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Si no hago la compra hoy mismo, tendremos huevos revueltos para cenar. Otra vez.

El coche de Margot ha salido del taller y está aparcado en la entrada, de donde lleva semanas sin moverse. Podría ir a la tienda si quisiera. Y quiero. Pero no me apetece conducir. Si antes ya me ponía nerviosa al conducir, el accidente no ha hecho más que empeorar las cosas. ¿Qué pinto yo detrás del volante de un coche? ¿Y si le hago daño a alguien? ¿Y si le hago daño a Kitty? No deberían repartir los carnets de conducir con tanta facilidad. A ver, los coches son peligrosos. Son prácticamente armas.

Pero la tienda está a menos de diez minutos de distancia. Tampoco es que vaya a meterme en la autopista. Y no quiero cenar huevos revueltos. Además… Si Peter y Genevieve vuelven a estar juntos, ya no me llevará al instituto. Tengo que aprender a arreglármelas sola. No puedo depender de los demás.

—Vamos a la tienda, Kitty.

Está tumbada delante de la tele, apoyada sobre los codos. Su cuerpo es muy largo; cada día, un poco más. Dentro de nada, será más alta que yo. Kitty no aparta la mirada del televisor.

—No quiero ir. Quiero ver mis series.

—Si vienes, te dejaré escoger un helado.

Kitty se pone de pie.

Durante el trayecto, conduzco tan despacio que Kitty no para de recordarme el límite de velocidad.

—También te ponen multas por ir por debajo del límite de velocidad, ¿sabes?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie. Lo sé, y ya está. Seguro que seré mejor conductora que tú, Lara Jean.

Me aferro al volante.

—Seguro que lo eres… —Mocosa.

Seguro que cuando Kitty empiece a conducir, será un demonio al volante y no se preocupará lo más mínimo por los demás. Pero lo más probable es que se le dé mejor que a mí. Un conductor temerario es mejor que uno asustado; preguntadle a cualquiera.

—A mí no me asustan las cosas como a ti.

Ajusto el espejo retrovisor.

—Está claro que estás orgullosa de ti misma.

—Sólo era un comentario.

—¿Viene algún coche? ¿Puedo cambiar de carril?

Kitty se vuelve para mirar.

—Adelante, pero date prisa.

—¿Cuánto tiempo me queda?

—Ya es demasiado tarde. Espera… Ahora puedes. ¡Vamos!

Me meto en el carril izquierdo y miro por el retrovisor.

—Buen trabajo, Kitty. Tú sigue siendo mi copiloto.

Mientras empujamos el carrito por la tienda, pienso en el trayecto a casa y en tener que ponerme al volante otra vez. Se me acelera el corazón incluso mientras intento decidir si deberíamos comprar calabacín o judías verdes para la cena. Para cuando llegamos a la sección de lácteos, Kitty está gimoteando:

—¿Te puedes dar prisa? ¡No quiero perderme el próximo programa!

—Ve a escoger un helado —la urjo, con la intención de calmarla, y Kitty corre hacia la sección de congelados.

De camino a casa, me mantengo en el carril derecho durante varias manzanas para no tener que cambiar de carril. El coche de delante lo conduce una señora mayor que se mueve a paso de tortuga, lo que me va de perlas. Kitty me suplica que cambie de carril, pero no le hago ni caso y sigo haciendo lo mismo, con calma y tranquilidad. Me aferro al volante con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos.

—El helado se habrá derretido cuando lleguemos a casa. Y me he perdido todos mis programas. ¿Puedes cambiar al carril rápido, por favor? —rezonga Kitty.

—¡Kitty! ¿Me dejas seguir conduciendo?

—¡Pues conduce de una vez!

Me inclino para darle una colleja, pero se arrima a la ventanilla para que no pueda alcanzarla.

—No puedes tocarme —comenta con alegría.

Se aproxima un coche por la derecha, zumbando a toda prisa por una salida de la autopista. Pronto tendrá que incorporarse a mi carril. Veloz como un rayo, miro hacia atrás a mi punto ciego, para ver si puedo cambiar de carril. El pánico me invade y me oprime el pecho cada vez que aparto los ojos de la carretera, aunque sea por un solo segundo. Pero no tengo elección: tomo aliento y cambio al carril izquierdo. No pasa nada malo. Puedo respirar tranquila.

El corazón me palpita a toda velocidad durante el resto del trayecto. Pero conseguimos llegar, sin accidentes y sin que nadie nos toque la bocina, y eso es lo importante. Y el helado está bien, sólo un poco derretido por encima. Cada vez será más fácil, creo. Eso espero. Debo seguir intentándolo.

No soporto la idea de que Kitty me desprecie. Soy su hermana mayor. Debo ser alguien digno de admiración, como Margot. ¿Cómo me va admirar Kitty si soy débil?

Esa noche, preparo el almuerzo de Kitty. Hago lo que mamá acostumbraba a prepararnos cuando íbamos de picnic a la bodega de Keswick. Corto una zanahoria y una cebolla en dados y las frío en aceite de sésamo y un poco de vinagre; luego lo mezclo con arroz para el sushi. Cuando está cocido, coloco varias cucharadas sobre piel de soja. Son como bolitas de arroz dentro de un monedero. No tengo la receta exacta, pero sabe bien. Cuando termino, saco la escalera y busco los recipientes para el bento en los que las servía mi madre. Acabo encontrándolos al fondo del armario de las fiambreras.

No sé si Kitty se acordará de haber comido estas bolas de arroz, pero espero que su corazón sí se acuerde.