Si cedía al miedo, la paralizaría. Si se paraba a pensar en el horror ante sus ojos, estaría acabada. De modo que, antes de que el tsunami de sentimientos que amenazaba con engullirla la inmovilizara, se puso en modo policía. Desconectó el botón de las emociones y encendió el de las agallas y la acción. En otras palabras, se puso a trabajar.
Después de agacharse rodó hacia atrás sobre la alfombra, hasta donde la esquina del vestíbulo de entrada se encontraba con la barra de la cocina, y apagó las luces. Protegida por la pared, se puso en pie con las piernas temblorosas y cogió su Sig Sauer y el teléfono móvil de la encimera. Su brazo tropezó con una de las botellas de cerveza y la envió a la cocina, donde chocó contra la puerta del horno. Todavía giraba cuando se arrodilló junto a Don y marcó el 911 y «enviar» mientras le buscaba el pulso en la carótida.
—Nueve once. ¿Dígame?
—Soy la detective Heat, 1-Lincoln-40. Tengo un 10-13, una agente necesita ayuda, ha habido disparos. —Con los ojos fijos en la puerta, habló con toda la tranquilidad de la que era capaz y dio su dirección y la calle que hacia esquina—. Han disparado a un hombre, está muerto. —Apartó los dedos del cuello de Don y cogió la Sig—. El asaltante lleva un arma de fuego. El asaltante continúa suelto.
—La ayuda está en camino, detective. ¿Puede describir al asaltante?
—No, no le he visto…
Desde el otro lado de la puerta llegó el ruido escalofriante de un nuevo cartucho encajándose en la recámara. Nikki dejó caer el teléfono en la alfombra. El hilo de luz que había estado colándose desde el rellano de la escalera desapareció, eclipsado por algún movimiento. Desde su móvil en el suelo una vocecilla seguía preguntando: «¿Detective Heat? Detective, ¿sigue ahí?». Se volvía más débil conforme Heat retrocedía agachada y se ponía a cubierto una vez más doblando la esquina y metiéndose debajo del mostrador de la cocina. Todavía agachada, echó un vistazo en el preciso instante en el que un grueso cañón asomaba por el agujero que había perforado antes en la madera de la puerta. Nikki se arrodilló de nuevo, esta vez con ambas manos contra la pared, en posición de triángulo isósceles.
—¡Policía, tire el arma! —gritó.
El cañón del arma giró unos milímetros y apuntó hacia donde estaba ella. Nikki volvió a ponerse a cubierto detrás de la esquina. Una explosión ensordecedora llenó la habitación y arrancó fragmentos de la pared a su lado. Antes de que el asaltante pudiera cargar de nuevo, Nikki salió preparada y, con tres rápidos disparos, vació el cargador de la Sig trazando un rombo en la puerta justo debajo del arma. Escuchó a un hombre gemir y entonces el cañón negro arañó el agujero de la puerta y desapareció. Pero entre las ahogadas voces de alarma de los vecinos que traspasaban paredes y ventanas, Nikki escuchó cómo se cargaba otra arma. Avanzó en la oscuridad por el pasillo hasta el salón, sacó la recámara y cogió una carga nueva de balas de nueve milímetros de la bolsa de gimnasia que había dejado encima de una silla.
Mientras recorría de puntillas el pasillo con la espalda pegada a la pared, sus zapatillas de deporte pisaron fragmentos de cristal procedentes de lámparas y un espejo hechos añicos a la entrada. Se apretó contra la escayola fría situada junto a la puerta y escuchó. Después de medio minuto, oyó pisadas ahogadas sobre la moqueta, alejándose. Luego hubo una pausa, después un chirrido de bisagras y el golpe sordo de una puerta cerrándose. Supuso que sería la de la escalera de servicio, situada a la derecha del descansillo. El ascensor seguía estropeado y el asaltante quería evitar las escaleras principales. O eso quería que Nikki creyera.
Oyó un pomo girarse y después la cadena de seguridad de una puerta. Una voz de mujer que identificó como la de su vecina, la señora Dunne, dijo:
—No veo nada, Phil. Aunque huele mal. Ven aquí, ¿es olor a pólvora?
Nikki lo interpretó como una señal de que el pistolero se había ido, pero aun así salió al rellano con cautela empuñando el arma.
Primero fue a la derecha para asegurarse de que no la había engañado y no la estaba esperando en la escalera principal. A continuación se dirigió sujetando la Sig con ambas manos, que apuntaba al techo hacia la puerta de servicio con los goznes oxidados. Sus pies tropezaron con dos casquillos de bala vacíos y entonces vio la cara de la señora Dunne asomada detrás de un resquicio de la puerta.
—¿Estás bien, Nikki? —Como ésta no contestó, la anciana dijo—: ¿Quieres que llame a la policía? —Nikki asintió, sólo para que se fuera— y la señora Dunne desapareció con un «De acuerdo».
La perspectiva de tocar aquella ruidosa puerta no la volvía loca, pero no tenía alternativa si quería seguir adelante. En cuestión de décimas de segundo, miles de preguntas la asaltaron. ¿Qué pasaría si la estaba esperando para cortarla en dos en cuanto abriera la puerta? ¿Y si no estaba solo? ¿Debería ir por la escalera principal y cortarle el paso en la acera? Todas las preguntas la conducían a malas respuestas y a nuevos motivos de alarma. Pegó la oreja al metal, pero no logró deducir nada de lo que podría haber al otro lado y el tiempo pasaba. La señales de alarma se encendieron de nuevo y Nikki las ignoró.
Dio un paso atrás, empujó la barra de la puerta para abrirla y salió al rellano en posición de alerta, con el arma en alto y la espalda pegada a la pared de cemento.
Estaba oscuro, ya que, excepto por las luces del descansillo de la primera planta, todas las bombillas estaban apagadas. Las habrían desenroscado, supuso. Quienquiera que fuera el asaltante, lo tenía todo planeado.
Escuchó a ver si oía algo. Respiración, movimiento, pisadas en las escaleras metálicas, ruido de tripas… Nada. Nada excepto el agua goteando en el descansillo junto a ella. ¿Agua? Incluso si el tejado tenía goteras, llevaba días sin llover y en aquella escalera de incendios no había tuberías a la intemperie. Palpó el suelo metálico hasta notar la humedad. Se restregó las yemas de los dedos entre sí. Estaban pegajosas. Aquello no era agua, pensó. Era sangre. Que goteaba desde arriba.
Podía esperar o podía atacarle.
Puesto que estaba agazapado esperando a que bajara las escaleras, decidió adelantarse y disparar antes de darle tiempo a volver a cargar el arma. Era una buena estrategia siempre que actuara con rapidez y el tipo no tuviera una segunda arma. Para despistarle, se serviría de la oscuridad que él había provocado en su beneficio. Palpó el suelo a su alrededor y localizó la pesada cuña de madera que el conserje usaba para mantener abierta la puerta. Después se puso en pie, pero siguiendo agachada para usar la escalera metálica como protección, y avanzó por el rellano como si se dispusiera a bajar, pero, en lugar de eso, tiró la cuña de madera.
El tipo disparó de inmediato. Heat se inclinó sobre la barandilla y disparó dos veces hacia arriba, pero debió de fallar, porque lo escuchó escabullirse escaleras arriba hacia la azotea, dos pisos más arriba. Mientras le seguía, escuchó la puerta metálica abrirse y cerrarse.
Una vez arriba se enfrentó a otra puerta que de nuevo la exponía a peligros al otro lado. Para entonces el asaltante podía haberse puesto a cubierto detrás de un ventilador o una chimenea y estar esperándola. Pero cuando aguzó el oído se dio cuenta de que estaba muy cerca, cruzando la azotea. Abrió la puerta de golpe y echó a correr, rezando porque estuviera solo.
Lo vio por primera vez cuando llegaba a un extremo de la azotea y se volvía para bajar por la escalera de incendios. Era varón, de aproximadamente uno sesenta de estatura, complexión fuerte, raza blanca probablemente, pero sin ningún rasgo especial que lo identificara. Llevaba una sudadera con capucha gris debajo de una gorra de los Yanquis y una máscara oscura o bufanda sobre la nariz y la boca. Nikki también consiguió ver el arma, de cañón corto y empuñadura de pistola, que sostenía con las manos enguantadas. Apoyó el cañón en la barandilla de la azotea y apuntó. Nikki se escondió detrás de una chimenea. El hombre disparó y la bala levantó una nube de polvo de ladrillo.
Temerosa de que se escapara, Nikki corrió hasta otra salida de incendios, la situada en la parte posterior del edificio. Hasta ese momento había tenido suerte, pero bajar por una escalera descubierta mientras un hombre armado la apuntaba desde abajo era forzar las cosas, y eso sería una estupidez. Además mortal.
Bajó por la escalerilla y, cuando estuvo a poco más de un metro del suelo, saltó al callejón situado detrás del edificio y se pegó contra la pared. Asomó rápidamente la cabeza por la esquina para inspeccionar el terreno y enseguida volvió a ponerse a cubierto. No la estaba esperando; el estrecho callejón entre los edificios de apartamentos estaba vacío. Después escuchó a alguien correr. Se asomó de nuevo y atisbó a su asaltante huyendo a toda prisa por la acera. Subió a toda prisa las escaleras a la calle para perseguirle.
Cuando cruzó la puerta del callejón y llegó a la acera la encontró desierta. Era imposible que hubiera doblado ya la esquina de Irving Place. Corrió hacia allí, dejando atrás unas obras donde estaban restaurando un edificio. Al llegar al final de la acera aflojó el paso y se arrodilló junto a la esquina que formaba una barrera de aglomerado colocada allí provisionalmente para las obras. Inspeccionó con atención el tramo de calle, pero no vio a nadie. ¿Dónde se habría metido? Recordó la letrina situada junto a la caseta de obra y fue hacia ella, aproximándose con cautela. Pero tenía un candado, lo mismo que la caseta. Regresó a la esquina y avanzó en dirección sur, hacia la calle 19 Este, con cuidado y protegiéndose bajo los andamios que rodeaban el edificio. Las sirenas se acercaban, pero no podía perder la oportunidad de atrapar a su hombre yendo al encuentro de los refuerzos. Cuando llegó a la esquina de la 19 se detuvo de nuevo. Ni rastro del pistolero. Un hombre paseando a un chihuahua y a un Golden retriever se acercaba desde el oeste, pero le dijo que no había visto a nadie que respondiera a la descripción que le dio Nikki. Cuando se hubo marchado, ésta esperó. Estaba a punto de darse por vencida y regresar cuando lo oyó.
Sobre su cabeza, uno de los andamios rechinó y una cascada de polvo se posó en el suelo, a sus pies. A no ser que se estuviera produciendo una nueva réplica del terremoto, el asesino estaba escondido arriba, había usado el andamio para escapar.
Heat se agachó entre las barras de hierro y regresó a la calle para intentar verle. Sin embargo, un tablón de aglomerado puesto allí para evitar que cayeran escombros a la calle le bloqueaba la vista. La barrera protectora recorría todo el segundo nivel del andamio, casi hasta Park Avenue South, lo que le proporcionaba al fugitivo una protección perfecta.
Sin hacer ruido, Nikki cambió de dirección y corrió hacia Irving Place. Cuando iba por la mitad de la calle, trepó por el andamio.
Al llegar a la segunda altura empujó la malla de contención de nailon, pasó sin hacer ruido por encima de la barrera de aglomerado y se acuclilló detrás de una caja para almacenar herramientas sujeta a una de las vigas. Empuñó el arma y miró desde detrás de la caja metálica. En el andamio, en la esquina más alejada del edificio, había una figura oscura arrodillada con una escopeta, esperando. Le dio tiempo a decirle «Tire el ar…» antes de que el hombre disparara. La bala retumbó en la caja de herramientas como una lluvia de artillería. Cuando Nikki volvió a asomarse, el hombre había desaparecido.
Aunque le pitaban los oídos, percibía el ruido de sus pisadas mientras se alejaba corriendo por los tablones de madera. Le siguió. Se detuvo antes de doblar una esquina, asomó la cabeza y le vio al final de la plataforma en el preciso instante en que bajaba por la rampa de escombros hacia la acera. Heat llegó al borde y mientras sopesaba los riesgos de saltar y situarse en su línea de fuego, la escopeta atronó de nuevo abriendo un agujero en los tablones a casi un metro de donde se encontraba. Escuchó el ruido metálico de la recámara pertrechándose para disparar una vez más. Nikki saltó al otro lado de la rampa y el hombre disparó otra ráfaga. Estaba dudando qué hacer, si huir o arriesgarse a bajar por la rampa mientras disparaba para cubrirse, cuando escuchó un helicóptero acercándose. El hombre debió de oírlo también, porque alguien gritó desde una ventana al otro lado de la calle:
—Está allí, ¿lo ves? Se está marchando.
Heat cruzó los brazos delante del cuerpo y saltó con los pies delante por la rampa. Aterrizó con la pistola preparada para disparar junto al contenedor de escombros y vio al pistolero corriendo por Park Avenue South con la escopeta en las manos.
Rodeó el contenedor e inició la persecución. Se encontraba herido, así que Nikki pronto estuvo cerca. Al llegar a la intersección, gritó:
—¡Alto, policía!
Lo tenía a tiro, con grandes posibilidades de acertar, pero un grupo de universitarios salió riendo del Magic Bottle y Nikki tuvo que bajar el arma. Reinició la persecución y corrió hasta la esquina, desde donde lo vio dirigirse hacia el norte, corriendo en dirección contraria al tráfico. El semáforo estaba de parte de Nikki, quien cruzó la calle con rapidez y le siguió. Ambos, policía y asesino, alcanzaron la isleta que dividía los dos carriles de la calzada. En la calle 20, Nikki vio que a la puerta de su edificio se había congregado una multitud de vehículos y luces de emergencia. Un coche de la policía doblaba en ese momento la calle para unirse al resto y Nikki gritó:
—¡Policía, aquí!
Pero no repararon en ella y prosiguieron su camino. En cambio el pistolero sí la oyó. Se volvió para mirarla por encima del hombro, comprobó que Heat se acercaba y se transformó en un blanco móvil, zigzagueando entre las jardineras que había distribuidas por la isleta, pasándose al carril de dirección norte y saltando después al contrario. Al cruzar en la intersección con la 21 Este, Nikki se encontró con que una limusina larguísima le cortaba el paso, al darse cuenta el conductor demasiado tarde de que no tenía espacio suficiente para girar. Le hizo un corte de mangas a Nikki cuando ésta se subió al capó del vehículo para pasar por encima. Cuando lo consiguió, el tirador ya le llevaba una manzana de ventaja.
Pero empezaba a ir más despacio. Una de las veces que él se volvió para mirar, Heat reparó en que tenía una mancha roja que iba aumentando de tamaño a la altura del pecho de la sudadera gris. En la calle 22 dejó de correr, pero no de huir. Apuntó con la escopeta a un taxista que esperaba a que se abriera el semáforo y que de inmediato salió del coche con las manos en alto. El sospechoso se puso al volante y se saltó la luz roja, casi chocando con otro taxi que cruzaba pero recuperando el control después de derrapar, y se dirigió hacia Nikki.
Ésta se situó en el centro de la isleta, pero el asesino no se detuvo y se dispuso a subir el coche al bordillo. Nikki se preparó para disparar y, al verla, el hombre viró con brusquedad a la derecha para evitar que le alcanzara y a continuación sacó el cañón de la escopeta por la ventanilla, preparado para dispararla cuando pasara a su lado. En vez de ponerse a cubierto, Nikki se quedó donde estaba, se aseguró de que el campo estaba libre detrás de él y le disparó tres veces. Dos de las balas se estrellaron contra el parabrisas y no le alcanzaron porque viró de nuevo el volante para esquivarlas, pero el tercer disparo entró directo por la ventanilla derecha y dio en el blanco. Nikki vio desgarrarse la tela de la sudadera a la altura del hombro y la cabeza caer bruscamente a un lado. El coche se zarandeó con violencia, pero después recuperó el control y siguió camino hacia el centro de la ciudad a gran velocidad. Nikki memorizó la matrícula y echó a andar hacia su casa.
También tomó nota mentalmente de dónde estaba para incluirlo en el informe del tiroteo. Justo enfrente del supermercado Morton Williams, donde diez años atrás había dado comienzo aquella pesadilla.
Cuando Heat hubo terminado de hacer su declaración al detective de la comisaría 33, Lauren Parry dejó un momento de examinar el cadáver de Don y le ofreció un vaso de zumo de naranja.
—Lo he encontrado en tu nevera. Bébetelo, te subirá el azúcar. —Nikki dio un pequeño sorbo y dejó el vaso en la mesa —No has bebido nada. ¿Qué te pasa? ¿Tienes náuseas? ¿Dolor en el pecho? ¿Te mareas? —La forense le tomó el pulso y, una vez hubo comprobado que Nikki no estaba en estado de shock, le pasó una caja de toallitas desinfectantes—. Tengo que volver al examen preliminar. Límpiate. —Señaló los restos de sangre seca y tejidos en los brazos y piernas de Heat y añadió mientras se alejaba—: Y no te olvides de la cara.
Nikki no hizo nada de lo que le había dicho Lauren y se limitó a dejar la caja de toallitas junto al zumo de naranja y a mirar, con los ojos de par en par, el cadáver de su amigo. La distrajeron una voces que entraban por la puerta abierta que daba al vestíbulo. El detective Ochoa fue el primero en entrar, su semblante era serio pero intercambió un discreto saludo de cabeza con su novia, Lauren. Le seguía su compañero Raley, quien también contempló la escena del crimen con expresión sombría. Heat fue a recibirlos y mientras se acercaba Raley, se volvió y le dijo en voz baja a alguien que estaba en el recibidor:
—¿Estás seguro de que es buen momento?
Rook apareció en el umbral y asintió con la cabeza.
Cuando Nikki se acercó la tomó en sus brazos y la estrechó contra sí. Ella le abrazó apretándolo con fuerza y así estuvieron, aferrados el uno al otro, un buen rato. Cuando por fin se separaron Rook seguía sin soltarla, con las palmas de las manos apoyadas en sus brazos.
—Gracias a Dios que estás bien. —Después su mirada fue hasta el cadáver tendido en el suelo, desnudo a excepción de la toalla de papel con que Lauren acababa de cubrirle la entrepierna.
—¿Quién es? —preguntó Rook.
Nikki inspiró profundamente por la nariz, preguntándose por dónde empezar. Antes de que pudiera hablar, el investigador a cargo del caso intervino:
—Eso mismo me estaba preguntando yo. Soy el detective Caparella, de homicidios.
—Ah, detective —dijo Nikki—. Éste es mi amigo, Jameson Rook.
Caparella reparó en que seguían agarrados de la mano y su mirada fue de los dos al cadáver.
—Me gustaría tomarle declaración, si no tiene inconveniente, señor Rook.
—¿A mí? ¿Por qué?
Nikki dijo:
—En realidad él no tiene nada que ver con esto.
—Sabe que tenemos que cubrir todos los ángulos posibles, detective —dijo el policía—. Dos novios, uno vivo y el otro muerto… —Levantó un brazo a modo de separación entre Rook y Nikki indicando que ésta tendría que mantenerse al margen—. Ahora, si no le importa, señor…
Mientras el detective entrevistaba a Rook en el dormitorio de invitados, Nikki aprovechó para limpiarse un poco con las toallitas. Cuando se pasaba una por la frente se le ocurrió que era probable que Lauren le hubiera oído decir a Miguel, su novio, que Sean y él habían recogido a Rook con su coche de camino hacia allí y que por eso le había dado las toallitas a ella, para darle la oportunidad de ponerse presentable antes de que él llegara. Limpiándose algo que parecía una costra en la barbilla, regresó al pasillo, dando por hecho que la entrevista sería breve, puesto que Rook ni siquiera sabía de la existencia de Don. Eso confirmaría sin duda la respuesta que le había dado ella a Caparella a la pregunta de si tenía relaciones con algún hombre aparte de la víctima. Al mencionar Nikki el nombre de Rook, Caparella lo había apuntado, pero entonces ella había añadido:
—No le conocía. Por lo que sé, ni siquiera conocía su existencia.
De haber estado en la piel del otro detective estaría haciendo las mismas preguntas —cubriendo todos los ángulos posibles, tal y como él lo había expresado—, pero Nikki creía de todo corazón que ella era el objetivo y no Don, que había hecho cierta, de la manera más trágica posible, la máxima de estar en el sitio equivocado en el momento equivocado. La parte más incómoda de la entrevista había sido cuando tuvo que dar a su colega la información que tenía de Don, que era tan escasa que podría interpretarse como una evasiva: ex marine, soltero, o al menos eso decía, se habían conocido en el gimnasio hacía dos años, cuando se apuntó a clases de combate cuerpo a cuerpo; era su profesor, empezaron a verse fuera de clase para sesiones de entrenamiento personal seguidas de una cerveza. Después habían iniciado una relación… informal… estrictamente física. El detective había guardado silencio y fruncido el ceño con la vista fija en su bloc de notas, procesando la información, juzgando o imaginándose cosas, Nikki no lo sabía. Era consciente de que aquello no era algo que pudiera explicarse fácilmente a una tercera parte no interesada y la reacción del detective le hacía temer la reacción de Rook, quien sin duda era una tercera parte interesada.
Después de hablar de Don, Nikki había informado al detective Caparella de los dos casos de asesinato en que estaba trabajando y de su convencimiento de que aquella nueva muerte tenía por objeto cerrarle la boca.
—¿Tiene idea de quién ha podido ser? —había preguntado el detective.
—Llevo diez años intentando contestar a esa pregunta, créame, detective. De hecho es la misión principal en mi vida, encontrarle y detenerle.
Aparentemente satisfecho con la respuesta, el detective tomó unas cuantas notas más, le pidió que le enviara por correo electrónico los datos del caso que considerara relevantes y eso fue todo.
Lauren Parry había concluido su examen en tiempo récord y había conseguido que retiraran el cuerpo de Don antes de que Rook saliera del cuarto de invitados y se enfrentara de nuevo a aquel hombre misterioso tendido desnudo en el suelo.
—¿Qué tal ha ido? —le preguntó Nikki cuando por fin apareció.
Rook la miró despacio, pensativo.
—Pues me las ha hecho pasar canutas. —Su tono era cortante. Su alivio inicial había sido reemplazado por un enfado que amenazaba con aflorar en cualquier momento—. ¿Tienes idea de lo difícil que es contestar «No lo sé» de cincuenta maneras distintas? Y eso que soy escritor.
Un experto en balística pasó junto a ellos y señaló un agujero hecho por una bala en una estantería de roble cercana. Heat condujo a Rook hacia el piano en un intento por encontrar algo de intimidad en una habitación llena de detectives y agentes de la policía científica. Aunque Rook se dejó llevar, tenía el brazo rígido. Nikki dijo:
—Sé que esto es un trago muy gordo para ti.
—¿Gordo? Nikki, me he quedado sin palabras.
—Lo entiendo, pero…
—Pero ¿qué? —Su dolor, su confusión, su temor y su enfado eran patentes en las dos sucintas palabras.
—Pues que no es lo que parece.
—Eso es algo que yo diría. —Pero no parecía divertido—. Entonces ¿qué es?
—Complicado —dijo Nikki.
—Las cosas complicadas son lo mío.
Esperó, pero Nikki no decía nada. No tenía ni idea de por dónde empezar y temía lo que pasaría en cuanto comenzara a hablar. Así que se limitó a mirar la mancha roja en la alfombra de la entrada, donde la cabeza de Don había aterrizado y se había desangrado. Sin decir palabra. A Rook se le acabó la paciencia.
—Muy bien. Tienes las llaves de mi casa, ¿no? Pues lo mejor es que Raley y Ochoa te acerquen para que puedas darte una ducha y dormir un poco.
—¿Tú no vienes?
No tenía la excusa de la investigación policial, así que recurrió a la logística:
—Voy a quedarme aquí para asegurarme de que cierran bien todo cuando hayan terminado.
Nikki repitió:
—¿No vienes?
—Llamaré al conserje. Seguro que Jerzy sabe cómo tapar el agujero de la puerta.
—Gracias —dijo Nikki, pero su tono revelaba sarcasmo—. Eso me tranquiliza.
—¿Qué quieres, Nikki? —Y aventurándose en arenas movedizas, añadió—: La verdad, no sé qué coño hacer. Porque no me cuentas nada y lo único que hago es cabrearme cada vez más.
—Ah. O sea, que ahora eres tú el protagonista, después de la nochecita que he tenido.
—No —dijo Rook—, de lo único que estoy seguro es de que la protagonista aquí eres tú.
—Muy agudo, Rook. Genial. No te olvides de apuntarlo en tu Moleskine, por si luego lo puedes usar. También puede servirte algún día, cuando no te acuerdes de por qué rompimos. —Nikki metió la mano en la bolsa de gimnasia y sacó las llaves del loft—. Toma.
Rook las cogió al vuelo y le hicieron daño en la palma de la mano al cerrar el puño.
—¿Me estás echando?
—Este follón lo he montado yo, así que yo me ocupo.
A Rook no se le escaparon las implicaciones de tal declaración y hasta qué punto él quedaba excluido de la misma. Miró a Nikki, pero la cara de ésta era una máscara inexpresiva. Así que se metió las llaves en el bolsillo y se fue.
Nikki se cuido mucho de no mirarle mientras se marchaba. Tampoco a Raley ni a Ochoa, que habían observado su encuentro desde el otro lado de la habitación como si fuera la escena de una película muda sin necesidad de subtítulos, e hicieron como que no estaban con la boca abierta, que era lo que ocurría.
Mientras se hundía en una butaca junto al piano, Nikki se descubrió reviviendo una noche como aquella diez años antes con todo detalle. Sintiéndose igual que entonces, confusa, vacía y terriblemente sola, miró a la policía científica examinar el apartamento desde la misma perspectiva que entonces. Estaba tan conmocionada como si acabara de vivir un terremoto y notaba el suelo bajo sus pies amenazador y hostil.
Las dos pizarras blancas no consiguieron que se sintiera más segura después, en el despacho diáfano antes del amanecer, ya con la segunda taza de café estudiando las fotografías de las pruebas de los dos casos desde una silla situada en el centro de la habitación. Llevaba allí casi tres horas. Incapaz de dormir después de que los de la científica y el Departamento Forense hubieran terminado y Jerzy hubiera tapado el agujero de bala en la puerta con un tablero de aglomerado, Nikki se había dado una ducha y había pedido que el coche policía que el comisario de la 30 le había dejado a la puerta de su casa como cortesía la llevara a trabajar.
Las pizarras seguían exactamente igual que como estaban cuando Heat dejó a la brigada la noche anterior, sólo que ahora las había actualizado, creando una sección nueva para el tercer homicidio. El de Don. Le costó un esfuerzo emocional sobrehumano dejar —de momento— a un lado el dolor que sentía por su muerte para poder concentrarse en aclararla. Dibujó un cuadrado con rotulador verde para delimitar el espacio destinado a Don y, debajo de su nombre y hora de la muerte, escribió: «Muerto de un disparo» y «Pistolero desconocido de raza blanca», junto con una descripción telegráfica de su altura y su peso. También «huido en un taxi» y a continuación una palabra que odiaba escribir: «Prófugo».
Las pruebas no relacionaban el caso de Don con los otros dos, pero era cuestión de puro sentido común. Por eso puso a Don junto a su madre y a Nicole Bernardin, porque la experiencia le había enseñado a desconfiar de las coincidencias. Sabía que ella era el objetivo y que el ataque se había producido después de que se pusiera a investigar los otros dos asesinatos. Eso contestaba a una de las preguntas que seguían en la pizarra: «¿Por qué ahora?», pero la más importante seguía sin respuesta: «¿Por qué?».
Ésa sería la que conduciría a «¿Quién?». O al menos eso esperaba.
Escuchó el ruido lejano de un metro, pero cerca de allí no pasaba ninguno. Las persianas metálicas empezaron a golpear los marcos de las ventanas y los fluorescentes que colgaban del techo se balancearon con suavidad. Escuchó a una de las secretarias de la entrada exclamar: «¡Uuuuuy!» y alguien dijo: «Es una réplica». Nikki vio que las persianas volvían a quedarse quietas y se concentró de nuevo en las pizarras, con la esperanza de que el miniterremoto las hubiera sacudido y hecho aparecer nuevas pistas.
Aquel ejercicio, el de esperar pacientemente a que la pizarra blanca le diera la solución o, al menos, una conexión, por lo general le daba resultado. El método no tenía nada de metafísico, nada de incienso ni de encantamientos. Tampoco era como jugar a la ouija. Era tan sólo una manera de ordenar sus pensamientos y, mientras estudiaba las piezas del puzle, dejar que su subconsciente trabajara para encajarlas. Y de hecho allí había algo, pero aún no sabía qué. ¿Qué estaba pasando por alto? Empezó a reprocharse no ser más paciente, pero se detuvo: «Nada de reproches», susurró. Si Nikki Heat tenía un aliado capaz de ayudarla a confiar y a mantenerse positiva, era ella misma.
Necesitaba seguir concentrada, a pesar de la que estaba cayendo.
Ésa era la belleza de la coraza que tanto le echaba Rook en cara. Rook, que refunfuñaba de cómo era capaz de encerrar sus sentimientos en compartimentos estancos cuando precisamente esa capacidad era la que le había permitido resolver casos en momentos de extrema agitación. Intentó no pensar en Rook. Lo último que necesitaba en aquel momento eran distracciones ¿De verdad quieres ver una coraza, señor Rook? Pues a ver qué te parece ésta.
Un leal compañero de brigada interrumpió su soledad. El detective Feller llegaba una hora y media antes, justo después de Raley y Ochoa, de quienes Nikki se había despedido en su apartamento a las dos de la madrugada. Randall Feller ya había hecho unas cuantas llamadas y había enviado mensajes de texto a colegas secretas de la Brigada de Taxis de la Policía de Nueva York para que estuvieran pendientes de un vehículo robado con daños en la parte delantera y dos agujeros de bala en el parabrisas. Hasta el momento nadie había visto nada. Los Roach estaban comprobando si el aviso que habían enviado a todos los servicios de urgencias, ambulatorios y farmacias para que informaran de víctimas de herida de bala o sangrando en busca de primeros auxilios o analgésicos había tenido alguna respuesta.
Pronto la brigada entera estuvo reunida para una puesta en común. Estaba todos menos Sharon Hinesburg, que llegaba tarde una vez más. Mientras se congregaban alrededor de las pizarras para enterarse de las últimas novedades, Heat echó un vistazo al despacho acristalado, pero dentro sólo estaba el capitán revisando hojas de estadísticas con un lapicero rojo. Pensó que quizá Iron Man la había dejado en una esquina más alejada aquella mañana. Decidió empezar sin ella, sabedora de que no la echarían de menos.
Comenzó con el asesinato de Don, que todos conocían, de forma que se limitó a hacer un breve resumen. Nadie hizo preguntas. Todos sabían que se trataba de un caso delicado y, al igual que Nikki, estaban deseando pasar a otra cosa.
Agentes uniformados que patrullaban la calle de Inwood, donde vivía Nicole Bernardin, habían informado de que los vecinos habían visto en los últimos días una furgoneta de una empresa de limpieza de alfombras.
—Los testigos no se acordaban del nombre de la compañía, pero, como coincidía con la hora aproximada de la muerte, quiero que Feller y Rhymer hagan algunas preguntas más. A ver qué conseguís. Color de la furgoneta, rotulación, lo que sea.
—Y seguimos esperando el informe de toxicología —continuó, mientras escribía un nuevo signo de interrogación en la pizarra, junto a dicho punto. Debajo borró el que decía: «Huellas» (que seguía en blanco pero era innecesario ahora que habían identificado a la víctima) y escribió: «Limpieza de alfombras en Inwood».
Raley informó de que no había novedades sobre la supuesta empresa de headhunting de Nicole Bernardin.
—El grupo NAB está registrado en Better Business y otras cuantas asociaciones de empresarios, pero, aparte de que pagaba las cuotas, hay poco que contar. No hay constancia de quejas contra ella por búsqueda de directivos o colocaciones, básicamente porque no hay registro de que haya hecho ninguna. Esta mujer parecía ser la discreción personificada.
Malcolm y Reynolds informaron de que el ordenador portátil de Bernardin no aparecía ni en objetos robados ni en el mercado negro. Nikki les encargó que enviaran correos electrónicos a las tiendas de empeño y que miraran en eBay. El detective Rhymer contó que seguía trabajando con los informáticos en lo de sus copias de seguridad.
—Por ahora no hemos encontrado nada —dijo, pero subrayando el «por ahora». Los de informática están con ello a tope. Y también quieren saber si les firmarías un ejemplar de First Press con tu foto en la portada para enmarcarlo.
—Sí, claro —dijo Nikki—, siempre que no lo cuelguen en el cuarto de baño.
Rhymer sonrió.
—No, estoy seguro de que se turnarán para llevárselo a casa.
Nada nuevo tampoco de los consulados franceses, según el detective Reynolds, quien también se había puesto en contacto con la Interpol. Sin embargo confirmó que Nikki tenía razón, pues la pesquisa en el club de corredores New York Road Runners sí había dado frutos.
—Es socia vitalicia.
—Qué ironía —se le escapó comentar a Feller.
—Bernardin participaba en las sesiones de entrenamiento nocturno en Central Park, corría la carrera de la Quinta Avenida y otras de mil metros, pero no saben nada de su vida. Básicamente, para ellos no era más que un dorsal.
Y así ocurrió con el resto de informes. Había datos nuevos, pero ninguno conducía a ninguna parte. Hasta Rhymer, que se había dedicado por su cuenta a investigar orquestas de aficionados y sindicatos de intérpretes a ver si Bernardin, antes virtuosa del violín, pertenecía a alguno, venía con las manos vacías. Los esfuerzos no parecían conducir a ninguna parte; lo mismo que las carreras de Bernardin alrededor de Central Park durante el verano. Terminaban en el mismo punto en el que empezaban.
Cuando el grupo se dispersó Nikki se volvió inconscientemente hacia la silla de Rook para conocer sus impresiones como espectador. En realidad se sentía afortunada de que hubiera transcurrido ya una hora sin susurros ni chismorreos y sin verse obligada a reconocer las contradicciones de su vida personal en la comisaría. Pero entonces llegó la detective Hinesburg y todo cambió.
—Ya me he enterado de lo de anoche. ¿Estás bien? —preguntó Sharon, que se había quedado de pie un poco demasiado cerca de Nikki. Lo cierto era que nunca se le había dado bien lo de no invadir el espacio de los demás—. Ha tenido que ser horroroso, encima en tu propia casa. —Se inclinó y bajó el volumen de voz, pero sólo un poco—: Y era tu novio. Nikki, lo siento mucho.
—No era mi novio. —Heat se arrepintió inmediatamente de haber entrado al trapo.
—Claro, lo que tú digas. Ha tenido que ser supertraumático. La verdad, pensaba que hoy no vendrías a trabajar.
Heat se subió la manga para mirar su reloj.
—Sí, eso ya lo veo. ¿Dónde estabas?
—Haciendo una cosa que me encargó el capitán Irons.
Al principio Nikki pensó que mentía, pero era demasiado fácil comprobarlo, así que ignoró el molesto hecho de que el capitán de la comisaría la puenteara robándole a los miembros de su brigada. Pero entonces reparó en a quién le había robado. Después de todo, la mañana había sido mucho más agradable sin Sharon. Ésta fue hasta su mesa para dejar su gigantesco bolso y dijo:
—Habría venido antes, pero ya sabes que no quiere que nos pasemos con lo de las horas extras. Y como anoche tuve que ir a Scarsdale, me dijo que hoy entrara más tarde, para compensar.
Nikki contuvo la respiración. Fue hasta la mesa de Hinesburg y, para variar, fue ella la que invadió su espacio.
—¿A qué has ido a Scarsdale?
La detective dejó escapar un silbido en voz baja.
—Pero, bueno… En serio, pensaba que lo sabías.
Aquellas palabras fueron como una bofetada para Nikki, que a punto estuvo de tambalearse.
—¿Has ido a ver a mi padre? ¿Para interrogarle?
Antes de que Hinesburg pudiera contestar, Nikki ya estaba de camino a la oficina del capitán. Hinesburg le dijo sin demasiada convicción:
—Pero no como sospechoso. sólo como alguien que pueda aportar información de interés para el caso.
Heat dio tal portazo que la mitad de la comisaría debió de pensar que se hallaban ante una nueva réplica del terremoto. Y de haber estado en el despacho de Irons habrían comprobado que en efecto era sí.
—Pero ¿se puede saber qué coño pasa, Heat? —Wally Irons no solo había dado un salto en la silla al más puro estilo Roger Rabbit, también había empujado las ruedas de esta hacia atrás, apoyando los pies en la alfombra de plástico del suelo, y ahora la miraba con los ojos y la boca abiertos de par en par. Se ve que tenía instinto de conservación. La detective Heat se inclinó sobre su mesa como si tuviera intención de atacarle.
—Eso digo yo, ¿qué coño pasa? ¿Se puede saber por qué cojones ha mandado a la detective Hinesburg a casa de mi padre? —Heat rara vez decía palabrotas y, por si su entrada no hubiera bastado para dejar claro su enfado, el vocabulario empleado no dejaba lugar a dudas—. ¡A casa de mi padre, capitán!
—Tienes que tranquilizarte ahora mismo.
—Y una mierda. Conteste a mi pregunta.
—Detective, todos sabemos que ha tenido una noche muy estresante.
—Conteste. —Cuando el capitán se limitó a mirarla, Nikki cogió su taza de café ya frío del posavasos y la volcó sobre las estadísticas—. Ahora mismo.
—Estás perdiendo los papeles.
—Pues no he hecho más que empezar, Wally.
Se quedó allí amenazadora y jadeando como si acabara de estar corriendo. Pero el capitán sabía que aún le quedaba resuello, así que dijo:
—Vale, vamos a hablar. Siéntate. —Nikki no se movió—. ¿Quieres hacer el favor de sentarte?
Cuando Nikki cogió una silla, Irons sacó su pañuelo para limpiar la mancha de descafeinado con leche que goteaba de la mesa a sus pantalones, pero sin apartar los ojos de Nikki.
—Vale —dijo ésta—. Estoy sentada. Empiece.
—Tomé una decisión… como responsable de esta comisaría —explicó sin convicción— de abrir una nueva línea de investigación para ver si conseguíamos avanzar en el caso.
—¿Con mi padre? —Nikki ladeó la cabeza en dirección a la comisaría al otro lado del cristal—. ¿Y con ella? ¡Venga ya!
—Un poco de respeto, detective.
Nikki dio una palmada en la mesa.
—¿Es una persona de interés para la investigación? ¿Mi padre? En primer lugar, fue descartado como sospechoso hace años y, además, ¿cómo puede mandar a alguien a interrogarle sin decírmelo?
—Soy el capitán de la comisaría.
—Y yo la jefe de la brigada de homicidios.
—Al mando de una investigación en punto muerto. Mira, Heat, ya hablamos ayer de esto cuando se publicó lo del Ledger. Después de diez años hace falta alguien con ojos nuevos capaz…
—Huy, qué bonito. ¿Lo ha preparado para cuando le citen en el próximo artículo? ¿Cuando ponga otra vez en peligro mi investigación y se entrometa en mis relaciones familiares?
—Estoy convencido de que estás demasiado implicada. Tienes un conflicto de intereses y esta reacción es prueba de ello.
—Eso es una gilipollez.
—Mandé a la detective Hinesburg porque tengo la impresión de que su talento está infrautilizado.
—¿Hinesburg? Me apuesto cinco pavos a que anoche pasó más rato en el centro comercial de Westchester que con mi padre.
—Y además —levantó un dedo como si quisiera pulsar un imaginario botón de pausa que hiciera callar a Nikki— decidí que necesitábamos un poco de objetividad, no un lobo solitario en busca de venganza.
—Tampoco necesitamos una caza de brujas. Con bruja y todo.
—Estás descontrolada.
—Créame, si lo estuviera se daría cuenta.
—¿Como la otra noche en Bayside, cuando te saltaste los procedimientos y entraste por la trampilla de aquel sótano sola llevada por tu obsesión con este caso?
—Necesita pasar más tiempo en la calle, capitán. Así igual empezaría a entender lo que es el trabajo policial.
—¿Y sabes lo que necesitas tú? Algo de tiempo fuera de la calle. A partir de ahora te vas a quedar en la comisaría.
—¿Cómo dice?
—No es nada personal. Aunque hayamos tenido éste… encuentro. He decidido que tienes que pasar por un examen psicológico después del asesinato de tu novio y el tiroteo con el sospechoso en fuga. —Se puso de pie—. Después de unas cuantas sesiones con el loquero, hablaremos otra vez. La reunión ha terminado.
Pero fue el único en marcharse. Y lo hizo a toda prisa.
El loquero dijo:
—Le ha faltado tiempo para pedir cita, detective.
El psicólogo del departamento, el doctor Lon King, tenía un tono de voz amistoso y suave que hacía pensar en surf y en playas tropicales. —Esta mañana me llegó la nota de su superior después de su… reunión.
—Quiero terminar con esto cuanto antes y volver al trabajo, si puedo serle franca.
—La franqueza me encanta, aunque la sinceridad me gusta todavía más.
El psicólogo se tomó un momento en la butaca que ocupaba frente a Nikki para revisar el cuestionario que ésta acababa de rellenar. Nikki le miró para observar su reacción, pero no hubo ninguna. La cara del doctor Lon King tenía una expresión tan neutra e irradiaba una calma tan natural que pensó que más le valía no jugar nunca al póquer con él. Lo cierto es que Nikki se consideraba afortunada por haber podido concertar una cita para el mismo día de la estúpida orden de Irons. Eso sí, confiaba en que la sesión fuera corta, porque uno de los amigos que tenía Feller en la Brigada de Taxis había localizado el vehículo que había robado el pistolero. Estaba aparcado bajo un paso elevado de la autovía Bruckner, en el Bronx. Claro que los ladrones de piezas y los vándalos lo habían limpiado durante la noche, desde la placa de la matrícula hasta el cableado, pero ya estaba en manos de la policía científica y Nikki estaba deseando volver para ver si habían encontrado alguna pista sobre la identidad del asesino. Como, por ejemplo, si se había quitado los guantes y había dejado alguna huella. Entonces se dio cuenta de que el doctor King le estaba haciendo una pregunta.
—¿Perdón?
—Le preguntaba si últimamente le cuesta concentrarse.
—No —dijo con la esperanza de que la primera pregunta no fuera eliminatoria—. Estoy completamente alerta.
—Veo muchos casos de estrés postraumático y estoy acostumbrado a tratar con oficiales de policía siempre dispuestos a demostrar que son invulnerables. Así que, por favor, que no le dé vergüenza sentir cualquier cosa ni tampoco contármela. —Heat asintió y sonrió para demostrar su aceptación, mientras no dejaba de pensar que aquel hombre podía mantenerla apartada indefinidamente del servicio activo armado sólo con su bolígrafo—. Y, para que quede claro, no tengo ningún interés en obligarla a hacer terapia —añadió el doctor como si le leyera el pensamiento.
Después siguió haciéndole preguntas, a algunas de las cuales ya había respondido Nikki en el cuestionario. Preguntas sobre sus hábitos de sueño, consumo de alcohol, si se encontraba nerviosa o se sobresaltaba con facilidad. Si el doctor se quedó o no satisfecho con sus respuestas, era algo imposible de deducir de la expresión de su cara. Dijo:
—Supongo que la respuesta a la pregunta de si se ha visto expuesta a situaciones que hicieran peligrar su vida es sí.
—Soy detective de homicidios —contestó Nikki señalándose con las dos manos.
—¿Y en el terreno personal? ¿Fuera del trabajo?
Nikki le relató lo más sucintamente posible, pero sin parecer irrespetuosa, el asesinato de su madre. Cuando terminó, el doctor se quedó callado y después, con una voz tan aterciopelada como el locutor de un programa de jazz, dijo:
—A los diecinueve años una experiencia así puede ser determinante. ¿Alguna vez tiene la sensación de estar reviviendo aquella tragedia?
Nikki sintió ganas de reír y dijo:
—sólo las veinticuatro horas del día. —Pero enseguida temió verse desterrada a meses fuera del servicio activo, así que añadió—: Aunque de una forma de lo más positiva. Por mi trabajo estoy en contacto con víctimas y sus seres queridos. Cuando encuentro paralelismos con mi propia experiencia, procuro usarlos para ayudarlos a ellos y a la investigación.
King no se apresuró a darle una palmadita en la espalda y se limitó a un «Ya veo» antes de preguntar:
—¿Y qué me dice de lo que asocia al asesinato de su madre? ¿Trata de evitar a aquellas personas o situaciones que se lo recuerden?
—Pues… —Nikki se recostó sobre el cojín y miró al techo. La segunda manecilla de un reloj situado a su espalda avanzó suavemente y por la ventana cerrada detrás del doctor entraba el reconfortante murmullo del tráfico de Nueva York, doce plantas más abajo. La única respuesta de Nikki se refirió al piano de su salón. Le dijo que no conseguía tocarlo y le explicó por qué mientras el psicólogo la escuchaba en silencio. Otro síntoma, en el que no había reparado hasta ese momento, era la frialdad en la relación con su padre. Nikki siempre le había atribuido el distanciamiento a él, pero sacar el tema a relucir allí habría sido como destapar la caja de los truenos, así que decidió limitarse al piano e incluso le preguntó al psiquiatra si era una mala señal.
—Aquí no hay nada ni malo ni bueno. Se trata de hablar y ver qué es lo que sale.
—Genial.
—¿Su padre vive aún?
Pero ¿aquel tipo era psicólogo o adivino? Nikki le contó lo del divorcio y pintó una relación distante pero cordial, en la que quien marcaba las distancias era su padre más que ella, algo que de todas formas era verdad en parte.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo en contacto con él?
—Hace un par de horas le llamé para tranquilizarle sobre una metedura de pata de mi capitán, que mandó a una investigadora a interrogarle sobre el asesinato de mi madre.
—Así que salió de usted, lo de ponerse en contacto —Heat asintió con energía, consciente de que evitar a las personas relacionadas con el episodio desencadenante es uno de los síntomas del síndrome de estrés postraumático—. ¿Y qué tal se lo tomó su padre?
Heat recordó su arrogancia y el vaso con hielo.
—Digamos que podía haber estado más receptivo. —El terapeuta no insistió en aquello, sino que pasó a preguntarle sobre sus otras relaciones, y la respuesta de Nikki fue—: Por mi trabajo es complicado mantener una relación, como probablemente sabe.
—¿Por qué no me lo explica usted?
Con sinceridad, pero lo más brevemente que pudo, Nikki le resumió la naturaleza de sus relaciones en los últimos años, la más larga de las cuales había sido con Don. Le dio a King la misma versión que al detective Caparella la noche anterior, a saber, que Don era un compañero de entrenamiento con derecho a roce. También le habló de Jameson Rook, provocando así la única digresión del terapeuta, que le preguntó si se trataba del famoso escritor. Nikki aprovechó para contarle cómo se habían conocido trabajando juntos el verano anterior y cómo, aunque podía parecer que Rook y ella mantenían una relación monógama, nunca lo habían establecido así. Sin embargo no se había acostado ni con Don ni con nadie desde que conoció a Rook.
—¿Cómo se siente después del tiroteo de anoche?
—Es complicado. —Sintió ganas de llorar al pensar en el pobre Don, pero se contuvo—. Básicamente estoy intentando no pensar en ello de momento.
—Y anoche, cuando estuvo con Don, ¿fue un encuentro sin sexo?
—Sí —dijo Nikki con sequedad.
—Parece que no le ha sentado muy bien la pregunta. ¿He tocado un tema delicado?
—En realidad no. Don y yo quedamos para entrenar, en el gimnasio. Y después vino a mi casa a darse una ducha. Entonces fue cuando le dispararon.
—A darse una ducha. ¿Y dónde estaba el señor Rook?
—En su casa. Habíamos discutido y yo necesitaba… desahogarme un rato. —Lon King apartó los papeles del cuestionario, cruzó las manos en el regazo y la miró fijamente. Incómoda por su silencio, Nikki dijo—: Lo admito, lo de echar una cana al aire se me pasó por la cabeza, pero…
—Ha dicho que su relación con el señor Rook no es monógama.
—No, pero…
—Entonces, ¿a qué cree que venía eso de la cana al aire, como usted lo llama?
—No lo sé. —Entonces Nikki se sorprendió a sí misma preguntando—: ¿Y usted?
—sólo usted puede saberlo —dijo el terapeuta—. La gente se inventa sus propias reglas sobre lo que es ser fiel o no. Igual que tiene sus razones para seguir o no las reglas. —Pero luego reconoció—: A veces…, solo a veces…, en medio de una crisis una persona puede intentar huir del dolor buscando hacer daño a otros. Como un intento inconsciente de cambiar de emisora en la cabeza, de sintonizar otro tipo de dolor distinto de aquél al que le resulta imposible enfrentarse. ¿Por qué discutieron usted y el señor Rook?
Las escasas defensas que le quedaban a Nikki desaparecieron. A pesar de su actitud al entrar en aquel despacho, la sesión le estaba resultando reconfortante. Le explicó a King las recriminaciones de Rook sobre su muralla defensiva y cómo había provocado la discusión.
—¿Y por qué cree que reaccionó así?
—Lleva tiempo provocándome de maneras que no me gustan nada.
—Cuéntemelo.
—Me atosiga. Se empeña en sacar de nuevo a relucir viejos problemas familiares para investigar el asesinato de mi ma…
Ninguno de los dos necesitaba oír la frase completa para darse cuenta de las implicaciones potenciales de lo que Nikki estaba diciendo. Le entró el pánico. Se vio encerrada en Mundoterapia durante una eternidad sin posibilidad de reducción de condena por buen comportamiento y de inmediato trató de rectificar:
—Pero todo el mundo sabe —dijo— que es normal que las parejas discutan. Aunque no tiene por qué ser una cosa o la otra, ¿a que no?
—Es que en este caso fue una cosa, y no la otra.
Mientras el silencio la aplastaba, el terapeuta esperó. Y esperó.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Nikki.
—No puedo contestarle. Lo que sí puedo es preguntarle con quién estaba de verdad enfadada. Y también quién habría sido el más perjudicado si se hubiera acostado con Don. —Sonrió y miró el reloj detrás de Nikki—. Se nos ha acabado el tiempo.
—¿Ya? —Mientras el psicólogo recogía los papeles y los metía en una carpeta, Nikki le preguntó—: ¿Y bien?
—Después de tantos años, de tantas sesiones, al final siempre es lo mismo. Un poli que me pregunta: «¿Y bien?». —Sonrió de nuevo—. Nikki, ha sufrido más pérdidas de las que es capaz de soportar y ha pasado por más experiencias traumáticas que la mayoría de la gente en toda su vida. —Nikki tenía la boca como un estropajo—. Dicho esto, veo que tiene una gran capacidad de recuperación y que es, desde mi punto de vista, una persona centrada, fuerte y de alto rendimiento, de ésas que, parafraseando a Hemingway, florecen bajo presión. Bastante más sana que muchos compañeros de profesión.
—Gracias.
—Por eso creo que le parecerá bien mi recomendación de que vuelva al trabajo… después de una semana de descanso.
—Pero el trabajo, la investigación…
—Nikki, piense en todo por lo que ha pasado. Necesita un tiempo para centrarse. Lo de destacar bajo presión tiene un precio. —Sacó un bolígrafo y escribió algo en la carpeta—. Por eso voy a ordenarle que se tome una vacaciones de siete días, pagadas. —Giró el bolígrafo para cerrarlo—. E interpretaría como un síntoma saludable el que accediera a intentar restablecer aquellas relaciones que ha roto por estar relacionadas con el episodio traumático.
—¿Se refiere a Rook?
—Eso sería importante. —Cerró la carpeta y dijo—: Nos veremos dentro de una semana, para una nueva evaluación.
—¿Quiere decir que el permiso obligatorio puede prolongarse si no hago lo que me dice?
—Nos vemos en una semana. Entonces decidiremos.