Despierto poco después. Kitty está de pie al final de mi cama.
—Tienes helado en las sábanas —me informa.
Gruño y me doy la vuelta.
—Kitty, ahora mismo ése es el menor de mis problemas.
—Papá quiere saber si quieres pollo o hamburguesa para cenar. Yo voto por el pollo.
Me incorporo al instante. ¡Papá está en casa! Quizá sepa algo. De un tiempo a esta parte ha estado sumergido en una orgía de limpieza. ¡Puede que haya guardado mi sombrerera en un lugar seguro y lo de Peter sea sólo un incidente aislado!
Salto de la cama y corro escalera abajo. El corazón me late desbocado. Mi padre está en el estudio, con las gafas puestas y leyendo un grueso libro sobre la obra de Audubon.
—¿Papá-has-visto-mi-sombrerera? —pregunto de un tirón sin tomar aire.
Levanta la vista. Su expresión es un poco vaga y comprendo que sigue pensando en los pájaros de Audubon en lugar de centrarse en mi súplica frenética.
—¿Qué sombrerera?
—¡La sombrerera que me regaló mamá!
—Ah, ésa… —Todavía parece confundido. Se quita las gafas—. No lo sé. Puede que acabase con los patines.
—¿Eso qué significa? ¿Qué me estás diciendo?
—Beneficencia. Existe una pequeña posibilidad de que los haya donado.
Suelto un grito ahogado y papá añade, en tono defensivo:
—Esos patines ni siquiera son de tu talla. ¡No hacían más que incordiar!
Me hundo en el suelo.
—Eran rosa y vintage y los estaba guardando para Kitty… Y ésa no es la cuestión. Los patines me dan igual. ¡Lo que me interesa es la sombrerera! Papá, no tienes ni idea de lo que has hecho.
Mi padre se pone de pie e intenta levantarme del suelo. Me resisto y caigo de espaldas como un pez fuera del agua.
—Lara Jean, no estoy seguro de que la donase. Vamos a echar un vistazo por la casa, ¿de acuerdo? Que no cunda el pánico todavía.
—Sólo podía estar en un lugar, y no está ahí. Está perdida.
—Entonces iré a comprobar si está en la tienda mañana cuando vaya de camino al trabajo. —Se agacha junto a mí. Me está ofreciendo la mirada: compasiva, aunque también exasperada y perpleja, como si se preguntara: «¿Cómo es posible que de mi ADN, cuerdo y razonable, saliera una hija tan chiflada?».
—Es demasiado tarde. Es demasiado tarde. No tiene sentido.
—¿Qué había en la caja que fuese tan importante?
Siento que el helado se me cuaja en el estómago. Por segunda vez en un día, tengo ganas de vomitar.
—Básicamente, todo.
Papá hace una mueca.
—No sabía que tu madre te lo hubiese regalado, ni que fuese tan importante.
Se retira a la cocina y añade:
—Eh, ¿te apetece un helado antes de cenar? ¿Crees que te animará?
Como si tomar el postre antes de la cena pudiese animarme, como si fuese de la edad de Kitty y no tuviese dieciséis años, casi diecisiete. No me molesto en dignificar la pregunta con una respuesta. Permanezco tumbada en el suelo con la mejilla apretada contra el frío parquet. Además, tampoco queda helado y está a punto de descubrirlo.
Ni quiero ni imaginarme a Josh leyendo la carta. No quiero ni pensarlo. Es terrible.
Después de la cena (pollo, por demanda de Kitty), estoy en la cocina lavando los platos cuando oigo el timbre. Papá abre la puerta y oigo la voz de Josh:
—Hola, doctor Covey. ¿Está Lara Jean?
Oh, no. No, no, no. No puedo ver a Josh. Sé que tendré que hacerlo en algún momento, pero no hoy. No en este preciso instante. No puedo. Simplemente soy incapaz.
Dejo el plato en el fregadero y salgo corriendo, por la puerta trasera, la escalera del porche, y cruzo el patio de atrás hacia el jardín de los Pearce. Subo a trompicones por la escalera de madera hasta la vieja casa del árbol de Carolyn Pearce. No estoy en esta casita desde que iba a la escuela. A veces quedábamos aquí de noche: Chris, Genevieve, Allie y yo y, en un par de ocasiones, también los chicos.
Echo una ojeada furtiva entre los listones de madera, agazapada como una bola, esperando a que Josh regrese a su casa. Cuando estoy segura de que ha entrado, bajo la escalera y voy corriendo a la mía. La verdad es que hoy no he parado de correr en todo el día. Ahora que lo pienso, estoy agotada.