A la mañana siguiente, despierto a Kitty temprano para que me trence el pelo.
—Déjame en paz —dice, y se da la vuelta—. Estoy durmiendo.
—Porfa, porfa, porfa, ¿me trenzas el pelo en forma de corona? —le pido agachada delante de su cama.
—No. Te puedo hacer una trenza a un lado, y ya está.
Kitty me trenza el pelo rápidamente y vuelve a dormirse, y yo me dispongo a decidir qué ropa ponerme. Ahora que lo mío con Peter es oficial, la gente se fijará en mí, así que debo ir bien vestida. Me pruebo un traje de lunares con las mangas abombadas, pero no parece adecuado. Tampoco lo es mi suéter favorito de corazones con los pompones. De repente, todo me parece muy infantil. Al final me decido por un vestido corto con estampado floral que compré en una página web japonesa de moda callejera y lo combino con botines. Es un look estilo Londres años setenta.
Cuando bajo la escalera a las siete y veinticinco, Kitty está sentada a la mesa de la cocina con su chaqueta vaquera, esperándome:
—¿Qué haces aquí tan temprano? —le pregunto. Su autobús no pasa hasta las ocho.
—Hoy me voy de excursión, así que tengo que llegar temprano a la escuela, ¿te acuerdas?
Le echo un vistazo al calendario de la nevera. Ahí está, escrito con mi letra: Excursión de Kitty. Vaya.
Tenía que llevarla yo, pero eso fue antes del accidente. Papá tenía turno de noche en el hospital y todavía no ha llegado, así que no tengo coche.
—¿No puede llevarte la madre de alguna de tus amigas?
—Es demasiado tarde. El autobús sale a las ocho menos veinte. —A Kitty le están saliendo manchas rojas en la cara y empieza a temblarle la barbilla—. ¡No puedo perder el bus, Lara Jean!
—Vale, vale. No te pongas triste. Ahora vienen a buscarme. No te preocupes, ¿de acuerdo? —Saco un plátano verde del frutero y añado—: Vamos afuera a esperarle.
—¿Quién es?
—Date prisa.
Kitty y yo estamos esperando en los peldaños de delante de casa compartiendo un plátano. Las dos preferimos los que están un poco verdes a los que tienen manchas marrones. Es a Margot a quien le gustan manchados. Siempre intento guardarlos para preparar pan de plátano, pero Margot los devora, incluyendo las partes blandas y chafadas. Me estremezco sólo de pensarlo.
El aire es fresco, a pesar de que estamos en septiembre y prácticamente en verano. Kitty se restriega las piernas para entrar en calor. Dice que llevará pantalones cortos hasta el mes de octubre. Ésa es su idea, al menos.
Son más de las siete y media, y Peter no ha aparecido. Empiezo a estar nerviosa, pero no quiero que Kitty se preocupe. Decido que si no ha llegado dentro de dos minutos exactos, iré a casa de Josh y le pediré que lleve a Kitty a la escuela.
Desde el otro lado de la calle, nuestra vecina, la señorita Rothschild, nos saluda mientras cierra la puerta con llave. Tiene un gran termo de café en la mano. Corre hacia el coche.
—Buenos días, señorita Rothschild —coreamos. Le doy un codazo suave a Kitty y digo—: Cinco, cuatro, tres…
—¡Maldita sea! —chilla la señorita Rothschild. Se ha derramado el café en la mano. Lo hace al menos dos veces a la semana. No sé por qué no frena un poco o por qué no pone la tapa en el termo o por qué lo llena tanto.
Justo entonces llega Peter, y su Audi negro reluce incluso más a la luz del día. Me levanto y digo:
—Vamos, Kitty.
—¿Quién es? —oigo que susurra mientras me sigue de cerca.
Tiene las ventanillas bajadas. Me acerco al lado del pasajero y meto la cabeza.
—¿Te importa si dejamos a mi hermana en la escuela? Tiene que llegar temprano para un excursión —pregunto.
Peter parece molesto.
—¿Por qué no lo me lo dijiste ayer?
—¡Ayer no lo sabía! —Detrás de mí, siento más que oigo los movimientos inquietos de Kitty.
—Es un coche de dos plazas —dice Peter, como si yo no tuviese ojos en la cara.
—Lo sé. Kitty se sentará en mi regazo y pasaremos el cinturón de seguridad por encima de las dos.
Mi padre me mataría si lo supiera, pero ni Kitty ni yo se lo vamos a contar.
—Sí, eso suena perfectamente seguro. —Está siendo sarcástico. No soporto a la gente que se pone sarcástica. Es tan obvio.
—¡Son tres kilómetros!
—Vale. Subid —suspira.
Abro la puerta y entro. Dejo mi mochila en el suelo.
—Venga, Kitty. —Le dejo espacio entre las piernas y entra en el coche. Abrocho el cinturón y la rodeo con los brazos.
—No se lo digas a papá.
—Claro que no.
—Hola. ¿Cómo te llamas? —le pregunta Peter.
Kitty titubea. Esto ocurre cada vez con más frecuencia. Con la gente nueva tiene que decidir si será Kitty o Katherine.
—Katherine.
—Pero ¿todos te llaman Kitty?
—Todos los que me conocen. Tú puedes llamarme Katherine —contesta ella.
A Peter se le iluminan los ojos.
—Eres una chica dura —dice, admirado. Kitty no le hace caso, pero no deja de mirarle de reojo. Peter produce este efecto en la gente. En las chicas. En las mujeres, incluso.
Cruzamos el vecindario en silencio. Al fin, Kitty pregunta:
—¿Y quién eres tú?
Me vuelvo para mirarle y tiene la vista fija al frente.
—Soy Peter. El… huumm… novio de tu hermana.
Me quedo con la boca abierta. ¡No dijimos nada de mentir a nuestras familias! Creía que esto se limitaría al instituto.
Kitty se queda completamente inmóvil en mis brazos. Entonces se da la vuelta, me mira y chilla:
—¡¿Es tu novio? ¿Desde cuándo?!
—Desde la semana pasada.
Al menos esa parte es cierta. En cierto modo.
—¡Pero no has dicho nada! ¡Ni una puñetera palabra, Lara Jean!
—No digas «puñetera» —la reprendo de forma automática.
—Ni una puñetera palabra —repite Kitty sin dejar de sacudir la cabeza con incredulidad.
Peter se parte de risa y yo le lanzo una mirada asesina.
—Ocurrió muy deprisa. Casi no hubo tiempo de contárselo a nadie… —trata de explicarse.
—¿Estoy hablando contigo? —espeta Kitty—. Diría que no. Estaba hablando con mi hermana.
Peter se queda boquiabierto y se nota que intenta mantener la compostura.
—¿Margot lo sabe? —me pregunta.
—Todavía no, y no se lo cuentes antes de que tenga oportunidad de decírselo.
—Hum. —Esto parece calmar un poco a Kitty. Para ella es importante enterarse de algo la primera, antes que Margot.
Cuando llegamos a la escuela, doy gracias a Dios de que el autobús siga en el aparcamiento. Todos los niños están en fila delante de él. Suelto un suspiro que he estado reprimiendo durante todo el trayecto, y Kitty ya se está desembarazando de mí y saliendo del coche.
—¡Que te diviertas en la excursión!
Se da la vuelta y me señala con un dedo acusador.
—¡Quiero que me lo cuentes con todo lujo de detalles cuando llegue a casa!
Y tras esta sentencia, se marcha corriendo al autobús.
Vuelvo a abrocharme el cinturón de seguridad.
—Mmm, no recuerdo que hubiéramos decidido contarles a nuestras familias que íbamos a ser novio y novia.
—Iba a enterarse tarde o temprano; sobre todo, si voy a haceros de chófer por toda la ciudad.
—No tenías por qué decir «novio». Podrías haber dicho «amigo». —Nos estamos acercando al instituto, sólo quedan un par de semáforos. Me doy un tirón nervioso de la trenza—. Hum, ¿has hablado con Genevieve?
Peter frunce el entrecejo.
—No.
—¿No te ha dicho nada al respecto?
—Nop. Pero seguro que no tardará.
Peter acelera al entrar en el aparcamiento y aparca. Cuando salimos del coche y nos dirigimos a la entrada, los dedos de Peter se entrelazan con los míos. Pienso que me acompañará a mi taquilla como la última vez, pero nos guía en dirección contraria.
—¿Adónde vamos? —le pregunto.
—A la cafetería.
Estoy a punto de protestar, pero me interrumpe:
—Tenemos que dejarnos ver en público. En la cafetería es donde vamos a llamar más la atención.
Josh no estará en la cafetería (que sólo es para gente popular), pero estoy completamente segura de quién va a estar: Genevieve.
Cuando entramos, la rodea toda su corte en su mesa habitual: ella, Emily Nussbaum y Gabe y Darrell del equipo de lacrosse. Están desayunando y tomando café. Debe de tener un sexto sentido en lo relativo a Peter, porque su mirada nos atraviesa como un láser al instante. Empiezo a aflojar el paso, pero Peter no parece darse cuenta. Peter se dirige directo a la mesa, pero en el último segundo me acobardo. Le tiro de la mano y digo:
—Sentémonos allí —y señalo una mesa vacía en su línea de visión.
—¿Por qué?
—Por favor… —Tengo que pensar rápido—. Porque, verás, sería una auténtica bordería que llevases a otra chica a su mesa después de que hayáis roto hace tan poquito tiempo. Y así Genevieve puede observar de lejos y rumiarlo un poco más.
Y además, estoy aterrorizada.
Mientras le arrastro a la mesa, Peter saluda a sus amigos y se encoge de hombros, como si dijera: «¿Qué le vamos a hacer?». Me siento. Peter se sienta a mi lado, luego empuja mi silla y la acerca a la suya. Arquea las cejas y me pregunta:
—¿Le tienes miedo?
—No. —Pues claro que sí.
—Pero algún día tendrás que plantarle cara.
Peter se inclina hacia delante, me toma de la mano otra vez y empieza a trazar líneas en la palma.
—Déjalo. Me pone de los nervios —le ruego.
Me lanza una mirada dolida.
—A las chicas les encanta que lo haga.
—No, a Genevieve le encanta. O finge que le encanta. ¿Sabes? Ahora que lo pienso, tú tampoco tienes tanta experiencia con las chicas. Sólo con una chica. —Aparto la mano y la apoyo en la mesa—. A ver, todo el mundo te considera un donjuán cuando en realidad sólo has estado con Genevieve… y con Jamila, durante un mes.
—Vale, vale. Lo pillo. Déjalo ya. Nos están mirando.
—¿Quiénes? ¿Tu mesa?
Peter se encoge de hombros.
—Todo el mundo.
Echo un vistazo rápido alrededor. Tiene razón. Todos nos están mirando. Peter está acostumbrado a que le observen, pero yo no. Es una sensación extraña, como un jersey nuevo que te provoca picores. Porque a mí nunca me mira nadie. Es como estar encima de un escenario. Y lo más curioso, lo más extraño de todo es que no es una sensación completamente desagradable.
Le estoy dando vueltas al asunto cuando mi mirada se encuentra con la de Genevieve. Se sucede un breve instante de reconocimiento entre las dos: «Sé quién eres». Entonces aparta la mirada y le susurra algo a Emily. Genevieve me está mirando como si fuese un bocado delicioso y estuviera a punto de devorarme viva y escupir mis huesos. Y a continuación, como si nada, la mirada ha desaparecido y está sonriendo.
Me estremezco. La verdad es que Genevieve me da miedo desde que éramos pequeñas. En una ocasión, estábamos jugando en su casa y Margot llamó para que fuese a comer y Genevieve le dijo que yo no estaba allí. No dejaba que me fuera porque quería seguir jugando a las muñecas. Me bloqueó la salida y tuve que llamar a su madre.
Son las ocho y cinco. El timbre no tardará en sonar.
—Deberíamos ir tirando —le digo y, cuando me pongo de pie, me tiemblan las rodillas—. ¿Listo?
Peter está distraído pues está mirando a la mesa de sus amigos.
—Sí, claro. —Peter se levanta y me guía hacia la puerta con una mano al final de mi espalda. Con la otra mano saluda a sus amigos.
—Sonríe —me susurra, así que lo hago.
He de admitir que no es desagradable tener a un chico que te acompañe y te escolte entre la multitud. Te sientes cuidada. Es como un sueño. Yo sigo siendo yo y Peter sigue siendo Peter, pero todo lo que me rodea parece indiferente e irreal, como la vez en que Margot y yo bebimos champán en Nochevieja.
Nunca me había dado cuenta, pero creo que durante todo este tiempo quizá he sido invisible. Alguien que tan sólo estaba ahí. Ahora que se creen que soy la novia de Peter Kavinsky, la gente se hace preguntas sobre mí. Como, por ejemplo, ¿por qué? ¿Qué tengo de especial para que le guste a Peter? ¿Cómo soy? ¿Qué es lo que me hace tan especial? Yo también me lo estaría preguntando.
Ahora soy una Chica Misteriosa. Antes sólo era la Chica Callada. Pero ser la novia de Peter me ha elevado a la condición de Chica Misteriosa.
Tomo el autobús para ir a casa porque Peter tiene entrenamiento de lacrosse. Me siento delante como siempre, pero hoy todo el mundo tiene algo que preguntarme. Sobre todo, los alumnos de los cursos inferiores, porque los mayores no suelen tomar el autobús.
—¿Qué pasa contigo y Kavinsky? —me pregunta una chica de segundo llamada Manda. Finjo que no la he oído.
En su lugar, me hundo en mi asiento y abro la nota que dejó Peter en mi taquilla.
Querida Lara Jean,
Buen trabajo.
Peter.
Estoy a punto de sonreír cuando oigo a Manda susurrar a una amiga:
—Es rarísimo que le guste a Kavinsky. A ver, mírala a ella y mira a Genevieve.
Siento que empiezo a encogerme. ¿Eso es lo que piensan todos? Quizá no sea la Chica Misteriosa, quizá sea la Chica Que No Es Lo Suficientemente Buena.
Cuando llego a casa, voy directa a mi habitación, me pongo un camisón suave y me suelto la trenza. Es todo un descanso. Mi cuero cabelludo cosquillea agradecido. Luego me tumbo en la cama y miro por la ventana hasta que oscurece. Mi móvil no deja de sonar y estoy segura de que es Chris, pero no levanto la cabeza para mirar.
Kitty irrumpe en mi habitación y dice:
—¿Estás enferma? ¿Por qué te tumbas en la cama como si tuvieses cáncer como la madre de Brielle?
—Necesito paz —contesto cerrando los ojos—. Necesito reponerme con un poco de paz.
—Bueno, pero ¿qué vamos a cenar?
Abro los ojos. Tiene razón. Hoy es lunes. Los lunes estoy a cargo de la cena. Uf, Margot, ¿dónde estás? Ya está oscuro y no hay tiempo de descongelar nada. Quizá los lunes deberían ser noche de pizza.
—¿Tienes dinero?
Las dos recibimos una paga semanal (Kitty, de cinco dólares, y yo, de veinte), pero Kitty siempre tiene más dinero que yo. Lo ahorra todo como si fuese una ardillita astuta. No sé ni dónde lo guarda porque cierra la puerta con pestillo siempre que saca algo de sus reservas. Y te lo presta, pero cobra intereses. Margot tiene una tarjeta de crédito que utiliza para comprar comida y gasolina, pero se la llevó a Escocia. Tendría que pedirle a papá que me consiga una a mi también ahora que soy la hermana mayor.
—¿Para qué necesitas el dinero?
—Porque quiero encargar una pizza para cenar. —Kitty se dispone a negociar, pero antes de que suelte palabra, añado—: Papá te lo devolverá cuando llegue a casa, así que ni se te ocurra cobrar intereses. La pizza también es para ti. Con veinte bastará.
Kitty se cruza de brazos.
—Te daré el dinero, pero primero tienes que explicarme lo del chico de esta mañana. Tu novio.
—¿Qué quieres saber? —resoplo.
—Quiero saber cómo empezasteis a salir.
—Éramos amigos cuando íbamos a la escuela, ¿te acuerdas? Quedábamos en la casa del árbol de los Pearce. —Kitty se encoge de hombros—. Bueno, ¿te acuerdas de cuando tuve el accidente? Pues Peter pasaba por allí y se detuvo y me ayudó. Y… volvimos a conectar. Fue el destino.
De hecho, contarle esta historia a Kitty me servirá de práctica. Esta noche le contaré lo mismo a Chris.
—¿Eso es todo? ¿Toda la historia?
—Eh, es una historia bastante buena —objeto—. A ver, los accidentes de coche son bastante dramáticos y, si le sumas nuestra historia anterior…
Kitty se limita a decir:
—Mmm —y deja las cosas como están.
Cenamos pizza de salchicha y champiñones y, cuando sugiero la idea de que el lunes sea noche de pizza, papá accede enseguida. Creo que está pensando en los macarrones con queso y bossam.
Es un alivio que Kitty dedique la mayor parte de la cena a relatar su excursión, de modo que yo me limito a masticar mi pizza. Sigo pensando en lo que dijo Manda y me sigo preguntando si, al fin y al cabo, todo esto no habrá sido una idea terrible.
Cuando Kitty hace una pausa para engullir su trozo de pizza, papá me mira y dice:
—¿Te ha ocurrido algo interesante hoy?
Me trago mi bocado de pizza y respondo:
—La verdad es que no.
Esa misma noche me preparo un baño de burbujas y me pongo en remojo tanto tiempo que Kitty aporrea la puerta dos veces para comprobar que no me haya dormido. En una ocasión, casi lo hago.
Acabo de dormirme cuando me suena el teléfono. Es Chris. Aprieto la tecla de ignorar, pero sigue sonando y sonando y sonando. Al final, acabo por contestar.
—¡¿Es cierto?! —chilla Chris.
Me aparto el teléfono de la oreja.
—Sí.
—Oh. Dios. Mío. Cuéntamelo todo.
—Mañana, Chris. Mañana te lo contaré todo al detalle. Buenas noches.
—Espera…
—¡Buenas noches!