La voz de Lysette Bernardin cuando contestó al teléfono sonaba cansada y frágil, algo que Nikki no atribuyó a la edad, sino al tremendo dolor que con los años tantas veces había percibido en tantos familiares de víctimas de asesinato. La anciana hablaba un inglés excelente y se alegró al saber que quien la llamaba era la hija de la amiga de su querida Nicole, Cynthia. Su marido estaría en el médico por una prótesis de cadera que necesitaba hasta primera hora de la tarde. Madame Bernardin le dio a Nikki una dirección en el Boulevard Saint-Germain, cerca de la Rue du Dragon, y convinieron en verse a las dos de la tarde.
Cogieron un taxi —un Mercedes nuevo— en dirección a la margen izquierda del Sena y pidieron al conductor que los dejara cerca del apartamento de los Bernardin para poder comer algo antes. Rook tenía intención de revivir sus vivencias como escritor en la Rive Gauche, ya fuera en Les Deux Magots o en el Café de Flore, pero ambos estaban atestados de turistas. Incluso las emblemáticas mesas de fuera estaban rodeadas de maletas. Optaron por la terraza de la Brasserie Lipp, que, según le había contado Johnny Depp a Rook, también había frecuentado gente como Hemingway, Proust o Camus.
—¿Te imaginas lo que debía ser servir a un existencialista? —dijo Rook—. «¿Qué va a tomar, señor Camus, el steak tartare o los escargots?». «Pues… ¿acaso importa?».
Heat miró su reloj.
—Es la una aquí, ya deben de estar en la comisaría en Nueva York. —Marcó el prefijo de llamadas internacionales y llamó al móvil de Raley.
—Hola —dijo el detective—. ¿O debería decir bonjour? Precisamente iba a llamarte. ¿Qué tal el jet lag?
—Llevo toda la vida con jet lag, así que no sabría decirte. ¿Por qué me ibas a llamar? —Heat sacó su bloc de notas con la esperanza de tener algo interesante que escribir.
—Primero las buenas noticias. Los del Departamento Forense han llamado y han confirmado que el guante que encontró Ochoa tenía residuos de pólvora. También partículas de pintura que podrían ser de la puerta principal de tu casa. El pigmento es el mismo, pero no lo sabrán seguro hasta esta tarde.
Nikki tapó el teléfono y le dio la información a Rook. Después dijo:
—Muy bien, Raley. Ahora las malas noticias.
—Espera. —Después de algún ruido ahogado y el sonido de una puerta abriéndose y cerrándose, el detective continuó, esta vez con eco, lo que hizo pensar a Nikki que se había ido al fondo de la comisaría para tener algo de intimidad—. Es Irons. Ahora que parece que el guante puede ser una buena pista, ha decidido apartar al equipo Roach de la investigación forense.
—No, por favor. No me digas que ha puesto a Hinesburg.
—No ha llegado a eso, pero casi. Se va a hacer cargo él mismo. Los del laboratorio todavía están buscando huellas en el guante, pero si las encuentran, Iron Man saltará a la fama.
Aunque por dentro Nikki echaba humo, con el detective de su brigada hizo como que le quitaba importancia.
—Desde luego, es que no os puedo dejar solos. —La risa de Raley resonó en la comisaría y Nikki añadió—: Oye, es lo que hay. Gracias por contármelo y mantenerme informada.
El camarero había esperado a que colgara y cuando se acercó, Rook le hizo un gesto a Nikki y le preguntó:
—¿Quieres que pida yo?
—No, me las arreglaré.
Se giró hacia el camarero y le dijo en un francés impecable:
—Bonjour, monsieur. Je voudrais deux petits plats, s’il vous plaît. La salade de frisée, et apres, les pommes de terre a l’huile avec les harengs marinés.
Rook se recompuso, farfulló:
—¡Deux!, y le devolvió las cartas al camarero.
—Guau, no tenía ni idea.
—Una vez más —dijo Nikki.
—Estás llena de sorpresas.
—Siempre me ha encantado el francés. Incluso estuve exenta en cuarto de bachillerato. Pero lo mejor para aprender es hacer inmersión en el país y hablarlo con los nativos.
—¿Y cuándo hiciste eso?
—Durante el semestre que estudié en el extranjero, en la universidad. Estuve en Venecia casi todo el tiempo, pero Petar y yo vinimos aquí a pasar un mes antes de que yo volviera a Northeastern.
—Ah, Petar. ¿Le guardamos una silla?
—Por Dios, ¿quieres dejarlo ya, señor graciosillo? Por si no te habías enterado, los celos no ponen nada. Pero nada.
—Sabes perfectamente que no soy celoso.
—Sí, claro. Veamos. Hagamos un repaso de tus mejores amigos: Petar, Don, Randall Feller.
—Vale. Ése es un caso aparte. Y con ese nombrecito, Randy Feller. Pero, vamos, que era sólo un comentario.
—Es que últimamente haces muchos comentarios.
Rook se quedó un rato pensativo revolviendo los cubiertos, jugando a pídola con un tenedor, y por fin dijo:
—Has mencionado tres. ¿No hay más?
—Rook, ¿de verdad quieres que te diga con cuántos tíos me he acostado? Porque si es así nos vamos a meter en un verdadero berenjenal. Y eso puede ser determinante para una relación. Querrá decir que tendremos que hablar. Mucho. E incluso aunque sigas decidido, antes me gustaría que respondieras a esta pregunta: ¿cuántas sorpresas eres capaz de digerir en cuarenta y ocho horas?
Rook vio que el camarero se acercaba y dijo:
—¿Sabes que es lo que creo que deberíamos hacer? Relajarnos y disfrutar de lo que has pedido, aunque no tengo ni idea de qué coño es.
—Merveilleux —fue la respuesta de Nikki.
Monsieur y madame Bernardin les recibieron en la entrada de su espacioso apartamento, un dúplex que ocupaba las dos plantas superiores de un edificio de seis pisos. A pesar del pedigrí bohemio de la Rive Gauche, aquel tramo del Boulevard Saint-Germain exhalaba riqueza sin pretensiones cuidadosamente disimulada detrás de fachadas Luis XV. El bloque de apartamentos se alzaba por encima de locales comerciales que sólo vendían elegancia en estado puro. Era un vecindario donde era más fácil encontrar una vinoteca o a una modista que un sitio donde hacerse un tatuaje o la cera brasileña. Los Bernardin, de ochenta y tantos años, armonizaban con el vecindario en su indumentaria. Ambos iban elegantemente vestidos con ropa clásica y discreta. Ella con jersey de cachemir negro y pantalones sastre et pour monsieur, un chaleco marrón debajo de una americana de pana en tono caramelo. No llevaban batines de terciopelo, pero desde luego no eran de esas parejas de abuelos que se visten con chándales a juego.
Lysette aceptó el pequeño ramo de lirios blancos que Nikki había comprado de camino hacia allí con una mezcla de agradecimiento por la amabilidad del gesto y tristeza por lo que simbolizaban las flores. Emile Bernardin les invitó a pasar con un inglés de marcado acento y voz áspera y le siguieron mientras renqueaba hacia la sala de estar y su esposa desaparecía a la búsqueda de un jarrón. Mientras tomaban asiento el anciano se disculpó por su lentitud, de la que culpó a su operación de cadera. La mujer regresó con las flores y las colocó en una mesa esquinera donde había otras muestras de pésame alrededor de una foto de la hija. Heat reparó en que el retrato era idéntico al del libro de antiguos alumnos del Conservatorio de Nueva Inglaterra que tenía fotocopiado en el expediente del caso.
—Gracias por recibirnos hoy —dijo Nikki en francés—. Sé que es un momento difícil y sentimos mucho su pérdida.
Los Bernardin, sentados frente a ella en el sofá, se tomaron de la mano en un gesto espontáneo y así se quedaron. Ambos eran menudos y delgados, como Nicole, pero lo parecían aún más —casi como dos pajarillos— abrumados como estaban por el peso de la pérdida de su única hija.
Dieron las gracias a Nikki y Emile sugirió que continuaran hablando en inglés, puesto que los dos lo hablaban con fluidez y se daba cuenta de que al señor Rook le gustaría participar más en la conversación. Después el señor Bernardin cojeó alrededor de la mesa con una botella de Chorey-les-Beaune llenando unas copas pequeñas y ofreciendo un platito con petit fours que habían preparado para la visita. Después de un brindis silencioso y unos sorbos corteses, los ojos de la pareja se fijaron en Nikki.
—Perdone que la mire así, pero es que se parece mucho a su madre. —De nuevo Nikki oía aquello—. Se me hace muy raro verla ahí sentada en la misma silla que le gustaba a Cynthia. La sensación es como si hubiéramos…, ¿cómo se dice?
—Retrocedido en el tiempo —dijo su marido y los dos sonrieron y asintieron a la vez—. Queríamos mucho a Cindy, pero estoy seguro de que eso ya lo sabe.
—De hecho, no. Todo esto es una novedad para mí. Nunca conocí a su hija y mi madre jamás me habló de ella.
—Qué raro —dijo Lysette.
—Estoy de acuerdo. ¿Tuvieron alguna pelea mi madre y Nicole en algún momento? ¿Cualquier cosa que las hiciera distanciarse así?
Los Bernardin se miraron y negaron con la cabeza.
—Au contraire —dijo Emile—. Por lo que nosotros sabemos, su relación fue siempre sólida y feliz.
—Perdónenme si toco un tema delicado, pero creo que el asesinato de Nicole está relacionado de alguna manera con el de mi madre, por eso quiero saber todo lo que pueda sobre su relación, para encontrar al asesino.
—Eran como hermanas —dijo Emile—, aunque tenían sus diferencias.
—Pero por eso precisamente eran amigas —dijo Lysette—. Personalidades opuestas que se complementaban a la perfección. Nuestra Nicole fue siempre un esprit libre.
Heat le tradujo a Rook:
—Un espíritu libre. —Éste asintió como si ya lo hubiera comprendido.
—Cuando era niña nos tenía muy preocupados —continuó Emile—. Desde el momento en que aprendió a andar siempre estaba explorando, probándolo todo. Se subía a todas partes, saltaba. Lo mismo que ese deporte urbano que está ahora tan de moda. ¿Cómo se llamaba?
—Parkour —dijo su mujer—. Cuando tenía siete años tuvo una conmoción cerebral. Mon Dieu, qué susto pasamos. Le regalamos por su cumpleaños unos patines que quería y una semana más tarde la muy loca decidió bajar las escaleras de le Métro con ellos puestos.
El marido movió la cabeza como recordando y después usó su propio cuerpo para señalar las diferentes lesiones de Nicole.
—Conmoción cerebral, un diente roto, fractura de muñeca. —Heat y Rook intercambiaron una mirada, ambos pensando lo mismo, que aquello explicaba la cicatriz—. Pensamos que al hacerse mayor se le pasaría, pero su esprit, su lado salvaje, no hizo más que empeorar con la adolescencia.
—Chicos —dijo Lysette—. Chicos, chicos y más chicos. Dedicaba todas sus energías a salir con chicos y a ir a fiestas.
Rook cambió de postura en su butaca antigua mientras los padres proseguían su relato hasta llegar a la década de 1960. Nikki era consciente de que aquello llevaría su tiempo, pero no hizo nada por interrumpirles. Parecía importante para ellos contarle la historia de su hija, sobre todo considerando lo reciente de su pérdida. Pero es que además el relato le estaba dando a Nikki lo que quería, no sólo la recompensa obvia a sus esfuerzos por desenterrar el pasado de Nicole con vistas a la investigación, también la oportunidad de aprender cosas que no sabía sobre su madre y su mundo. El ritual de compartir aquel momento con la familia de la mejor amiga de su madre le daba una sensación de plenitud que no había esperado, un sentimiento de conexión personal con cosas que había evitado durante mucho tiempo. Si Lon King no la declaraba apta para el servicio después de aquello, podía irse a hacer puñetas.
Madame Bernardin dijo:
—No sabíamos adónde dirigiría sus pasos en la vida hasta que descubrió su pasión por el violín.
—Y así fue como conoció a la madre de Nikki —dijo Rook en un intento de hacer una pausa en aquel viaje al baúl de los recuerdos.
—Fue lo mejor que pudo pasarle a nuestra niña —dijo Emile—. Se entregó por completo a desarrollar su talento en Boston y al mismo tiempo hizo una amiga completamente distinta a ella que la complementaba.
—Era algo que Nicole necesitaba —se mostró de acuerdo su esposa—. Y tengo la impresión (si no le importa que se lo diga, Nikki) de que Nicole ayudó a abrirse a tu madre, que tenía un carácter mucho más reservado. Estaba tan centrada, tan volcada en su trabajo, que rara vez se permitía el lujo de divertirse. —Hizo una pausa—. Ya veo que esto le hace sentirse un poco incómoda, pero no lo esté. Después de todo estamos hablando de su madre, no de usted.
—Aunque, ahora mismo, ahí sentada, podría ser ella perfectamente —añadió Emile haciendo sentirse a Nikki todavía más vulnerable, hasta que Rook, gracias a Dios, entró a saco con el calcetín desparejado.
—Eso es lo que me llama tanto la atención —empezó—. Cynthia (Cindy) estaba tan centrada, tenía tan claro que su objetivo era triunfar como concertista de piano… He visto el vídeo de una de sus actuaciones. Era asombrosa.
—Sí —dijeron ambos.
Rook levantó las manos con las palmas hacia arriba.
—¿Qué pasó? Algo cambió cuando vino aquí en el verano de 1971. Algo gordo. Puede que no abandonara el piano, pero sí su sueño. Tenía oportunidades profesionales esperándola en Estados Unidos y no se molestó en volver para aprovecharlas. Me pregunto qué es lo que pudo apartar a aquella mujer joven y seria de su camino.
Después de pensar un instante, Lysette dijo:
—Bueno, yo puedo comprender, y estoy segura de que ustedes también, que los jóvenes en ocasiones cambian. Para algunos, las exigencias que conlleva trabajar para conseguir algo les resultan demasiado. Y no es motivo para avergonzarse.
—Claro que no —dijo Rook—. Sin embargo, con todos mis respetos, París es una ciudad maravillosa, sí, pero después de solo tres semanas aquí ¿deja la carrera de piano?
Lysette se volvió hacia Nikki para contestar:
—Yo no diría que su madre abandonó. Más bien se tomó un descanso de la presión a que se sometía a sí misma y se dedicó a disfrutar de la vida. A pasear, a ver museos, cosas así. Le encantaba aprender a cocinar cosas nuevas. Le enseñé a hacer cassoulet con pato confitado.
—¡A mí me lo hacía! —dijo Nikki.
—Entonces dígame, ¿qué tal cocinera soy? —rio Lysette.
—De tres estrellas Michelin. Su cassoulet era siempre para ocasiones especiales. —Lysette cerró las manos en un gesto de alegría, pero Nikki reparó en que la pareja parecía cada vez más cansada y, antes de agotarlos por completo, tenía que hacerles unas preguntas importantes. Las mismas que haría a los padres de cualquier víctima de asesinato en su distrito—. No quiero entretenerles mucho más, pero hay algunos detalles sobre Nicole que necesitaría saber.
—Claro. Es hija pero también policía, ¿n’est ce pas? —dijo Emile—. Y, por favor, si la ayuda a descubrir lo que pasó con cher Nicole… —La voz se le quebró y la pareja volvió a cogerse de la mano.
La detective Heat empezó por el trabajo de Nicole. Preguntó si tenía problemas, como rivalidades profesionales o apuros financieros. Los padres contestaron que no, igual que cuando Nikki les preguntó si sabían de alguna relación personal complicada en la vida de Nicole, ya fuera en París o en Nueva York. ¿Amantes, amigos, triángulos amorosos? ¿Cómo la encontraron la última vez que hablaron con ella por teléfono?
El señor Bernardin miró a su mujer y dijo:
—¿Te acuerdas de aquella llamada?
Ésta asintió y se dirigió a Nikki:
—No parecía ella, estuvo muy seca. Le pregunté si le pasaba algo, me dijo que no y no quiso hablar más del tema. Pero me di cuenta de que estaba alterada.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace tres semanas —dijo Lysette—. Lo que también fue raro. Nicole llamaba todos los domingos, para ver cómo estábamos. En sus últimas semanas de vida no supimos nada de ella.
—¿Dijo desde dónde llamaba?
—Era desde un aeropuerto. Lo sé porque, cuando le pregunté qué le pasaba no me contestó y me dijo que tenía que embarcar.
La anciana frunció el ceño al recordar. Rook preguntó:
—¿Tenía su hija casa aquí, en París?
Cuando preparaban la visita Nikki y él habían tenido la esperanza de descubrir un apartamento que poder registrar, con el permiso de los padres, claro. Pero Nicole no tenía casa propia.
—Cuando venía a la ciudad se quedaba en su antiguo dormitorio.
—Si no tienen inconveniente —comentó Heat—, me gustaría verlo.
La habitación de Nicole Bernardin había sido redecorada hacía tiempo y convertida en estudio para Lysette, cuyas acuarelas de naturalezas muertas con flores y frutas estaban en distintas fases de ejecución.
—Perdonen el desorden —dijo la anciana sin que hubiera necesidad de ello, pues la habitación estaba ordenada y organizada—. No sé muy bien qué quieren ver. Nicole guardaba algo de ropa y algunos zapatos en el armario. Poca cosa. Pueden echar un vistazo. —Nikki abrió las puertas de madera antigua y palpó los bolsillos de las escasas prendas colgadas en su interior sin encontrar nada. Lo mismo dentro de los zapatos y del solitario bolso que colgaba de un gancho metálico—. El resto de sus cosas está ahí —dijo Lysette retirando un caballete para señalar el cajón inferior de un armario empotrado. Nikki lo encontró tan ordenado como el resto del apartamento. Ropa interior limpia, sujetadores, calcetines, pantalones cortos y camisetas, cuidadosamente dobladas; todo metido en una funda de plástico transparente. Se arrodilló y la abrió para hacer su inspección con cuidado de dejar todo igual que estaba, apilado y clasificado. Junto a la funda de plástico encontró un par de zapatillas para correr y un casco de bicicleta. Examinó el interior de ambos sin encontrar nada.
—Gracias —dijo y cerró el cajón y devolvió el caballete a su sitio, colocándolo sobre las marcas que había hecho en la alfombra.
Cuando se reunieron con Emile en el salón, Rook preguntó:
—¿Tenía Nicole un ordenador aquí? —Cuando madame Bernardin contestó que no, prosiguió—: ¿Y qué hay del correo? ¿Recibía correspondencia aquí?
Monsieur Bernardin dijo:
—No, nada de correo. —Pero cuando lo dijo tanto Nikki como Rook percibieron algo raro en su reacción a la pregunta.
—No parece estar seguro del todo —dijo Nikki.
—No, estoy seguro de que no recibía cartas aquí. Pero cuando me lo han preguntado me he acordado de que alguien me hizo esa misma pregunta.
Heat sacó su bloc de notas mientras se metamorfoseaba de inmediato de invitada en policía.
—¿Quién se lo preguntó, señor Bernardin?
—Alguien que llamó por teléfono. Déjeme pensar. Era americano, me parece que dijo… Sea… gal. Sí. El señor Seagal. Dijo que era socio de mi hija y me llamó por mi nombre de pila, así que no tuve motivos para dudar de su palabra.
—Por supuesto que no. ¿Y qué le preguntó exactamente el señor Seagal?
—Le preocupaba que un paquete de Nicole pudiera haber sido enviado aquí por equivocación. Le dije que no había llegado nada a su nombre.
Rook preguntó:
—¿Le dijo cómo era el paquete o qué podía haber dentro?
—Pues… no. En cuanto le dije que no había llegado nada colgó.
Heat le hizo preguntas sobre el interlocutor y cualquier rasgo que pudiera revelar su voz —edad, acento, tono—, pero el anciano parecía perdido.
—¿Recuerda cuándo fue la llamada?
—Sí, hace poco. El domingo. Por la noche. —Nikki lo apuntó y el señor Bernardin pregunto—: ¿Le parece sospechoso?
—Es difícil decirlo, pero tendremos que investigarlo —Nikki le dio una de sus tarjetas de visita—. Si recuerda algo más, y sobre todo si alguien se pone en contacto con usted para preguntarle sobre Nicole, por favor, llame a este número.
Lysette dijo:
—Ha sido un placer conocerla, Nikki.
—Lo mismo digo. Me han permitido acercarme a una parte de la vida de mi madre que no conocía. Ojalá hubiera podido contármelo ella.
Madame Bernardin se levantó.
—¿Sabe lo que me gustaría, Nikki? Tengo una cosa que me gustaría enseñarle y que igual le puede ayudar a comprender. Excusez-moi.
Nikki tomó asiento de nuevo y, en ausencia de Lysette, Emile volvió a llenarles los vasos, aunque ninguno había dado más de un sorbo. Nikki dijo:
—Mi padre conoció a mi madre mientras tocaba el piano en una fiesta en Cannes. Me dijo que se ganaba la vida haciendo eso y dando clases de piano. ¿Ya lo hacía el verano que pasó aquí con ustedes?
—Sí. Y me siento orgulloso de poder decir que yo la ayudé a conseguir trabajo.
—¿Tenía usted algo que ver con el mundo de la música? —preguntó Nikki.
—No, aparte de cantar en la ducha como todo el mundo. No, me dedicaba a los seguros comerciales y corporativos. Y por mi trabajo conocí a un banquero de inversiones, un americano que vivía aquí y que se convirtió en amigo de la familia. Nicole le adoraba. Tanto que le llamaba oncle Tyler.
—Tío Tyler —dijo Rook.
—Muy bien —le dijo Emile mientras le guiñaba un ojo a Nikki. Ésta, llevada por el instinto, le preguntó el apellido de Tyler—. Tyler Wynn —contestó el anciano—. Un hombre encantador. Con el tiempo hice muchos negocios con él. Tenía muy buenos contactos con inversores internacionales y conocía a todo el mundo en París. Y su generosidad a la hora de dar referencias no se limitaba a mí. De eso nada. Cada vez que Nicole venía de Boston por vacaciones le encontraba trabajo dando clases particulares de música a los niños de sus conocidos más adinerados. Para ella fue una experiencia muy buena y además le pagaban bien.
—Y la mantenía ocupada. Y no se metía en líos.
Emile levantó el dedo índice.
—Eso era lo mejor de todo.
Nikki había hecho sus cálculos y siguió preguntando:
—Entonces ¿este Tyler Wynn también le buscó clases a mi madre aquel verano?
—Exacto. Y Cindy era tan buena que pronto tuvo trabajo todos los días. Tyler la siguió recomendando y un trabajo la llevaba a otro. Algunos de los padres que tenían residencias de verano incluso contrataron a su madre para que se fuera con ellos durante las vacaciones y siguiera dando clases a sus hijos. Una semana en Portofino, otra en Montecarlo, después Zúrich o la Costiera Amalfitana. Viaje, alojamiento y comida pagados, y todo de primera clase. No es mala vida para una chica de veintiún años, ¿no?
—A no ser que estuviera destinada a otra cosa —dijo Nikki.
—Ay, Nikki, cómo se parece a su madre. ¡Las dos tan responsables y hermosas! —Dio un sorbo de vino—. Recuerde las palabras de uno de nuestros filósofos: «Existe en el corazón humano una generación perpetua de pasiones, de tal manera que la ruina de una coincide casi siempre con el advenimiento de otra».
Lysette parecía haber sacado fuerzas renovadas de su misión, y entró deprisa en el salón llevando una caja del mismo tamaño que una de zapatos forrada de una tela blanca y vino con cintas también color vino anudadas en un lazos.
—Ya veo que les he dejado solos demasiado tiempo. Emile se ha puesto a citar máximas filosóficas. —Se detuvo frente a la silla de Nikki y dijo:
—En esta caja hay viejas fotos de Cynthia que guardo de cuando era amiga de Nicole y también de sus viajes. Cindy era estupenda escribiendo cartas. Si no le importa, prefiero no verlas con usted ahora, no creo que pudiera soportarlo. —Le ofreció la caja—. Tome.
Nikki alargó los brazos vacilando y la cogió con ambas manos.
—Gracias, madame Bernardin. Tendré mucho cuidado y se las devolveré mañana.
—No, Nikki, quédeselas. Yo tengo mis recuerdos aquí. —Se llevó una mano al corazón—. Usted todavía tiene que descubrir los suyos. Espero que la acerquen a su madre.
Fue una tortura. Nikki se consideraba la reina de la gratificación aplazada, pero no podía esperar a llegar al hotel y le quitó la tapa a la caja dentro del taxi. Pero se contuvo. El miedo a perder una sola foto pudo más que su curiosidad. Rook decidió dejarle un poco de espacio y salió a buscar un café tradicional de París en cuya barra pudiera tomarse un chute de cafeína, tan necesario a aquella hora de la tarde. Nikki se quedó en la habitación disfrutando de aquel inesperado regalo de los Bernardin. Cuando, media hora después, Rook volvió con una lata helada de su bebida preferida, un San Pellegrino de naranja, la encontró cruzada de piernas encima de la cama con una hilera de fotografías y postales cuidadosamente dispuestas a su alrededor como los rayos de un sol.
—¿Has encontrado algo útil?
—¿Útil? —preguntó Nikki—. Eso es difícil de saber. Interesante desde luego. Mira ésta. Era guapísima. —Le mostró una instantánea de su madre haciendo el tonto y riendo mientras le apretaba el bíceps a un gondolero debajo del puente de los Suspiros en Venecia—. Dale la vuelta, tiene algo escrito detrás.
Rook le dio la vuelta a la foto y leyó en voz alta:
—«Querida Lysette: suspiro».
—¿No era genial?
Rook le devolvió la fotografía.
—Soy demasiado inteligente como para contestar a una pregunta así sobre tu madre. Al menos antes de aparecer en un reality show.
—Creo que ya me has contestado.
Rook se sentó en el borde de la cama, con cuidado de no desordenar las fotografías.
—¿Qué sacas de todo esto?
—Pues básicamente que se lo pasó de maravilla. Es como cuando miras esas fotos de los europeos ricos en Vanity Fair y en First Press y te preguntas cómo será esa vida. Pues es la que llevó mi madre. Por lo menos durante un tiempo. Mira. —Fue sacando fotos como si fueran cartas, una detrás de la otra y cada una mostrando a Cynthia en un lujoso entorno: en el extenso césped de una mansión en el campo que parecía salida de Downton Abbey; sentada ante un reluciente piano de cola con una ventana a su espalda por donde se adivinaba la escarpada costa mediterránea; en la terraza de una casa solariega encaramada a la cima de una colina sobre Florencia; en París con una familia asiática, a la puerta de un espectáculo de la compañía del ballet del Bolshoi, y muchas más—. Al parecer, para ella lo de ser profesora particular era como un sueño de cuento de hadas del que te despiertas algún día, pero entonces aparece el mayordomo para cogerte las maletas.
También había fotografías de Nicole y de otros jóvenes de la edad de su madre, además de unas cuantas instantáneas de su madre con sus amigos posando individualmente en varios lugares de Europa, sonriendo y gesticulando de forma exagerada como si fueran azafatas de El precio justo, obviamente compartiendo alguna broma privada. Pero Nikki sólo tenía ojos para su madre y el recuerdo congelado en el tiempo de sus andanzas por Francia, Italia, Austria y Alemania. En varias de las fotografías aparecía con sus anfitriones. La mayoría tenían aspecto de viejos ricos posando con gran pompa en la rotonda de entrada a sus residencias o en jardines privados, pero casi todos en pequeños o medianos grupos de madres, padres e impacientes jóvenes músicos ataviados con pajarita o vestidos de fiesta delante de un Steinway de cola. En todas las fotografías de grupo salía una persona: un hombre alto y bien parecido, y en la mayoría la madre de Nikki estaba a su lado.
—¿Quién es William Holden? —preguntó Rook señalando con el dedo una fotografía del hombre y Cynthia a la puerta del Louvre. Parecía unos veinte años mayor que la madre de Nikki y desprendía ese encanto un tanto rudo de los viejos galanes de cine.
—No estoy segura. Me suena, pero no consigo identificarle. —Nikki cogió la fotografía y la colocó en su sitio.
—Oye, no tan rápido. —Rook la cogió otra vez—. A lo mejor lo que te suena es el aire a William Holden… ¿O es otra cosa?
—¿Como qué? —Nikki trató de arrebatársela, pero Rook la esquivó—. A mí no se me parece a William Holden.
—Pues a mí sí. Me recuerdan a William Holden y a Audrey Hepburn. Parecen sacados de un cartel de Encuentro en París. —Se acercó la fotografía a la nariz—. Fíjate, su aspecto curtido hace juego con la refinada inocencia de ella, que esconde la tigresa sensual de su interior. Se ve que hay química. Podríamos ser nosotros dos.
Nikki apartó la vista.
—No hay ninguna química en esas fotos. Él es demasiado viejo.
—¿Sabes quién creo que es? —dijo Rook—. El oncle Tyler ése que le buscaba los clientes. Sí, es Tyler Wynn. ¿A que sí?
Nikki le ignoró, sacó otra fotografía del montón y la sostuvo en alto.
—Mira, ésta es de mi madre aquí, en París —la fecha de revelado en el dorso decía: «Mayo de 1975». Cynthia estaba a la pata coja y con una mano encima de los ojos a modo de visera, como si oteara el futuro. La imagen había sido tomada a la puerta de la catedral de Notre Dame—. Quiero ir ahí —dijo Nikki—, ahora mismo.
Le dejaron la caja al gerente del hotel para que la metiera en la caja fuerte y cogieron un taxi hasta Île de la Cité. Había oscurecido y la piedra gris del edificio estaba bañada por una luz blanca, que también proyectaba un reflejo inquietante en las gárgolas que espiaban desde las alturas.
Rook sabía de qué iba todo aquello, Nikki no necesitaba explicárselo. Salieron del taxi y caminaron deprisa y en silencio, rodeando a un grupo de turistas que se había congregado alrededor de unos artistas callejeros que hacían malabares con fuego. Avanzaron hasta su destino, el centro de la plaza situada frente a la fachada de la inmensa catedral. Se detuvieron, esperando pacientes a que un grupo de estudiantes se fuera y después se acercaron a una pequeña pieza de metal incrustada en el pavimento de piedra, un octógono de latón reluciente y desgastado por el paso del tiempo. Era el punto exacto en el que había sido tomada la fotografía de la madre de Nikki. Ésta la sacó de su bolsillo para prepararse y hacer lo que había ido a hacer allí. Treinta y cinco años menos un mes más tarde, Nikki Heat pisó donde había pisado su madre. Después levantó un pie y se protegió los ojos con el mismo cómico gesto, que Rook capturó con la cámara de su iPhone.
Aquel lugar donde Nikki había recreado el pasado era el famoso kilómetro cero, el punto de París desde donde se miden todas las distancias en Francia. De allí, según el dicho, partían todos los caminos. Nikki esperaba que así fuera. sólo que no sabía aún adónde la conducirían.
Cenaron en Mon Vieil Ami, a diez minutos paseando de la Île Saint-Louis. Durante la cena siguieron hablando sobre la visita a los padres de Nicole, lo que dio a Rook la oportunidad de decir que no se creía la teoría de Lysette y Emile de que Cindy había decidido tomarse un descanso de las obligaciones de su carrera artística para explicar que hubiera renunciado a su sueño.
—¿Tienes una teoría mejor? —le preguntó Nikki—. ¿Y tiene que ver con ovnis o con un hombre de negro inyectando agujas en el cráneo de las personas o borrándoles la memoria?
—Sabes perfectamente que me duele cuando hablas de mi enfoque no ortodoxo de la resolución de casos policiales. Búrlate si quieres, pero con cariño. Sabes que soy sensible como un cervatillo.
—De acuerdo, Bambi —dijo Nikki—, pero no mires la pizarra de los platos del día, porque hay venado.
Después de pedir, Rook volvió a la carga.
—Seguimos teniendo el calcetín desparejado —dijo—. Si alguien dedica toda su vida a prepararse para una carrera como concertista de piano, como hizo tu madre, no abandona así como así. Es como si un atleta que está entrenando para las Olimpiadas se larga en la línea de salida para hacerse entrenador personal. Un trabajo estupendo, pero ¿después de todas esas horas de sacrificio y preparación?
—Estoy de acuerdo, pero ¿y lo que dijo Emile de sustituir una pasión por otra?
—Pues, con todos los respetos, y una merde. Y vuelvo a mi teoría del atleta olímpico frente a entrenador personal. Lo primero es una pasión, lo segundo un trabajo, nada más.
Heat dijo:
—Vale, a lo mejor eso no era una pasión, pero ya has visto las fotografías. Se lo estaba pasando en grande, y seguramente ganando un dinero al que le costaría renunciar. Igual lo de trabajar pasó a ser como llevar puestos unos grilletes dorados.
—No es que el tema de los grilletes dorados no me resulte estimulante, pero tampoco me lo creo. ¿Una mujer joven responsable que se convierte en Paris Hilton en sólo un verano? Lo dudo. —Llegaron su ensalada y el guiso de Nikki. Rook probó las lentejas y siguió hablando—: ¿Crees que tenía algo con este tal Tyler Wynn?
Heat dejó la cuchara y se inclinó sobre el plato.
—Estás hablando de mi madre.
—Estoy intentando ayudarnos (rectifico, ayudarte) a comprender lo que pudo pasar entonces que cambió todo.
—Metiéndote en terreno espinoso. —Su tono calmado era lo que más nervioso puso a Rook. Eso y la mirada gélida.
—Corramos un tupido velo.
—Eso.
—Además —dijo Rook—, ya tenemos a un sospechoso. Espero que les hayas dicho a Raley y a Ochoa que emitan una orden de busca y captura contra Steven Seagal.
Nikki rio y dijo:
—Los Roach reaccionaron igual cuando les llamé. Es evidente que el nombre es falso, pero van a revisar las llamadas de teléfono a ver si localizan desde dónde se hizo la del domingo.
—Lo que es seguro es que hay alguien que busca algo. Y puesto que la llamada se hizo después de que registraran la casa de Nicole Bernardin, sabemos que no lo ha encontrado.
—Suponiendo que quien registró la casa y quien hizo la llamada sean la misma persona.
—Muy bien —dijo Rook con sorna—. Si quieres ponerte en plan Doña Objetiva con este caso en vez de adelantar conclusiones, tú misma.
—Mi trabajo consiste en ser objetiva.
—Más o menos —dijo Rook con ligero escepticismo. La mirada de Nikki le decía que sabía muy bien por dónde iban los tiros, pero pareció decidir ignorarle y concentrarse en el guiso.
Una suave brisa había traído calidez primaveral a la noche, y cuando salieron del restaurante decidieron renunciar a coger un taxi y volver paseando al hotel. Caminaron del brazo cruzando el puente a la Île de la Cite, disfrutando de las vistas de la catedral y el Palais de Justice hasta que llegaron al Pont Neuf. Allí se detuvieron en uno de sus bastiones semicirculares para detener el tiempo y disfrutar del espectáculo del París nocturno reflejado en el Sena.
—Aquí estamos, Nikki, en la Ciudad de la Luz.
Nikki se volvió hacia él y se besaron. Pasó un bateau mouche con gente cenando y una pareja que iba feliz en la cubierta gritó Bon soir y levantó sus copas de champán haciendo ademán de brindar con ellos.
Les devolvieron el gesto y Nikki dijo:
—Es increíble. No, es mágico. ¿Qué tiene esta ciudad? El aire huele mejor, la comida sabe mejor que en ningún otro sitio…
—¿Y el sexo? ¿Te he hablado del sexo?
Nikki rio.
—sólo cada cinco minutos.
—¿Quién sabe lo que tendrá? Igual es la ciudad. O nosotros.
Nikki no contestó a eso y se limitó a apoyar la cabeza en su hombro. Rook la abrazó, notando su aliento contra la nuca, pero sintiéndose al mismo tiempo atraído por el fluir hipnótico del Sena. Las aguas oscuras discurrían a sus pies, una fuerza poderosa canalizada entre gruesos muros de piedra construidos para ser impenetrables y para mantener la naturaleza bajo límites controlados y seguros. Se preguntó qué pasaría si algún día esos muros se resquebrajaban.
No pusieron la alarma y en lugar de ello los despertó la luz rosa del amanecer filtrándose entre una delgada capa de nubes grises. Volviéndose el uno hacia el otro, se sonrieron y se dieron los buenos días. Luego Rook hizo ademán de levantarse, pero Nikki gruñó:
—No te vayas, quédate conmigo. —Y tiró de él hacia sí.
Hicieron el amor una vez más con las campanas de una iglesia de fondo y el aroma celestial que llegaba de la pastelería Au Grand Richelieu, al otro lado de la calle.
—No es una mala manera de empezar un nuevo día de investigación de un homicidio —dijo Heat de camino a la ducha.
Tal y como Rook había calculado, los bollos recién hechos les duraron desde la pastelería hasta el café que había descubierto la tarde anterior. Encontraron dos taburetes vacíos en la barra situada frente a la ventana y se tomaron cada uno un zumo de naranja sanguina y un café con leche mientras miraban a un hombre de negocios de pie en la acera colocarse de espaldas al viento y liarse con destreza un cigarrillo.
Nikki comprobó sus correos y sus mensajes de voz. Los Roach, siempre pendientes de mantenerla al día, la informaban al concluir su jornada de que se había puesto en marcha la petición para examinar el registro de llamadas e intentar localizar la que había hecho el supuesto Seagal a los Bernardin. Los engranajes de la burocracia internacional eran lentos, pero el detective Raley afirmaba que la Interpol estaba colaborando, lo que era una buena noticia. El Departamento Forense había prometido tener resultados de las huellas encontradas en el guante para la mañana siguiente, y Irons le había dicho a Ochoa que él mismo se pasaría por el laboratorio de camino a la comisaría. Heat se guardó el teléfono en el bolsillo y luego volvió a sacarlo para comprobar de nuevo qué hora era en Nueva York y decidir que era demasiado temprano para llamar. Rook dijo:
—He estado dándole más vueltas. —Hizo una pausa, consciente de que tocaba un tema delicado—. Y creo que ayer te dieron algo más que una caja llena de recuerdos. Algo me dice que tenemos una nueva pista y que se llama Tyler Wynn.
—¿Por qué será que no me sorprende oírte decir esto?
—Tranquila. Ahora he cambiado por completo de hipótesis. Le estoy viendo bajo una luz distinta.
—Déjame adivinar. Ya no es William Holden, sino Jason Bateman.
—No es un amante, sino un espía. —Heat rio—. Por lo menos escúchame, detective. —Esperó hasta que Nikki dejó de reírse y entonces se inclinó hacia ella haciendo todo lo posible por no poner ojos de loco—. Eso de banquero internacional me suena a falso. Es un poco como «agregado de embajada» o «contratista gubernamental». Me pega que sea una tapadera.
—Vale…, ¿y qué pintaría mi madre en eso?
—No lo sé. —Nikki resopló con desdén y dio un sorbo de café. Rook repitió—: No lo sé.
—Pues claro que no lo sabes.
—¡No lo sé! —dijo Rook entre dientes—. ¿A que es genial? —Esta vez sí tenía ojos de loco. Nikki miró a su alrededor algo violenta, pero nadie en el café parecía haberles oído. Incluso el hombre de la acera que fumaba un cigarrillo de liar les daba la espalda enfundado en un traje azul. Rook la asustó al cogerla del hombro—. ¡Espera, ya lo sé! —Chasqueó los dedos y la señaló—. Tyler Wynn —dibujó unas comillas en el aire—, banquero de inversiones internacional, estaba utilizando a tu madre como tapadera. Y haciéndose pasar por su amante. —Hizo una pausa—. Fíjate que he dicho «haciéndose pasar». Y ésa es la razón por la que Cindy le dejó y se volvió a Estados Unidos cuando se casó con tu padre.
Nikki se terminó el café y deslizó un euro debajo del platillo.
—Rook, tengo que comunicarte una cosa: se te ha ido la pinza.
Estuvo intentando convencerla durante todo el camino de vuelta al hotel y llegó un momento en que a Nikki le costó trabajo refutar su lógica, a saber, que habían ido a París en busca de la causa del cambio de vida de su madre y que puesto que el tío Tayler había sido un factor tan importante —fuera un espía o no—, sería absurdo no averiguar si era posible hablar con él.
—¿O te resulta demasiado delicado este tema? —preguntó Rook, una táctica de lo más astuta, porque lo que tenía de reto la pregunta imposibilitaba que Nikki se negara.
De vuelta a la habitación, Rook se puso a caminar de un lado a otro, pensando en cuál sería la mejor manera de acercarse a Tyler Wynn.
—Todavía tengo algunos contactos clandestinos aquí, de cuando estuve trabajando en al artículo sobre Rusia y Chechenia. También la CIA y la NSA me deben unos cuantos favores. No, espera… Igual deberíamos empezar de manera más discreta y hacer una consulta directamente en la embajada de Estados Unidos… O quizá la Interpol. Aunque, por otra parte —empezó a divagar—, esto puede ser tan gordo que igual nos topamos con la DCRI, que son como la CIA francesa, por si no lo sabías. —Vio que Nikki sacaba su móvil—. ¿A quién vas a llamar?
Nikki levantó un dedo indicándole que guardara silencio.
—Bonjour, madame Bernardin. C’est Nikki Heat. En primer lugar, gracias por recibirnos ayer y por las maravillosas fotografías. No sabe cuánta ilusión me hace tenerlas. —Asintió y dijo—: Lo mismo le digo. Me gustaría pedirle un favor. ¿Tendría el número de teléfono de Tyler Wynn? —sonrió y Rook se puso a tomar nota.
Cuando colgó, este dijo:
—Bueno, ésa era la manera fácil, pero si es lo que te gusta… A mí es que así me da la impresión de que estoy haciendo trampas.
Nikki cogió el cuaderno donde estaba escrito el número de teléfono de Wynn.
—Entonces, ¿no llamo?
Rook dijo:
—¿Quieres dejar de decir tonterías y empezar a tomarte este caso en serio de una vez?
La llamada empezó en francés, pero quienquiera que fuera el interlocutor hablaba inglés. Cuando Rook vio la expresión de asombro de Nikki después de preguntar por Tyler Wynn, dejó corriendo su silla junto a la ventana para ir a sentarse en la cama, a su lado.
—Qué horror —dijo Nikki. Rook gesticuló para llamar su atención mientras articulaba en silencio: «¿Qué?», como una mosca cojonera, y Nikki le daba la espalda en un esfuerzo por concentrarse en la conversación y murmuraba una serie de «ajás», pedía una dirección, daba las gracias y colgaba.
—¿Se puede saber qué pasa? ¿Por qué has dicho: «Qué horror»?
—Tyler Wynn está en el hospital —dijo Nikki—. Alguien ha intentado matarlo.
Rook se puso en pie de un salto e hizo una pirueta.
—Eso sí que es una pista y lo demás son tonterías.