Esa misma tarde, Chris me llama por teléfono y me dice que me encuentre con ella en el centro comercial. Quiere mi opinión sobre una chaqueta de piel y, para ver el efecto completo, tengo que verla en persona. Estoy orgullosa de que me pida mi opinión de sastre y me sentaría bien salir de casa y no seguir estando triste, pero conducir sola hasta el centro comercial me pone nerviosa. Yo (y todo el mundo, en realidad) me considero una conductora asustadiza.
Le pregunto si puede enviarme una foto, pero Chris me conoce demasiado bien.
—Nop. Arrastra el culo hasta aquí, Lara Jean. No aprenderás a conducir mejor hasta que hagas de tripas corazón y te decidas a hacerlo.
Así que eso es lo que hago: conduzco el coche de Margot al centro comercial. Tengo el carnet y todo, pero me falta seguridad. Mi padre me ha dado clases muchas veces, y Margot también y, con ellos en el coche, no tengo ningún problema, pero me pongo nerviosa cuando conduzco sola. Lo que me asusta es cambiar de carril. No me gusta apartar la vista ni por un momento de lo que está ocurriendo justo enfrente. Tampoco me gusta conducir deprisa.
Pero lo peor de todo es que tiendo a perderme. Los únicos lugares adonde soy capaz de llegar con absoluta seguridad son la escuela y la tienda de comestibles. Nunca he tenido que aprender cómo llegar al centro comercial porque Margot nos llevaba siempre. Pero ahora sé que tengo que esforzarme porque soy la responsable de llevar a Kitty. Aunque la verdad es que Kitty se orienta mejor que yo. Sabe cómo llegar a montones de sitios. Pero no quiero que tenga que explicarme cómo llegar a donde sea. Quiero sentirme como la hermana mayor, quiero que se relaje en el asiento del pasajero, segura en el conocimiento de que Lara Jean la llevará a donde tiene que ir, como me pasaba a mí con Margot.
Claro que también podría usar el GPS, pero me siento boba pidiéndole que me indique cómo llegar al centro comercial cuando he estado allí un millón de veces. En su lugar, me inquieto en cada giro, y dudo cada vez que veo una entrada a la autopista. ¿Era la norte o la sur? ¿Giro aquí o en la siguiente? Nunca había tenido que prestar atención.
Pero por ahora todo va bien. Escucho la radio, moviéndome al ritmo de la canción, e incluso conduzco con una sola mano al volante. Lo hago para fingir confianza, porque dicen que cuanto más finges, más cierto te acaba pareciendo.
Todo va tan bien que tomo un atajo en lugar de la autopista. Paso por el vecindario de al lado e, incluso mientras lo hago, empiezo a preguntarme si ha sido una buena idea. Tras un par de minutos, el paisaje empieza a resultarme poco familiar y me doy cuenta de que he girado a la izquierda en vez de a la derecha. Intento contener el pánico que me invade y retroceder.
«Puedes hacerlo, puedes hacerlo».
Hay una señal de stop a cuatro bandas. No veo a nadie, así que sigo adelante. Ni siquiera veo el coche que viene a mi derecha. Lo noto antes de verlo.
Chillo hasta quedar ronca. La boca me sabe a cobre. ¿Estoy sangrando? ¿Me he mordido la lengua? La toco y sigue ahí. El corazón me late a mil por hora; me siento sudada y pegajosa. Respiro profundamente, pero no consigo que me entre el aire.
Me tiemblan las piernas al salir del coche. El otro conductor ya ha salido, está inspeccionando su coche de brazos cruzados. Es mayor que mi padre y tiene el pelo gris y lleva bermudas con langostas rojas estampadas. Su coche está bien, pero el mío tiene una abolladura enorme a un lado.
—¿No has visto la señal de stop? ¿Estabas enviado mensajes con el teléfono? —pregunta.
Niego con la cabeza; se me está cerrando la garganta. No quiero llorar. Mientras no llore…
Parece darse cuenta. La arruga de irritación que tiene entre las cejas se está suavizando.
—Mi coche parece estar en perfecto estado. ¿Te encuentras bien? —me pregunta, a regañadientes.
Asiento una vez más.
—Lo siento mucho —respondo.
—Los jóvenes tenéis que ser más prudentes —dice como si yo no hubiese abierto la boca.
El nudo que tengo en la garganta empieza a crecer.
—Lo siento de verdad, señor.
Hace un ruido que suena como un gruñido.
—Deberías llamar a alguien para que venga a buscarte. ¿Quieres que espere contigo? —se ofrece el hombre.
—No, gracias.
¿Y si es un asesino en serie o un pedófilo? No quiero quedarme a solas con un desconocido.
El hombre se marcha con su coche.
En cuanto desaparece, se me ocurre que debería haber llamado a la policía mientras estaba aquí. ¿No se supone que tienes que llamar a la policía siempre que haya un accidente de coche, pase lo que pase? Estoy casi segura de que nos lo enseñaron en la autoescuela. Así que he cometido otro error.
Me siento en la cuneta y miro fijamente el coche de Margot. No llevo ni dos horas con él, y ya lo he destrozado. Apoyo la cabeza en mi regazo y me siento hecha una bola. Me empieza a doler el cuello. Es entonces cuando empiezan a brotar las lágrimas. A mi padre no le hará ninguna gracia. A Margot tampoco. Los dos estarán de acuerdo en que no debería estar conduciendo por la ciudad sin supervisión, y quizá tengan razón. Quizá aún no esté preparada. Quizá no lo esté nunca. Quizá cuando sea vieja, mis hermanas y mi padre tendrán que llevarme a los sitios porque soy una inútil.
Saco el teléfono y llamo a Josh. Cuando responde, digo:
—Josh, ¿puedes hacerme un favor? —y me tiembla tanto la voz que me siento abochornada.
Y claro que se da cuenta, porque es Josh. Enseguida se pone serio.
—¿Qué ha ocurrido?
—He tenido un accidente de coche. No sé ni dónde estoy. ¿Puedes venir a buscarme?
—¿Te has hecho daño? —pregunta.
—No, estoy bien. Es que… —Si pronuncio una palabra más, romperé a llorar.
—¿Qué señales ves? ¿Qué tiendas?
Estiro el cuello para echar un vistazo alrededor.
—Falstone. Estoy en el 8109 de Falstone Road —respondo mirando al buzón más cercano.
—Voy de camino. ¿Quieres que siga al teléfono contigo?
—No hace falta —cuelgo y empiezo a llorar.
No sé cuánto tiempo llevo allí sentada llorando cuando otro coche se detiene frente a mí. Levanto la vista y es el Audi negro de Peter Kavinsky con las lunas tintadas. Una de las ventanillas desciende.
—¿Lara Jean? ¿Estás bien?
Asiento y, con un gesto, lo invito a marcharse. Vuelve a subir la ventanilla y pienso que se va a marchar de verdad, pero entonces aparca a un lado. Sale de su coche y empieza a inspeccionar el mío.
—La has fastidiado bien. ¿Tienes la información del seguro del otro tío?
—No, su coche estaba bien —respondo, mientras me seco las lágrimas furtivamente—. Fue culpa mía.
—¿Tienes seguro?
Asiento.
—¿Los has llamado?
—No, pero viene alguien.
Peter se sienta a mi lado.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí sentada y llorando sola?
Aparto la cara y me vuelvo a secar las mejillas.
—No estoy llorando.
Peter Kavinsky y yo éramos amigos antes de que se convirtiese en Kavinsky, cuando era Peter K. Formábamos parte de la pandilla en la escuela. Los chicos eran Peter Kavinsky, John Ambrose McClaren y Trevor Pike. Las chicas éramos Genevieve y yo y Allie Feldman, que vivía al final de la manzana, y a veces Chris. De pequeña, Genevieve vivía a dos calles de distancia. Resulta curioso lo importante que es la proximidad durante la infancia. Quién sea tu mejor amigo depende directamente de lo cerca que estén vuestras casas. Con quién te sientes depende de lo cerca que estén vuestros apellidos en el alfabeto. Es un gran juego de azar. En octavo, Genevieve se mudó a otro vecindario y seguimos siendo amigas un tiempo más. Venía al vecindario a pasar el rato, pero algo había cambiado. Al llegar al instituto, Genevieve nos había eclipsado. Seguía siendo amiga de los chicos, pero la pandilla de chicas estaba acabada. Allie y yo continuamos siendo amigas hasta que se mudó el año pasado, pero siempre había algo humillante cuando estábamos juntas, como si fuésemos dos rebanadas de pan sobrantes y juntas formásemos un sándwich seco.
Ya no somos amigos. Ni Genevieve y yo, ni Peter y yo. Por eso me resultaba tan extraño estar sentada a su lado en una acera cualquiera como si el tiempo no hubiese pasado.
Le suena el móvil y se lo saca del bolsillo.
—Me tengo que ir.
—¿Adónde vas? —sollozo.
—A casa de Gen.
—Entonces, más te vale ir tirando. Genevieve se enfadará si llegas tarde.
Peter suelta un resoplido como si no le importase, pero se levanta de golpe. Me pregunto cómo será ejercer tanto poder sobre un chico. No creo que me gustase. Tener el corazón de alguien en tus manos entraña mucha responsabilidad. Está entrando en su coche cuando, como si se le ocurriese de repente, pregunta:
—¿Quieres que llame al seguro por ti?
—No hace falta. Pero gracias por parar. Ha sido muy amable de tu parte.
Peter sonríe de oreja a oreja. Recuerdo eso de Peter: lo mucho que le gustan los refuerzos positivos.
—¿Te sientes mejor?
Asiento una vez más. La verdad es que sí.
—Bien.
Tiene el aspecto de un Chico Guapo de otros tiempos. Podría ser un gallardo soldado de la primera guerra mundial, tan atractivo que su chica esperaría su regreso de la guerra durante años, tan apuesto que podría esperar para siempre. Podría llevar una chaqueta deportiva, conducir un Corvette con la capota bajada y una mano en el volante, de camino a recoger a una chica para llevarla a un baile de los años cincuenta. Peter tiene el tipo de atractivo honrado que parece más del ayer que de hoy. Tiene algo que les gusta a las chicas.
Fue el primer chico que besé. Me resulta muy extraño cuando pienso en ello. Parece que ocurrió hace una eternidad, pero tan sólo fue hace cuatro años.
Josh aparece un minuto después, mientras le envío a Chris un mensaje para avisarle de que no iré al centro comercial. Me pongo de pie.
—¡Cuánto has tardado!
—Me dijiste el 8109. ¡Éste es el 8901!
—No, dije el 8901 —respondo con seguridad.
—No, estoy seguro de que dijiste el 8109. ¿Y por qué no respondes al móvil?
Josh sale del coche y, cuando ve la abolladura, se queda boquiabierto.
—Mierda. ¿Ya has llamado al seguro?
—No. ¿Te importa hacerlo tú?
Josh llama y luego nos sentamos en su coche con el aire acondicionado encendido mientras esperamos. He estado a punto de sentarme en el asiento trasero, cuando de repente me he acordado de que Margot ya no está. He ido en su coche montones de veces, pero creo que nunca me había sentado delante.
—Mmm… Sabes que Margot te matará por esto, ¿no?
Giro la cabeza tan rápido que el pelo me golpea la mejilla.
—Margot no se va a enterar. ¡No le digas nada!
—¿Cuándo iba a hablar con ella? Hemos roto, ¿te acuerdas?
Frunzo el ceño.
—No soporto cuando la gente hace eso. Les pides que te guarden un secreto y, en lugar de contestar sí o no, responden: «¿A quién se lo voy a contar?».
—¡No he dicho «¿A quién se lo voy a contar?»!
—Di sí o no. No lo conviertas en una pregunta.
—No le diré nada a Margot. Esto quedará entre tú y yo. Te lo prometo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Entonces se hace el silencio y ninguno de los dos dice nada. Tan sólo se oye el ruido del aire fresco que sale de los conductos de ventilación.
Se me revuelve el estómago al pensar en cómo se lo explicaré a mi padre. Quizá debería darle la noticia con lágrimas en los ojos para que se apiade de mí. O podría decir algo del estilo «Tengo una noticia buena y otra mala. La buena es que estoy bien, no tengo ni un rasguño. La mala es que el coche está destrozado». Quizá «destrozado» no sea la palabra más adecuada.
Estoy dándole vueltas a cuál sería la mejor palabra cuando Josh dice:
—¿Así que vas a dejar de hablarme sólo porque Margot y yo hayamos roto?
El tono de Josh es jocosamente amargado o amargadamente jocoso, si es que existe tal combinación.
Lo miro sorprendida.
—No seas bobo. Claro que seguiré hablándote. Pero no en público.
Éste es el papel que interpreto con él: el de la hermana pequeña exasperante. Como si fuese igual que Kitty. Como si no nos llevásemos sólo un año. Josh no sonríe, parece abatido, así que choco la frente con la suya.
—¡Era una broma, tontorrón!
—¿Te explicó lo que pensaba hacer? Quiero decir, ¿formaba parte de su plan?
Cuando me ve titubear, añade:
—Venga, sé que te lo cuenta todo.
—La verdad es que no. Al menos, esta vez no. De verdad, Josh. No sabía nada. Te lo prometo —le aseguro con la mano en el corazón.
Josh asimila mis palabras. Se mordisquea el labio inferior, y reflexiona:
—Puede que cambie de idea. Es posible, ¿no?
No sé si es más cruel decir que sí o que no porque sufrirá de todos modos. Porque, a pesar de que estoy al 99,99999 por cien segura de que volverán a estar juntos, existe la pequeña posibilidad de que no, y no quiero darle esperanzas. Así que no digo nada.
Josh traga con fuerza, y su nuez sube y baja.
Apoyo la cabeza en su hombro y digo:
—Nunca se sabe, Joshy.
Josh mantiene la mirada al frente. Una ardilla sube a un roble a toda velocidad. Sube y vuelve a bajar otra vez. Los dos la contemplamos.
—¿A qué hora aterriza?
—Todavía faltan unas cuantas horas.
—Vendrá… ¿Vendrá a casa por Acción de Gracias?
—No. No tienen vacaciones por Acción de Gracias. Es Escocia, Josh. No celebran festividades estadounidenses. —Quería decirlo con tono jocoso, pero me sale desganado.
—Tienes razón.
—Pero vendrá en Navidad —añado, y los dos suspiramos.
—¿Puedo seguir viéndoos? —me pregunta Josh.
—¿A Kitty y a mí?
—Y a tu padre también.
—No nos vamos a ir a ninguna parte —le aseguro.
Josh parece aliviado.
—Bien. No soportaría perderos también a vosotros.
En cuanto lo dice, se me detiene el corazón y me olvido de respirar y, por un momento, me siento mareada. Y luego, como suele suceder, el sentimiento, ese extraño aleteo en el pecho desaparece y llega la grúa.
Llegamos a casa.
—¿Quieres que te acompañe a decírselo a tu padre? —se ofrece.
Me animo hasta que me acuerdo de que Margot dijo que ahora yo estaba a cargo. Estoy casi segura de que responsabilizarte de tus errores forma parte de estar al cargo.