8

La pantalla del teléfono decía que la llamada era de la comisaría 30. Nikki se apartó de la caja de cobro para dejar que el cliente que iba detrás de ella pasara mientras pulsaba el botón de descolgar.

—Heat.

—Roach —dijeron Ochoa y Raley al unísono.

—Hombre, en estéreo.

Raley dijo:

—Bueno, en realidad esa tecnología es del año de la polca. Tu teléfono es, siento comunicártelo, mono.

—¿Qué, me llamáis para hacer el oso? Porque como humoristas no tenéis mucho futuro, la verdad.

Ochoa empezó:

—Te llamamos para ponerte al día sobre el taxi al que disparaste, porque hemos dado por hecho que puedes seguir informada. ¿Te pillamos en buen momento?

—Sí, claro. Estoy comprando una alfombra nueva. Para el recibidor.

—Escucha —dijo Ochoa—, ¿necesitas que te ayudemos a limpiar? Porque Raley no tiene un plan mejor, el pobre —la pareja rio y Ochoa siguió hablando—: En serio, podemos pasarnos después del turno.

—Gracias, de verdad, pero me he pasado el resto de la tarde barriendo y frotando, así que no hace falta. ¿Qué habéis encontrado?

El Departamento Forense acababa de enviar el informe preliminar y los Roach querían que Nikki supiera que habían encontrado un montón de huellas y que las estaban analizando. Para agilizar las cosas, Feller había llevado un kit de identificación a la casa del conductor del taxi para así eliminar las suyas. Los Roach no parecían albergar demasiadas esperanzas respecto al resto de las huellas. Ochoa dijo:

—Me temo que la mayoría van a ser de los ladrones de piezas. Han arrasado con el taxi como un cardumen de pirañas.

—Hasta se llevaron la cámara de seguridad del salpicadero y el disco duro, así que no tenemos vídeo del pistolero.

Heat preguntó esperanzada:

—¿Había mucha sangre en los asientos?

—¿Qué asientos? —dijo Raley.

—Ese tipo sigue suelto, detective. Así que ten cuidado.

Cuando colgó, el cajero ya tenía preparada su alfombra, una turca de lana, de uno por dos metros con un color y un dibujo similares a los de la anterior. Nikki pagó y el dependiente le preguntó:

—¿Quiere que se la enviemos? Hoy ya vamos a cerrar, pero podemos mandársela a primera hora de la mañana.

Heat sonrió y se echó la alfombra enrollada al hombro.

—sólo son tres manzanas.

Eran las ocho de la tarde y vestigios del día que se marchaba teñían de verde el cielo del oeste en la calle 23. Las luces del escaparate de una tienda de artículos de segunda mano parpadearon y Nikki se detuvo a mirar una lámpara, pensando que volvería para verla más despacio cuando abrieran por la mañana. Algo se reflejó en el metal pulido de la base, algo que se movía a su espalda. Nikki se giró.

No había nadie. Al volverse, la alfombra se le balanceó en el hombro y casi le dio a un chico que pasaba repartiendo propaganda de un sastre a medida. Aliviada por haberse librado de un escena propia de cine cómico, Heat dobló la esquina para coger Lexington y volver a su casa. Ya fuera por la advertencia de los Ochoa de que el pistolero seguía suelto o por un miedo irracional conforme las tiendas y las luces comerciales de la calle daban paso a bloques de apartamentos, decidió coger un taxi. Levantó la mano que tenía libre sin dejar de caminar, pero los dos únicos que pasaron estaban ocupados, así que después de cruzar la calle 22 Este, como sólo quedaban dos manzanas, renunció.

Cuando iba por la mitad de la 21 escuchó un chirrido de neumáticos, un claxon furioso y una voz de mujer:

—¡Oye, imbécil, que el semáforo está cerrado!

Nikki se volvió para inspeccionar la manzana, pero todo lo que vio fue los faros traseros del coche dirigiéndose hacia el oeste y el brillo plateado del edificio Chrysler un kilómetro y medio al norte. Siguió caminando, pero no podía apartar de su cabeza las imágenes que se reproducían como un vídeo sin fin: los pasos del pistolero con la sudadera con capucha cruzando la azotea, sus pisadas en la plataforma del andamio, en el asfalto de Park Avenue South. ¿Estaba nerviosa por la falta de sueño o es que estaba ocurriendo de nuevo? Es lo que pasa cuando sabes que alguien quiere matarte y está buscando una nueva oportunidad para hacerlo. ¿Qué hacía andando sola por la calle de noche? Heat perdió la poca seguridad que le quedaba desde que el capitán Irons le requisó su arma reglamentaria. La de repuesto, la Beretta 950, estaba en un cajón del escritorio en su apartamento, donde no le servía de nada. Apretó el paso.

Al cruzar a paso ligero la calle 20 Este escuchó el sonido inconfundible de unas pisadas siguiendo las suyas, pero cuando se detuvo éstas también lo hicieron. Le pasó por la cabeza tirar la alfombra, pero al ver su edificio al otro lado de la plaza, echó a correr, dirigiéndose al oeste a paso ligero en paralelo a la verja de hierro que cerraba Gramercy Park.

Se le pasó por la cabeza que igual le estaban tendiendo una trampa. Si resultaba que aquel tipo tenía un cómplice esperándola en las escaleras de entrada, podría estar yendo derecha a la boca del lobo. Decidió que tenía más posibilidades en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, sobre todo si le cogía desprevenido. En la esquina del parque la verja no trazaba un ángulo recto, sino una curva. En cuanto Heat la hubo rodeado, se detuvo y se agachó.

Allí acuclillada esperó y escuchó. Ahora estaba segura, las pisadas se acercaron corriendo pero se detuvieron a poco más de diez metros. La vegetación del parque, que los ocultaba a ambos, le bloqueaba la vista, pero escuchó jadeos. El hombre era sólo una forma oscura con la tenue iluminación del parque, pero Nikki reconoció la sudadera con capucha y la gorra deportiva. Le perdió cuando el hombre se puso de nuevo en marcha prosiguiendo su persecución. Heat se preparó.

El hombre dobló la esquina por la acera a paso ligero y Nikki aprovechó para lanzarse hacia delante con fuerza, dispuesta a darle en la cara con dos metros de lana turca. Entonces vio que su perseguidor era Rook.

A duras penas consiguió rectificar el golpe y evitar darle, pero no evitó que Rook gritara:

—Eh, eh, ¡oye!

Mientras, levantaba los dos brazos para protegerse la cara y perdía el equilibrio. Se inclinó hacia delante, se dobló luchando desesperadamente contra la fuerza de la gravedad y perdió la batalla. Aterrizó con un «uf» en las losetas de la pizarra logrando al menos protegerse la cara al interponer un brazo entre ésta y el suelo mientras caía.

—Por Dios, Rook, pero ¿se puede saber qué haces?

—Protegerte —dijo con voz ahogada hablándole a la manga de la sudadera. Se volvió y se sentó. Le salía sangre por las dos fosas nasales.

Cuando llegaron al apartamento de Nikki, esta dijo:

—Por favor, no sangres en el suelo. Acabo de limpiarlo.

—Tú siempre tan comprensiva. No te preocupes por mí, estoy perfectamente.

Nikki le hizo sentarse en un taburete con un paquete de pañuelos de papel y le limpió con el resto de las toallitas que Lauren le había dado la noche anterior. Mientras le quitaba la sangre seca del labio superior y de la nariz, dijo:

—Rook, ya hace tres años que me conoces ¿y todavía no has aprendido que nunca debes seguirme?

—Está claro que no. ¡Ay!

—Perdón.

—Y está claro que tú no has aprendido que, si alguien va detrás tuyo, es posible que sea la caballería. Es decir, yo.

—Detrás tuyo, no: detrás de ti.

—No estoy de humor para jugar a la policía gramatical, ¿vale? —Rook se sacó una bola de papel de la nariz para ver si seguía sangrando y, al comprobar que no era así, la tiró al cubo de la basura. —¿Qué nos pasa, Nikki? ¿Por qué no podemos ser como las parejas de las películas de Woody Allen? Dos amantes con una asignatura pendiente que se encuentran en una acera de Nueva York.

—¿Quieres decir en vez de perseguirse el uno al otro por una acera de Nueva York?

—¿Tengo la nariz rota?

—Déjame ver. —Nikki alargó la mano para tocarle, pero Rook se apartó.

—No, ya me he hecho bastante daño por hoy. —Se levantó y miró su reflejo en una tetera—. La imagen está demasiado distorsionada para saberlo. —Se encogió de hombros—. Bueno, si me la he roto me dará personalidad. Mi belleza curtida será aún más bella.

—Hasta que la gente se entere de cómo te la rompiste.

Aquello impulsó a Rook a mirarse de nuevo en la tetera. Mientras lo hacía, mientras inspeccionaba los daños, Nikki dijo:

—Gracias por intentar protegerme —y añadió—. Supongo que eso quiere decir que no estás tan enfadado.

Rook levantó la cara para mirarla:

—¿Quieres apostar algo? —Pero sus ojos decían que el enfado por lo menos había bajado de intensidad.

—Y no te culpo. Sé que te sentiste engañado.

—¿Por qué? ¿Por qué me dejaste tirado y un par de horas más tarde me encuentro a un hombre desnudo en tu apartamento? ¿Y porque, cuando me atrevo a preguntar, te crees que puedes darme esquinazo con la excusa de que es «complicado» para acto seguido darme la patada?

—Vale, o sea que sigues enfadado.

—¿Qué pasaría de haber sido al revés? ¿Si hubieras llegado a mi casa y encontrado a Tam Svejda desnuda y con los sesos desparramados por el suelo? Vale, seguramente no habría demasiados sesos, pero tú ya me entiendes.

Un silencio cargado de partículas tóxicas invisibles se instaló en el abismo entre los dos. Nikki era consciente de que le correspondía a ella romperlo, y así lo hizo.

—Puede que no estés de acuerdo —empezó— por la humillación de la nariz rota, pero que nos hayamos encontrado esta noche resulta muy oportuno. Hoy mi psicólogo me sugirió que me pusiera en contacto contigo.

—Esto ya suena más a Woody Allen. ¿Has ido al psicólogo? —Y añadió, para darle más énfasis a la cosa—: ¿Tú?

—He ido obligada. Es una larga historia que tiene que ver con el capitán Irons, pero el caso es que he tenido que ir a una sesión con el terapeuta del departamento. —Nikki hizo una pausa para tomar aire, pero éste parecía agarrado a su pecho. Su capacidad para compartimentar siempre la salvaba, así que ahora se encontraba en terreno desconocido. Abrirse significaba ser vulnerable, pero lo hizo, desarmada y sin protección—. Estoy dispuesta a explicártelo todo, si quieres escucharme.

Entonces fue cuando la parte de Rook que para Nikki constituía su esencia, la parte con la que más unida se sentía, la que le hacía interponerse en la trayectoria de una bala para protegerla, se volvía todavía más palpable. Cediendo a su compasión innata, Rook le tendió una mano y dijo:

—Estaremos más cómodos en el sofá.

Como ocurre con todos los grandes miedos, incluidos monstruos imaginarios que acechan detrás de las puertas, el de Nikki cobró dimensiones reales una vez se enfrentó a él y lo dejó salir. La disposición de Rook a escucharla en lugar de interrumpirla para darle su opinión, ponerse a la defensiva o incluso para hacer bromas la ayudó inmensamente a la hora de contarle su historia con Don. Cuando le informó del paréntesis en su relación sexual después de empezar a ver a Rook el verano anterior, éste asintió, aceptando aquello como un hecho. Incluso tuvo la delicadeza de no preguntarle si se habían acostado la noche anterior. Cuando Nikki terminó, sólo dijo una cosa, la mejor que podía haber dicho:

—Has tenido que pasarlo fatal enfrentándote a todo esto tú sola.

Nikki rompió a llorar y se echó en brazos de Rook entre sollozos, permitiéndose un despliegue emocional sin contenerse. El llanto le brotaba de un manantial profundo y en apariencia inagotable que arrancaba no sólo del dolor en carne viva de las últimas veinticuatro horas, también de una década de sentimientos reprimidos de pérdida, sufrimiento, ira, frustración, soledad y miedo que —hasta aquel momento— habían permanecido cuidadosamente guardados bajo llave. Rook la abrazó, meciéndola contra su hombro, sabiendo al parecer que aquella demostración silenciosa de cariño era su fortaleza y que al rodearla con sus brazos le transmitía esperanza y amistad incondicional en su momento de catarsis.

Cuando, después de un rato, Nikki hubo terminado de llorar, se apartó de Rook y ambos se miraron, comunicándose sin decir nada toda la confianza y la intimidad que compartían. Se besaron levemente y se separaron una vez más, sonriendo y sosteniéndose la mirada. Nunca habían hablado de ser monógamos, pero tampoco se habían dicho nunca que se querían. Ahora, en la intimidad del nuevo santuario que acababan de erigir, habría sido el momento de hacerlo. Pero ninguno de los dos sabía si aquellas palabras le habían pasado por la cabeza al otro en aquellos instantes de ternura y vulnerabilidad. El momento de pronunciarlas pasó, quedó pospuesto para otro día. Tal vez.

Nikki se disculpó y fue a echarse agua fría en los ojos hinchados. Cuando volvió, Rook la ayudó a desenrollar la alfombra nueva para la entrada. Después de alinearla con la pared, Rook pisó los bordes curvos para aplanarlos y recorrió el apartamento con la vista.

—Has hecho una buena limpia.

—Fuera, mancha maldita —dijo Nikki—. El conserje me ha puesto una puerta nueva y ha rellenado los agujeros con escayola. Mañana va a pintar, así que muy pronto las cosas estarán igual que antes.

—Como si nunca hubiera pasado.

—Pero ha pasado. Y tenemos que vivir con ello.

El rostro de Rook se ensombreció.

—Me he pasado todo el día pensando que habría podido ser peor. Que habrías podido ser tú.

—Ya…

—O todavía peor. Podría haber sido yo.

—¿Y eso habría sido peor?

—Para ti. No tener a quien te tire de las coletas o te menee el trasero. —Trazó unos cuantos pasos de baile sobre la alfombra, meneando bastante el trasero y terminando con un «tachán». Nikki rio. Si algo se le daba bien a Rook, era animar a una chica y hacerla reír cuando no había ningún motivo para ello.

Ambos tenían hambre, pero les apetecía más salir que pedir algo y quedarse en el apartamento, dados los últimos acontecimientos. El Griffou en el Village era tranquilo y servía hasta tarde, así que emprendieron camino hacia la calle 9. Antes de salir, Heat se aseguró de meterse la Beretta en el bolsillo con una carga extra de balas del 25.

A aquella hora pudieron elegir entre los cuatro comedores de lo que había sido una casa de huéspedes en la década de 1880, y que un bloguero definió con gran acierto cuando escribió que rebosaba «atmósfera subterránea». Rook escogió la denominada Biblioteca por su tranquilidad y por la reconfortante compañía de los libros. Después de dar un sorbo a su Manhattan, inspeccionó la habitación, en otro tiempo frecuentada por Allan Poe, Mark Twain y Edna St. Vincent Millay, y se preguntó si llegaría el día en que las estanterías estuvieran llenas de Kindles y Tagus.

Nikki pidió la ensalada variada y Rook pulpo a la brasa. Mientras comían él dijo:

—He estado pensando sobre tus vacaciones forzosas. ¿Has considerado la posibilidad de usar tus contactos?

—¿Para qué? ¿Para que le den un buen susto a Wally Irons?

—No, me refiero a contactos políticos. El poder de la influencia. Así es como yo conseguí que me dejaran salir a patrullar con vosotros. Deberías darle un toque a la comadreja aquélla de las oficinas centrales. ¿Cómo se llamaba?

—¿A Zach Hamner? Ni de broma.

—No tiene por qué caerte bien para usar su influencia. Y ha nacido para este tipo de cosas. Tú misma dijiste que se la casca mirando fotografías del gobernador de Chicago.

—Yo no he dicho eso jamás.

—Bueno, a lo mejor es que se me ha escapado a mí. ¿Puedes recomendarme a algún loquero?

—No pienso llamar a Hamner. —Negó con la cabeza para sí misma tanto como para Rook—. Por eso precisamente renuncié a mi ascenso, para mantenerme al margen de fregados políticos.

—¿Te has parado a pensar que si lo hubieras aceptado ahora no tendrías que sentarte al otro lado de la mesa de Irons?

—Pues claro, pero la respuesta sigue siendo no. Significaría deberle un favor y no me compensa. Y puedes dar por seguro que Zach Hamner querrá cobrarse el favor. No —repitió—. No.

—Vale, te entiendo —dijo Rook—, pero tengo una alternativa.

—Debería haberte dado con la alfombra.

—Tú escúchame. Te conozco y sé que odias estar sin hacer nada, pero, como no te queda más remedio, deberías dedicar este tiempo a algo relajante.

—No vamos a ir a Maui.

—No, hablo de seguir trabajando en el caso. Juntos, claro. Venga, ¿crees que a estas alturas todavía no sé que serías incapaz de relajarte en Hawai? No es allí adonde vamos.

Nikki apoyó el tenedor.

—¿Cómo que nos vamos? ¿Adónde?

—A París, ¿dónde va a ser? —Levantó su Manhattan—. Yo invito. Lo he pensado todo mientras veníamos en el taxi.

—¡No me digas!

—Pues sí. Los astros nos son favorables, Nikki. En primer lugar, te han apartado del caso. En segundo lugar, quizá no te venga mal desaparecer un tiempo de esta ciudad, considerando que tu amigo el de la escopeta sigue suelto.

—No pienso huir de él ni de nadie. Nunca.

—Y en tercer lugar —siguió impertérrito—, mientras que los Roach y el resto de la brigada trabajan aquí en el caso tú y yo podemos dedicarnos a investigar el calcetín desparejado en la vida de tu madre, es decir, por qué renunció a su sueño aquel verano de 1971.

—No me parece bien.

—Tampoco te parecía bien lo de Boston y mira luego. —Cuando comprobó que asimilaba la información, continuó—: Nikki, tenemos muy pocas pistas y las pocas que tenemos o no conducen a ninguna parte o Iron Man nos las jode. En este caso estamos yendo como los cangrejos. ¿O me equivoco?

—No…

—Lo que nos lleva a lo que siempre te digo sobre el esfuerzo. Yo no soy policía, pero en mi experiencia como periodista de investigación he aprendido que no siempre se pueden forzar las cosas. Los resultados vienen cuando les apetece. A veces, cuando uno ha sido muy, muy paciente durante mucho tiempo, la respuesta es más paciencia todavía.

Las objeciones de Heat empezaron a esfumarse. Cogió de nuevo el tenedor y pinchó unos trozos de hinojo y unas almendras mezcladas con manzana y pera.

—Supongo que ahora vas a decir que mis vacaciones obligatorias son guay del Paraguay.

—Esa expresión es totalmente ochentera… —y Rook soltó una de sus ocurrencias—: Lo mismo que Sting. —Pinchó un tentáculo con el tenedor—. Pero no, yo diría más bien que cuando la vida te da limones, haz limonada. O, en este caso, salsa meunière, que también lleva mantequilla.

El primer vuelo a París en el que encontraron plaza no salía hasta las cuatro y media de la tarde siguiente, lo que a Nikki le venía de perlas. Y es que necesitaba dormir. La conmoción de la terrible muerte de Don, la persecución —no, las persecuciones en plural, si contaba la falsa de Rook—, la preocupación por su padre, Irons, sus vacaciones forzosas, el caso sin resolver y los altibajos emocionales… Su cuerpo lo acusaba todo. Si a esto se le añadía que había pasado una noche entera en la comisaría, era normal que Nikki se quedara KO en cuanto apoyó la cabeza en la almohada, en la cama y casa de Rook, y no se levantara hasta que la despertó un ruido de truenos y lluvia golpeando los cristales del dormitorio.

Rook ya estaba levantado y listo, reservando un hotel con su MacBook y llamando para concertar una cita con los padres de Nicole Bernardin en París.

—¿Quieres saber a qué hotel vamos?

—No —dijo Nikki mientras le abrazaba por detrás—. Me pongo en tus manos. Sorpréndeme.

—Vale, pero me será difícil superar la sorpresa que me diste tú la otra noche.

Nikki le dio una palmadita en el hombro y se sirvió una taza de café mientras llamaba por teléfono a los Roach para que la pusieran al día de las novedades del caso.

—¿Qué pasa con lo que les encargué a Feller y a Rhymer? Lo de preguntar a los vecinos de Nicole Bernardin sobre la furgoneta de la empresa de limpieza de alfombras.

—Pues al principio nada. Sus vecinos no tenían ni idea.

Pero Raley añadió:

—Pero puesto que su casa daba al parque de Inwood Hill, a Rhymer se le ocurrió que quizá los que van a correr allí o a pasear al perro podían ser habituales del barrio, así que decidió quedarse un rato para ver quién aparecía. Al principio nada, pero después encontró a una mujer que hace marcha por la avenida Payson todos los días. Y no sólo se había fijado en la furgoneta, sino que había intentado que le limpiaran las alfombras de su casa, que está allí al lado.

Ochoa continuó:

—Llamó a la puerta para que le dieran un folleto y la atendió un tipo cabreado que le dijo que se olvidara, que tenían todo el tiempo ocupado.

Nikki dijo:

—¿Os dio una descripción?

—Negativo —dijo Raley—. El tipo no llegó a abrir la puerta.

—Qué raro —dijo Heat—. ¿Se acordaba del nombre de la empresa o copió el número de teléfono de la furgoneta?

—No —dijo Ochoa—. No se molestó. Estaba demasiado cabreada.

Heat tuvo una idea:

—¿Dijo de qué color era la furgoneta?

—Marrón —dijeron los Roach al unísono.

—Una furgoneta de ese mismo color fue la que intentó atropellarnos a Rook y a mí el otro día.

Raley dijo:

—Eso no nos lo habías contado.

—Porque no lo había asociado con el caso hasta ahora. Ponedlo en la pizarra. Porque supongo que sigue habiendo una pizarra, ¿no?

—Sí, no te preocupes, lo tenemos todo controlado.

El detective Ochoa añadió:

—Y por cierto, que sepas que estamos haciendo todo lo posible por avanzar algo en este caso.

Raley continuó:

—Y no te hagas demasiadas ilusiones, pero esta mañana Miguel y yo nos reunimos con Malcolm y Reynolds y decidimos, por si las moscas, peinar la zona alrededor de la autovía Bruckner donde encontraron el taxi robado.

El detective Ochoa tomó el relevo:

—Había un montón de neumáticos viejos y latas de pintura en el desagüe, calle arriba. Por la noche había llovido, así que decidí echar un ojo por si el fugitivo hubiera tirado algo allí y encontré un guante de hombre.

Heat empezó a caminar:

—¿De qué color?

—De piel marrón.

—Como los que llevaba puestos el pistolero —dijo Nikki recordando los guantes que empuñaban la escopeta.

—Hay pocas probabilidades —dijo Raley—, porque está empapado y tiene pinta de que un perro lo ha estado usando de juguete o algo así. Pero hay restos de sangre y residuos de pólvora. El laboratorio está buscando huellas por dentro y por fuera, además de muestras de ADN.

—Buen trabajo, los dos. Y decídselo también a Malcolm y a Reynolds.

—No —dijo Ochoa—. Este tanto nos lo vamos a apuntar nosotros.

Rook percibió el cambio operado en Nikki cuando salió de su despacho.

—Nos vamos a ir.

Nikki le contó lo del guante y su respuesta fue:

—Nos vamos a ir.

—Pero tengo la impresión de que estoy siendo irresponsable. De que debería quedarme por aquí por si aparece algo nuevo.

—Estás de permiso. Y además, ¿qué vas a hacer? ¿Plantarte en la puerta del Departamento Forense metiéndoles prisa cada media hora? —Nikki se mordió el interior del labio, no parecía convencida—. Nikki, esto ya lo hablamos anoche. ¿Te acuerdas de Boston? Conseguimos identificar a Nicole y relacionarla con tu madre. Nada menos.

—Vale. Nos vamos.

—Genial. Porque lo cierto es que los billetes no se pueden devolver.

El vuelo nocturno a París les dejó en el aeropuerto Charles Degaulle a las seis de la mañana siguiente. Ambos durmieron como troncos en el avión, pero, por si acaso, Rook había reservado y pagado la habitación desde la noche anterior, para que pudieran echarse un sueñecito si lo necesitaban y no tener que esperar a las doce.

—Está bien —dijo Nikki mientras subían por el ascensor.

—Ya sé que no es el George V y que lo de Washington Opera no suena demasiado francés, pero como hotel boutique ha sido todo un hallazgo.

Le explicó que el elegante edificio era la antigua residencia de madame de Pompadour, y Nikki no pudo evitar pensar en el trabajo de su padre cuando llegó a Europa con veintitantos años y se dedicaba a buscar lugares como aquél en los que invertir para reformarlos. Aquel pensamiento la reconfortó y la inquietó al mismo tiempo. Recordó lo que le había dicho el terapeuta de recuperar el pasado que había estado intentando evitar, y aceptó el hecho de que aquel iba a ser un viaje de sentimientos encontrados por los que tenía que pasar.

Ya en la habitación, Rook abrió las ventanas para enseñarle la pastelería más antigua de París, al otro lado de la calle, y le prometió que todas las mañana tendrían croissants y pains au chocolat recién hechos.

—El Louvre está sólo a unas manzanas por allí —dijo señalando a la izquierda—. L’Opéra está a nuestra derecha y detrás del hotel, los jardines de Le Palais Royale. Ojo, perros no.

—Sería perfecto si estuviéramos aquí para hacer turismo —dijo Nikki—. ¿O es que este viaje también entra dentro de la categoría de Escapada Romántica Mientras Trabajamos en un Caso?

—¿En París? ¿Cómo puedes hablar de romanticismo estando en París? Tenemos trabajo que hacer. Tienes el número de los padres de Nicole, así que en cuanto sean la nueve les llamas.

—Todavía falta media hora.

—Entonces quítate la ropa y echamos uno rápido.

—Qué romántico.

—Estamos en París, cariño —dijo.

Y empezaron a desnudarse a toda prisa.