13

Rook pidió al barman que subiera el volumen del televisor para poder oír la noticia de última hora, algo que no sentó demasiado bien a los seguidores de Sunday Night Baseball, pero ni a él ni a Nikki les importó. Se quedaron de pie bajo la enorme pantalla, olvidando las alitas que se estaban quedando frías en la mesa a su espalda mientras miraban boquiabiertos el canal de noticias locales de la cadena de televisión por cable.

El reportero estaba delante de una zona acordonada en una calle de la ciudad y hablaba a la cámara. Debajo de él un titular decía: «En directo desde el barrio de Hell’s Kitchen». Se sujetaba el auricular y asentía, mientras la presentadora le daba paso.

—Gracias, Miranda. Sí, un gran paso adelante en el caso del que todo el mundo habla en Nueva York esta semana, desde que el cadáver congelado de una mujer, apuñalada hasta morir, apareció dentro de una maleta en la cámara frigorífica de un camión de reparto. —Se volvió e hizo un gesto hacia lo que había a su espalda, y entonces la cámara se acercó hasta mostrar el portal de un edificio de apartamentos de ladrillo marrón, donde un agente de uniforme hacía guardia—. Como pueden ver, ahora mismo aquí en la calle 54 Oeste reina la tranquilidad, pero ésta es la entrada al edificio donde, hace unos minutos, oficiales y detectives de la policía de Nueva York entraron en el apartamento del presunto asesino.

A continuación venían imágenes del capitán Irons de pie con la barriga apuntando al cordón de seguridad, todo ufano, con su nombre sobreimpreso en la pantalla y un mar de micrófonos apuntándole.

—Nuestro sospechoso se llama Hank Norman Spooner, tiene cuarenta y dos años y se dedica a cuidar casas a los dueños cuando están vacias. El señor Spooner fue detenido sin incidencias por mí mismo y la detective Sharon Hinesburg, de mi comisaría, la número 20, con la colaboración de agentes de Midtown North.

Rook dijo:

—Esto se pone cada vez mejor.

Heat no contestó y se limitó a permanecer absorta mientras Irons iba contestando a las preguntas que le gritaban los periodistas.

—El sospechoso llevaba bajo vigilancia desde el fin de semana, cuando uno de los miembros de mi equipo recibió una llamada anónima lamentando el asesinato de Nicole Bernardin la semana pasada, así como la muerte de otra víctima, Cynthia Trope Heat, en 1999. —Nikki recordó entonces que los Roach le habían contado que el domingo por la noche había sorprendido a Irons y a Hinesburg escuchando una grabación de audio con la puerta del despacho cerrada—. Así es —contestó el capitán—. Quien hizo la llamada reconocía su implicación en ambos crímenes y decía que no podía seguir callando por más tiempo. Ofrecía detalles suficientes sobre ambos asesinatos, por lo que tuvimos la certeza de que se trataba de nuestro hombre y, después de localizar su dirección, llevamos a cabo el arresto de esta noche. En este momento se encuentra bajo custodia en la comisaría 20, donde le están tomando declaración. Me complace decir que los ciudadanos de Nueva York podrán irse a dormir esta noche más tranquilos sabiendo que este individuo ya no anda suelto, y me siento orgulloso de haber dirigido al equipo que ha conseguido cerrar este caso. Gracias.

El teléfono de Nikki empezó a sonar. Era Ochoa.

—¿Por qué no me habéis avisado? —le espetó Nikki sin un triste hola.

—Oye, que yo me acabo de enterar ahora mismo. El capitán nos ha dejado a todos fuera. Excepto Hinesburg, ninguno sabíamos nada. Te estaba llamando para ver si te habías enterado y ya veo que sí.

—Ay, Miguel, perdóname por saltar así.

—No te preocupes. Esto es un asco, todos lo sabemos. Salgo ahora para allí a ver qué se puede hacer. Te mantendré informada.

—Por favor —dijo Nikki y colgó. Después dejó en la mesa dinero suficiente para cubrir la cuenta y la propina, y se dirigió hacia la puerta, que Rook ya sostenía abierta.

De camino de vuelta al loft, Rook dijo:

—Me pregunto cuántas posturas del Kama Sutra se ha ganado el viejo Wally con esa mención a Hinesburg.

—Déjalo, Rook.

—Oye, que yo también estoy cabreado. Es mi forma de echarlo fuera.

—Pues mejor échalo hacia dentro, porque no estoy de humor para charlas ahora mismo. —Pero después de dar tres pasos dijo—: Se está cargando la investigación. No, mucho peor, lo que más miedo me da es que no ha hecho más que empezar a cargársela. Estoy fuera menos de un semana y no sólo se ha equivocado de tipo, sino que está causando un daño irreparable a los dos casos abiertos.

—Pues párale los pies.

—¿Cómo?

Esperaron en el paso de cebra y Rook se colocó de manera que se quedaron frente a frente.

—Ya sabes cómo.

—No —dijo Nikki—. Sabes que eso no pienso hacerlo.

—Muy bien, entonces que Wally siga haciendo de elefante en una cacharrería mientras tú le ves por televisión.

Se abrió el semáforo y Rook empezó a cruzar. Nikki le alcanzó.

—Te odio —dijo.

—Perdona, pero no estoy de humor para charlas.

A la mañana siguiente Heat llegó diez minutos antes a su cita para desayunar con Zach Hamner a las siete, con la esperanza de poder emplear aquel tiempo extra en aplacar el desasosiego que le producía tener que agachar la cabeza para ponerse a la altura de esa comadreja. Pero cuando entró en el café junto al cuartel general de la policía de Nueva York, Hamner ya estaba sentado terminándose un desayuno especial de la casa consistente en tortilla de jamón, champiñones y queso, patatas fritas, bagel con crema de queso, zumo y un expreso. No se levantó cuando Nikki entró, se limitó a saludarla con la cabeza y a señalar la silla al otro lado de la mesa.

—Llegas pronto —dijo después de comprobar la hora en su Blackberry.

—Puedo esperar fuera si quieres terminar de desayunar.

De camino hacia allí, en el metro, se había dicho que no se mostraría seca con él, pero eso era difícil con Zach Hamner. Al primer asistente administrativo del director adjunto de asuntos legales de la policía de Nueva York le gustaba ir de machito, aunque Nikki suponía que lo único que tenía verdaderamente largo era el título de su cargo en la policía. Cada transacción, grande o pequeña, era para Hamner un juego de poder, y obligar a Nikki a desplazarse desde la otra punta de Manhattan hasta el Cort Café, para una conversación que podían haber tenido fácilmente por teléfono la noche anterior cuando ésta le llamó, era un gesto de poder para dejar claro quién mandaba allí.

Hamner ignoró el tono con que le había contestado Nikki.

—No, puedo comer mientras hablamos. ¿Un café?

—No, gracias.

Hamner se terminó el bagel y mientras masticaba, Nikki se dedicó a leer los correos en su móvil. Tenía que reconocer que Zach Hamner, alias el Martillo, tenía motivos para estar disgustado con ella. Y claramente aquella demostración de falta de respeto era su forma de vengarse por el peso político que le había hecho perder dos meses atrás. Fue cuando Nikki declinó el ascenso de la comisión policial que quería ponerla al frente de la comisaría 20.

Cuando Hamner se puso a quitarse tranquilamente una semilla de sésamo de la manga de su traje mil rayas color gris oscuro, Nikki estuvo a punto de largarse. Durante aquellos escasos minutos de proximidad, la viscosidad de su mundo —un mercado de capital de poder, de intercambio de influencias— la retrotrajo a aquel sentimiento que la había impulsado a huir de la posibilidad de ascender. Por esa razón Heat se había negado a llamar a Hamner cuando Rook se lo propuso semanas antes. Pero ahora, con Irons a punto de cargarse la investigación sobre su madre, Nikki sabía que no tenía más opción que tragar y aceptar.

Y de ello se aprovechaba Zach Hamner, que dejó su Blackberry a un lado y dijo:

—¿Qué pasa? ¿Hay problemas en la calle 82?

—Como le dije anoche por teléfono, estoy de permiso forzoso y el momento no podía ser peor. El capitán Irons me ha mandado a mi casa y ahora está haciendo toda clase de estropicios con mis casos y poniendo en peligro las investigaciones.

—Y una de ellas es el asesinato de su madre, ¿no?

Eso Hamner ya lo sabía, pero Nikki decidió seguirle el juego y tragarse el comentario.

—Por eso te estoy pidiendo ayuda.

—Ya intenté ayudarte una vez y no salió demasiado bien.

—Seamos sinceros, Zach, con mi ascenso tú también habrías salido beneficiado.

—Interés pero de motivaciones honestas. Uno no puede lanzar a una estrella sin convertirse también en estrella. —Sonrió sin alegría un instante solo—. Te juzgué mal, Heat. Me cabreaste en público.

Haciendo lo que sabía que se esperaba de ella, Nikki dijo:

—Siento mucho haberte causado problemas. —Le observó procesar aquellas palabras, la única razón por la que la había hecho ir hasta allí a verle.

—De acuerdo entonces —dijo Hamner, satisfecho con aquel gesto de deferencia—. Wally Irons. Está complicado. En el cuartel general le tienen un gran aprecio. Sus estadísticas son fabulosas.

—Venga ya, Zach. ¿Qué son unas estadísticas para el Martillo?

Aquello pareció gustarle.

—¿Tienes batería en el teléfono? Bien. Estate disponible hoy por la mañana para que pueda ponerme en contacto contigo.

—Te lo agradezco.

—Oye —dijo—, para que quede claro. Ya tendrás ocasión de agradecérmelo. La factura te llegará en algún momento. —Le acercó la cuenta del desayuno—. Y será algo más elevada que ésta.

Después se marchó sin decir adiós.

Dos horas más tarde, Nikki podía haber hecho su entrada en el despacho abierto de la comisaría 20 entre aplausos, pero tuvo buen cuidado de evitarlo. Había llamado a los Roach para avisarles de que su vuelta debía ser recibida con discreción. Zach Hamner le había advertido de que Irons tendría que tragarse las órdenes llegadas desde arriba y sin poner mala cara. Pero el Martillo había conseguido que los mandamases autorizaran que Nikki volviera a su puesto con la condición de que reanudara sus sesiones con el psicólogo, aquél al que había ido a ver después de perder los estribos en la comisaría.

—¿Y con eso ya está?

—Por lo que respecta a ellos, sí —dijo Hamner. Como si hiciera falta recordarle a Nikki que todavía estaba en deuda con él.

Nikki no perdió el tiempo, e hizo que sacaran a Hank Norman Spooner de la celda donde estaba retenido y lo llevaran a la sala de interrogatorios número 1 mientras leía la confesión que éste había firmado la noche anterior. El sospechoso también tenía un expediente penal que Nikki estudió. En la década de 1990 había trabajado como guarda de seguridad, pero fue despedido tras denunciarse una serie de hurtos en las oficinas que vigilaba y por acosar a varias inquilinas de apartamentos que se suponía que debía proteger. Había estado en libertad condicional y recibido sentencias sin encarcelamiento, además de varias órdenes de alejamiento. También le habían acusado de mirón en Florida, cuando trabajaba en un crucero, en lo que parecía haber sido su principal ocupación en la década anterior. Por aquel cargo había cumplido noventa días más libertad condicional; era la única vez que había estado en la cárcel.

Nikki le preguntó al detective Rhymer si alguien había cotejado las fechas en las que Spooner había estado trabajando en el barco con las de los asesinatos, y cuando éste le contestó que no, le encargó que lo hiciera y se preguntó cómo había tenido el valor Wally Irons de salir en la tele y llamar a aquello una investigación.

El momento de enfrentarse a su superior en la comisaría se produjo cuando estaba guardando a su vieja amiga, la pistola Sig Sauer, en la taquilla del vestíbulo a la puerta de la sala de interrogatorios número 1.

—Bienvenida de nuevo, Heat.

Ésta puso la combinación y se volvió. Allí estaba, con la detective Hinesburg pegada a él.

—Capitán.

La brevedad, decidió, es la mejor arma en estos casos.

—¿Qué está pasando? Me han dicho que has llamado a mi detenido.

—Sí, señor —dijo Heat guardando las formas—. Tengo unas cuantas preguntas que hacerle. Y también tengo una para usted: ¿se sabe algo del guante desaparecido?

—Nada de nada. Y no he dejado de dar el coñazo a los del Departamento Forense.

La detective Hinesburg intervino:

—De todas formas ya no importa mucho, ¿no? Ahora ya hemos cogido al asesino.

La estupidez de Hinesburg, al más puro estilo Paris Hilton, podía haberle hecho gracia a Nikki en otras circunstancias y si no resultara tan perjudicial.

—¿Y qué pasa con el hombre al que disparé, que era quien llevaba ese guante? ¿Os habéis fijado en si «el asesino» tiene alguna herida de bala?

—No —dijo Sharon—. No he visto ninguna.

Irons acudió en ayuda de su detective guion amante secreta:

—Evidentemente no se trata de la misma persona, Heat. Lo que significa que el hombre que te disparó seguramente no tiene nada que ver con el caso. Será algún ajuste de cuentas. Un cabo suelto de aquel ataque el invierno pasado en Central Park.

La detective Heat se daba cuenta de que aquella conversación no llevaba a ninguna parte, así que decidió no seguir perdiendo el tiempo.

—Ya veremos. Perdonadme.

—Un momento —dijo Irons—. Ya tenemos una confesión firmada. ¿De qué quieres hablar con él?

Nikki levantó la carpeta con el expediente de Spooner.

—Con todos mis respetos, capitán. Todo lo contenido en esta confesión es de dominio público. Todos los detalles han aparecido en revistas, como el artículo que escribió Rook sobre mí, telediarios, filtraciones… —Se las arregló para no mirar a Hinesburg, quien, estaba segura, era el origen de las numerosas noticias que se habían publicado a raíz de la primera filtración. Hasta se habían hecho ya públicos detalles de la investigación, tales como la mancha de tierra en la ropa de Nicole Bernardin y la coincidencia de las heridas de arma blanca en la espalda de ésta y la de la madre de Nikki.

Irons levantó las dos manos.

—Vamos a ver, que quede claro, detective. Fuera información del dominio público o no, este hombre lo ha confesado todo. Y tú deberías estar contenta, porque elimina a tu padre de la lista de sospechosos. Por lo tanto, ¿qué piensas hacer ahí dentro? ¿Cuál se supone que es tu trabajo? ¿Coger a los culpables o ponerlos en libertad?

—Nuestro trabajo es averiguar la verdad y eso es precisamente lo que tengo intención de hacer. Porque si lo que pasa es que este hombre está intentando conseguir su minuto de fama o lo que sea, entonces el asesino sigue suelto. Así que déjeme hacer mi trabajo. Porque si han arrestado al hombre que no es, ¿no prefiere saberlo antes de que el fiscal convoque una rueda de prensa para ridiculizarle en público?

Disfrutó viendo la reacción de Irons ante semejante posibilidad.

—De acuerdo, Heat. Te doy una oportunidad. Pero voy a estar vigilándote.

La mirada de Hank Norman Spooner se iluminó cuando la detective Heat cruzó la puerta automática de la sala de interrogatorios. Una sonrisa que Nikki encontró algo exagerada mientras tomaba asiento frente a él, al otro lado de la mesa. No dijo nada, se limitó a empaparse de la primera impresión, simplemente. Esta costumbre siempre demostraba ser útil y, para poder ponerla mejor en práctica, dejó fuera de su cabeza todo lo demás: lo que había en juego en el caso, el caos que había sido su vida desde el descubrimiento una semana antes en la cámara frigorífica del camión, el hecho de que Irons y otros estuvieran observándola desde detrás del espejo. Para Nikki Heat lo importante siempre era verlo todo con ojos nuevos.

Spooner no se había afeitado, pero conservaba un aspecto aceptablemente aseado. Su expediente decía que tenía cuarenta y dos años, pero Nikki le habría echado siete menos. Eso se debía a su complexión menuda y cara aniñada. Y al pelo. Cuidadosamente cortado y peinado, era de color rojo. No rojo intenso, sino claro, castaño rojizo. La sombra de bigote aparecida durante la noche era más rubia y casi se fundía con las mejillas, que, como Nikki observó, empezaron a ruborizarse cuando el detenido se dio cuenta de que estaba siendo estudiado. Y su sonrisa seguía siendo demasiado cordial, demasiado confiada. Los dientes estaban algo amarillos y parecía ser consciente de ello, a juzgar por cómo mantenía cerrado el labio superior. Tenía las manos apoyadas en el regazo, debajo de la mesa, así que tendría que estudiarlas más tarde. Para Nikki las manos eran las que más decían de una persona, después de los ojos. Los de Spooner estaban fijos en ella y expresaban algo que sólo podía calificar de felicidad. Y aquello de sostenerle la mirada era bueno. Como la sonrisa, demasiado bueno para ser verdad. Sus sospechas se vieron confirmadas en cuanto el detenido abrió la boca:

—No me puedo creer que esté con la auténtica Nikki Heat.

Hank Spooner era un admirador.

Nikki decidió ignorar aquel hecho y mantuvo una distancia aséptica concentrándose en la carpeta con el expediente. Ya habría tiempo de sacarle partido a lo de la admiración, si es que era necesario. Lo que quería ahora era escuchar y sacar deducciones. Si aquél era de hecho el asesino, Nikki quería sacarle la información que lo corroborara. Si no lo era, necesitaba detectar las inconsistencias que le permitieran demostrarlo. Así que hizo lo mismo que en todos sus interrogatorios: dejó los prejuicios a un lado y prestó atención.

—Necesito que me aclare algunos puntos de su declaración.

—Pues claro.

—Pero antes necesito repasar sus antecedentes.

—Pregúnteme lo que quiera.

—Tuvo problemas cuando trabajaba como guarda de seguridad.

—En realidad fue un malentendido. —Las esposas tintinearon cuando intentó gesticular. A Nikki no le sorprendió comprobar que llevaba las uñas perfectamente cuidadas, que sus esbeltos dedos estaba limpios y tenían algunas pecas, igual que la piel debajo de los ojos.

—Aquí dice que robó en las oficinas y acosó a mujeres de los apartamentos que tenía que vigilar.

—Como le digo, fue un malentendido. Cogí prestados algunos aparatos electrónicos, pero tenía intención de devolverlos.

—¿Y lo de las mujeres?

Se llevó una mano al corazón.

—Cuando era guarda de seguridad de un edificio de apartamentos de mala muerte tuve ocasión de aprender que más vale no invitar a salir a las inquilinas.

—Le pusieron tres órdenes de alejamiento.

—A eso me refería precisamente. —La miró de nuevo sonriendo y Nikki hundió la nariz en la carpeta marrón.

—Y trabajó durante unos diez años en compañías de cruceros.

—Sí, bueno, de forma intermitente.

—¿Qué trabajo hacía?

—Un poco de todo. Estuve en la plantilla del casino haciendo el mantenimiento de las máquinas. También tareas de cubierta. Ya sabe, ocuparme de las hamacas, las toallas, de socorrista.

—En el 2007 le despidieron.

—sólo porque me negué a que me pusieran a trabajar de barman. Tengo alergia a los cítricos. —Por primera vez Heat le miró fijamente durante un buen rato. Spooner se puso nervioso y empezó a explicarse—: Es la verdad. Y es imposible preparar un cóctel en un crucero tropical que no lleve limón, naranja o lima.

—Ya me lo imagino.

—Ésa fue la razón, no le miento. De niño estuve a punto de morir de shock anafiláctico, así que dije que de ninguna manera. Y me dieron la patada.

Nikki reflexionó sobre aquello y volvió a la hoja de antecedentes.

—Pensaba que le habían echado del barco porque le cogieron acosando a una pasajera.

—Eso fue en otro crucero. Y lo único que hice fue entrar en su camarote para comprobar si tenía toallas. Era su palabra contra la mía. ¿A quién iban a creer? ¿A la pasajera o al pardillo de uniforme?

—¿Y de qué vive entre crucero y crucero?

—Pues paseo perros, cuido apartamentos… Ah, y ahora escribo un blog.

—¡No me diga! ¿Y da mucho dinero eso de escribir un blog?

—De momento no mucho, pero todo llegará. También estoy en Twitter. Por lo visto desde que me arrestaron me han salido un montón de seguidores.

Cambiando de tono, Nikki le sonrió y dijo:

—Va usted a hacerse bastante famoso, Hank.

—¿Eso cree? —Sonrió radiante al oír a Heat llamarle por su nombre de pila—. Pero no tanto como usted, detective. Y ni siquiera está en las redes sociales.

—No me van demasiado.

—Pues debería. Se haría superpopular. En serio, es usted toda una heroína. Estoy seguro de haber leído todo lo que se ha publicado sobre usted. —Nikki sacó el papel con la confesión y, por el contenido, comprobó que era cierto que Hank Spooner se había hecho un experto en su persona.

—Entonces ¿dice usted que mató a Cynthia Heat?

—Su madre.

—¿Cómo la mató?

—Lo dice ahí.

—Cuéntemelo.

—La apuñalé. Una vez. En la espalda.

—¿Dónde estaba ella?

—En su apartamento, cerca de Gramercy Park.

—¿En el apartamento dónde?

—En la cocina. Estaba haciendo tartas.

—Nicole Bernardin. ¿Cómo la mató?

—La apuñalé.

—¿Cuántas veces?

—Una. Lo mismo. En la espalda.

—¿Y dónde estaba Nicole?

Spooner vaciló un momento. Era la primera vez que lo hacía.

—Esperando un tren.

—¿Dónde? —La filtración de lo del tren había aparecido en uno de los artículos y Nikki estaba intentando comprobar si era capaz de darle detalles.

—Larchmont.

—El informe policial dice que en el andén no había sangre.

—Ya lo he explicado cuando hice la confesión. Dije que estaba sacando un billete en una de las máquinas cerca del aparcamiento. Desde entonces ha llovido mucho.

La miró satisfecho, como si hubiera logrado esquivar una trampa que Nikki le tendía.

Durante la siguiente hora Nikki intentó que contradijera su declaración anterior, ya fuera interpretando mal cosas que había dicho o haciéndole preguntas a gran velocidad y sin un orden fijo sobre los detalles, consciente de que la mayoría de los mentirosos se aprenden una secuencia de hechos para parecer creíbles. Spooner contestó a todas sus preguntas con habilidad y Nikki se imaginó a Irons frotándose las manos detrás del cristal. El detenido acababa de describirle la fachada de su edificio en Gramercy Park cuando Nikki dijo:

—Tenemos que seguir hablando, pero primero voy a por algo de beber. ¿Tiene sed, Hank?

—Sí, claro —le dijo con aquella sonrisa suya de casi adoración.

Cuando atravesaba la sala de observación, Irons se levantó de su silla.

—¿Qué pasa? ¿Todavía no estás convencida? —Nikki se limitó a sonreír y salió al pasillo, así que Irons se volvió hacia Raley y Ochoa—: ¿Es siempre así?

—Siempre —dijeron los Roach.

Hank Spooner se puso de nuevo en posición de alerta cuando Nikki regresó a los pocos minutos con dos latas de refresco. Las abrió, dio un sorbo a la suya y puso la otra delante de Spooner. Éste se quedó mirándola.

—¿Pasa algo?

—¿No tienen otra cosa?

—Lo siento, Hank, pero esto no es el McDonald’s. ¿Qué pasa?

—Nada, a no ser que esté intentando matarme. —Apartó la botella de Pellegrino de naranja todo lo que pudo—. Ya se lo he dicho, soy alérgico a los cítricos. Un sorbo de eso y voy derecho al hospital o me muero.

—Ay, perdón. No me he dado cuenta. A mí es que me encanta esta bebida. Siempre tengo una reserva aquí, en la nevera de la comisaría. —Cogió la lata sin abrir y fue hasta la puerta.

—Es usted buena —dijo Spooner. Cuando Nikki se volvió y le puso cara de no haber comprendido, él explicó—: Lo del refresco de naranja. Estaba comprobando si mentía en lo de la alergia a los cítricos. —Le guiñó un ojo—. Muy buena.

—Me ha pillado —dijo Nikki.

Cuando entró de nuevo en el cuarto de observación Irons dijo:

—¿Ya estás convencida de que es nuestro asesino?

—No.

—¿Por qué no? Su versión es de lo más consistente.

—¿Y qué? Como ya he dicho, esa historia podía haberla montado cualquiera a partir de la información hecha pública.

—Pero, como ya he dicho yo también, este hombre ha confesado.

—Claro, porque tiene algún tipo de psicosis de los famosos o es un acosador y yo tengo la suerte de ser su actual objeto de deseo. Eso que lo averigüen los psiquiatras. Está mintiendo y puedo demostrarlo.

—¿Cómo? Ha contestado a todas tus preguntas.

—Sí, pero hay un detalle de este caso que nunca llegó a filtrarse porque sólo yo lo conozco. Quien mató a mi madre cogió una lata de refresco de nuestra nevera justo después de matarla y se la bebió. —Levantó la lata de San Pellegrino de naranja—. Era una de éstas. Dieciséis por ciento de zumo de naranja.

Mientras Irons asimilaba aquello y miraba boquiabierto a Spooner a través del cristal, Nikki dijo:

—Puede acusar a Hank el alérgico de lo que quiera. Pero ¿de la muerte de mi madre? De eso olvídese.

Cuando salió, el capitán Irons seguía mirando boquiabierto a su sospechoso estrella por el cristal.

Los detectives Raley y Ochoa estaban en sus respectivas mesas cuando Nikki volvió a la zona de trabajo de su brigada y se los llevó a una habitación del fondo, donde nadie pudiera oírles, y cerró la puerta.

—¿Quieres que llame también a la detective Hinesburg? —preguntó Ochoa.

—Venga —dijo Nikki—. Y también vamos a poner a Tam Svejda por el manos libres.

Después de reírse un rato, Nikki abrió la carpeta archivadora de acordeón que le había dado su padre. Los dos detectives se pusieron serios cuando Nikki les informó de la cuenta bancaria que tenía su madre a espaldas de su padre.

—No puedo daros más detalles sobre lo que esto podría significar, pero necesito alguien de total confianza que rastree (sin llamar la atención, pero concienzudamente) los movimientos de esta cuenta. Sobre todo en noviembre de 1999.

—Hecho —dijo Raley cogiendo los documentos.

—Y si se va de la lengua —dijo su compañero—, ya me ocupo yo de ponerle las pilas.

—Como si lo viera —dijo Raley.

Cuando salieron de la habitación Nikki se encontró con que Rook había acampado en su rincón habitual del despacho abierto. Señaló la placa y la pistola de Nikki.

—Es un placer verla de nuevo con el equipo completo, sheriff.

—No está mal. Aunque tampoco es París.

—Míralo así: menos cacas de perro que pisar.

—Qué bonito. Eres un artesano de las palabras y un poeta.

Heat convocó una reunión rápida para repasar la pizarra del caso. El detective Rhymer informó de que, según las comprobaciones que había hecho, Hank Spooner no había estado a bordo de ningún barco en las fechas de los asesinatos de los que confesaba ser autor. Aunque Nikki ya lo había eliminado como sospechoso de la muerte de su madre, decidió ir más allá y encargó a la detective Hinesburg que se asegurara de que permanecía bajo custodia hasta que se comprobara dónde había estado en la noche en que apuñalaron a Nicole Bernardin. Después la envió a Westchester County para que recorriera la estación de tren de Larchmont y enseñara fotografías de Nicole y de Spooner. La comprobación de la coartada se la encargó a Malcolm y Reynolds.

Heat estaba deseando poner al día a la brigada de la información que Rook y ella tenían sobre las actividades de su madre y de Nicole Bernardin para la CIA, pero no podía arriesgarse a que hubiera nuevas filtraciones. Ya se lo había contado a Ochoa, así que tendría que hacer lo mismo con Raley, Feller, Malcolm, Reynolds y Rhymer, pero por separado. No era así como a Nikki le gustaba hacer las cosas, pero es lo que ocurre cuando el jefe se acuesta con uno de los miembros de tu equipo, que además tiene línea directa con la sección de sucesos de la prensa amarilla.

Después de la reunión escuchó el mensaje que le había dejado Eugene Summers, el hombre joven que aparecía en la fotografía tomada en 1976 en Londres con su madre y Tyler Wynn. Cuando le preguntó a Rook si quería acompañarla a comer con él, éste se emocionó tanto que se puso en pie y allí mismo le hizo la coreografía de la Macarena.

—¡Madre mía, qué pintas! —dijo Eugene Summers mientras miraba aquella antigua fotografía suya—. ¡Por Dios! Y el ancho de la corbata… La bruja de El mago de Oz podría aterrizar en ella con su escoba y todavía habría sitio para tres monos voladores. —Le devolvió la foto a Nikki—. Yo quería mucho a tu madre, ¿sabes? Aquéllos fueron unos años maravillosos. Cindy era muy especial.

Nikki le dio las gracias por decir aquellas cosas mientras Summers daba un sorbo a su té helado y evitaba las miradas de otros clientes de la cafetería, que le reconocían por el programa de televisión por cable, un reality show sobre la vida de un mayordomo que a los sesenta y un años se había hecho famoso. Al parecer le había llamado uno de los directivos del estudio para el que había trabajado durante un verano en Londres. Tenía una idea para un programa de televisión parecido a Arthur, emparejando al meticuloso señor Summers con varios famosetes jóvenes de costumbres disipadas y aficionados a colocarse. Así nació Los caballeros la prefieren en cachimba, cuyo éxito convirtió a Eugene en la máxima autoridad de Estados Unidos en cuestiones de gusto y saber estar en todo, desde aseo personal a normas de etiqueta, pasando por maridaje de vinos.

En su mensaje, cuando le devolvió la llamada a Nikki desde su loft de Chelsea, Summers parecía encantado de tener noticias de la hija de Cindy Heat y accedía a quedar a comer. Rook también estaba encantado. No sólo era adicto al programa, sino que, de camino al restaurante, le había dicho a Nikki:

—¿Qué posibilidades crees que hay de que este sea uno de esos casos donde el asesino es el mayordomo? Porque eso sí que sería un titular para vender a cualquier periódico o revista.

Al llegar a la mesa Nikki escuchó los habituales cumplidos de cuánto se parecía a su madre. Rook, habituado a codearse con famosos de Hollywood y superventas del mundo de la música, se limitó a sonreír como un tonto mientras le estrechaba la mano a la estrella de la telerrealidad. Nikki rezó porque no la pusiera en evidencia pidiéndole que le sacara una fotografía con él.

Empezaron en tono más bien sombrío, con el pésame de Summers a Nikki por la pérdida de su madre y su asombro por las muertes de Nicole y, ahora, de Tyler Wynn.

—El domingo por la mañana me despertó una llamada en que me contaban lo de Tyler. Todavía no me lo creo. —Se sobrepuso y se enderezó un poco en la silla—. Sin embargo, me acuerdo de las palabras de Oliver Wendell Holmes, quien dijo: «Cuando los estadounidenses de buen corazón mueren, van a París».

A Nikki le resultó interesante que Summers estuviera al tanto de lo sucedido.

—¿Puedo preguntarle cómo se enteró de la muerte de Wynn?

—No fue directamente, sino por un conocido común.

—¿Eran amigos Tyler Wynn y usted? —preguntó Nikki.

—Lo fuimos, aunque llevábamos sin vernos… siglos. Pero Tyler era de esas personas que no se olvidan.

Heat dijo:

—Supongo que eso nos lleva a lo que quería hablar con usted. ¿Estaba usted en la red de niñeras de Tyler Wynn a la que pertenecía mi madre?

—No es que no quiera cooperar, detective, porque sí quiero —dijo Summers—, pero me está usted poniendo en una situación incómoda.

—¿Ha jurado no divulgar secretos? —preguntó Nikki.

—Lo haya jurado o no, soy extremadamente discreto. No se trata sólo de algo profesional, tengo mis principios. —Entonces vio la decepción en la cara de Nikki—. Pero no desespere, por la hija de Cindy estoy dispuesto a ser un poco flexible. Hablaré en términos generales o emplearé negaciones que serán en realidad afirmaciones. Por ejemplo, a la pregunta que me acaba de hacer, mi respuesta es que he jurado no decirlo. Y eso le aclara exactamente lo que quería saber. ¿O no?

—Muy bien —dijo Nikki.

Summers reparó en que Rook se había puesto a jugar distraídamente, como hacía a menudo, a pídola con el cuchillo y la cuchara y le miró con reprobación. Rook dejó de jugar y dijo:

—Vaya, igual que en el programa. ¿Te das cuenta, Nikki? Acabo de recibir la mirada castigadora de Summers. —A continuación le rogó al mayordomo—: Por favor, dígame la frase. sólo una vez, por favor.

—Muy bien. —Summers arqueó una ceja y dijo con voz altiva—: Menuda ordinariez.

—Es una pasada. —Rook rio de felicidad pero se detuvo cuando vio que Nikki le miraba y dijo—: Continúe por favor.

Nikki hizo una pregunta según las reglas establecidas:

—Dígame si, de haber pertenecido a esta red, sería usted capaz de recordar los nombres de algunos de los enemigos en cuyas casas se infiltró ésta.

—De haber sido parte de la red probablemente podría decir, así en líneas generales, que todos los espiados eran enemigos. Las labores de inteligencia a menudo se realizan de forma no oficial, así que los sujetos sometidos a vigilancia pueden ser diplomáticos o gentes de negocios con mucha información. O simplemente amigos de sociedad de un enemigo.

—¿Y qué hay de mi madre? De haber trabajado usted con ella, ¿sabría los nombres de las familias en las que se infiltró?

—Lo siento, de haber tenido alguna vez esa información, la habría olvidado. Y eso es así, ya habría tenido bastante con lo mío.

—¿Qué me dice de cuando se hizo la fotografía en Londres? ¿Estaba ella espiando a sus anfitriones?

—Eso tampoco lo sé.

—¿Lo mismo me dice de Nicole Bernardin?

—Me temo que sí.

Rook dijo:

—¿Puedo jugar yo también? Dice que, de haber tenido esa información, la habría olvidado. De haber estado en situación de averiguar a quién estaba espiando un compañero suyo, ¿cómo lo habría hecho?

—Muy bueno, señor Rook.

—Me duele la cabeza del esfuerzo que he tenido que hacer —dijo éste.

—Pues supongo que, al igual que ocurría con los amigos normales y corrientes en los años veinte que se dedicaban a viajar por Europa, los contactos sociales debían ser importantes. Entonces no existía Twitter, así que lo más probable es que se desarrollaran sistemas. El correo postal y el teléfono no podían ser, porque estaban sujetos a vigilancia, así que imagino… —hizo una pausa y guiñó un ojo— que los jóvenes con más iniciativa darían noticias sobre su paradero y pasarían la información de importancia mediante una serie de escondrijos de correo no ortodoxos. Llamémosles buzones secretos.

—Un buzón secreto —dijo Rook—. ¿Cómo, por ejemplo, un ladrillo suelto en la plaza del pueblo con una marca de tiza?

El famoso mayordomo esbozó una mueca sarcástica.

—Por favor, eso es de Superagente 86.

—Entonces, ¿cómo? —preguntó Nikki.

—Supongo —dijo Summers con un nuevo guiño— que cada miembro tendría su propio buzón y encontraría su propia manera de comunicar su localización secreta de manera que los malos no se enteraran.

A la cabeza de Nikki vinieron imágenes de los apartamentos patas arriba de su madre y de Nicole. Y también estaba la llamada de teléfono a los Bernardin de un tal señor Seagal preguntando por un paquete.

—Si supiera usted algo al respecto, ¿diría que mi madre o Nicole pudieron tener buzones en lugares que no fuera Europa? Por ejemplo, y estoy hablando hipotéticamente, aquí, en Nueva York.

—Eso no sabría decirlo. Para entonces yo ya habría dejado la red…, de haber estado en ella en algún momento, claro.

Otro guiño. ¿Por qué no?

—¿Y eso cuándo habría sido? —preguntó Rook.

—A finales de los noventa. —Y añadió entre risas—: De haber estado en ella.

—¿Habría estado usted todavía en Europa cuando mataron a mi madre?

—Allí estaba cuando me llegó la noticia, sí. —Summers estuvo pensando unos instantes y luego le dijo a Rook—: ¿Acaba usted de preguntarme si tengo coartada? —Después se volvió hacia Nikki—: ¿Para eso quería verme? ¿Para descartarme como sospechoso?

—No, para nada —dijo Nikki.

—Pues es la impresión que me da. Y tengo que decir que, como he acudido a esta cita por respeto y de buena fe, me siento insultado. Si quiere volver a hablar conmigo, tendrá que ser a través de mi abogado. Discúlpenme.

Los clientes del restaurante levantaron la cabeza de sus ensaladas de pera roja, pollo y gofres mientras Eugene Summers separaba su silla de la mesa y se marchaba furioso.

Rook se agachó y recogió la servilleta del mayordomo del suelo. La levantó y dijo:

—Menuda ordinariez.

Nikki pasó página en su cuaderno de espiral y anotó que alguien debía comprobar dónde había estado Eugene Summers en el momento de los asesinatos. sólo por si las moscas.

Acababa de dejar su Crown Victoria en doble fila en la calle 82 Oeste junto con el resto de coches de policía secreta, fuera de la comisaría, cuando Lauren Parry la llamó al móvil.

—¿Tienes un momento, Nikki? —Sonaba cautelosa y casi susurraba. Algo pasaba. Nikki le hizo un gesto a Rook para que entrara y se apoyó en el coche aparcado—. No te llamo precisamente para darte buenas noticias, Nik —dijo su amiga, la médico forense—. De verdad que lo siento muchísimo.

—¿Qué pasa?

—El análisis de toxicología que se le hizo a Nicole Bernardin se ha echado a perder.

—Vas a tener que explicármelo un poco mejor, Lauren. En mi vida he oído que un test de toxicología se echara a perder. ¿Qué quiere decir eso?

—Pues exactamente eso. Que algo ha ido mal en el laboratorio. Ya sabes que hacemos pruebas a la sangre y a otros fluidos usando gases para detectar sustancias químicas y toxinas en el organismo del fallecido.

—Si tú lo dices…

—Pues sí, eso es lo que hacemos. Y de alguna manera el gas estaba defectuoso. Las bombonas que nos llegaron estaban contaminadas y ahora no podemos analizar las sustancias químicas en el cuerpo de Nicole Bernardin. Me siento fatal. En mi vida me había pasado algo así.

Nikki dijo:

—No te fustigues. Las bombonas no las suministras tú, ¿verdad?

Lauren no se rio y se limitó a un abatido:

—No.

—Entonces, cuando solucionéis lo del gas volvéis a hacer el análisis toxicológico con otras muestras y ya está.

—No podemos, Nikki, ése es el problema. Esta mañana el cuerpo de Nicole Bernardin ha sido incinerado a petición de sus padres y enviado a Francia.

A pesar de la decepción y la frustración que sentía, Nikki trató a su amiga con la mayor delicadeza. Le dijo a Lauren que ni se le ocurriera sentirse responsable y que hablaría con ella más tarde para investigar lo ocurrido, puesto que resultaba algo sospechoso después de lo del guante desaparecido.

Los detectives Rhymer y Feller eran los únicos miembros de su equipo que estaban libres, así que cuando llegó a la comisaría Nikki les dijo que quería verlos de inmediato para ponerlos a trabajar en algo. Pero entonces vio que una luz parpadeaba en su mesa y decidió comprobar primero su buzón de voz.

El mensaje era de Lysette Bernardin, que llamaba desde París llorando. Entre su voz angustiada y el acento, al principio Nikki tuvo que esforzarse por entenderla, pero después todo resultó escalofriantemente claro. La señora Bernardin y su marido, Emile, querían saber cómo era aquello posible. ¿Cómo podía alguien haber incinerado el cuerpo de su hija en contra de sus deseos?