En lo que constituía una rara y poco disimulada táctica para evitar a Irons, Nikki no volvió a la comisaría después de terminar el registro de la casa de Salena Kaye aquella noche. La última vez que había llamado, el detective Feller le había dicho que el capitán estaba en su caja de cristal rellenando estadísticas, pero que había ido varias veces al despacho abierto para ver si Nikki había vuelto. Fuera lo que fuera lo que quería, tendría que esperar. Nikki tenía una cita con su caja de fotografías.
Después de confirmar que se había emitido la orden de búsqueda y captura de Salena Kaye y de asegurarse de que Malcolm y Reynolds estarían pendientes del examen por parte de la policía científica de la furgoneta de Carter Damon, tomó sus recién recuperadas fotografías y cogió un taxi a Tribeca, donde Rook la esperaba en su loft.
Éste se había ido allí una hora antes porque había quedado con un cerrajero, y cuando llegó Nikki le dio una llave nuevecita y brillante para su cerrojo.
—Quiero pensar que un cerrojo nuevo servirá de algo —dijo—, pero tal y como van las cosas últimamente, igual sería más fácil dejar la puerta abierta y señalar con post-its los objetos de valor.
—Hay una cosa buena —dijo Nikki—. Ahora que ya sabemos que ha sido Salena, no tiene que preocuparnos que los de la científica no encontraran huellas dactilares.
—Huellas no han encontrado, pero a mi perrito Scotty sí. Estaba debajo del sofá.
—¡Aúpa la científica!
—Debió de caerse de la mesa y rodar hasta allí cuando Salena puso esto. —Le enseñó una cajita pequeña de la que colgaba un cable.
—¿Un micrófono? Así que no sólo tenía acceso a nuestra pizarra y a las fotografías, también nos puso un micro.
—Y ahora me está entrando la paranoia pensando en las cosas que puedo haber dicho. —Sonrió sarcástico—. Me refiero a durante el masaje.
—No me extraña que estés paranoico. Yo también te he oído cuando estás en éxtasis.
Dicho esto, Nikki se sentó en la mesa del comedor, destapó la caja y se puso a estudiar las fotografías.
El primer vistazo fue sólo para buscar joyas. Si aquella pulsera con los números uno y nueve tenía algún significado, lo primero era comprobar si su madre, Nicole u otra persona que aparecía en las fotografías la llevaba, esa o algo similar. Pero después de estudiar cada una de ellas no encontró ni pulseras ni joyas que se salieran de lo normal.
A continuación procedió a separarlas en distintos montones. Cuando Rook no fue capaz de identificar el criterio que había seguido, dijo:
—Perdóname si hago uso sin autorización de tu marca registrada, pero ¿qué estás haciendo? ¿Buscar el calcetín desparejado?
—No, en realidad estoy buscando justo lo contrario. Estoy jugando con varias secuencias y configuraciones posibles para ver qué es lo que coincide y no al revés. Los montones los estoy haciendo por instinto. Por ejemplo, todas estas resultan ser posados con familias a cuyos hijos daba clase. Las voy a poner juntas.
—Ya lo pillo. Y éstas de aquí… ¿qué son? ¿Retratos de tu madre sola sentada al piano en distintas casas?
—Eso mismo.
Nikki siguió clasificando y reclasificando, organizando las fotografías en categorías: Tyler Wynn con su madre, oncle Tyler con Nicole. Tyler con otras personas y un último grupo formado por retratos individuales de los miembros de la red de niñeras en aquellas poses cómicas, haciendo el tonto y gesticulando como si fueran presentadores de televisión.
Rook fue a la cocina a hacer café mientras Nikki distribuía este último grupo encima de la mesa. Se sentía cada vez más interesada por aquellas fotografías sin que hubiera una razón para ello. ¿Qué le decían? Intentó ordenarlas por la fecha que venía estampada en el dorso, pero la secuencia no le decía nada. Entonces las ordenó por geografía. Estuvo un rato mirándolas así dispuestas, pero no le venía nada a la cabeza. Entonces intentó algo que le hizo sentirse incómoda. Dejó de pensar como policía y recurrió a algo más primitivo.
Dejó que Nikki, la experta investigadora, pensara como Nikki, la niña pequeña. Y cuando lo hizo pensó en cómo le gustaba a su madre hacerla reír poniendo esas mismas poses de azafata de El precio justo en casa. O —algo que a Nikki le ponía muy nerviosa— en el pasillo de un supermercado o en Macy’s. Su madre lo llamaba «posar con estilo» y Nikki reía o gemía avergonzada, dependiendo de dónde lo hiciera. Cuando más le divertía era en casa, a salvo del escrutinio de sus compañeros de colegio, o de cualquiera, en realidad. Cynthia levantaba con gracia los brazos y abría el horno. A continuación mostraba su interior con grandes aspavientos. Y hacía lo mismo con la nevera. Abría el cajón de las verduras y enseñaba una lechuga a una supuesta cámara. «Posar con estilo», decía Cynthia Heat, era lo que uno hacía cuando señalar con el dedo resultaba de mala educación.
Aquel recuerdo le sugirió una idea nueva. Miró una de las fotos, después otra. Sí, aquello debía de ser un chiste privado de la red de niñeras, como cuando la gente manda por el móvil fotos de comida con forma de cara o se hace un retrato simulando sujetar la torre de Pisa o abarcando con la mano las letras de la colina de Hollywood.
Pero ¿y si no fuera una broma?
¿Y si su madre, Nicole Bernardin, Eugene Summers y los demás no estuvieran haciendo el tonto, sino otra cosa? ¿Y si estaban usando lo que parecía una broma de adolescentes como tapadera de algo más serio?
Si posar con estilo era lo que uno hacía cuando apuntar con el dedo resultaba de mala educación, entonces quizá es que estaban señalando algo.
Llamó a Rook y le explicó su teoría sobre las fotos.
—Tú sígueme el juego —dijo, y señaló la primera instantánea—. Fíjate. Aquí está nuestro mayordomo, Eugene, delante de la noria Riesenrad en Viena, en 1977. En una mano tiene la cámara para sacarse un retrato a sí mismo y con la otra está haciendo un gesto en dirección a esa caseta de folletos turísticos. —Pasó a la segunda fotografía—. Aquí está Nicole de jovencita, en 1980 en Niza. Está en el mercado de flores, pero, mira: está señalando hacia una consigna que está cerca de la entrada. E incluso en ésta… —Cogió una fotografía de su madre en París, la misma que había usado Nikki para reconstruir sus pasos en Notre Dame—. En esta mi madre está señalando ese puesto donde venden libros. ¿Ves? Está ahí, a un lado de la plaza, junto al Sena. —Apoyó la foto con cuidado en la mesa—. Creo que estas fotos son señales.
—Oye —dijo Rook—, me parece que no estás diciendo ninguna tontería, pero ya sabes que yo soy el fanático número uno de las conspiraciones. ¿Cómo podríamos comprobar que eso es verdad?
—Yo lo sé.
Heat abrió su cuaderno y pasó páginas hasta que encontró el número del teléfono móvil que estaba buscando. Eugene Summers la saludó con frialdad, todavía resentido por lo que consideraba una ofensa a su persona por parte de Rook durante la comida. Pero al fin y al cabo el mayordomo era un hombre cortés. Hizo una pausa en la grabación de Los caballeros la prefieren en cachimba en Bel Air y buscó un lugar tranquilo desde donde contestar a las preguntas de Nikki. Esta vez ni siquiera jugó a lo de «De haber…».
—Has descifrado el código, eso te lo puedo decir únicamente porque es un protocolo ya inactivo. Has dado por completo en el blanco. Esas poses de modelo eran el lenguaje secreto de nuestra red de niñeras. De hecho fue a tu madre a quien se le ocurrió la idea. Decía que posar con estilo era lo que uno hace cuando…
—Señalar con el dedo es de mala educación —dijo Nikki interrumpiéndole para terminar la frase. Luego preguntó—: Una cosa más. ¿Qué era lo que señalaban?
Nikki pensaba que también había descifrado eso, pero necesitaba oírselo a Summers y sin darle pistas.
—¿Te acuerdas de que te hablé de los buzones de correo? Usábamos esas fotografías para comunicarnos los unos a los otros dónde estaban escondidos.
Mientras una sensación de euforia empezaba a invadirla, Nikki le dio las gracias a Summers y colgó justo en el momento en que Rook volvía del despacho trasero. En la mano blandía una lupa que se había agenciado para usarla de pisapapeles.
—Sabía que nos sería útil algún día. —La colocó sobre las fotos de Nicole Bernardin.
—Ésta ya la he visto —dijo Nikki—. Está sacada en alguna parte de Nueva York.
—Fíjate bien y verás dónde.
Nikki se inclinó y miró a través de la lupa. Rook la apartó de la fotografía y la enfocó sobre el paisaje del fondo. Cuando Nikki vio el letrero que estaba a la espalda de Nicole, miró a Rook y dijo:
—Vámonos.
Cuando llegaron al Upper East Side, ambos sintieron el impulso de recrear el momento de la fotografía frente a Notre Dame, cuando Nikki había apoyado un pie en el octógono de latón y Rook le había sacado la foto. sólo que esta vez no se trataba de una recreación sentimental del posado de su madre. En esta ocasión recrearon el de Nicole para averiguar qué mensaje había transmitido y, con un poco de suerte, quién la había matado.
—Tiene que ser en algún punto de por aquí —dijo Nikki trazando un círculo en la acera cerca de la esquina de la calle. Se fijó en la fotografía y se acercó a la cabina de teléfonos—. ¿Es aquí?
Rook se separó unos metros mientras la enfocaba con el iPhone. Movió la mano izquierda indicándole que se desplazara unos centímetros hacia un lado y Nikki obedeció.
—Ya está —dijo.
Entonces Nikki se giró y, detrás de ella, vio el pequeño cartel verde que Rook había ampliado con la lupa y que salía de fondo en la fotografía de Nicole: «W 91st St». Calle 91 Oeste.
—Vale, o sea que estábamos leyendo los números de la pulsera al revés —dijo Rook—. Es nueve uno y no uno nueve. Pero ¿qué crees que era lo que estaba señalando mademoiselle Bernardin?
Nikki estudió de nuevo la foto e imitó la pose de Bernardin.
—Esto. Aquí es adonde señala. —Era una rejilla del metro, del tamaño de una mesa de café, encajada en el cemento del suelo.
—¿Y por qué iba a señalar eso? —preguntó Rook—. No es más que una rejilla de ventilación. —El suelo rugió y una bocanada de aire les calentó la cara a través de la rejilla mientras debajo pasaba un tren y proseguía su camino. Rook dijo—: Me cago en la… ¡Ya lo sé! —Se inclinó e intentó mirar a través del entramado—. No es la rejilla, Nikki, es lo que hay debajo. Madre mía, esto es genial. —Se le iluminó la cara—. Esto es una auténtica pasada.
—Rook, cállate y cuéntamelo.
—Ahí abajo hay una estación de metro abandonada. Joder, pero si es que escribí un artículo para Gotham Eye cuando era periodista freelance nada más salir de la universidad. Hace cincuenta años el Ayuntamiento cerró la estación, cuando la prolongación de la calle 96 llegó hasta la 93 y esta parada sobraba. La precintaron y la dejaron pudrirse. Si miras por la ventanilla cuando vas por la línea 1, todavía verás la taquilla y los torniquetes. Es bastante siniestro, como una escena congelada en el tiempo. De hecho, los empleados municipales más mayores la llaman «la estación fantasma». No es mal escondite para un buzón de correos secreto, qué quieres que te diga.
En lugar de burlarse de él por exponer otra de sus teorías descabelladas, Nikki hizo memoria del informe forense de la autopsia de Nicole Bernardin, que decía que la tierra encontrada en las suelas de los zapatos correspondía a un terreno donde pasaban trenes. Así que, en lugar de insultar a Rook, le hizo una pregunta:
—¿Cómo bajamos?
—Ni idea. Recuerdo que la persona del departamento de comunicación de la empresa municipal de transportes con la que hablé me dijo que cuando desmantelaron la boca de metro de la acera cegaron las escaleras con losas de cemento. Supongo que también pusieron estas rejillas.
Nikki se arrodilló e intentó abrirla.
—No cede. —Entonces se puso de pie, miró a su alrededor y señaló la isleta que dividía la avenida Broadway—. Ahí hay otra rejilla, detrás de esa valla. ¿La ves? —Puso un pie en la calzada sin fijarse en si venían coches. Aulló un claxon. Rook la agarró del brazo y tiró de ella justo a tiempo. Había estado a punto de ser arrollada por el camión de un chatarrero.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Muy bien. Ha faltado poco, gracias.
—Me refiero a si estás bien de verdad.
La miró con detenimiento y Nikki supo qué quería decir. No era propio de ella ser tan descuidada. Dejarse llevar por la impaciencia no estaba en su naturaleza.
Pero se hizo la loca.
—Vale. Hemos encontrado la entrada, vamos a por ella. —En lugar de esperarle, corrió hacia la isleta que separaba los carriles opuestos de Broadway. Cuando Rook la alcanzó le obligó a seguirla entre los arbustos y tulipanes hasta la valla de hierro que rodeaba la rejilla, que era mucho más grande que la situada en la acera.
Rook metió los brazos entre los barrotes e intentó abrirla. Tampoco cedía. Pasó otro tren por debajo haciendo aún más ruido que el anterior y de nuevo salió una vaharada de aire caliente.
—Tiene que haber por lo menos nueve vías en uso aquí debajo. —Rook se volvió hacia Nikki y le dijo—: La de la acera debe de estar justo encima de la estación.
Pero Nikki ya estaba volviendo hacia la primera rejilla, esquivando los coches. Cuando Rook llegó hasta donde estaba, la encontró arrodillada en el suelo mirando por un agujero que había en la rejilla.
—Mira, con la luz de la calle se ven las escaleras.
Se echó hacia atrás para dejarle espacio. Rook cerró un ojo para enfocar mejor y vio las desgastadas escaleras de cemento cubiertas de colillas de cigarrillo, pajitas de plástico y chicles de todos los colores que habían ido colándose por la rejilla con los años.
—Ya lo veo. —Examinó la rejilla—. No tendría estas asas si no estuviera pensada para abrirse. Mira, aquí es donde está cerrada. —Señaló un agujero, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, con un perno de cabeza hexagonal.
—Ya está. —Nikki metió los dedos por el agujero e intentó girarlo—. Está muy fuerte. Si pudiéramos desatornillar el perno, conseguiríamos entrar.
—¿Estás de broma? —dijo Rook—. ¿De verdad piensas abrir esto y entrar ahí esta noche?
—Ya te digo.
—¿Por qué no llamamos a la empresa municipal de transportes o al Departamento de Parques y que lo abran ellos?
—¿Fuera del horario de oficina? —Nikki negó con la cabeza—. Además, si tenemos que esperar a obtener todos los permisos y firmar hojas de exención de seguros, nos va a salir barba. —Y añadió—: ¿Y desde cuándo te has vuelto tan cauteloso?
—Igual es porque me estás asustando. Te veo embalada hoy.
—Estoy cansada de esperar, Rook. Son ya diez años. Y ahora que estoy tan cerca —dijo tratando de aflojar de nuevo el perno con las puntas de los dedos, consciente de que era inútil—, no quiero que se me escape.
Rook percibió su determinación y dijo:
—Vamos a necesitar una herramienta.
—Éste es mi hombre.
Rook se puso a mirar a su alrededor, como si haciéndolo fuera a encontrar una solución milagrosa al problema. Nikki señaló a la acera de enfrente y dijo:
—Esto sí que es una ironía.
A unos treinta metros de donde se encontraban había un taller de cerrajero con las luces apagadas. Cerrado hasta el día siguiente.
—Podríamos llamar. —Cuando Rook vio lo ansiosa que estaba Nikki, dijo—: No, no vamos a entrar por la fuerza. Puede que a veces me pase de la raya, pero robar en una tienda no me parece una buena idea.
Nikki dio una patada a la rejilla.
—Si Nicole bajó es que o tenía la llave, o conocía otra entrada.
—Lo que necesitamos es un destornillador para abrir ese perno. Y si no gira, una sierra circular —dijo Rook—. Como las que usan los ladrones, de ésas que sierran los cerrojos como si fueran mantequilla.
—¿Habrá alguna tienda de bricolaje abierta a esta hora?
—No, pero se me ocurre otra cosa. ¿Te acuerdas de J J? —dijo refiriéndose al conserje de un columnista de prensa rosa cuyo asesinato habían resuelto.
—¿J J el de Cassidy Town?
—Está aquí al lado, en la 78. Ese tío tiene todas las herramientas que te puedas imaginar y más.
Aunque significaba perder media hora, Nikki admitió que lo mejor sería ir a ver a J J. Ella se quedaría allí e inspeccionaría la zona en busca de accesos alternativos. Mientras subía al taxi, Rook dijo:
—Parece que por fin estamos cerca, ¿no?
Nikki se limitó a encogerse de hombros y a mirar al taxi alejarse. Había estado cerca tantas veces ya, y sin llegar a ningún sitio…
Pero esta vez parecía distinto. No sólo por la reciente aparición de nuevas pistas, sino por algo más. La detective Heat —cautelosa, comedida, desconfiada de las prisas— se sentía impelida hacia aquel agujero en el suelo por una fuerza invisible. Había tenido sensaciones parecidas a aquella desde que empezó esta investigación. Como cuando bajó por la trampilla en aquella sala de estar en Bayside. O cuando persiguió al asesino de Don por una escalera sin nadie que la cubriera. O cuando acudió a una reunión debajo del High Line. Sentimientos descontrolados de ese tipo eran algo que le resultaba extraño y por lo general la inquietaban… lo bastante como para protegerse de ellos.
¿Qué era distinto ahora?, se preguntó. ¿Podría ser que el estrés postraumático la estuviera impidiendo pensar con claridad? ¿O es que empezaba a ver sus tan preciados compartimentos emocionales estancos como obstáculos en vez de como aliados y empezaba a fiarse más de su instinto?
¿O simplemente es que estaba obsesionada con aquel caso?
Fuera lo que fuera, mientras caminaba en círculos y en zigzag por la avenida Broadway aquella noche, literalmente en busca de una puerta al pasado, tuvo la sensación de estar acercándose a la meta y de que la cautela ya no tenía sentido. Por esa razón, cuando bajó las escaleras del metro de la estación de la calle 96 y se encontró sola, fue hasta el final del andén en dirección sur para ver la distancia que había hasta la estación de la 91. Se agarró a la barandilla de acero inoxidable y se inclinó sobre las vías para ver el túnel. Estaba oscuro, a excepción de dos luces rojas que brillaban al fondo, a modo de advertencia. No podía ver la estación fantasma, pero el andén se encontraba probablemente a sólo una manzana y media de distancia. Prestó atención y, al no oír ruido alguno, se preguntó si no le daría tiempo a llegar andando antes de que viniera un tren.
Entonces dejó de hacerse preguntas y saltó directamente.
Caminó entre las dos vías, con cuidado de evitar el tercer carril, la vía eléctrica de altísimo voltaje por la que circulaban los trenes rápidos. La luz de la estación, a su espalda, disminuía con cada paso que daba y pronto se encontró totalmente a oscuras. Cuanto más lejos estuviera del andén, menos basura y botellas rotas habría, pero de todas formas necesitaba ver. Sobre todo si quería evitar un paso en falso o había obstáculos inesperados con los que pudiera tropezar. Aquél no era un lugar para caerse o, peor aún, romperse un tobillo o quedarse enganchada por un pie. Con sólo pensarlo se estremeció. El sentido común le dictaba desistir y volver, seguir los canales establecidos, conseguir que la empresa municipal de transportes le organizara una parada en la estación a la mañana siguiente. Pero es que la mañana siguiente se le antojaba a una eternidad. Sacó el móvil y encendió la aplicación de linterna. Sonrió para sí al imaginar a Rook diciéndole: «¿Espeleología en el metro? Hay una aplicación justo para eso». Rook. Debería llamarle y decirle dónde estaba. Pero esperaría a llegar allí. Si es que había cobertura, claro.
La luz del teléfono le permitía continuar, pero en cuanto la encendió oyó voces a su espalda procedentes del andén. Apagó enseguida la linterna y se pegó a la pared del túnel escuchando, con la esperanza de que no hubiera ningún buen samaritano dispuesto a arriesgar su vida para rescatarla.
Notó una corriente de aire en la nuca y miró hacia arriba para ver si había una rejilla de ventilación, pero no era así. Entonces cayó en la cuenta de que lo que estaba notando no era aire, sino pelo de animal. Al llevarse una mano para apartarlo, tocó una rata con toda la palma. Cuando el bicho cayó al suelo no pudo verlo, pero sí le oyó escabullirse. Se separó de la pared, encendió de nuevo la aplicación linterna y apretó el paso hacia la estación de la calle 91.
Avanzaba tan deprisa como se atrevía, saltando charcos y pasando por encima de traviesas que cada vez parecían estar más altas, porque el lecho de tierra entre los raíles era más profundo en aquel tramo. Por la pálida luz que veía enfrente, pensó que quizá se estaba acercando a la estación fantasma y que, tal vez, había en ellas algunas bombillas encendidas. Pero entonces se dio cuenta alarmada de que la luz era cada vez más intensa y que el suelo empezaba a temblar ligeramente. La luz de unos faros rasgó la oscuridad en el túnel, en la distancia, e hizo brillar los raíles mientras dibujaba dos líneas paralelas que se acercaban. Venía un tren y Nikki se encontraba en el peor lugar posible: entre las dos vías.
Se preparó para saltar por encima del tercer carril hasta el pasillo del centro, pero en ese preciso instante un expreso en sentido contrario circuló por dicho carril a gran velocidad, dejándola sin escapatoria. No sabía lo lejos que estaba el andén de la 91, pero tenía la impresión de haber recorrido ya un largo trecho, así que echó a correr hacia el tren que venía, saltando traviesas como si fueran los obstáculos de una carrera de vallas. La luz de los faros se hizo más grande e intensa. El temblor ligero y distante se convirtió en un rugido atronador. El aire que desplazaba el tren al avanzar le golpeó la cara.
Los faros también iluminaron la estación fantasma, que ya veía a su izquierda. La pregunta era si estaba lo bastante cerca como para alcanzarla antes de que llegara el tren.
Mientras intentaba calcular la distancia hasta el andén, la puntera del zapato se le quedó atrapada debajo de una traviesa que no había visto, lo que hizo que se tambaleara hacia delante. Se preguntó si la depresión del terreno bastaría para protegerla cuando el tren le pasara por encima.
No tuvo ocasión de comprobarlo porque recuperó el equilibrio. Jadeando, intentó subir de un salto al andén, pero estaba demasiado alto. El tren se encontraba a unos segundos de distancia. Iluminó todo el túnel con sus faros y fue entonces cuando Nikki vio una escalerilla metálica encajada en el cemento. Se lanzó hacia ella y agarró el pasamanos.
Rodó por el suelo del andén en el momento preciso en que el tren de la línea 1 en dirección norte pasaba a toda velocidad, levantando un torbellino de polvo y causando el estruendo más ensordecedor que había escuchado en todos los años que llevaba en Nueva York. Tenía suerte de estar viva.
El tren desapareció y el viento y el ruido se fueron desvaneciendo. A dos manzanas de distancia chirriaron los frenos mientras se detenía en la estación que Nikki acababa de abandonar. Se sentó y se quedó un momento quieta para recuperar el aliento y sobreponerse al intenso dolor de la rodilla, que había chocado con la escalerilla al saltar. Cuando se la palpó con las puntas de los dedos no le pareció que estuviera rota, aunque a juzgar por el dolor, seguro que tenía una herida. Usó la linterna del teléfono para comprobar si tenía sangre en los pantalones, pero no vio nada. sólo una mancha de tierra en la rodilla, idéntica a la de los zapatos de Nicole Bernardin.
Se puso en pie, iluminó con la linterna la estación fantasma y observó la viva imagen del contraste. Por un lado, diseño e instalaciones de principios del siglo pasado, que seguían tal y como estaban el día en que la estación fue clausurada: una taquilla art déco, una papelera vintage para tirar los billetes usados; lámparas individuales en lugar de tubos fluorescentes, molduras decorativas en los techos, una artística barandilla de hierro forjado en las escaleras que bajaban desde la calle; una reja corredera que el revisor abría cada vez que los pasajeros bajaban del tren y un panel de terracota con el número 91 en bajorrelieve en la pared, identificando la estación. Pero el encanto de aquella estampa de otro tiempo quedaba empañado por el vandalismo del que había sido objeto.
Prácticamente todas las superficies de la estación estaban cubiertas de pintadas: los azulejos de las paredes, los pasamanos, las columnas. Había latas de refrescos así como botellas rotas de vino y cerveza por el suelo, amontonadas en rincones y también junto a una nevera portátil que alguien había dejado en las deterioradas escaleras de cemento. Las puertas de los dos lavabos estaban arrancadas. Nikki no entró en ninguno de ellos, pero los destrozos hechos en los cubículos podían olerse y verse.
Aquello era obra de los Topos, supuso. Los Topos eran una de las leyendas urbanas del metro de Nueva York, que hablaba de una subcultura de tribus de inadaptados que gobernaban estos túneles. En realidad sólo eran artistas callejeros que estampaban su firma o personas sin hogar que sobrevivían en aquella mohosa oscuridad. Cuando Nikki era pequeña e iba a la escuela primaria había visto un telefilme titulado La bella y la bestia que trataba de un hombre-león que vivía bajo tierra, en los túneles del metro, pero jamás había visto a su querido Vincent con un spray de pintura en una mano y una botella de vino barato en la otra.
Un ruido a su espalda la hizo volverse y apagar la linterna. Mientras sus ojos se acomodaban al pálido resplandor que se filtraba desde la calle por las rejillas de ventilación que Rook y ella habían estado inspeccionando, comprobó que se trataba de otro tren que venía. Éste iba en dirección sur y circuló por el lado contrario de la estación del que se encontraba Nikki. Esperó hasta que hubo desaparecido y encendió de nuevo la linterna del teléfono. No quería arriesgarse a que alguien la viera y diera el aviso. Tenía trabajo que hacer.
Empezó por los procedimientos de la vieja escuela, en consonancia con el escenario en el que se encontraba. Buscó huellas de zapatos. Allí abajo todo estaba cubierto por una gruesa capa de hollín y de polvo y, si era cierto que Nicole Bernardin había estado allí antes de morir, era posible que encontrara sus pisadas. Se agachó y acercó la luz al suelo. Luego, despacio y con paciencia fue iluminando su superficie atenta a cualquier irregularidad o forma sospechosa que pudiera conducirla al escondite. El problema era que habían pasado tantos topos por la estación que había pisadas por todas partes. Hizo una nueva pasada, esta vez caminando inclinada hacia el suelo, para ver si había huellas de zapato algo más pequeñas, pero nada.
A continuación registró la taquilla, lo que sólo le llevó unos minutos. Hacía tiempo que la habían saqueado y destripado. Tal y como se esperaba, en ninguno de los dos aseos se podía esconder nada. La nevera portátil de las escaleras estaba vacía, al igual que el interior de la papelera, cuya tapa había sido arrancada y dejada en el suelo. Incluso inspeccionó la parte inferior de la rejilla de ventilación, por si acaso era allí adonde, literalmente, Nicole había estado señalando. No era así.
Resistiéndose a aceptar la derrota, ignoró la decepción que amenazaba con invadirla y, en lugar de ello, se puso a pensar. De nuevo se colocó en el lugar de su madre. Si fuera Cynthia Heat y le hubieran encargado encontrar el escondite, ¿esperaría de ella Nicole que se pusiera a buscar huellas de pisadas en el polvo?
No.
Entonces ¿qué? ¿Cómo le decía Nicole en la fotografía dónde mirar exactamente?
Dándole una pista.
Y la tenía. Era la pulsera con los números.
Miró al nueve y al uno de la pared.
¿Sería ahí?
Estaba demasiado alto, así que buscó algo adonde encaramarse. Subió las escaleras y volvió con la nevera de plástico, que colocó en el suelo a modo de banqueta.
El teléfono móvil empezó a vibrar y Nikki se sobresaltó. En la pantalla decía que era Rook. Se había olvidado de llamarle. Le dio a aceptar y dijo:
—¿Sabes qué? He conseguido bajar y… —Escuchó un pitido indicando que la llamada se había cortado. Trató de marcar el número, pero la barra de la cobertura desapareció y en la pantalla decía: «Sin servicio».
Con cuidado de no caerse de la nevera, alargó el brazo y pasó los dedos por los rebordes vistosamente decorados de la placa con el número 91. Estaban sueltos.
Se movían.
Dejó el teléfono en el suelo de manera que iluminara la pared y se subió de nuevo a la nevera. Extendió las manos cogiendo ambos lados de la placa. Era una postura incómoda y los brazos le dolían, pero siguió tirando, notando cómo el panel se iba despegando poco a poco de la pared.
Mientras tiraba primero de un lado y después del otro con gran esfuerzo, se imaginó a su madre haciendo lo mismo diez años atrás. ¿Qué habría encontrado?, se preguntó, y también si aquello habría sido la causa de su muerte. ¿Y qué había de la de Nicole Bernardin? Si ésta había dejado algo en su buzón de correos en aquel lugar tantos años después, ¿qué sería? ¿Y a quién estaba destinado? ¿Y por qué hacerlo le había costado la vida?
Justo entonces la placa se soltó y Nikki cayó de espaldas al suelo, con ella en las manos.
—Ya sigo yo —dijo una voz de hombre a su espalda.
Nikki se puso de rodillas y echó mano de su pistola, pero antes de que le diera tiempo a sacarla, la potente luz de una linterna la cegó y escuchó el chasquido de una bala alojándose en la recámara de una pistola automática.
—Si la tocas te mato —dijo Tyler Wynn.
Heat dejó caer la mano.
—Las manos detrás de la nuca, por favor.
Nikki obedeció y trató de escudriñar más allá de la luz y ver al hombre que iba hacia ella desde la escalerilla que subía al andén.
—Eres tan buena como lo era tu madre, Nikki. Mejor incluso. —Le apartó la luz de los ojos y la proyectó sobre la pared, donde había una bolsa pequeña de cuero color marrón en el hueco que Nikki había dejado descubierto—. Gracias por localizar esto. Me he tomado muchas molestias para recuperarlo.
—¿Como por ejemplo simular su muerte?
—Una recuperación milagrosa, ¿no te parece? ¿Sabes que hasta le pagué a aquel médico para que me aplicara descargas de bajo voltaje y así darle más realismo a la cosa?
Volvió a apuntarla con la linterna.
—No pongas esa cara. Es una de las cosas que uno aprende en la CIA. Nunca des una muerte por segura.
—Sé de una que sí lo es. Y tú eres el autor.
—Yo personalmente, no. Contraté a alguien para que me hiciera el trabajo. De hecho, creo que os conocéis. —Giró la cabeza y llamó a alguien cuyo nombre Nikki no entendió—. Será mejor que salgas de ahí, si no quieres que te atropellen. Está a punto de llegar un tren.
Nikki oyó pisadas sobre los peldaños metálicos y después vio una silueta detrás de Tyler Wynn. Éste dijo:
—Quítale el arma.
Y cuando el hombre se acercó a la luz y Nikki vio quién era, se quedó sin respiración.