el brazo de la vampiro hembra.

Con un murmullo, la durmiente sacó una mano de debajo de la almohada, frotó la humedad, se dio media vuelta para quedar boca arriba y frunció el entrecejo como si estuviera perpleja. A pesar de todo, sus párpados siguieron cerrados. Apartó la mano, que cayó sobre el colchón, junto a la cadera. La restregó contra la sábana y luego la dejó descansando sobre la parte interior del muslo, con la yema del pulgar hundida en la espesura del vello púbico.

Al tiempo que la contemplaba, abrumado por el temor de que pudiera despertarse y, no obstante, tembloroso a causa de la fiebre de su deseo, se quitó la estaca de entre los dientes. Se daba cuenta de que no podía esperar más.

Pero titubeó. Sus ojos recorrieron la dormida figura.

Aunque era posible que contase varios siglos de edad, tenía cuerpo y palmito de muchacha adolescente. No parecía haber cumplido más de diecisiete o dieciocho años. Daba la impresión de ser una joven encantadora, adorable, candorosa.

Si fuera un ser humano, y no una repelente y odiosa criatura de la noche…

Anheló dolorosamente besar aquellos labios que habían succionado tanta sangre inocente. Ansió acariciar aquellos pechos, saborear con la lengua su delicadeza de terciopelo, sentir en la palma de la mano el suave tacto de aquellos pezones. Deseó angustiosamente separar aquellos muslos y sumergirse en la profundidad de su calor.

Si no fuese una vampiro…

Qué vergüenza. Qué derroche.

Se dijo que tenía que acabar cuanto antes.

Se inclinó un poco más, con las rodillas apoyadas en el borde del colchón, y levantó el martillo. La otra mano se retorció y osciló mientras bajaba la aguzada estaca hacia el pecho. La punta se paseó por encima del seno izquierdo, se elevó ligeramente y se deslizó en el aire a poco más de un centímetro por encima de la piel.

Ya.

Un golpe seco y…

Los ojos de la vampiro se abrieron de golpe. Jadeó. Agarró la muñeca del hombre y la retorció con toda la fuerza de sus poderes satánicos. A él se le escapó un grito mientras observaba con horror la estaca que se le escurría de entre sus dedos agarrotados y caía, con la parte roma por delante, sobre el otro pecho.

Le anegó, como un raudal helado, una sensación de intenso desconsuelo.

Sin la estaca…

Cuando la madera rebotó en el pecho y salió despedida, el hombre forcejeó con la mano que le sujetaba la muñeca, en un intento de recuperada. Pero la presa de la vampiro era demasiado potente. La estaca se desplazó hasta quedar fuera de su vista, más allá de la caja torácica del monstruo.

El hombre comprendió entonces que todo estaba perdido. No obstante, giró el martillo de forma que la cabeza se estrellara contra el rostro de la vampiro. Ella dio un tirón de la muñeca que tenía bien cogida, al tiempo que emitía un gruñido y levantaba el otro brazo para detener el golpe, mientras el hombre se le venía encima.

Cayó cruzado sobre el pecho femenino. Un brazo se cerró con fuerza en torno a la espalda masculina, mientras la vampiro se agitaba debajo de él, revolviéndose y retorciéndose, para sacudirse el cuerpo del hombre. En cuanto el frustrado atacante tocó el colchón, ella se le echó encima y una de sus rodillas golpeó con saña la ingle del cazavampiros.

El hombre se quedó sin resuello. Agónicamente aturdido, vio el astil de madera en la mano del monstruo. Lo contempló mientras lo levantaba para situarlo sobre su rostro. Trató de esquivar el golpe, pero los quebrantados músculos se negaron a obedecer.

Apenas le quedaba aliento suficiente para exhalar un chillido cuando la punta de la estaca le atravesó el ojo.