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—Creo que este año deberíamos celebrar una fiesta recital —comenta Margot desde el sofá.

Cuando mamá vivía, todas las Navidades celebrábamos lo que ella había bautizado como una fiesta recital. Preparaba montones de comida e invitaba a gente a casa una noche de diciembre, y Margot y yo llevábamos vestidos a conjunto y tocábamos villancicos con el piano durante toda la noche. Los invitados entraban y salían de la sala del piano y cantaban a coro. Yo odiaba los recitales de piano porque era la peor de la clase y Margot era la mejor. Resultaba humillante tener que interpretar el sencillo «Para Elisa» cuando el resto de los niños ya habían pasado a Liszt. Siempre detesté las fiestas recital hasta el punto de que le suplicaba a mamá una y otra vez que no me obligase a tocar.

La última Navidad, mamá nos compró vestidos rojos de terciopelo y yo tuve una rabieta y dije que no quería ponérmelo, aunque sí que quería y me encantaba. Pero no quería tocar el piano junto a Margot. Le chillé a mamá y corrí a mi habitación cerrando la puerta de un portazo y no quise salir. Mamá subió e intentó convencerme de que abriese la puerta, pero me negué y no regresó. Empezó a llegar gente y Margot comenzó a tocar el piano y yo me quedé arriba. Permanecí sentada en mi habitación, llorando y pensando en todas las salsas y los canapés que mamá y papá habían preparado, y en que no quedaría ninguno para mí, y mamá seguramente tampoco me querría allí debido a mi mal comportamiento.

Después de la muerte de mamá, no volvimos a celebrar ningún recital.

—¿Lo dices en serio? —le pregunto.

—¿Por qué no? Será divertido. Yo lo planearé todo, no tendrás que hacer nada —contesta Margot encogiéndose de hombros.

—Sabes que odio el piano.

—Pues no toques.

Kitty nos mira a Margot y a mí con gesto preocupado.

—Yo puedo hacer unos cuantos movimientos de tae-kwondo.

Margot alarga el brazo y se acurruca con Kitty.

—Buena idea. Yo tocaré el piano y tú harás taekwondo, y Lara Jean…

—Se quedará mirando —acabo por ella.

—Iba a decir que podías hacer de anfitriona, pero tú sabrás.

No le respondo.

Más tarde estamos viendo la tele. Kitty está dormida, hecha un ovillo en el sofá como si fuese un gato de verdad. Margot quiere despertarla y mandarla a la cama, pero le digo que la deje dormir y la tapo con una manta.

—¿Me ayudarás a convencer a papá de que le regale un cachorro por Navidad?

Margot suelta un gruñido.

—Los cachorros dan mucho trabajo. Tienes que sacarlos a hacer pis como un millón de veces al día. Y sueltan pelo como locos. No podrás volver a ponerte pantalones negros. Además, ¿quién lo sacará a pasear, le dará de comer y cuidará de él?

—Lo hará Kitty, y yo la ayudaré.

—Kitty no está preparada para asumir esa responsabilidad —y sus ojos dicen «Ni tú tampoco».

—Kitty ha madurado mucho desde que te fuiste. —«Y yo también»—. ¿Sabes que Kitty se prepara su propia comida? ¿Y que ayuda con la colada? Tampoco tengo que reñirla para que haga los deberes. Los hace por su cuenta.

—¿En serio? Entonces, estoy impresionada.

¿Por qué no puede decir: «Buen trabajo, Lara Jean»? Eso es lo único que pido. Que reconozca que he cumplido con mi responsabilidad de cuidar de la familia mientras ella no estaba. Pero no.