Cuando Nikki se despertó no podía moverse. Intentó deducir dónde estaba. Estaba demasiado oscuro para ver nada, pero sabía que estaba tendida de lado, en posición casi fetal. Sentía calambres en las rodillas por tenerlas tan cerca del pecho, pero cuando trató de estirar las piernas no pudo; tenía las suelas de los zapatos tocando una pared. Se estremeció. Era exactamente la misma postura en la que había encontrado a Nicole Bernardin dentro de la maleta de su madre.
Le picaba el brazo donde le habían clavado una aguja, pero cuando intentó rascárselo algo la detuvo. No necesitaba ver para saber qué pasaba. Estaba esposada.
Para comprobar de qué rango de movimiento disponía, tuvo que dar un tirón a las esposas. Entonces la invadió una extraña sensación que le hizo preguntarse si no estaría alucinando por efecto de alguna droga que le hubieran inyectado. Y es que las esposas… le devolvieron el tirón.
—Estás despierta, qué bien —dijo Rook—. ¿Puedes hacerme un favor? Me estás clavando el codo derecho en las costillas.
Todavía confusa por la sedación, Nikki tardó unos instantes en procesar todo aquello. Dondequiera que se encontrara, Rook también estaba, encajado cerca de ella. O debajo. O un poco las dos cosas. Acercó al cuerpo el brazo derecho todo lo que pudo.
—¿Mejor?
—En la gloria.
—Rook, ¿sabes dónde estamos?
—No estoy seguro, me dieron algo para dejarme KO. Noté un pinchacito que me dio bastante gustirrinín…
—¿Quieres parar?
—Lo siento, me sale solo. Bueno, pues a juzgar por el aroma a llantas de acero, yo diría que o bien estamos en un menage à trois con el muñeco Michelin o nos han metido en el maletero de un coche.
Nikki no percibía ni movimiento ni ruido de motor. Entonces intentó hacerse una idea del espacio lo más aproximada posible sin ver.
—¿Sabes si el maletero de estos coches puede abrirse desde dentro?
—No. Ignoro si las estipulaciones de seguridad francesas lo incluyen o no —dijo Rook.
—Pues vamos a palpar a nuestro alrededor a ver si damos con alguna palanca. Y sin chistecitos, por favor. —Ambos intentaron mover las manos, pero las tenían inmovilizadas—. Rook, ¿estamos esposados el uno al otro?
Rook no contestó, sino que se quedó callado. A continuación dio un tirón a las esposas de Nikki.
—Flipante.
Nikki le ignoró y se pasó los dedos por las muñecas para evaluar la situación.
—Me parece que la cadena de mis esposas pasa por dentro de la cadena de las tuyas. ¿Se te está clavando?
—Un poco, pero lo aguanto. De hecho, en mis fantasías con esto había pompones y estampado de leopardo, pero, oye, ya sabes que yo me conformo con poco.
—Chis. Escucha.
Del exterior llegaba el ruido de un coche acercándose despacio por un sendero de grava y frenando con un chirrido. Oyeron pisadas y voces ahogadas y después el pitido de un mando a distancia seguido del chasquido del maletero abriéndose. Unas manos cogieron las esposas y tiraron de ellas; eran de los mismos hombres que los habían capturado.
Con piernas temblorosas, Nikki se protegió los ojos de los potentes faros del Mercedes e intentó pensar en un plan de huida. Rook se colocó a su lado masajeándose las muñecas. Nikki notó que también él se estaba haciendo su propia composición de lugar.
La cosa no pintaba bien. Estaban solos, desarmados y debilitados por las inyecciones que les habían puesto, en un bosque desconocido y en plena noche, frente a cuatro matones forzudos que ya habían demostrado ser unos profesionales y que seguramente llevaban armas. Y además en el coche parecía haber más gente. Nikki esperó mientras inhalaba el olor a sudor y a colonia barata de sus captores y decidió desistir por el momento, en la esperanza de que hubiera una oportunidad mejor. Y en la esperanza también de que aquéllas no fueran las mismas personas que se habían ocupado de Tyler Wynn.
Dirigió una rápida mirada a Rook como diciéndole «tranquilo» y éste bajó la barbilla en gesto de asentimiento. Después ambos miraron mientras la puerta del copiloto del Mercedes se abría y del interior salía otro tipo corpulento. Éste le abrió la puerta a uno más bajo y rechoncho ataviado con un sombrero de fieltro de ala corta que avanzó hasta situarse en plena luz de los faros, de manera que sólo se veía su silueta mientras su guardaespaldas esperaba a poca distancia a su lado. El hombre se quitó el sombrero y dijo:
—¿Querías hablar conmigo, chavalote?
—Madre mía —dijo Rook—. ¡Anatoly!
La silueta dio un paso al frente con los brazos abiertos y Rook corrió a su encuentro, lo que hizo a Nikki ponerse en situación de alerta, aunque nadie hizo nada por detenerle. Los dos hombres se abrazaron y se enzarzaron en una serie de palmadas en la espalda, risas e insultos del tipo «que cabrón», «no, qué cabrón tú», que se repitieron varias veces.
Cuando la efusividad del reencuentro hubo remitido un poco, Rook dijo:
—Nikki, éste es Anatoly. ¿Ves como sí que me conoce? —Le pasó un brazo por los hombros a Anatoly—. Ven, quiero presentarte a alguien. Ésta es…
—Nikki Heat. Sí, lo sé.
—Pues claro que lo sabes —dijo Rook—. Nikki, saluda a mi viejo amigo, Anatoly Kijé.
El ruso extendió una mano encallecida que Nikki estrechó. El conductor del Mercedes apagó el motor y bajó la intensidad de las faros. Mientras sus ojos se habituaban a la nueva luz, Nikki estudió a Kijé. Tenía una complexión corta y cuadrada y una cara de viejo bulldog que habría encajado a la perfección al lado de Brezhnev en un desfile del Día de los Trabajadores en la plaza Roja. El pelo, extrañamente negro para un hombre de su edad, estaba coronado por un tirabuzón sujeto con tanta laca que el sombrero no lo había movido. Bajo un rudo seto de cejas artificialmente negras, sus ojos eran juguetones, ojos de mujeriego. Nikki había visto a muchos hombres como él en Estados Unidos, pero no se dedicaban a secuestrar a gente en la calle, sino que instalaban piscinas a medida y suelos de terrazo en Long Island y Jersey. Se preguntó si también limpiarían alfombras.
—Un placer conocerla.
—Se ha tomado muchas molestias, eso desde luego —dijo Nikki—. Si nos hubiera llamado por teléfono, habríamos podido quedar a tomar un café.
—Pido disculpas. —El espía hizo una leve reverencia y después le soltó la mano a Nikki con delicadeza—. Es lo que se llama exceso de cautela. Así es como uno consigue cumplir sesenta años en mi oficio.
Nikki dijo:
—¿Se refiere al de importaciones y exportaciones?
—Ah —dijo el ruso riendo y señalándola—. Me gusta, chavalote. Tiene arrestos, ¿eh?
—Desde luego.
Anatoly consultó su reloj y echó una rápida ojeada al bosque.
—Dime, Jameson, para no reteneros demasiado tiempo. ¿De qué querías hablar conmigo? ¿Para otro artículo por el que a ti te darán un premio y yo no cobraré un duro? —preguntó riéndose.
Rook dijo:
—Estoy intentando verificar algunos detalles sobre una antigua red que pudo funcionar aquí en París. Ya sabes cómo trabajo yo, Anatoly. No voy a poner en peligro la seguridad nacional ni arriesgar la vida de nadie, aunque no creo que aquí exista ese riesgo, porque creo que se trata de una operación ya inactiva.
—Déjame adivinar. —El ruso sonrió a Nikki mientras le hablaba a Rook—. ¿A que tiene que ver con el trabajo que hacía la madre de tu amiga?
—Eres clarividente, chavalote —dijo Rook.
—Eso me parecía a mí. Y para qué perder el tiempo, cuando podemos ir directamente al grano. —Llegó un ruido del bosque, probablemente una rama cayendo de un árbol, pero Kijé miró a uno de sus guardaespaldas y dos de ellos desaparecieron en la oscuridad para ir a investigar.
—Entonces ¿mi madre participaba en alguna clase de actividad clandestina? —dijo Nikki en un intento por centrarse en el tema de conversación.
—Desde luego. La primera vez que supe de ella fue cuando me destinaron aquí en el 72 como enlace para temas de agricultura con la Unión Soviética.
Rook simuló que tosía.
—La KGB, vamos.
—Qué chico tan listo. Me encanta. —Kijé hizo como que boxeaba con Rook y se volvió hacia Nikki de nuevo—. ¿Contesta eso a tu pregunta?
—Depende de lo que esté dispuesto a contarme. —Le sostuvo la mirada de una manera que decía: «Quiero más y lo sabes»—. Y por las molestias que se ha tomando trayéndonos hasta aquí…
—Es un toma y daca, ¿no? El precio de quedarme con la conciencia tranquila es ayudarte a ti a hacer lo mismo. ¿Qué más quieres saber?
—A mi madre la asesinaron.
—Lo siento muchísimo.
—Fue hace diez años en Estados Unidos. Pero eso usted ya lo sabía, ¿a que sí? —dijo Nikki—. Estoy tratando de descubrir si aquello tuvo que ver con el hecho de que fuera una espía.
—Nikki Heat, no insultemos mutuamente nuestras inteligencias. Tú ya piensas que existe una relación. Lo que quieres que yo te diga es cómo. —Hizo una pausa y añadió—: Y la verdad es que no lo sé.
—Anatoly Kijé, chavalote —dijo Nikki—, por favor, no insultes mi inteligencia. Sí que lo sabes.
—He oído rumores, eso es todo, y, de ser ciertos —dijo apuntando al aire con un dedo para dar más énfasis a lo que decía—, podrían haberle costado muy caro.
Rook dijo:
—Venga. Cuéntanos lo que has oído.
Anatoly se distrajo un momento cuando los dos guardaespaldas volvieron de su inspección y declararon que todo estaba en orden. Algo más relajado, le dijo a Nikki:
—Se rumoreaba que tu madre se había convertido en agente doble.
Heat se puso a mover la cabeza de un lado a otro con vehemencia.
—No, ella nunca habría hecho una cosa así.
—Desde luego para mí no, y mira que lo intenté. —Sus ojos de sinvergüenza brillaron traviesos—. Pero hay gente que se pasa al otro lado, algunos por ideología, otros porque están siendo chantajeados. En la mayoría de los casos, según mi propia experiencia, por el dinero. La verdadera razón por lo común hay que buscarla en el banco y no en el corazón. —Nikki seguía negando con la cabeza, pero el ruso insistió—: Has hecho la pregunta, dorogaya moya. La percepción general sobre tu madre, verdadera o no, era que tenía ciertos contactos y actividades «extracurriculares».
—Y yo le digo que mi madre jamás habría trabajado para otro país que no fuera Estados Unidos.
—No siempre se trata de trabajar para otro Gobierno. Existen otras entidades, ya lo sabes. En los últimos diez años este negocio ha cambiado mucho. —Aquel rudo espía ruso, que sin duda había administrado palizas y pegado algún que otro tiro en oscuros callejones, se puso pensativo al hablar de los nuevos tiempos. Nikki podía entender que un espía a la vieja usanza como él no encajara bien en los profesionales más modernos y refinados que comían sushi, hacían yoga y extraían la información que necesitaban de terminales informáticas ocultas en sótanos.
Pero Kijé había sobrevivido, más o menos. La piel hinchada de su rostro le dijo a Nikki que se enfrentaba a las incertidumbres de los nuevos tiempos ayudado por una botella de Stoli. Pero lo que a ella le interesaba era obtener más información.
—¿Qué quiere decir con lo de «otras entidades»?
—Te diría que se lo preguntaras a Nicole Bernardin, pero no puedes, ¿verdad?
—¿Qué sabe usted de Nicole Bernardin?
—Sé que, al igual que tu madre, Nicole trabajó con personas fuera de los límites del Gobierno.
Rook intervino de nuevo:
—Pero vamos a ver. Si la madre de Nikki se hubiera pasado al otro lado… —Casi podía oír la adrenalina circulando por las venas de Nikki, así que añadió—: O si hubiera dado esa impresión, ¿qué habría hecho la CIA? ¿Intervenir?
—Es poco probable —dijo el ruso—. Desde luego no en suelo estadounidense.
—¿Quién entonces? —preguntó Nikki consciente de la posibilidad de que podría haber sido precisamente el hombre que tenía ahora enfrente.
—¿Que quién la pudo haber matado? —Se encogió de hombros—. Como he dicho, los tiempos han cambiado. No tendría por qué ser necesariamente un Gobierno.
—¿Pudo ser la misma persona que mató a Tyler Wynn? —preguntó Rook.
—¿Quién sabe? Sea como sea, es una lección sobre este oficio. Nunca puedes retirarte. Yo lo intenté una vez y no salió bien. Por eso tengo que montar todo este número cada vez que quiero reunirme con alguien. —Hizo un gesto en dirección al bosque y a la noche.
—¿Incluso si son viejos amigos? —preguntó Rook.
—¿Estás de broma, chavalote? Precisamente los viejos amigos pueden ser los más letales.
Nikki dijo:
—Tiene que conocer algunas de las misiones en las que trabajó mi madre. Y Nicole.
Nikki había hecho los suficientes interrogatorios a lo largo de su vida como para saber, cuando el espía entrecerró los ojos pensativo, que sí lo sabía y que estaba considerando cuánto debía revelarle exactamente a aquella amiga de Jameson Rook e hija de una agente de la CIA. Después algo le distrajo.
Kijé se puso a escuchar en la oscuridad y pronto sus guardaespaldas estuvieron haciendo lo mismo, escudriñando el horizonte igual que lobos en busca de alimento. O ante el peligro. Nikki y Rook también escucharon y pronto les oyeron murmurar:
—Beptoπët.
Rook iba a traducir pero para entonces también Nikki lo había oído. Un helicóptero. Intentó atraer de nuevo la atención de Kijé, pero el Mercedes de éste ya estaba en marcha.
—¿A qué actividades extracurriculares se refería? —preguntó Nikki.
El guardaespaldas abrió la puerta trasera del coche y la sujetó para que entrara Kijé. El pequeño ruso le estrechó la mano a Rook y le dio una rápida palmada en la espalda.
—Hasta la próxima, chavalote. ¿De acuerdo? —y saludó con la cabeza a Nikki—. Un placer, Nikki Heat.
Las portezuelas de los dos Peugeot empezaron a cerrarse mientras el resto de guardaespaldas tomaba asiento dentro. La frustración de Nikki crecía al darse cuenta de que, por segunda vez, iba a quedarse sin esa respuesta de la que estaba ya tan cerca. Kijé corrió hacia su lado del coche.
—Anatoly, por favor. Al menos deme alguna pista.
—Ya te lo he dicho. Mira en el banco —dijo Kijé y se agachó para entrar en el vehículo.
—Eso ya lo sé, pero deme algo más. ¡Por favor!
Kijé se detuvo y asomó la cabeza por encima de la puerta abierta. Dijo:
—Entonces piensa en las otras cosas que te he dicho. Lo de que estamos en una nueva era.
Eso fue todo.
El guardaespaldas cerró la puerta de Anatoly y ocupó el asiento del copiloto. Los tres coches trazaron un semicírculo alrededor de Nikki y Rook levantando un rastro de polvo. El Peugeot que iba en último lugar se detuvo para que el Mercedes pudiera ocupar su sitio en el centro del convoy, y después todos se alejaron a gran velocidad con las luces apagadas.
Heat y Rook masticaron la fina nube de polvo que flotaba a su alrededor iluminada por la luna envolviéndolos en una pálida niebla. Cuando la nube se aclaró, Nikki vio algo que brillaba en el suelo cerca de ellos y encontró sus teléfonos móviles, a los que habían quitado las baterías para impedir que emitieran una señal de GPS. Mientras volvían a ponerlas y encendían los aparatos, el helicóptero pasó de nuevo y siguió su camino, aparentemente sin ningún interés ni prisa alguna. Nikki se detuvo para verlo volar, ocultando la luna de París. Reparó en que iba al menos medio lleno.
A la noche siguiente Nikki vio salir la media luna detrás de la terminal A1 del aeropuerto JFK mientras subía con Rook al taxi particular que había llamado éste para que los llevara a Manhattan. A pesar de sus reticencias a la hora de dejar Nueva York por París, tenía que reconocer que Rook había estado en lo cierto. Aquel corto viaje había dado un impulso a los dos casos. No lo bastante para Nikki —para Nikki nada era nunca bastante— pero la asombrosa información, aunque incompleta, que había obtenido allí serviría para llenar importantes huecos en las dos pizarras. Lo que le preocupaba ahora era adónde ir. Había una calle que sabía que tenía que explorar y, aunque le dolía, decidió hacerlo en ese mismo momento.
—Hola, papá. Soy yo —dijo cuando Jeff Heat contestó el teléfono. Para darle alegría a la conversación, añadió—: ¿Qué haces en casa un sábado por la noche?
—Tener el contestador puesto para no coger más llamadas de esos idiotas de periodistas que quieren entrevistarme.
—No me digas. ¿Tan mal está la cosa?
—No paran. Son peor incluso que los televendedores. Espera un momento. —Nikki escuchó cubos de hielo tintinear en un vaso y se imaginó a su padre situado en su butaca de cuero combatiendo el estrés con otro cóctel—. Hasta la rubia tonta ésa del Ledger se ha presentado esta mañana aquí. Ha debido de colarse en la urbanización detrás de algún residente. Esos cretinos no entienden lo que es la intimidad.
—Bueno, ya sabemos que los periodistas son todos una basura. —Rook ladeó la cabeza y le dirigió una mirada. Luego, sin embargo, pareció pensárselo un instante y asintió—. Escucha, papá, ¿vas a estar en casa mañana? Quería pasarme y que volviéramos a hablar. Me he enterado de unas cuantas cosas sobre mamá que creo que te interesarán.
Eso y que quería pedirle que viera con ella las fotos de la caja que le había dado Lysette Bernardin eran excusa suficiente para hacerle una visita. Pero su verdadero plan era aprovechar la ocasión para abordar otros temas con él cara a cara. Acordaron una hora y se dieron las buenas noches. Nikki pulsó el botón de colgar con remordimientos por no haber sido sincera con su padre sobre su verdadera razón para querer verlo. Se preguntó si su madre habría sentido esa clase de escrúpulos cada vez que les ocultaba información. Y también se preguntó si, después de todo, Rook no tendría razón cuando decía que en ese aspecto ella se parecía a su madre.
El detective Ochoa acababa de dejarle un mensaje en el buzón de voz desde su extensión en la comisaría 20.
—Me sorprende encontrarte ahí esta noche, Miguel —le dijo.
—Alguien tiene que hacerse cargo del caso mientras Rook y tú os dedicáis a beber vino y comer caracoles, ¿no te parece?
—Pues se acabó el hacer el vago. Ya estoy de vuelta y dispuesta a arreglar todos los estropicios que hayáis hecho.
El detective Raley se coló en la conversación y dijo:
—¿Me has traído algún regalo?
—¿Tú también estás trabajando, Sean? Bueno, espero estar de vuelta a tiempo para ver explotar al capitán Irons cuando le pasen el informe de horas extra.
—Oye —dijo Raley—, ¿sabes que el hombre de hierro se ha pasado por aquí esta noche?
—¿Irons? ¿En fin de semana?
Ochoa dijo:
—Sí, ha venido con la detective Hinesburg hace una hora. Los dos se encerraron en su despacho, estuvieron escuchando algún tipo de grabación en el teléfono de él y después salieron como si tuvieran muchísima prisa.
Raley dijo:
—Ya le he dicho a Ochoa que probablemente estaban llamando a información para enterarse de a qué hora ponen Atrapados en el jacuzzi.
Todos rieron, pero lo cierto era que cualquier actividad de Irons preocupaba a Nikki, sobre todo si también estaba metida en ella Sharon Hinesburg.
Los Roach la pusieron al día de las novedades del caso.
—Por fin las autoridades francesas me han confirmado esa llamada que los Bernardin dijeron haber recibido el domingo pasado por la noche de aquel misterioso señor Seagal —empezó a contar el detective Raley—. En su teléfono aparecía como una llamada internacional, pero por desgracia era un móvil de ésos de usar y tirar, así que el rastro termina ahí.
La decepción de Heat se mezcló con alivio al comprobar que Emile Bernardin había dicho la verdad. Claro que habría preferido que aquella pista la condujera hasta Seagal, pero al menos tenía la satisfacción de saber que la credibilidad de los Bernardin estaba fuera de duda.
—¿Apareció el guante?
—Negativo —dijo Ochoa—. Si prometes no decírselo a nadie, tenemos un plan B para este tema.
—Primero me lo contáis y luego os digo si puedo o no prometerlo.
Ochoa vaciló un instante y dijo:
—El detective Feller está investigando por su cuenta. Aunque Irons inmediatamente se agencia cualquier investigación que huela a pista definitiva para resolver el caso…
—Incluido el guante —añadió Raley.
—… Feller está recurriendo a gente que le debe favores para que echen un ojo en el Departamento Forense que le permita averiguar lo que pasó con el guante.
Raley dijo:
—Ya sabes cómo es Feller. Después del tiempo que pasó en las calles con esos matones de la Brigada de Taxis, ahora le cuesta asumir las jerarquías.
—Entonces, ¿está ignorando las órdenes directas del capitán? —preguntó Heat.
—Pues sí —dijeron los Roach al unísono.
—Pues me alegra estar de baja forzosa, porque si no tendría que hacer algo al respecto.
Cuando colgó, Rook dijo:
—¿Quién está desobedeciendo a Wally Irons y cuándo puedo felicitarle personalmente? —Pero antes de que Nikki pudiera contestar reparó en que estaban dejando la autopista por la salida de Van Dam—. Perdone, conductor. ¿No vamos a coger el túnel de Midtown?
—Lo han cerrado mientras reparan los daños del terremoto.
Nikki miró por la ventanilla pero no vio conos señalizadores, luces intermitentes ni tampoco vallas portátiles naranjas que indicaran obras.
—¿Está seguro?
A su espalda el tráfico de la autovía de Long Island fluía a buen ritmo hacia la zona de peaje situada a la entrada del túnel.
El conductor cruzó Van Dam y a continuación dio la vuelta para coger una calle lateral a suficiente velocidad como para que el hombro de Nikki chocara con el de Rook, y después se desvió de nuevo para coger una carretera de servicio que llevaba a una zona industrial de tiendas de una y dos plantas de piezas de coches y talleres de reparación.
Rook preguntó:
—¿Por qué no coge la autopista de Brooklyn a Queens hasta el puente de Williamsburg?
Pero el conductor no contestó. Los pestillos de las puertas se cerraron y giró de nuevo abruptamente para enfilar una calle y después entrar en las cocheras de un depósito de camiones. El conductor salió del coche y les dejó dentro mientras las puertas dobles de acero del garaje se cerraban y dejaban el lugar completamente a oscuras. Una vez más Nikki se llevó la mano a la cadera, comprobó que no llevaba nada y se puso a echar pestes.
—Una cosa sí te voy a decir —dijo Rook en la oscuridad—. Es la última vez que llamo a esta empresa de taxis.
Una única lámpara fluorescente parpadeó y proyectó una luz azul y enfermiza sobre dos hombres vestidos de traje que bajaban la rampa que salía de una furgoneta al otro lado del almacén. Caminaron con tranquilidad pero también con decisión y ritmo hacia el coche. La luz fantasmagórica del tubo fluorescente del techo resaltaba el blanco de sus camisas sobre sus trajes y corbatas. Cuando estuvieron cerca, el del traje marrón levantó su identificación y la pegó contra el cristal de la ventana para que Heat y Rook pudieran verla.
Decía: «Bart Callan. Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos».
Estaban sentados en sillas plegables metálicas dentro de la furgoneta observando cómo dos técnicos con bata blanca al fondo tomaban muestras de todas sus maletas y después las pasaban por escáneres infrarrojos. Una vez todas las prendas eran olisqueadas electrónicamente, se guardaban en una bolsa de plástico hermética, como prueba. Los técnicos habían hecho lo mismo con las muestras que les habían tomado de las manos y de los zapatos.
—Yo no es por criticar al Gobierno federal —dijo Rook—, pero ¿no se supone que esto hay que hacerlo antes de subir al avión?
El agente Callan dejó el escáner y fue hasta donde estaba Rook. Tenía aspecto de hacer triatlones porque los maratones le resultaban demasiado fáciles.
—Señor Rook, resérvese las ocurrencias para cuando salga otra vez en el programa de Anderson Cooper. Aunque no podrá hablar de esta reunión ni allí ni en ninguna otra parte, puesto que es información clasificada. Los dos van a tener que firmar un papel.
Se metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre sus talones, lo que en lenguaje corporal quería decir: «Aquí mando yo».
Heat se volvió para estudiar al compañero de Callan, que estaba sentado a un lado, observando. No debió de gustarle la forma en que Nikki le sonrió, con complicidad, porque apartó la mirada. Nikki se volvió entonces al macho alfa.
—¿De qué va esto, agente Callan? Yo soy agente de policía. No tiene ninguna razón para retenerme aquí.
—Me parece que eso no lo decide usted, detective Heat. —Su tono era natural, no amenazador. Parecía demasiado seguro de sí mismo para recurrir a la intimidación. Desprendía esa clase de autoridad que viene de la dedicación profesional y no del ego. Pero era evidente que también disfrutaba llevando la batuta—. Tengo algunas preguntas para las que quiero respuestas. Veremos qué tal las contestan y entonces hablaremos de cuándo podrán irse.
Rook no pudo evitarlo.
—Estupendo, porque quiero pasarme por la tienda Apple del SoHo antes de que cierre, a ver qué tal es el iPad ése que ha salido nuevo.
Nikki miró a Callan y se encogió de hombros como diciendo: «¿Qué quiere que le haga?», y el agente respondió con un asomo de sonrisa. Apoyó una cadera en la mesa de metal que había preparado como lugar de trabajo dentro de la furgoneta y sacó una carpeta.
—Dos días en París. Eso es lo que yo llamo un viaje relámpago.
—¿No decía que quería preguntarnos algo? —fue todo lo que contestó Nikki.
—¿Me lo va a poner difícil, detective?
—Esta reunión la ha organizado usted, agente.
Rook se frotó las manos.
—Esto es genial. Como un combate de artes marciales. Y hasta tenemos sillas plegables.
Hubo un tiempo muerto mientras Callan estudiaba a Nikki. En circunstancias normales ésta no se resistiría demasiado a dar información a un agente federal, pero en aquella situación el instinto le decía que era lo correcto. Aparte de que no conseguía quitarse de la cabeza el hecho de que los habían secuestrado, estaba la voluntad de proteger a su madre, una vez se había enterado que se rumoreaba que había sido agente doble. Y además, siendo francos, había muchas cosas que todavía ignoraba. Así que decidió que si le daba trabajo al Departamento de Seguridad Nacional, al final saldría ganando.
Bart Callan cambió entonces de técnica y sustituyó la charla amistosa por un tono más profesional.
—Quiero que me diga a quién vio y qué hizo mientras estuvo en París.
—¿Por qué? —preguntó Rook.
—Porque lo estoy preguntando. Y se lo estoy preguntando a ella.
Para ver qué podía sonsacarle a Callan, Nikki dijo:
—Quizá si pudiera ser un poco más concreto… ¿Hay algo que le interese en particular? Hicimos un montón de cosas en dos días.
Aquello se había convertido en una partida de ajedrez entre dos interrogadores expertos, y el agente Callan sabía que no lo tenía fácil. Probó una nueva táctica, para ver cómo reaccionaba Heat a una exhibición de poder. La paranoia era un arma efectiva para desconcertar a un sujeto que está siendo interrogado. Sacando como quien no quiere la cosa una hoja de la carpeta, leyó:
Sujeto B: «Yo no le he matado, le has matado tú». Sujeto A: «¿Te importa no decir eso?». Sujeto B: «Es que es verdad. Estarás contenta».
Heat evitó mirar a Rook a los ojos porque sabía que eso era precisamente lo que Callan buscaba. El agente continuó:
Sujeto B: «Tendrías que estar feliz no solo de saber que tu madre sí llevaba esa doble vida que tú le suponías, pero no porque estuviera teniendo una aventura amorosa. Y no me digas que no mola: era la espía de la familia, igual que Arnold en Mentiras arriesgadas. No, espera, todavía mejor: Cindy Heat era como Julia Child en la Segunda Guerra Mundial cuando espiaba para los servicios de inteligencia estadounidenses».
—¡Cómo se atreve! —saltó Heat, que se arrepintió en cuanto lo dijo, pero no había podido evitarlo. La alusión a su madre había sido un cebo y ella había picado al instante.
El agente Callan se apresuró a aprovechar aquel punto débil: «Sujeto A: “Vale, reconozco que eso es algo”».
—Ya sabía yo que ese taxista no era de fiar —dijo Rook—. ¿Qué hizo, grabarnos durante todo el camino al hospital?
El agente de Seguridad Nacional sonrió y sacó otro papel. Éste era de la Brasserie Lipp:
Sujeto B: «Hagamos un repaso de tus mejores amigos: Petar, Don, Randall Feller… Has mencionado tres. ¿No hay más?».
Sujeto A: «Rook, ¿de verdad quieres que te diga con cuántos tíos me he acostado?».
Callan agitó unas cuantas hojas y miró a Heat y a Rook.
—¿Creen que eso es todo lo que tenemos?
Para entonces Nikki se había tranquilizado y había logrado tomar distancia de aquella invasión a su intimidad para recuperar terreno.
—Si tienen todo lo que necesitan, entonces no les hacemos falta.
—Quiero saberlo todo de sus encuentros. ¿Con quién se vieron en el bosque de Vincennes anoche?
—Ah. O sea, que no tienen tanto como dice —dijo Nikki.
—Le estoy pidiendo que coopere conmigo. Llevamos el mismo uniforme, detective.
—Si estuviéramos en el mismo equipo, me daría algo de información. Por ejemplo, ¿qué hacía Nicole Bernardin antes de que la mataran y para quién lo hacía?
—Por ahí no voy a entrar —dijo Callan.
—¿Quién quería verla muerta?
—Déjelo, Heat.
—¿Quién es Seagal?
—Aquí el que pregunta soy yo. —Callan usó su voz autoritaria, pero saltaba a la vista que la mención de aquel nombre le había alterado. Un aumento casi imperceptible de la tensión.
—¿Es usted Seagal?
—No pienso abrir la boca.
—Entonces nosotros tampoco —dijo Heat. Era una apuesta arriesgada, pero con todo lo que había en juego, decidió seguir hasta el final. El agente se dio cuenta y se volvió hacia Rook.
—Entonces le preguntaré a usted. ¿A quién vieron y de qué hablaron?
—Eso son asuntos privados. Quiero hacer valer mis derechos como periodista amparados por la Constitución de Estados Unidos.
Callan regresó a Heat.
—Entonces, que quede claro: ¿Se niegan a colaborar en una investigación que afecta a la seguridad nacional?
—Estoy dispuesta a colaborar con una investigación oficial —dijo Nikki—, pero un agente que actúe según la ley entraría por la puerta principal en vez de recurrir al secuestro y a la intimidación. ¿Es esto siquiera oficial? Porque lo único que veo es un almacén alquilado y dos vaqueros en una furgoneta con un kit forense. Agente Callan, vaya usted por los canales oficiales y seré toda suya. Si no, prepárese para un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con sillas plegables.
El agente Callan cerró la carpeta y la utilizó para darse golpecitos en el muslo mientras se mordía el interior de la boca. Miró a su socio, quien se limitó a asentir.
—Muy bien —dijo—. Pueden irse.
Pero mientras recogían el equipaje, añadió:
—Una cosa, Rook. Puede ampararse bajo la Constitución, pero déjeme que le diga algo: teniendo en cuenta en lo que andan metidos los dos, es posible que esa protección termine sirviéndole de muy poco.
Esa noche decidieron que cenarían en casa. Heat quería trabajar y los dos tenían antojo de la famosa pasta carbonara de Rook. Mientras Nikki estudiaba sus notas en la mesa del comedor del loft de Rook, éste se dedicaba a cortar y trocear en el otro extremo.
—Hazme un favor —dijo—. Ten cuidado con dónde pisas. La figurilla de Scotty el perrito, el que vive encima de la mesa junto al sofá, puede ser una de las víctimas del terremoto. Está missing.
—Pobrecito Scotty… Estaré atenta. —Nikki se agachó y recorrió la habitación sin encontrarla hasta terminar en la cocina—. Hum…, qué bien huele el beicon. ¿Cuánto falta?
—En cuanto el agua empiece a hervir. Y, por favor, no toques la cazuela.
Demasiado tarde: Nikki ya estaba levantando la tapa.
—Me parece que has puesto demasiada agua.
—En su sitio de Internet, Alton Brown dice específicamente que la pasta no debe hervirse en menos de tres litros y medio de agua. —Le quitó la tapa a Nikki y volvió a ponerla en su sitio—. ¿Por qué no me dejas rallar el parmesano tranquilamente y tú te relajas y te dedicas a encontrar al asesino?
Mientras cocinaba, el ruido del rotulador de Nikki arañando la pizarra blanca que habían bautizado Pizarra Sur se mezclaba con los golpes del cuchillo de cocina en la tabla de cortar.
—La hora del test, Rook. ¿Qué hemos aprendido del secuestro de los Servicios de Seguridad Nacional?
—¿Quieres decir aparte del hecho de que viajar contigo es siempre un peligro? Hemos sacado que estamos a punto de descubrir algo gordo. Por eso nos hacen tanto caso.
—Tanto que hasta se han molestado en espiar nuestras conversaciones y seguirnos a París. ¿Reconociste al compañero de Callan?
Rook pareció desconcertado, pero intentó disimular.
—Sí, claro. Esto…, no tengo ni idea.
—Espabila, Rook. Era el tipo del traje azul que estaba a la puerta del café la otra mañana haciendo como que mataba el tiempo liándose un cigarrillo. ¿No te fijaste en cómo desvió la mirada cuando me fijé en él?
—Sí, por supuesto —mintió Rook.
—Seguridad Nacional está nerviosa por algo. Y todo eso de espiarnos e interrogarnos me hace pensar que todavía no saben de qué va la cosa.
—Y que lo digas. Con cada pregunta que nos hacían dejaban más claro que no tienen ni idea. ¿Y viste la cara que puso cuando hablaste de Seagal? ¿Y a qué viene eso de tomar muestras de todo? —Rook miró a Nikki a través del vapor que subía de la cazuela y la vio rodear con un círculo «Seguridad Nacional: ¿muestras?» en la pizarra—. ¿A qué viene ese comportamiento propio de una situación de alarma nacional?
—No lo sé, pero creo que debemos continuar con lo que estamos haciendo, porque está claro que funciona.
Rook repartió los espagueti en forma de abanico en la cazuela de agua hirviendo y sonrió satisfecho.
—¿Te refieres a cosas como ir a Boston y a París?
—Sí —dijo Nikki—. Qué ideas tan buenas tuve, ¿verdad?
—Geniales —dijo Rook—. Geniales.
Jeff Heat llevaba los dos calcetines del mismo color, lo que complació a su hija, que en aquel momento no estaba preparada para que su padre empezara con demencia senil. Quizá el que le hubiera llamado la noche anterior esta vez le había dado la oportunidad de prepararse mejor para la visita. Pero cuando lo tuvo sentado a su lado en el sofá en Scarsdale, aquella tarde, repasando la caja de viejas fotografías, Nikki se dio cuenta de que incluso con los pantalones caqui planchados y recién salidos de la tintorería, un suéter color pastel muy primaveral y un buen afeitado, su padre parecía mucho más mayor de lo que en realidad era.
Cada vez que se detenía en una fotografía, Nikki le preguntaba:
—¿Te suena de algo?
Entonces el padre negaba con la cabeza, pero dudaba un momento antes de pasar a la siguiente. Nikki no tardó en comprender lo que pasaba. Jeff Heat no reconocía a ninguna de las personas que aparecían allí, pero estaba recreándose en aquellas fotografías de la mujer de la que se había enamorado. El hecho de que estuvieran divorciados había hecho pasar por alto a Nikki la posibilidad de que su padre pudiera disfrutar de esas imágenes. Pero ¿por qué no? No sólo eran parte de su vida, quizá también de lo mejor de ésta. Se propuso escanear algunas de las fotografías y hacerle un álbum.
—A éste sí lo reconozco: Eugene Summers. Ahora hace de mayordomo en esa tontería de programa de televisión —dijo sosteniendo una foto de grupo con su madre, Tyler Wynn y un hombre joven que ahora, décadas más tarde, tenía su propio reality haciendo de mayordomo de un holgazán distinto cada semana—. Creo que hasta fui yo quien hizo esta fotografía.
—Me encanta ese programa. ¿Conoce a Eugene Summers? —preguntó Rook.
—En realidad no. sólo le vi una vez en Londres. Al principio me cayó bien, pero luego no dejaba de corregir cada cosa que yo hacía. Incluso me sacó el pañuelo del bolsillo de la chaqueta para volver a doblármelo. ¿Os lo podéis creer?
—Genial —dijo Rook ganándose una mirada asesina de Nikki.
—¿Por qué estabas en Londres, papá?
—Por tu madre, ¿por qué va a ser, si no? Tenía un trabajo de profesora particular aquel verano del 76. Un momento pésimo para estar en Londres: la peor ola de calor en décadas. Y una sequía. Y un horror estar en Inglaterra justo cuando se jugaba la copa de fútbol del bicentenario de la declaración de independencia y les estábamos dando hasta en el carné de identidad.
Dejó la fotografía de Eugene Summers con las demás.
Nikki, que había visto la foto sin reparar en que era Summers, la apartó a un lado para recordarse que tenía que ponerse en contacto con la estrella de televisión.
—¿Te acuerdas de a quién le daba clases mamá?
Su padre rio.
—Pues claro. Al niño de un supermillonario de la cerveza. Y de la buena. Durdle’s Finest. Por eso me acuerdo. —Se pasó la lengua por los labios, lo que entristeció a Nikki—. El principal exportador a Irlanda. No me extraña que el hijo de puta estuviera forrado. Alguien que consigue exportar cerveza a Irlanda durante una ola de calor tiene la vida solucionada.
Su atención decreció al llegar al fondo de la caja forrada de tela, algo que hizo sin identificar a nadie más, excepto a Nicole Bernardin, que aparecía en muchas de las fotografías.
—Siento no poder ser de más ayuda.
Nikki recogió las fotos tomándose su tiempo para no estropearlas, pero también para retrasar lo siguiente que tenía que hacer. Se trataba de un asunto delicado. Pero primero tenía una pregunta.
—La gente con la que he hablado me preguntaba si mamá estaba intentando esconder algo.
—Su otra vida —dijo su padre con un bufido—. Si, como dices, se dedicaba a espiar para la CIA, pues muy bien. Pero igualmente no me contaba nada. Y además, que fuera espía no quiere decir que no pudiera también estar teniendo una aventura con ése… —señaló la caja que Nikki acababa de cerrar— zalamero, Wynn; a lo mejor se hizo espía por él.
Nikki no tenía nada que decir al respecto y consideró que lo mejor sería asentir y dejar que él se enfrentara a su ira a su manera. La noticia de la CIA no había tenido en su padre el efecto que Nikki había esperado. Y tenía que admitir que parte de lo que decía tenía sentido. Espiar y tener una aventura no eran dos actividades mutuamente excluyentes. Para consolarse, quizá de forma poco realista, Nikki aquello no se lo había planteado. Quizá porque los dos buscaban cosas distintas. Ella quería absolver a Cindy Heat; su padre en cambio quería que se reconociera la injusticia que se había cometido con él.
Rook había estado intentando quedarse al margen, pero entonces intervino para reconducir la conversación al tema principal:
—Nikki, cuando decimos lo de esconder algo, ¿no nos referimos a un acto más bien físico?
—Ah, sí. Papá, ¿viste alguna vez a mamá escondiendo algo o encontraste algo en casa alguna vez que te resultara raro?
—¿Como qué?
—No estoy segura. Podría haber sido una llave, un casete, un plano, un sobre. La cuestión es que no lo sé. Pero ¿te encontraste alguna vez con alguna cosa que te hiciera pensar?: «¿Qué narices es esto?»
Le miró chasquear los dientes y sus ojos tenían la misma expresión que cuando admitió que había contratado a un detective privado para que siguiera a su mujer. Entonces su padre se excusó y volvió después de pasar cinco minutos en su dormitorio abriendo y cerrando cajones y armarios.
—Esto fue lo que me hizo contratar a Joe Flynn.
Rook preguntó:
—¿Joe Flynn era el detective?
Jeff Heat asintió y le dio a Nikki una bolsa pequeña de terciopelo. Mientras ésta la cogía notó el mismo nudo en el pecho que notaba cuando le parecía que un caso muerto cobraba de nuevo vida. También Rook se animó. Se echó hacia delante en la silla y levantó la cabeza mientras Nikki tiraba del cordón de la bolsa.
—Es una pulsera de la suerte —dijo mientras se la colocaba en la palma de la mano. Rook se levantó y se quedó de pie junto al padre para ver mejor. Era una pulsera sencilla, nada cara. Una cadena chapada en oro con dos únicos amuletos: los números uno y nueve—. ¿De quién es?
—Nunca lo supe.
—¿No te lo dijo mamá?
—Ay, es que nunca le dije que la tenía. Me daba demasiada vergüenza. Y ella tampoco me lo preguntó. Así que cuando el detective me dijo que no había indicios de ninguna aventura, decidí no tentar a la suerte. ¿Me entiendes?
—Claro. —Heat le dio la vuelta a los números para inspeccionarlos, pero no vio nada fuera de lo común—. ¿Te importa si me la quedo?
—Cógela. —Después hizo un gesto con la mano, como si tuviera una escoba—. Llévatela.
Nikki estudió la cara de su padre y ya no vio vejez, sino el peso de los secretos. Entonces se preguntó cómo sería la cara de su madre si aún viviera.
—Oye, una cosa más antes de irnos. —Nikki abordó el tema tan delicado como quien no quiere la cosa, como tratando de ignorar hasta qué punto mentir así la situaba al mismo nivel que su madre. Pero aquella pregunta tan difícil tenía que hacerse, sobre todo después de que el ruso le hubiera dado tanta importancia la otra noche en el Bois des Vincennes—. Sigues guardando todos los extractos bancarios, ¿verdad?
—Sí… —Aunque Jeff Heat era una auténtica hormiguita guardando papeles, su respuesta llevaba un timbre de incertidumbre que era tan directo como la pregunta de Nikki. Tras recordarse a sí misma que la información que buscaba era desmentir los rumores según los cuales su madre había sido una agente doble, Heat siguió adelante con la bomba que estaba a punto de soltar.
—¿Podría verlos?
—¿Puedo preguntar por qué? —En su expresión a Nikki le pareció ver algo más que desconfianza. Era más bien algo que había observado en muchos sospechosos durante los interrogatorios: el miedo a ser descubierto. Pero él no era un sospechoso, era su padre. Nikki no tenía que conseguir que confesara, sólo quería información. Así que fue al grano.
—Quiero saber si mamá tenía alguna cuenta separada. Secreta, como esto. —Levantó la bolsita de terciopelo que contenía la pulsera de la suerte—. Una cuenta de la que tú no tuvieras conocimiento hasta que te la encontraras un día.
El silencio que siguió se vio interrumpido por el timbre del teléfono de su padre, en la mesa rinconera. Nikki leyó las letras mayúsculas en color naranja que identificaban a quien hacía la llamada: «NYLedger». Su padre también las vio y dejó sonar el teléfono cuatro veces sin descolgarlo. Para cuando saltó el buzón de voz había tomado una decisión y dijo:
—Fue lo mismo que esa puñetera pulsera. Se lo pregunté. Le dije: «Para qué quieres cuentas separadas». Me dijo que para tener sus ahorros, un poco de independencia. Es lo primero que me hizo sospechar que podía haber otro hombre. —La expresión de su cara le rompió el corazón a Nikki—. ¿De verdad necesitas hacer eso?
Nikki asintió con tristeza.
—Puede servir para encontrar a su asesino —dijo con la esperanza de que aquello fuera para lo único que sirviera ver la cuenta secreta de su madre.
Su padre pareció pensar un momento y luego desapareció de nuevo por el pasillo, esta vez hacia el dormitorio de invitados. Rook le dirigió a Nikki una sonrisa de ánimo que no la animó en absoluto. Cuando instantes después el padre regresó, llevaba una carpeta archivadora de acordeón cerrada con una goma elástica. Sin embargo no se acercó a Nikki, sino que se quedó de pie junto a la puerta de entrada, esperándolos. Los dos se acercaron a él y le dio la carpeta a Nikki.
—Gracias —dijo ésta.
—Dime una cosa, Nikki —dijo el padre con voz baja y apagada—. ¿En qué te diferencias tú de cualquiera de los policías que vienen aquí a faltarme al respeto? —Hizo un gesto con el brazo en dirección a la luz parpadeante del buzón del teléfono—. ¿O de los periodistas?
A Nikki empezaron a escocerle los ojos. Cuando habló dijo la verdad, lo que sentía:
—La diferencia es que yo estoy intentando ayudar.
Aquello no pareció consolar a su padre, que dijo:
—Creo que sería buena idea que me dejaras tranquilo un tiempo.
Y dicho aquello se retiró hacia el pasillo invitándolos a salir de la casa.
Lo normal habría sido hacer el viaje de vuelta en el Crown Victoria de la comisaría, pero puesto que Nikki estaba de permiso forzoso, habían ido en un coche que Rook había alquilado. Así fue como terminó teniendo la inmensa fortuna de compartir con el resto de domingueros la interminable caravana de vuelta a Manhattan. Él se había preparado para un trayecto silencioso y melancólico, pero Nikki estaba en modo trabajo. Si se tenía en cuenta la bofetada emocional que acababa de recibir de su padre, su coraza protectora era una ventaja, así que Rook se alegró por ella, de que fuera capaz de cerrarse en banda de semejante manera, al menos temporalmente.
Desde el asiento del copiloto Nikki echó un vistazo rápido a la carpeta de extractos bancarios y pensó que había muy pocos papeles dentro.
—Esto está incompleto —dijo—. Mi madre tenía un saldo de unos pocos cientos de dólares, con una actividad mínima, pero los extractos terminan de repente sin que parezca que se ha cerrado la cuenta.
—¿De cuándo es el último extracto?
—De octubre de 1999. Un mes antes de que la mataran. —Sacó el teléfono y estuvo un rato buscando hasta que localizó a Carter Damon. Mientras escuchaba el tono de llamada, se preguntó si el detective que en su momento investigó el caso de su madre estaría demasiado cabreado con ella después de su último encuentro como para hablar—. Detective Damon —empezó a decir cuando saltó el buzón, llamándole por su antiguo rango en la policía a modo de ofrenda de paz—, soy Nikki Heat. No quería molestarle en fin de semana, pero necesito preguntarle algo sobre el caso y saber si recuerda algo sobre una cuenta bancaria. —Dejó su número de móvil y colgó.
Para darse un homenaje y celebrar su regreso a la patria del tío Sam, después de devolver el coche fueron a uno de los restaurantes preferidos de Rook, el Mudville9, para una cena temprana a base de alitas a la barbacoa y cerveza Prohibition. Escogieron una mesa cerca del televisor donde estaban puestas las noticias para ponerse al día de las tareas de limpieza posteriores al terremoto, las cuales, según el texto sobreimpreso en la pantalla debajo de un agente con casco de obrero, estaban completadas en un 95 por ciento y habían costado varios millones de dólares. Rook mojó una patata frita en el cuenco de salsa barbacoa Buffallo Wow y empezó a preguntarse qué aspecto tendría Nikki con uno de esos cascos.
—No lo llevarías por seguridad, claro, sino porque te apetecería.
Pero ella se encontraba tan absorta en la pantalla que Rook tuvo que girarse para comprobar qué era lo que le había llamado tanto la atención.
En la parte superior de la pantalla parpadeaba un titular: «Noticia de última hora: la policía arresta al asesino del caso del cadáver congelado».