15

Hay una estatua ecuestre de Theodore Roosevelt a la entrada del Museo de Historia Natural, cruzando Central Park. Rodeando el famoso monumento, en la pared de piedra de la peana, una docena de inscripciones enumeran los logros del gran presidente: ranchero, estudioso, explorador, científico, conservacionista, naturalista, estadista, autor, historiador, humanista, soldado y patriota. Frente a estas palabras hay dispuesta una hilera de bancos de piedra para la contemplación.

Cuando Rook alcanzó a Heat, ésta estaba sentada en el banco de «estadista», inclinada hacia delante e hiperventilando.

Vio los zapatos y las perneras del pantalón de Rook antes que a él y, sin levantar la cabeza, susurró:

—Vete.

Rook la ignoró y se sentó en el banco contiguo. Durante un rato ninguno dijo nada. Nikki seguía con la cabeza inclinada y Rook le apoyaba la palma de una mano en la espalda. Subía y bajaba con cada respiración de Nikki.

Pensó en cómo, sólo unas noches atrás, los dos se habían abrazado en el Pont Neuf de París mientras él contemplaba los gruesos muros de piedra que dirigían el cauce del Sena. Y también recordó haber pensado qué ocurriría si uno de esos muros se resquebrajaba.

Ahora lo sabía.

Y se dispuso a contener los daños.

—No es nada concluyente y lo sabes —dijo en cuanto la respiración de Nikki volvió a la normalidad—. Es sólo un ingreso bancario. Puedes ponerte en lo peor, si lo prefieres, pero me parece que haciéndolo estarías violando una de tus reglas de oro, la de no sacar conclusiones antes de tener pruebas. Eso más bien es lo que hago yo.

Ni una risa, ni siquiera un soplido. En vez de eso, Nikki cruzó las manos alrededor de las rodillas y apoyó en ellas la frente. Luego habló:

—Me pregunto si merece la pena. En serio, Rook, igual debería dejarlo estar. La investigación quiero decir. El pasado, pasado está, dejar que todo lo feo…, no sé…, se congele en el tiempo.

—¿Me estás hablando en serio?

—Me lo estoy planteando, y es la primera vez que hago algo así. —Nikki suspiró y la respiración se le entrecortó. Después, con un hilo de voz quejumbrosa dijo—: Pero entonces me repito que lo estoy haciendo por ella.

—¿Y es así?

—¿Por qué si no?

—No lo sé. Igual lo estás haciendo por ti misma, porque necesitas averiguar qué parte de tu madre forma ahora parte de ti. Ésa es la mejor razón que se me ocurre. —Hizo una pausa y después añadió—: Aunque también podrías tirar la toalla ahora que las cosas se ponen difíciles, como hizo Carter Damon. —Heat se enderezó y le miró furiosa—. Oye —dijo Rook—, te estoy dando todas las posibilidades.

—Sí, claro. Y comparándome con ese incompetente.

—Tengo mis momentos. —Rook miró hacia la estatua ecuestre de Roosevelt que dominaba Central Park West—. Era una fuerza de la naturaleza ese hombre, ¿verdad? ¿Sabías que también fue comisario general de la policía de Nueva York? Le contaron que el departamento era un desastre, lleno de corruptos y de vagos. Antes de dos años lo había metido en cintura. Tú me recuerdas a él. Aunque tendrías que arreglarte mejor ese bigote.

Nikki rio. Después se quedó pensativa y miró a Rook intensamente, viendo en él algo valioso, infinito. Por fin se puso en pie.

—Es hora de volver al trabajo, ¿no?

—Si insistes… Y si estás lo bastante loca como para seguir adelante, yo también lo estoy para seguirte.

Algernon Barrett era el siguiente nombre de la lista de clientes ricos de su madre que Nikki había obtenido del investigador privado, y cuando aparcó delante de su tienda le tuvo que preguntar a Rook si no se habrían equivocado de dirección. Situada en un callejón sin salida de fábricas de cemento y desguaces en el Bronx, la compañía de catering jamaicano de Barrett, Do the Jerk, parecía cualquier cosa menos próspera.

—¿Sabes lo que dicen de no juzgar por las apariencias? —dijo Rook abriéndose paso entre los hierbajos que asomaban por las losetas de camino a la entrada principal—. Pues cuando se trata de caterings, no hay que juzgar por las cucarachas.

Sin embargo, mientras esperaban en un pequeño vestíbulo, que más parecía la entrada a un túnel de lavado, Rook se asomó por las puertas dobles que daban a la cocina y dijo:

—Retiro lo dicho, uno podría comer perfectamente en ese suelo sin ser un ratón.

Tuvieron que esperar veinte largos minutos antes de que la recepcionista contestara al telefonillo y los acompañara por un pasillo sucio de paredes de conglomerado hasta la oficina del propietario. Algernon Barrett, un jamaicano delgado como un alfiler con una impresionante cascada de rastas al más puro estilo Manny Ramírez que asomaban desde debajo de su boina de ganchillo, ni se levantó. Permaneció sentado detrás de su gigantesca mesa, rodeado de montones de tarros de especias, paquetes de UPS sin abrir y revistas de carreras de caballos repartidos de cualquier manera, sin hacerles un solo gesto de bienvenida. De hecho, con las gafas de sol de marca que llevaba puestas, era difícil saber si estaba despierto. Su abogada en cambio sí lo estaba. Helen Miksit, antiguo azote de las estrellas, que había dejado la oficina del fiscal para abrir su propio despacho y se había labrado una reputación igualmente poderosa al otro lado del estrado, ocupaba una silla junto a su cliente. La Bulldog, que era como la llamaban, tampoco hizo lo que se dice un alarde de buenos modales.

—Yo de ustedes ni me molestaría en sentarme —dijo.

—Un placer volver a verte, Helen. —Nikki alargó una mano que la abogada estrechó sin levantarse.

—La primera mentira de la mañana. Estaba intentando recordar cuándo nos vimos por última vez, Heat. Ah, sí, en la sala de interrogatorios. Estabas apretándole las tuercas a mi cliente, Soleil Gray. Cuando no pudo soportarlo más se suicidó.

Aquello no era verdad; las dos sabían que la famosa cantante había saltado a la vía del tren a pesar de las palabras de Nikki y no por causa de ellas. Pero a la Bulldog le gustaba hacer honor a su apodo, así que ponerse a discutir con ella habría sido como alimentar a la bestia.

En un acto de desafío, Rook cogió dos sillas plegables que había delante de una pantalla donde retransmitían un torneo de póquer por cable y las colocó para que Nikki y él pudieran sentarse.

—Tú mismo —le dijo Miksit.

—Señor Barrett, estoy aquí para hacerle algunas preguntas sobre la época en que mi madre, Cynthia Heat, fue profesora particular de música de su hija.

La Bulldog cruzó la piernas y se recostó en la silla.

—Pregunte lo que quiera, detective. Le he aconsejado a mi cliente que no conteste a nada.

—¿Por qué, señor Barrett? ¿Es que tiene algo que ocultar? —Heat decidió presionar un poco. Con aquella abogada que se había traído, cualquier sutileza sería ignorada y/o atajada de raíz.

Barrett se enderezó en su silla:

—¡No!

—Algernon —dijo Miksit. Cuando su cliente se volvió hacia ella se limitó a negar con la cabeza y éste volvió a su postura anterior.

—Detective, si quiere saber algo sobre los célebres adobos y marinadas criollas de inspiración caribeña del señor Barrett, estupendo. Si lo que quiere es solicitar una franquicia para uno de los camiones gourmet de su marca Do the Jerk, me aseguraré de que le den un formulario.

—Eso es —dijo Barrett—. Tengo una compañía rentable y me ocupo de mis asuntos; sí, señor.

—Entonces, ¿por qué necesita una abogada tan cara? —preguntó Heat—. ¿Necesita protección por algún motivo especial?

—Sí, la necesita. Mi cliente acaba de obtener la ciudadanía y necesita la protección a que tienen derecho todos los estadounidenses de policías que se exceden en sus atribuciones. ¿Hemos terminado?

—Mis preguntas —dijo Nikki— son parte de una investigación de homicidio. ¿Quizá su cliente prefiera que hagamos esta entrevista en la comisaría?

—Eso lo decide usted, Heat. Mis honorarios son siempre los mismos independientemente del lugar.

Nikki tenía la sensación de que Barrett se estaba parapetando detrás de un abogado porque era alguien a quien le costaba controlar sus emociones, así que intentó provocarle.

—Señor Barrett, veo que ha sido usted arrestado por violencia doméstica.

Barrett se quitó las gafas de sol y se sentó muy tieso en la silla.

—Eso fue hace mucho.

—Algernon —dijo la Bulldog.

Heat presionó un poco más:

—Atacó a su pareja, con la que vivía.

—¡Eso quedó todo aclarado! —Tiró las gafas encima de la mesa.

—Detective, no acose a mi…

—Con un cuchillo —dijo Heat—. Un cuchillo de cocina.

—Señor Barrett, no conteste.

Pero éste no le hizo caso.

—Hice terapia para controlar mi frustración. Le pagué el médico. Hasta le compré un coche nuevo a esa zorra.

—Algernon, por favor —dijo la abogada.

—A mi madre la apuñalaron con un cuchillo.

—¡Venga ya! En la cocina siempre se montan broncas.

—A mi madre la apuñalaron en la cocina.

Helen Miksit se levantó y se inclinó sobre su cliente.

—¡Cierra la puta boca!

Algernon Barrett se quedó paralizado con la boca abierta y se recostó de nuevo en la silla mientras se ponía las gafas de sol. La Bulldog también se sentó y cruzó los brazos.

—A no ser que vayan a acusar de algo a mi cliente formalmente, esta entrevista ha terminado.

De vuelta al coche, tuvieron que esperar a que el largo convoy de camiones gourmet de Barrett saliera del aparcamiento en dirección a las calles de Nueva York. Rook dijo:

—Qué faena lo de la abogada. Ese tipo habría largado de lo lindo.

—Por eso la abogada. Lo malo es que quería haberle sonsacado algo de información antes de llegar a lo del cuchillo, pero he tenido que cambiar de estrategia.

Sólo quedaba un nombre en la lista de clientes de su madre y la emoción que había sentido Nikki en cuanto a las pistas que podían salir de ella empezaba a desvanecerse.

—Bueno, no todo ha sido una pérdida de tiempo —dijo Rook—. Durante el numerito me he agenciado este frasco de marinada para pollo.

Sacó el frasco de especias y se lo enseñó a Nikki.

—Supongo que sabes que eso es hurto.

—Con lo que el pollo sabrá mejor todavía.

Media hora más tarde estaban aparcando a la salida de la carretera de Saw Mill de camino a Hastings-on-Hudson para visitar a la última persona de la lista cuando Heat recibió una llamada del detective Rhymer, todo nervioso.

—Puede que al final no sea nada, pero al menos promete —dijo con tal acento sureño que de verdad parecía el personaje televisivo Opie Taylor—. ¿Te acuerdas de que me mandaste a delitos informáticos para comprobar si Nicole Bernardin guardaba archivos en la nube?

—¿De verdad me estás preguntando que si me acuerdo? Pero si tuve que firmarles un ejemplar de la revista con mi foto para…, eh…, inspirarles…

—Pues ha funcionado. Todavía no han encontrado un servidor con datos, pero a uno de mis cerebritos se le ocurrió usar la huella electrónica de su teléfono móvil para rastrear sus búsquedas en Internet mediante servicios de localización. Aunque no llegamos a encontrar el teléfono físico, sí tenemos las facturas y de ahí sacamos la dirección de su cuenta. No me preguntes cómo consiguen hacer todas estas cosas, pero estoy seguro de que tiene algo que ver con pasarse el día y la noche sentados solos en habitaciones, tocándose.

—Rhymer…

—Perdón. Bueno, el caso es que han descubierto que Bernardin hizo una búsqueda de HopStop.

—¿Qué es eso de HopStop?

—Un sitio web que te indica cómo ir al lugar que quieras. Te da el itinerario en metro, autobús, taxi y también si quieres ir andando, incluidas distancias y tiempo estimado.

—Podrías ser el protagonista de The Big Bang Theory. ¿Qué buscaba?

—Cómo llegar a un restaurante del Upper West Side.

—¿Cuándo?

—La noche en que la asesinaron.

—Deja lo que estés haciendo, Opie. Vete al restaurante. Vete ahora mismo y enséñales la fotografía, entérate de todo lo que puedas.

—Feller y yo estamos ya en camino.

—Si sale algo de esto les voy a deber una muy gorda a los de delitos informáticos.

—Por lo menos un beso con pintalabios debajo del autógrafo —dijo Rhymer.

—Qué grima, por favor —dijo Nikki antes de colgar.

Cuando se desvió de la carretera rural, las ruedas del coche crujieron sobre la grava del sendero que conducía a la casa estilo victoriano de Vaja Nikoladze, y de una perrera oculta por una mata de rododendros del jardín lateral salieron ladridos de perro. Nikki aparcó junto a un coche híbrido azul, frente al cercado que separaba el camino de entrada a la casa de los prados. Cuando se bajaron se detuvieron para admirar la gran extensión de pradera, que terminaba en una línea de bosque cuyas hojas brillaban bajo el sol de mediodía. No podían verlo, pero entre aquellos árboles y los acantilados de los Palisades discurría el río Hudson. Rook dijo:

—Mira allí, donde termina el prado. ¿A que es el espantapájaros más realista que has visto en tu vida?

—Y tanto. Como que no es un espantapájaros, sino un hombre.

Y en el preciso instante en que Nikki decía esto, la figura petrificada en la distancia echó a andar hacia ellos. Avanzaba con paso seguro por la pradera con la gracia y la economía de movimientos de un bailarín, a pesar de sus botas de montaña y sus vaqueros Carhartt. Este hombre no miró en ningún momento hacia atrás ni a un lado, pero Nikki y Rook tampoco tuvieron la sensación de que los mirara a ellos, aunque cuando estuvo cerca, en su cara se dibujó una ancha sonrisa. Las manos, que había llevado juntas delante de la hebilla de su cinturón, como en una plegaria improvisada, se le fueron a los labios, con un solo dedo índice extendido. Les estaba pidiendo que guardaran silencio.

Cuando estuvo casi a un metro, Vaja Nikoladze se detuvo y susurró con un acento que les sonó a ruso:

—Un momento, por favor. La estoy entrenando para que se quede sentada.

Dicho esto se giró y, de espaldas a ellos y mirando hacia el prado, levantó un brazo recto a un lado, lo mantuvo así cinco segundos y después se llevó la palma al pecho en un gesto ágil.

En ese mismo instante un enorme perro cruzó corriendo la pradera a toda velocidad. Nikoladze se quedó en su sitio mientras el pastor caucásico, del color y el tamaño de un osezno, saltaba sobre él. En el último momento y sin ni siquiera un gesto con la mano, el perro se detuvo y se sentó en posición de alerta, las pezuñas alineadas con la puntera de las botas de su dueño.

—Buena chica, Duda. —Se agachó para darle palmaditas en la cabeza y rascarle debajo de las orejas mientras la perra movía la cola—. Ahora, a tu sitio.

Duda se levantó, se volvió y echó a trotar en línea recta hacia su caseta, donde entró.

—Pero, bueno, qué maravilla —dijo Nikki.

—Promete mucho —dijo Nikoladze—. Con más entrenamientos puede que gane premios. —Alargó una mano—. Soy Vaja. Tú eres Nikki Heat, ¿no?

Puesto que hacía un agradable día de primavera, les invitó a sentarse en el porche trasero de la casa. Declinaron su ofrecimiento de té helado y se sentaron en mecedoras de teka mientras Nikoladze se encaramaba a la baranda, de frente a ellos. Al tener los pies colgando no sólo parecía más bajo a pesar de estar más alto, sino que cobraba un aspecto aniñado y no aparentaba los cincuenta años que Nikki calculó que tendría.

—En el instituto nos han dicho que le encontraríamos aquí —empezó a decir Nikki—. ¿Se ha cogido unos días por asuntos propios?

—Unos pocos, sí. Se me ha muerto uno de mis perros. Fred podría haber sido el primer pastor del Cáucaso en ganar el primer premio en Westminster, creo.

—Lo siento —dijeron Nikki y Rook casi al unísono.

Nikoladze sonrió con tristeza y dijo:

—Los perros de competición también se ponen enfermos. Después de todo son humanos, ¿o no?

Nikki reparó en que su acento georgiano se acentuaba cuando hablaba de algo que le entristecía. Rook debió de haber pensado lo mismo, porque dijo:

—Así que es usted de Georgia. Yo lo pasé muy bien en Tbilisi cuando estuve, hace mucho tiempo, por motivos de trabajo.

—Ah, sí, ese reportaje me gustó mucho, señor Rook. Muy perspicaz. Pero cuando yo deserté las cosas no estaban demasiado bien. Seguíamos bajo el yugo de Moscú.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Heat. La alusión a la deserción de un estado satélite soviético y las potenciales implicaciones clandestinas de dicha acción habían despertado su interés.

—En 1989. Tenía veintiocho años y, no es por presumir, pero era uno de los principales bioquímicos de la Unión Soviética. Cuando ésta todavía existía. Supongo que saben que entre los georgianos y los rusos siempre ha habido bastante mala sangre, ¿verdad?

—Sí —dijo Rook—. Y también mucha sangre normal.

—En su mayor parte georgiana. Y en Moscú querían poner mi talento al servicio de la guerra, así que me resultaba doblemente insultante. Era joven y no tenía familia por la que preocuparme, así que me marché en busca de libertad. Pronto aquí tuve la suerte de conseguir una beca en el Spokes Institute.

—¿Y qué es exactamente el Spokes Institute? —preguntó Nikki.

—Pues lo que llaman un think tank, «un centro de pensamiento», supongo. Aunque la mayor parte de los días se habla más que se piensa —rio—. Pero nuestra tarea es desarrollar legislación para desmilitarizar la ciencia. Algo muy apropiado para alguien como yo. Además el dinero de la beca me permite dedicarle tiempo a mi pasión, que es criar al próximo perro campeón de competición. —Rio de nuevo y luego se sumió durante unos instantes en la melancolía, sin duda recordando a Fred.

Heat tenía preguntas que hacerle referentes a su deserción, pero aprovechó el cambio de tema para centrarse en su trabajo. Le preguntó a Nikoladze si estaba al tanto de los casos de asesinato en Nueva York, y éste le confesó que en los últimos días había estado demasiado ocupado con su perro, pero había oído lo del asesinato de la maleta y le había llamado la atención por lo extraño. Heat le explicó que, además de la muerte de Nicole Bernardin, estaba investigando la de su madre. A continuación le hizo las mismas preguntas que había hecho aquella mañana en la fábrica de cerveza sobre aspectos relacionados con Cynthia Heat en los días anteriores a su asesinato en 1999: su estado mental, su posible nerviosismo, si alguien podía haber estado siguiéndola o molestándola, si había echado en falta algo en su casa. Nikoladze dijo:

—Me encantaría ayudarla con esas preguntas, pero por desgracia no tengo gran cosa que contar. Lo cierto es que su madre sólo vino a dar clase aquí dos días.

—¿Su hijo quiso dejarlo? —preguntó Rook.

El científico le miró desde la barandilla en la que estaba encaramado con expresión divertida:

—¿Mi hijo? Eso habría sido de lo más improbable, se lo aseguro.

—Entonces, ¿quién? —preguntó Nikki.

—Mi protegido.

—¿Del instituto?

—No. —Nikoladze vaciló un instante, pero luego continuó—: Es alguien a quien conocí en una competición en Florida. También era de Tbilisi. —Heat notó lo incómodo que le resultaba hablar de aquello y comprendió por qué, pero como era consciente de que su madre a veces no espiaba al dueño de la casa, sino a alguien relacionado con él, decidió sonsacarle la información.

—¿Se dedicaba también a entrenar perros de competición?

Nikoladze bajó los ojos y dijo:

—No. Trabajaba en una peluquería canina. —Después, como si se diera por vencido, lo soltó todo—: Teníamos muchas cosas en común. Enseguida congeniamos, así que le invité a venir aquí para que aprendiera cómo se cría y se entrena a los perros. También le puse a dar clases de piano. Pero no se las tomaba en serio.

Rook dijo:

—El piano no es para todo el mundo.

—En cambio a mí sí que me tomaba en serio.

Nikki sacó su cuaderno.

—¿Puedo preguntarle el nombre de su protegido?

Con un suspiro Nikoladze dijo:

—Debe de ser que me ha llegado el momento de sufrir por mis pérdidas. Las viejas y las nuevas.

Nikki pensó: «A mí me lo vas a contar, amigo». Le quitó el capuchón al bolígrafo para animarle.

—Se llama Mamuka, Mamuka Leonidze. —Consciente de la dificultad lingüística, se lo deletreó.

—¿Sabe dónde puede estar ahora? —preguntó Nikki.

—Hace diez años se marchó a Canadá para unirse al Cirque du Soleil como acróbata. Es lo último que sé de él. Si le encuentran, díganmelo. Siento curiosidad.

Les acompañó al coche, lo que dio oportunidad a Heat de llevar la conversación de nuevo al tema de la deserción.

—¿Tiene usted algún contacto con representantes de Gobiernos extranjeros?

—Sí, claro, continuamente. El Spokes Institute es un think tank internacional.

—Me refiero al margen de su trabajo. ¿Tiene contactos con el Gobierno?

—sólo cuando tuve que comunicar mi dirección como inmigrante con permiso de residencia.

Heat y Rook no habían hablado, pero no hizo falta. Éste preguntó:

—¿Y qué me dice de espías? ¿O de policía secreta?

—No desde que dejé Georgia. —Pero después pareció pensárselo mejor—. Bueno, me dieron un poco la lata nada más llegar aquí, pero a partir de mediados de los noventa, cuando echaron a Shevernadze, me dejaron en paz.

—¿Quiénes? —preguntó Nikki.

—¿Quiere que le dé nombres? Esto es igual que Tbilisi, pero sin estar encerrado en una habitación.

Rook dijo:

—Entonces le daré yo un nombre. Anatoly Kijé, ¿le conoce?

—¿Se refiere a la Apisonadora? Todo el mundo le conocía entonces. Pero desde que me marché no he vuelto a oír hablar de él.

—Un último nombre —dijo Heat—: Tyler Wynn.

—No, me temo que ése no me suena de nada.

El suave rugido de un motor diésel sacudió el aire cuando el tren Adirondak Amtrak pasó a escasos metros de allí, por la orilla del Hudson, de camino a Albany. Heat se sentó en el asiento del conductor y le pidió a Nikoladze que la llamara si alguien más se ponía en contacto con él para preguntarle sobre el caso. Éste asintió y dijo algo, que Nikki no comprendió, porque en ese momento el tren hizo sonar el silbato y los ladridos y aullidos que desató en la perrera lo hicieron imposible. El movimiento de sus labios se le antojó la representación perfecta de lo inútil que estaba resultando seguir todas aquellas pistas.

De vuelta en la carretera, Rook expresó su decepción de una manera distinta:

—Parece que la lista del investigador privado sexy es igual que él: mucho ruido y pocas nueces. O como el bronceado sin sol. ¿Te fijaste en la marca de gafas que tenía?

—Venga ya, Rook, no es culpa de Joe Flynn que no hayamos encontrado nada todavía.

—¿Has dicho todavía? —Vio la expresión tenaz en la cara de Nikki—. Así me gusta.

Ésta pisó el acelerador y decidió aplicarse a sí misma lo que siempre les decía a los miembros de su brigada: «Cuando no encuentres nada, no te des por vencido. Vuelve atrás y busca mejor. Trabaja». Después de pensar un poco más en aquellas distintas personas y revisar las entrevistas, decidió que tendría que volver a ver a alguna de ellas.

El móvil de Nikki vibró con un mensaje de texto mientras cruzaba el vestíbulo de la comisaría en compañía de Rook.

—Por fin —dijo— un mensaje de Carter Damon.

—¿Qué dice?

—Nada. Bueno, nada no. Está cortado. Debió de quedarse sin cobertura o le dio a enviar antes de tiempo. —Le enseñó la pantalla. Todo lo que decía era: «Soy…» y el resto estaba en blanco.

—Hum. «Soy…», déjame adivinar. «Soy la morsa». «Soy un cretino por no devolverte la llamada».

El sargento de guardia abrió la puerta de seguridad y Rook la empujó para que Nikki pasara primero. Ésta estaba escribiéndole un mensaje a Carter pidiéndole que la llamara, pero el detective Raley la abordó nada más entrar en el despacho abierto.

—Tengo algo que quiero que veas antes de que lleguen Irons y su doncella. —Nikki miró por encima del hombro de Raley y vio un extracto bancario en el monitor de su ordenador. Con delicadeza, acordándose de la apresurada marcha de antes, el detective dijo—: ¿Estás bien?

Rook estaba ya a su lado. Nikki reunió fuerzas y dijo:

—¿Qué tenemos?

—Después de que te marcharas esta mañana, seguí buscando y encontré más cosas sobre la cuenta de tu madre. No sé por qué, igual es un error en las fechas o que no se metieron los datos hasta después de las vacaciones de Acción de Gracias, pero el caso es que el New Amsterdam Bank no registró el resto de las transacciones de noviembre de 1999 hasta diciembre. Mira.

Nikki se inclinó de nuevo hacia la pantalla, esta vez sintiéndose más fuerte, y leyó el extracto.

—Aquí dice que un día después del ingreso se retiraron de la cuenta doscientos mil dólares en metálico. —Se enderezó y se volvió hacia Rook, que seguía pegado a su hombro—. Eso fue el mismo día que la mataron.

—¿Te acuerdas de que en el hospital Tyler Wynn te preguntó si habías visto alguna vez a tu madre escondiendo algo? ¿Podría ser el dinero, que alguien estaba buscando?

—Podría ser, pero piénsalo: tres asesinatos en diez años. ¿No es un precio excesivo sólo por doscientos mil pavos?

—Depende —dijo Ochoa desde su mesa—. Sé de tíos que matarían por un bocadillo de jamón.

Raley apagó el monitor.

—Atención —dijo justo en el momento en que el capitán Irons hacía su entrada.

—Heat, ¿tiene un minuto? —En lugar de dirigirse hacia su despacho, le hizo un gesto a Nikki para que fuera hasta su mesa, donde la estaba esperando—. No sé a quién le ha estado tocando las narices, pero me han llamado de la oficina de la subdirección para decirme que se han quejado de que está usted acosando a la gente en esta vendetta suya particular.

—En primer lugar, señor, es una investigación y no una vendetta. Y en segundo, ¿ha conducido usted alguna investigación en la que no haya sido necesario pisar algún callo?

—Pues…

Al verlo allí de pie titubeando, Nikki recordó que aquel burócrata no tenía demasiada experiencia en lo referido a las calles.

—Pues es bastante común. ¿Quién se ha quejado?

—No me lo han dicho. sólo querían saber si tenía usted un plan concreto o estaba dando palos de ciego y no supe qué contestarles, porque lo cierto es que no estoy al tanto de nada. —A su espalda Rook dijo sin hablar, sólo moviendo los labios: «¡Eso está claro!». Y Nikki tuvo que mirar a otro lado para que no le entrara la risa—. Pero eso va a cambiar ipso facto. Me voy a estudiar todas las novedades de la pizarra y después quiero un informe completo y detallado para que pueda ponerme al día.

—Pero, señor, ¿y qué hay de localizar al conductor del camión que entregó el gas en mal estado en el instituto forense? Tenía entendido que ésa era su prioridad número uno.

—No se preocupe. Esa tarea la he delegado en mi colaboradora más eficaz, la detective Sharon Hinesburg. —Irons caminó hasta las pizarras y se puso a leerlas con las manos en los bolsillo, haciendo así realidad las peores pesadillas de Heat. Ésta le dio un codazo a Rook para indicarle que la acompañara al cuartito del fondo y cerró la puerta.

—Atención, atención. Superagente 86 activando el cono del silencio. Jefe, ¿me recibe?

—Déjate de chorradas, Rook. Tenemos que hacer algo.

—¿Quién crees que se ha quejado? ¿Fariq Kuzbari? Ah, no, ¡ya lo sé! Seguro que ha sido Eugene Summers. Ese mayordomo de lengua viperina no aguanta una crítica.

—Yo creo que ha sido la Bulldog, Helen Miksit, pero eso no importa. Lo importante es evitar que Irons entorpezca la investigación más de lo que lo ha hecho ya.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Lo vas a hacer tú. Necesito que le distraigas.

—¿Te refieres a hacer otra vez el payaso?

—Sí, ponte la nariz y los zapatones. Intenta entretenerle con una entrevista falsa para un reportaje. Ya te ha dado resultado antes.

—Sí, aunque los resultados del pasado no garantizan los futuros. —Nikki se limitó a mirarle—. Me parece que he visto demasiada tele durante mi rehabilitación.

Irons pareció molesto cuando Rook se plantó delante de la pizarra que estaba leyendo.

—¿Tiene un minuto, capitán?

—Como puede ver, estoy algo ocupado.

—Ah, lo siento. Es que estaba dándole vueltas al artículo que estoy escribiendo, pero no pasa nada. Ya hablaremos en otro momento.

No había dado dos pasos cuando Irons le agarró del hombro.

—Creo que estaremos más cómodos en mi despacho. —Condujo a Rook a la oficina acristalada.

Los detectives Feller y Rhymer volvieron de su excursión al restaurante adonde Nicole Bernardin había ido ayudándose de HopStop.

—Bingo —dijo Opie al llegar a la mesa de Nikki.

—El sitio se llama Harling and Walendy’s Steakhouse y está en la 94 con Broadway. Hemos tenido que esperar a que llegara el encargado, pero luego ha identificado a la víctima sin dudarlo —dijo Feller—. Nos ha dicho que Bernardin llegó sobre las siete de la tarde. Se fijó en ella porque estuvo en una mesa esperando a alguien sin tomar más que un refresco y no llegó a cenar.

Heat preguntó:

—¿Os ha dicho por qué? ¿Es que alguien la llamó y por eso se fue?

—No, se reunió con un tipo —dijo Rhymer—. Entró, se sentó y hablaron durante cinco minutos. Después ella se fue, pero el tipo se quedó en la mesa y se comió un entrecot.

Nikki frunció el ceño.

—¿Se acuerdan de lo que pidió?

—Mejor que eso: se sacaron una fotografía con él mientras comía. —Feller enseñó una foto donde aparecían camareros y un cocinero posando junto a la mesa en la que un famoso sonreía a un entrecot y una gigantesca patata asada—. Lo hemos cogido de la pared del restaurante.

—¿Es quien creo que es? —preguntó Heat.

—El mismo —dijo Rhymer—. Lloyd Lewis, buscador de tesoros.

—¿Me dejáis verla? —preguntó Nikki.

Rhymer le dio la foto.

—Pero ten cuidado, este hombre es una leyenda.

Nikki dijo:

—Es una foto.

—De una leyenda —repitió Rhymer con gran énfasis.

—Lleva así toda la tarde —dijo Feller.

Heat estudió la fotografía unos instantes y después la devolvió, simulando dejarla caer para poner nervioso a Rhymer. Éste no la decepcionó.

—Vamos a traer aquí a Lloyd Lewis para hablar con él.

—Vamos a tener que esperar —dijo Feller—. Su agente dice que está en una aventura secreta en el Amazonas.

—Una aventura secreta, ¿a que mola? —dijo Rhymer.

—Mazo, Opie. Mola mazo —dijo Feller.

En el ascensor al loft de Rook aquella noche, Nikki sostuvo el teléfono en alto.

—Me ha escrito Carter Damon: «Perdón por no devolver la llamada… He encontrado un archivo viejo del caso que creo que te interesará». Quiere que quedemos a tomar un café.

Mientras Nikki contestaba al mensaje, el ascensor empezó a temblar.

—Atención —dijo Rook y ambos saltaron al descansillo de su planta—. Ya me estoy cansando. Si me gustaran las réplicas de terremoto me iría a vivir a Los Ángeles, donde al menos moriría bronceado.

Cuando unos minutos más tarde Nikki salió del dormitorio, Rook le dio una botella de cerveza Sierra Nevada. Brindaron y él dijo:

—¿Qué tienes ahí?

Nikki levantó la bolsita de terciopelo.

—La pulsera de la suerte que mi padre le robó a mi madre.

—Haces que suene casi como un delito.

—Quién fue a hablar, el ladrón de marinadas de pollo. —Nikki se puso la pulsera en la palma de la mano y examinó los dos amuletos frotando los números chapados en oro entre los dedos pulgar e índice, preguntándose qué significarían el uno y el nueve. Si es que significaban algo.

Rook dio otro sorbo a su cerveza pálida.

—He estado pensando en nuestra visita a Vaja Nikoladze y ¿sabes lo que creo? Que Mamuka era un espía.

—Puede ser —dijo Nikki.

—Huy, qué raro. ¿No es ahora cuando me tratas como a un loco y me reprochas que siempre creo que todo el mundo es un espía?

—Sí, pero esta noche tienes bula por haber apencado con Irons.

—Y que lo digas. Cinco minutos en la misma habitación con Wally y me entran ganas de comerme mi propia mano sólo para distraerme. Gracias a ti tengo que cenar con él para que me explique sus teorías sobre el moderno cumplimiento de la ley en entornos urbanos. Por lo menos podrías venir y meterme mano por debajo de la mesa.

—Es una oferta muy tentadora, pero tengo que tomar café con Carter.

—Muy bien, tú cumple con tus obligaciones profesionales mientras yo hago como que entrevisto al gordito relleno.

—Deja de gimotear, Rook. Estoy segura de que no es la primera vez que simulas entrevistar a alguien a quien no tienes ninguna intención de incluir en un artículo.

—Claro que no, pero las otras veces eran o supermodelos o actrices que estaban muy buenas, y después había posibilidades de sexo. Aunque yo nunca aproveché una sola de ellas, claro. —A continuación sonrió—. Bueno, una no, pero dos sí.

Nikki movió la cabeza y después se puso la pulsera y la acercó a la luz. La estudió durante un rato más y se la quitó. Cuando cogió la bolsita, Rook dijo:

—Antes de guardar eso dime una cosa. ¿Te fijaste en si tu madre, Nicole o alguien llevaba esa pulsera u otra parecida en alguna de las fotos viejas? —Nikki le miró complacida, pero Rook parecía desconfiar—: ¿Esa mirada quiere decir que sigo teniendo bula y que por eso me sigues la corriente o que mi idea es buena?

—Voy a por la caja, así que ¿tú qué crees? —Desapareció por el pasillo y volvió con las manos vacías—. No está.

—¿Cómo que no está? —Rook la siguió hasta el despacho y Nikki señaló la cajonera.

—La metí ahí y no está. —Rook hizo ademán de abrirla—. No. Igual tenemos que comprobar si hay huellas.

—¿Estás segura de que no la pusiste en otro sitio?

—Esas fotografías son muy importantes para mí, sé perfectamente dónde las pongo. Y en ese cajón hay ahora un hueco. El que ocupaba la caja cuando la cerré esta mañana.

Con cuidado de no tocar nada, hicieron una inspección rápida del loft. Todo parecía en su sitio y no había indicios de que hubieran forzado la puerta ni la ventana.

—Debería cancelar mi cena con Wally.

—Buen intento. Los dos tenemos cosas que hacer. Así que vamos a cerrar y que mañana vengan los de la científica a buscar pruebas. Esta noche podemos dormir en mi casa.

Rook se lo pensó un momento.

—Vale, pero si alguien llama a la puerta de tu apartamento, abres tú.

Heat fue la primera en llegar al Café Gretchen y, aunque el aire de abril en Chelsea aquella noche era fresco, en homenaje a París escogió una de las mesas de fuera y pidió un café con leche mientras esperaba a Carter Damon. Agradecía aquellos momentos de soledad, que sin embargo fueron cualquier cosa menos relajantes. El robo de las fotografías la había puesto nerviosa, y también se preguntaba por qué tenía Carter Damon tanta prisa por verla. Quizá por fin se sentía culpable por haberse achantado en la investigación del caso y quería compensarla. Intentó tranquilizarse un poco observando a los caminantes del paseo elevado High Line, al otro lado de la Tercera Avenida.

El High Line representaba lo que Nikki más amaba de Nueva York. Un proyecto atrevido pero bien ejecutado y del que todo el mundo podía disfrutar. El casi un kilómetro de tren elevado había sido durante años un feo y oxidado borrón en el paisaje urbano hasta que a alguien se le ocurrió la locura de transformarlo en un parque elevado. Lo limpiaron, integraron las vías de ferrocarril con un paso para peatones, añadieron bancos desde los que admirar el paisaje y después lo llenaron, de principio a fin, de diversas plantas, incluidas hierba cintas, zumaques, abedules y flores silvestres. Se había inaugurado el verano anterior, pero ya se había convertido hasta tal punto en meca de paseantes que se estaba proyectando una prolongación para el verano siguiente.

Nikki paseó la vista por la acera. Ni rastro de Carter Damon. El camarero le sirvió su café y miró el vapor subir y rizarse sobre la delgada capa de espuma de leche. Se lo llevó a los labios para dar un sorbo. Estaba demasiado caliente, así que lo apartó para soplarlo.

Fue entonces cuando vio la luz roja del láser en la taza.