4

El tatuaje fue lo que le delató. Tal y como Heat había esperado, el departamento de Crímenes en Tiempo Real tenía una entrada en su base de datos que coincidía con un sospechoso. Una semana antes, el propietario de una tienda abierta veinticuatro horas en el vecindario de Bayside, en Queens, había llamado para denunciar un hurto. La cámara de seguridad había grabado al culpable y, aunque el delito no era lo bastante importante como para llegar a las noticias o emitir una orden de busca y captura, el departamento de Crímenes en Tiempo Real había introducido el tatuaje en su base de datos y pocos minutos después de que el detective Raley subiera la imagen al servidor ya había una coincidencia. Las patrullas de agentes uniformados enseñaron la fotografía por Bayside y un vigilante nocturno en un aparcamiento de coches robados lo reconoció, era un tipo que había estado merodeando por allí últimamente. El remate llegó cuando el vigilante volvió a verlo unas horas después de recibir la visita de la policía, lo siguió hasta una casa cercana y desde allí llamó por el móvil a la policía.

Heat, Rook, Raley y Ochoa viajaban en tenso silencio en el coche patrulla de los Roach, con la sirena encendida y sus hombros y rodillas chocándose mientras el detective Raley sorteaba el tráfico de última hora de la tarde hacia el Midtown Tunnel y la Long Island Expressway. La única vez que Raley perdió la concentración fue nada más pasar la Unisfera en el parque Flushing Meadows, cuando miró de reojo a Ochoa, en el asiento del copiloto, y arrugó la nariz olisqueando como un conejo. Su colega suprimió una sonrisa referida a Rook, cuyo aroma fragante a aceite herbal de masaje también viajaba en el asiento trasero. Heat se dio cuenta, pero todo lo que dijo fue:

—¿Tiempo estimado de llegada?

Una forma sutil de recordarles que se dieran prisa y se concentraran.

Seis minutos después el Crown Vic llegaba a la zona de estacionamiento del parque Marie Curie en Bayside y Raley lo aparcó en paralelo a otros coches de policía. Los de la brigada 9 de operaciones especiales y también una unidad del SWAT estaban preparados con cascos negros y equipos de protección corporal. El oficial a cargo de la brigada de operaciones especiales saludó a Heat mientras esta salía del coche.

—Qué puntualidad, detective Heat.

—Gracias por esperarnos.

—Estamos a vuestras órdenes.

El mensaje tácito de respeto que encerraba aquel gesto emocionó tanto a Nikki que se le hizo un nudo en la garganta, pero todo lo que contestó fue un escueto:

—Gracias, capitán, es todo un detalle.

—Lo tenemos todo preparado —dijo éste—. El sospechoso está en el interior de una vivienda unifamiliar de dos pisos en Oceania, en la calle siguiente. Según las facturas de la luz, el propietario es un tal J. S. Palmer, aunque llevan sin pagar un recibo seis meses y les han cortado el suministro. —Puso un filtro rojo a su linterna para no deslumbrar a Nikki y desplegó un mapa lleno de marcas pulcramente realizadas en el techo del coche—. Es la casa de la esquina, aquí. He desplegado un perímetro cubriendo todas las salidas posibles, incluidas unidades caninas. Hay coches policía cerrando Northern Boulevard y también hemos bloqueado la avenida 47 en cuanto habéis pasado vosotros, así que las calles están cubiertas. También he puesto a un equipo en la casa de al lado y hemos evacuado a la familia que vive allí.

—Parece que está todo.

—No todo. —Se puso a hablar por su walkie-talkie—. Brigada 9 de Emergencia al Helicóptero 4-1-4.

—Adelante, brigada 9 —contestó una voz serena con un ronroneo agudo de fondo.

—Listos en cinco minutos.

—Recibido. Cinco minutos. A vuestra señal encendemos las luces.

Raley abrió el capó y Heat fue a reunirse con él, Ochoa y Rook en la parte trasera del coche. Mientras los tres detectives se ponían los chalecos antibalas, le dijo al último:

—Rook, tú espera aquí.

—Venga, te prometo que no me van a disparar. Me pongo un chaleco.

Ochoa señaló las letras escritas en blanco en la parte delantera y posterior de su chaleco.

—Lee aquí, tío. Dice: «Policía».

Rook miró dentro del capó.

—¿No tenéis uno que diga «Escritor»?

—Déjalo ya —dijo Nikki.

—Entonces, ¿para qué me habéis traído?

A Nikki estuvo a punto de escapársele la verdad, que le había llevado sólo para que le diera apoyo moral. Pero contestó:

—Porque si no te dejaba venir estarías quejándote un año.

—¿En serio? —dijo Ochoa mientras los tres detectives se unían a los miembros de la SWAT—. Y yo que pensaba que lo habías traído porque Rook es como un Air Wick humano. Con él en el coche ya no necesitamos el ambientador ése de pino.

La brigada de operaciones especiales ocupó la casa con una precisión táctica que los modales desenfadados de su comandante y el equipo no hacían presagiar. Heat y los Roach los siguieron a paso ligero usando un Bearcat blindado que avanzaba por la calle con el motor rugiendo. Cuando el furgón negro se detuvo, el helicóptero Bell hizo su ruidosa aparición y el piloto encendió el faro de búsqueda Nightsun, proyectando un gran haz de luz que debió de cegar a cualquiera que estuviera mirando por la ventana mientras el equipo se desplegaba. Se acercaron en una secuencia eficaz, de manual, poniéndose a cubierto detrás de la baranda del porche, de los cubos de basura y de los setos antes de entrar. Cuando Heat y el equipo que llevaba el ariete llegaron a la puerta principal, ésta llamó y gritó para hacerse oír por encima del estruendo del helicóptero:

—¡Policía de Nueva York, abra la puerta!

Después de una pausa demasiado breve para medirla, Heat dio el signo de adelante a los del ariete.

El ruido seco que hizo la puerta al chocar contra la pared era comparable a los latidos del corazón de Nikki bajo el chaleco antibalas mientras entraba en la casa a oscuras, a la cabeza del equipo de la SWAT en un ballet surrealista de haces de linternas e incursiones rápidas. Gritó: «¡Policía! ¡Identifíquense!», pero solo escuchó el eco de su propia voz en la casa prácticamente vacía. Las fuerzas de asalto se desplegaron: unos avanzaron por el lateral derecho del piso con Heat, otros se dirigieron a la izquierda, trazando un círculo hacia el comedor y la cocina, con los Roach, mientras que el resto subió al piso de arriba y al ático. La luz del helicóptero entraba por las ventanas y subía por las paredes creando la impresión de que la casa giraba. Con cada nueva confirmación que recibía con toda claridad por el auricular aumentaban la confusión y el desánimo de Nikki: «Nada en el comedor». «Nada en la cocina». «Nada en el dormitorio principal». «Nada en el armario del vestíbulo». «Nada en el ático». «Nada en el sótano». Los grupos que habían rastreado el piso de abajo se reunieron en la cocina, que olía lo bastante a basura acumulada para ser candidata a un reality show sobre personas con síndrome de Diógenes.

Pero del sospechoso ni rastro.

—¿Qué hay del garaje? —preguntó Heat hablando al micrófono.

—Nada.

El jefe de brigada bajó las escaleras con los Roach y los tres se reunieron con Nikki en el cuarto de estar.

—No lo entiendo —dijo—. Y no hay dónde esconderse. Los armarios están vacíos. Sólo hay un colchón andrajoso en el dormitorio principal.

—Por aquí tampoco hay nada —dijo el detective Ochoa. Paseó su linterna LED por los agujeros de las paredes iluminando los puntos donde en otro tiempo habían colgado cuadros justo encima de un rectángulo más oscuro en el suelo de madera del tamaño y la forma de un sofá. Ahora sólo había dos sillas de jardín desparejadas junto a una alfombra mugrienta y desgastada.

—¿Alguna falsa pared? —preguntó Rook entrando por la puerta principal—. Sé a ciencia cierta que estas casas viejas pueden tener puertas falsas detrás de las estanterías.

Heat repitió la frase de siempre:

—Rook, te he dicho que esperaras fuera.

—Es que la bonita luz del helicóptero me hipnotizó. Como en Encuentros en la tercera fase. O la llegada a la casa de los concursantes de Gran Hermano.

—Fuera. Ahora mismo.

—Muy bien. —Reculó para salir y tropezó, cayendo de culo. Ochoa sacudió la cabeza. Raley le ayudó a levantarse y dijo:

—¿Lo ves? Si es que no se te puede sacar de casa.

—No ha sido culpa mía. He tropezado con algo que hay debajo de la alfombra.

—Pues levanta más los pies —dijo Nikki— cuando salgas.

—Detective —dijo Ochoa. Estaba apoyado en una rodilla y recorría con la palma de la mano un bulto en la manchada alfombra verde. Se incorporó y le dijo en voz baja—: Es una trampilla.

Retiraron la alfombra y dejaron al descubierto un rectángulo de aglomerado de tres por tres metros cuadrados con una argolla y bisagras empotradas en el suelo.

—Voy a entrar —dijo Heat.

El jefe de operaciones especiales la previno.

—¿Y qué pasa si es un túnel?

—Entonces mandamos un perro.

Pero la adrenalina era demasiado fuerte. Nikki deslizó el dedo índice en la argolla y abrió la trampilla. Enfocó el agujero con la linterna y gritó:

—¡Policía de Nueva York, identifíquense!

De abajo llegó un gemido sobresaltado.

—¿Ves algo? —preguntó Raley.

Heat negó con la cabeza y metió una pierna por la abertura.

—Hay una escalera.

—Detective… —dijo el jefe de operaciones especiales.

Pero era demasiado tarde. Dominada por el deseo de capturar a su sospechoso, Heat se olvidó del protocolo e inició el descenso. Haciendo caso omiso de los peldaños, se deslizó por el pasamanos como si fuera el poste de un cuartel de bomberos. Llegó al suelo de cuclillas y con su Sig Sauer semiautomática preparada en la mano derecha. Se quitó la linterna de entre los dientes e iluminó el sótano.

En el centro de un espacio separado de otro por un tabique había un hombre completamente desnudo, mirándola con los ojos perdidos, que parecían verla sin ver.

—Policía. No se mueva.

El sospechoso no reaccionó. Tampoco habría podido, allí paralizado y en modo alguno amenazador mientras los refuerzos de la SWAT, que en ese momento ya habían bajado y le apuntaban con sus rifles de asalto y sus linternas tácticas.

—No disparen —dijo Heat.

Quería verlo muerto, pero lo necesitaba vivo.

La luz de las linternas reveló un mar de zapatos que rodeaba al hombre. Cientos y cientos de ellos. Zapatos de hombre y de mujer, viejos y nuevos, en pares y desparejados, todos ellos formando hileras cuidadosamente concéntricas con las puntas hacia él.

—Así que han venido por mis zapatos —dijo el hombre.

—¿Cómo le llaman, William o Bill? —Nikki esperó de nuevo a que el hombre dijera algo. Estaba dispuesta a esperar lo que hiciera falta. El sospechoso había permanecido en silencio desde que se habían sentado el uno frente al otro en la sala de interrogatorios número 1 diez minutos antes. La mayor parte del tiempo se había dedicado a estudiar su propia imagen en el espejo unidireccional. De vez en cuando apartaba la vista y luego volvía a fijarla en el espejo, como para darse una sorpresa. Después encogió sus musculosos hombros de manera que rozaran la tela naranja de su mono. Por fin dijo:

—¿Me lo puedo quedar? —Parecía hablar en serio.

—William —dijo Nikki—. Voy a llamarle por el nombre que figura en su ficha.

El hombre apartó la vista y la fijó de nuevo en el espejo. La detective Heat volvió a revisar el expediente, aunque para entonces se sabía los datos principales de memoria. William Wade Scott, varón caucásico, treinta y ocho años. Básicamente un vagabundo buscavidas cuyo historial de arrestos incluía un tiempo deambulando por el noreste del país tras ser expulsado con deshonor del ejército acusado de consumir drogas durante la operación Tormenta del Desierto de 1991. Sus delitos eran casi todos de poca monta, muchos robos en tiendas, alteración de orden público más unas cuantas detenciones que subían un poco el listón, en especial una de 1998 por alunizaje en una tienda de electrónica en Providence que le valió tres años alojado con pensión completa en una cárcel federal. Nikki le encargó a Ochoa que comprobara la fecha de salida de prisión con las autoridades de Rhode Island, porque su reclusión le proporcionaba una coartada para el asesinato de su madre.

Desde detrás del espejo unidireccional de la sala de interrogatorios número 1, el detective Ochoa le envió un mensaje de texto confirmando que William Wade Scott había salido de prisión el 2001, un año y medio después de que mataran a su madre. Heat leyó el texto sin emoción aparente, pero Rook observó que cerraba los puños debajo de la mesa mientras se guardaba el teléfono móvil en el bolsillo.

Tantos obstáculos para encontrar al asesino de su madre a lo largo de los años habían enseñado a Nikki a no desesperar, pero este revés le dolió especialmente. Sin embargo, una vez más, su reacción a la desilusión fue poner aún mayor empeño en su trabajo. Y una inyección de realismo. ¿De verdad había creído que el asesino de su madre iba a aparecer como caído del cielo el mismo día en que encontraban una pista nueva? Pues no. Por razones como esta existe el mañana.

En la sala de observación, Rook se volvió hacia Raley y Ochoa.

—Pero es posible que asesinara a la mujer desconocida, ¿no?

—Bueno, posible es…

El improbable quedó tácito. Después de la intervención en Bayside los vecinos entrevistados habían dicho que el hombre desnudo del sótano no era el propietario de la casa de Oceania Square, sino un okupa sin techo, uno de los muchos que se habían trasladado a barrios residenciales de Long Island después de que sus habitantes se marcharan por no poder hacer frente a las hipotecas. Los vecinos habían denunciado a aquel hombre en varias ocasiones, pero se quejaban de que las autoridades no les habían hecho ningún caso. Por otro lado, las pesquisas de Raley sobre el propietario ausente de la casa sugerían que no se había ido por no poder pagar la hipoteca. Había sido arrestado en 1995 en Nueva Jersey por cultivar marihuana en el sótano de su casa, lo que no sólo explicaba la trampilla en el suelo de su siguiente residencia —la de Bayside—, sino también que hubiera abandonado la propiedad para evitar ser arrestado por la brigada de narcóticos.

—Vale —dijo Rook decidido a aferrarse a cualquier noticia que fuera buena—, todavía tenemos la maleta. Tenía la maleta que relaciona este caso con el de la madre de Heat. Si no es el asesino, a lo mejor lo conoce.

Ochoa dijo:

—Nikki llegará a este tema. Espera y verás, tiene un arte especial.

—¿Por qué se escondió en el sótano? —preguntó Heat sin obtener respuesta—. Nos identificamos. Dijimos que éramos la policía. ¿Por qué necesitaba esconderse?

El hombre apartó la vista del espejo y sonrió.

—No necesito esconderme. Si quiero, puedo irme de aquí ahora mismo. —Levantó las dos muñecas, tensando las esposas y después bajándolas—. Esto no es nada para mí.

Nikki era consciente de la dificultad de obtener respuestas directas de un hombre que deliraba y que incluso probablemente era esquizofrénico. Pero en aquel momento William Wade Scott era lo único que tenía. Y si no podía ser sospechoso, tal vez sirviera como testigo. Sin inmutarse, decidió mover una pieza mental, un peón:

—¿Fue por los cigarrillos que robó la otra noche?

—Eso no tendrá ninguna importancia una vez esté de vuelta. Usted debería saberlo.

—Debe ser que no estoy tan bien informada como usted. ¿De vuelta a dónde?

—A mi nave —dijo—. Me ha llegado la comunicación especial.

—Entiendo. Felicidades, William. —Esta afirmación sorprendió al detenido, que dirigió a Nikki una mirada penetrante con los ojos entrecerrados mientras la escuchaba con atención—. ¿Por eso necesitaba la maleta? ¿Para el viaje?

—¡No! ¡Para los zapatos! La encontré y pensé que habría más dentro. —Se inclinó hacia delante y guiñó un ojo—. Se pondrán muy contentos cuando les lleve zapatos.

Nikki también se inclinó hacia delante.

—Pero ¿entonces no había zapatos dentro de la maleta? ¿No vio ningún zapato?

—Pues… sí. —Empezó a inquietarse pero siguió atento—. Pero estaban… Todavía los llevaba puestos.

—¿Quién?

—¡Pues ella! —dijo y a continuación se frotó los ojos con las palmas de las manos—. No conseguía quitárselos. —Su agitación aumentó—. No me la podía quedar.

—¿La mataste?

—No. Me la encontré.

—¿Dónde?

—En la maleta. ¿Es que no me escucha?

—¿Dónde encontraste la maleta?

—Detrás de la residencia de ancianos de la esquina. —Pareció tranquilizarse y le guiñó un ojo a Nikki mientras le hacía la gran confidencia—: Allí tiran un montón de zapatos.

Heat hizo un gesto con la mano hacia el espejo, pero Ochoa y Raley ya salían en dirección a Bayside y a la residencia de ancianos.

—Entonces, cuando la viste dentro de la maleta, ¿por qué no la llevaste adonde la habías encontrado?

—¿A la residencia? ¿Para qué? Estaba muerta —dijo como si la lógica de aquello fuera aplastante—. Pero no sabía qué hacer con ella. Un cadáver…, pues… complica el Plan. —Nikki optó por no presionarle y darle carrete. Scott se revolvió un poco más en la silla y dijo—: Anduve con ella de un lado para otro toda la noche y después se me ocurrió. Una cámara frigorífica. Era perfecta. Dentro hacía frío de sobra y hasta tenía una rampa.

—¿Seguro que no quieres ir directamente a sobar? —preguntó Rook cuando estuvieron de vuelta en su loft—. Son casi las dos. Si quieres dejarlo para otro día, aquí paz y después gloria.

—Estoy demasiado cansada para dormir. Además me has prometido una de tus famosas caipirinhas y me la debes, señor escritor.

—Marchando entonces. Sólo por conseguir esta receta mereció la pena que aquel traficante de armas internacional me encañonara con su arma.

Abrió la nevera para sacar limas mientras Nikki se acomodaba en uno de los taburetes de la barra de la cocina americana para disfrutar del espectáculo.

Aunque había sido un día muy largo, su cansancio no era nada comparado con la decepción que sentía. Cuando los Roach la llamaron desde la oficina de seguridad de la residencia de Bayside tenían buenas y malas noticias. Debido a lo avanzado de la hora habían tenido la suerte de entrevistar al vigilante que estaba de guardia la noche en que William Wade Scott afirmaba haber encontrado la maleta. Por desgracia, sin embargo, el centro no disponía de cámaras de seguridad en la zona de los contenedores, lo que quería decir que no había imágenes del hombre sin techo encontrando la maleta y, lo que era aún peor, de quien fuera que la había dejado allí. El guarda de seguridad sí reconoció la imagen de Scott arrastrando la maleta y confirmó haberle visto con la misma abandonando la propiedad unas dos horas antes de que se grabara la imagen. También dijo que cuando llegó tenía las manos vacías, lo que confirmaba su historia de que había recogido allí la maleta. Como jarro de agua fría añadido, el guarda no había reconocido a la mujer sin identificar. Los Roach habían llamado a los de la científica para que inspeccionaran el área de contenedores —las probabilidades de encontrar algo eran remotas, pero había que intentarlo— y luego se habían marchado a casa, después de decirle a Heat que volverían a la residencia al día siguiente a primera hora para interrogar al personal y los pacientes sobre la maleta, la mujer sin identificar y cualquier otra cosa que algún nonagenario insomne hubiera podido ver por la ventana durante la noche oscura del alma.

—¿Y qué va a pasar con Joe Zapatitos? —preguntó Rook mientras brindaban con los vasos.

—Tú siempre tan considerado, Rook. —Nikki dio un sorbo a su cóctel—. Pero te perdono porque esta caipirinha está de muerte. Y ahora, contestando a tu pregunta, le he aplicado el artículo 9: evaluación psiquiátrica obligatoria. Eso me permite retenerlo unos cuantos días, y además estará mejor en Bellevue. Aunque no espero sonsacarle nada más, me temo que es más bien una interrupción en la cadena y no un eslabón.

—Oye, nunca se sabe.

—No me hables como si fuera tonta. Yo sí lo sé.

Al darse cuenta de que se había topado con la coraza, Rook optó por concentrarse en su bebida para llenar el tenso silencio que había surgido entre ellos con algo que no era tensión. Transcurrido un tiempo que consideró razonable, dijo:

—Pues hay una cosa que yo sí sé. Puede que hayamos llegado a un callejón sin salida, pero sólo en un frente.

—Ya empezamos. ¿Otra vez de vuelta a 1999?

—No, antes que eso. Quiero que repases la vida de tu madre.

—Olvídalo, Rook.

—Carter Damon dijo que era profesora de piano. ¿Es verdad?

—Particular. Era profesora particular de piano.

—¿Y qué preparación tenía?

Nikki resopló.

—¿Que qué preparación tenía? Colega, no te haces una idea —pero entonces le sorprendió que Rook contestara al instante.

—Te refieres a que se licenció por el Conservatorio de Música de Nueva Inglaterra y se formó para ser concertista de piano de fama mundial. ¿Eso es lo que querías decir?

Mientras Nikki le miraba boquiabierta, brindó otra vez con ella y dijo:

—Oye, que a uno no le dan dos premios Pulitzer por hacer el vago.

—Muy bien. O sea, que has hecho los deberes, listillo. ¿Adónde quieres llegar?

—Contéstame a esto: ¿cuál es la primera regla de investigación para la detective Heat? —Y antes de que ésta pudiera responder lo hizo él mismo—: El calcetín desparejado. Aquélla de todas las pruebas que parece no encajar.

—¿Y?

—¿Cuál es el calcetín desparejado en la vida de tu madre? Muy sencillo. ¿Para qué tener toda esa pasión, esa formación clásica, ese talento si luego renuncia a ello para enseñar a mocosos malcriados a tocar Oh, Susana?

Esperó, igual que la había visto esperar a ella con el sin techo por el espejo de la sala de interrogatorios.

—Pues…, esto… —Nikki bajó la vista. No tenía respuesta a aquella pregunta.

—Pues vamos a investigarlo. Sigamos la pista del calcetín.

—¿Ahora?

—No, claro que no. Mañana. Mañana es sábado. Nos vamos a Boston, a la escuela de música donde estudió tu madre.

—¿Tengo elección?

—Claro. Siempre que elijas venir.

Desde luego en la recepción del hotel Lenox parecían conocer a Jameson Rook. Después de un corto paseo desde la estación Back Bay habían decidido dejar el equipaje en la recepción y seguir adelante con los planes para el día, pero un sonriente caballero de avanzada edad cuya placa identificativa decía «Cory» había dado la bienvenida al famoso escritor asegurando que era un placer volver a verle, y les había ofrecido trasladarles a una suite llamada «Paraíso nº 11» y la posibilidad de hacer el check-in antes de la hora. Mientras admiraban las vistas del barrio de Back Bay desde la habitación del último piso, Rook le explicó a Nikki:

—Solía venir mucho a este hotel porque está cerca de la biblioteca. —Señaló con la cabeza hacia la biblioteca pública de Boston, en la calle—. Pasé muchas horas allí trabajando en una historia de amor.

—¿De qué libro?

—Ninguno. Sandra, de la sección de microfichas.

—Qué ñoño, ¿no?

—Eso debía de pensar Sandra también, pues era inmune a mis encantos.

Sonó el móvil de Rook. Era la profesora de música de Cynthia Heat en el Conservatorio de Nueva Inglaterra devolviéndole su llamada y comunicándole que, aunque lo sentía, no estaría disponible hasta la mañana siguiente. Rook concertó una cita, le dio las gracias y colgó.

—Y ahora declaro oficialmente que hoy es una ERMTEUC.

—¿Qué es eso de ERM… lo que sea?

—Escapada Romántica Mientras Trabajamos En Un Caso. ¿Y te llamas a ti misma policía?

Habían decidido darse una vuelta por Newbury Street y almorzar en uno de los cientos de cafés con terraza, pero cuando en Boylston les llegó el olor a comida de una camioneta gourmet que vendía tallarines con cerdo al estilo vietnamita y boles de arroz, los quiches de la calle Newbury quedaron olvidados por completo. Se llevaron la bolsa de papel blanca hasta un banco en Copley Square y se dispusieron a dar cuenta del improvisado picnic.

—Bonita vista —dijo Rook señalando la estatua de bronce que tenían delante—. El trasero de Thomas Copley y una farmacia abierta veinticuatro horas. —Apoyó una mano en la rodilla de Nikki—. No lo cambiaría por nada. —Como Nikki no contestó, él repitió—: Por nada.

—No debería haberme marchado de Nueva York.

Rook apoyó el recipiente de fideos para poder dedicarle toda su atención.

—Mira, sé que no va contigo esto de dar un paso atrás en la investigación de un caso. Sobre todo en éste. Sé que lo tuyo es esfuerzo y nada más. Pero tienes que intentar ver esto como trabajo. Aunque no parezca que lo es cada segundo, estás investigando algo que tengo el presentimiento de que va a ser importante. Y recuerda que la brigada de esclavos que tienes en casa están dale que te pego. Es una buena estrategia, divide y vencerás en estado puro.

—No es ésa la impresión que yo tengo. —Heat dejó a un lado su bol de arroz y se dedicó a hacer llamadas referentes a la investigación mientras Rook comía. Cuando terminó apenas podía disimular su decepción.

—No han conseguido nada en la residencia de ancianos.

—Qué pena. Por un momento me pregunté si los residuos ésos de disolvente de laboratorio no vendrían de ahí. Tienen que tener líquidos de esa clase en un sitio así.

Nikki negó con la cabeza.

—Ya lo han comprobado los Roach.

—Tú y yo deberíamos tener un nombre así. Un apodo de nuestros dos nombres, como Raley y Ochoa: los Roach. —Y añadió—: Sólo que el nuestro tendría que ser más romántico. Quiero decir del tipo Bennifer… o Brangelina. Podríamos ser…

—¿Hemos terminado? —Nikki rio, pero Rook siguió con lo suyo.

—¿Rooki?

—¿Quieres parar?

—¿O que tal Nooki? Hum, Nooki me gusta.

—¿Así es como perdiste a doña Microfilm de la biblioteca? ¿Diciéndole tonterías como ésta?

Rook dejó caer la cabeza.

—Sí.

Empezó a llover, así que decidieron visitar el museo de Bellas Artes. Corrieron bajo el aguacero desde el taxi dejando atrás a un grupo de artistas callejeros que se habían instalado en la acera y exponían obras de contenido político. Una de ellas era una pintura acrílica preciosa, aunque nada imaginativa, de un cerdo avaricioso con chistera y frac fumando un puro. A Rook le llamó la atención, sin embargo, y mientras corría casi se cayó encima de una escultura de casi un metro de alto de un puño dorado cerrado alrededor de un fajo de billetes.

—Vaya manera de dejar este mundo —le dijo a Nikki una vez estuvieron en el vestíbulo—. Muerto por el puño del capitalismo.

Nada más entrar en el museo se dio cuenta de que Nikki se había olvidado temporalmente de sus preocupaciones. Se animaba por momentos mientras le contaba que en su época de universitaria en Northeastern iba todas las semanas al museo. Le cogió del brazo y le llevó a ver sus cuadros favoritos de la colección, incluidos los retratos al óleo de Gilbert Stuart de Washington y Adams y Chicos en un bote de remos, de Winslow Homer. Fascinado, Rook lo contempló con reverencia.

—Es el agua más húmeda que he visto nunca en un cuadro.

Las pinturas de John Singer Sargent desencadenaron cálidos recuerdos de la reproducción Clavel, lirio, lirio, clavel, que Rook le había regalado cuando empezaron a salir. Se besaron bajo Las hijas de Edward Darley Boit, obra maestra del periodo en que el artista se ganaba la vida retratando a los americanos expatriados en París. A las cuatro hijas no pareció importarles la demostración pública de afecto.

Otro Sargent, prestado de una colección privada, colgaba solitario en una pared lateral. También había sido pintado en París y era el retrato de una tal madame Ramon Subercaseaux.

—Éste no lo había visto nunca —dijo Rook—. ¿No es increíble? —Pero el rostro de Nikki había vuelto a ensombrecerse y con un sucinto «sí» pasó a la sala siguiente. Rook se quedó atrás para disfrutar del retrato que representaba a una mujer joven y elegante de cabellos oscuros sentada ante un piano de pared. Madame Subercaseaux había posado de espaldas al instrumento, sus ojos melancólicos miraban al espectador y tenía una mano apoyada en el teclado. El cuadro evocaba el sentimiento de un pianista que ha sido interrumpido mientras toca.

Rook siguió a Nikki comprendiendo por qué la había hecho sentirse incómoda aquel retrato.

Había dejado de llover y Nikki le preguntó si la odiaría mucho si hacían un recorrido nostálgico por su universidad, que estaba justo al otro lado de la calle.

—¿En una ERMTEUC? —preguntó Rook—. En primer lugar, me encantaría.

—¿Y en segundo?

—Si dijera que no me apetece estaría arruinando mis posibilidades de llevarte a la cama cuando volvamos al hotel.

—Eso desde luego.

—Entonces, ¿a qué esperamos?

Lo cierto es que la idea de aquella visita no le volvía loco, pero no lamentó haber accedido al darse cuenta de cuánto animaba a Nikki. Comprobó cómo las preocupaciones de ésta se esfumaban con cada lugar de interés, cada rincón que le enseñaba. Se colaron entre bastidores en el Blackman Auditorium para ver el escenario donde, cuando era estudiante de primer año, había hecho de Ofelia en Hamlet y de Cathleen, la criada de Largo viaje de un día hacia la noche. En Churchill Hall, donde Heat estudió Justicia Criminal, encontraron las puertas cerradas, pero le señaló el quinto piso y la ventana donde daba las clases de Criminología. Cuando levantó la vista para mirar, Rook dijo:

—Fascinante la ventana. —Y se volvió hacia Nikki para añadir—: Más vale que el sexo sea espectacular.

Tuvo que pagar por el chiste soportando una pequeña charla de Nikki con su profesor de Literatura Medieval de primer año, a quien se encontró en el Starbucks del campus corrigiendo trabajos sobre Beowulf.

Cruzaron la zona ajardinada y Nikki le llevó hasta una estatua de bronce de Cy Young. Disfrutando ostensiblemente de su papel de guía turística, le informó a Rook de que se encontraba en el lugar exacto del montículo desde el que Young había hecho su primer lanzamiento perfecto cuando allí estaba el campo de Huntington.

—Foto —le dijo Rook pasándole su iPhone.

Nikki rio.

—Eres como un niño pequeño.

—Qué va. Es para que parezca que sé algo de béisbol. Cuando creces sin padre y te cría una estrella de Broadway, es inevitable que haya lagunas. Juro por Dios que hasta ahora mismo creía que Cy Young era el compositor de la canción Big Spender.

Le sacó una foto imitando al legendario lanzador mientras simulaba interpretar las señales que le enviaba el catcher.

—Te voy a sacar un primer plano. —Nikki le dio al zoom y por el visor reparó en que Rook miraba algo situado a su espalda con el ceño fruncido. Se volvió para ver qué ocurría y dijo:

—Pero, bueno… ¿Petar?

Un hombrecillo delgadísimo con una gorra de sherpa y vaqueros rotos de diseño que caminaba por la acera se detuvo.

—¿Nikki? —Se quitó las gafas de sol y sonrió—. ¡Madre mía, qué casualidad!

Rook permaneció al margen con un codo apoyado en el brazo lanzador de Cy Young mientras observaba a Nikki y a su antiguo compañero de universidad abrazarse. Con un pelín de excesivo entusiasmo para su gusto. Ahora se arrepentía de haber accedido visitar el campus. Aquel tipo, Petar, le había caído como el culo desde el día que lo conoció, el otoño anterior. Rook se había convencido a sí mismo de que no se trataba de un ataque irracional y posesivo de celos de ésos que provocan los ex novios de la pareja de uno. Aunque Nikki había dicho que se trataba precisamente de eso. Petar Matic, su ex novio croata, era el típico pijo europeo y Rook no podía creerse que Nikki no se diera cuenta de ello. Para Rook, el productor ejecutivo de Later On, un late-show que Rook consideraba televisión basura, se comportaba como si llevara la batuta de los late-shows con su mano blancuzca. Cuando lo cierto era que había sólo una cosa de la que Petar Matic llevara la batuta cada noche y Rook prefería no imaginársela.

—¡Hombre, pero si está James! —exclamó Petar soltando por fin a Nikki.

—Es Jameson —dijo Rook, pero Petar estaba demasiado ocupado chocando los hombros con él en plan machote para oírle.

Nikki le tocó la mejilla.

—Oye, pero si te has vuelto a dejar barba.

—Solo un poquito —dijo Petar—. De tres días, la barba de moda.

—Por lo visto hace furor en Macedonia —dijo Rook. Petar pareció ignorar la pulla y les preguntó qué hacían en Boston—. Una escapada. —Rook le pasó a Nikki un brazo por los hombros y dijo—: Queríamos pasar algo de tiempo solos.

—Y se me ocurrió enseñarle nuestro viejo territorio —dijo Nikki—. ¿Y tú?

—Yo también quería pasar tiempo solo. Pero solo de verdad. —Rio de su propio chiste y continuó—: He venido de Nueva York a pasar el día para dar una conferencia en un seminario sobre el futuro de los late-shows.

—¿Lo organiza el profesor Mulkerin? —preguntó Nikki.

—Sí. Es gracioso, me aprobó por los pelos y ahora soy su alumno estrella.

—Bueno, pues ha sido un placer verte —dijo Rook en lo que era el equivalente verbal de mirar el reloj.

—Lo mismo te digo, Jim. Qué pena no haber sabido que veníais. Podríamos haber quedado para cenar.

—¿Por qué no quedamos? —La sonrisa que Nikki le dirigió a Rook tenía la baza del sexo en el hotel escrita en letras mayúsculas.

Éste forzó una sonrisa.

—Genial.

En el taxi de vuelta al Lenox, puesto que Nikki no tenía un cuchillo, cortó el silencio con la lengua.

—¿Sabes lo que te pasa, Rook? Que tienes envidia de Petar.

—No me hagas reír.

—Te cae mal y se te nota.

—Lo siento, pero cenar con tu ex novio no entraba dentro de mis planes para la ERMTEUC. ¿Es tu venganza por darme un masaje con una fisioterapeuta que resultó ser algo atractiva?

—Rook, era una modelo de Victoria’s Secret sin las alas.

—Sí, eso mismo pensé yo.

—Tus celos son evidentes y están fuera de lugar. Vale, Petar intentó volver conmigo cuando nos encontramos el pasado otoño, pero le paré los pies.

—¿Te tiró los tejos? Nunca me lo habías contado.

—Ahora no es más que un viejo amigo. —Hizo una pausa para mirar la torre Prudential y luego dijo—: Y sí, estamos en el EDR ése lo que sea. Pero permíteme que te recuerde (porque igual tú sigues traumatizado o en fase de negación después de que te dispararan) que Petar resultó de gran ayuda en aquel caso. Y ésta es mi oportunidad de agradecérselo.

—¿Haciendo que yo le invite a cenar?

Nikki miró por la ventana y sonrió.

—Si es que todo son ventajas.

Rook reservó una mesa en el Grill 23 por la sencilla razón de que, si era lo bastante bueno para Spenser, detective privado, entonces también lo sería para él. Después de empezar con unas almejas y una botella de Chardonnay Cakebrad, la cena no le resultó tan infernal. Durante la mayor parte de la misma se dedicó a sonreír y escuchar mientras Petar alardeaba de sí mismo y de su apasionante trabajo detrás de las cámaras consiguiendo invitados para Later On

—Estoy a puntito de conseguir el plato fuerte —dijo bajando la voz—: Brad y Angelina.

—Guau —dijo Nikki—. Brangelina.

—Odio esos apodos tan cursis —dijo Rook.

Petar se encogió de hombros.

—Nikki, ¿te acuerdas de cómo nos llamaban a nosotros? Petnik.

—¡Petnik! —rio Nikki—. Madre mía. Petnik.

Rook se sirvió más vino mientras se preguntaba qué tendrían esos mequetrefes de aspecto desvalido y ojos de carnero degollado para atraer tanto a las mujeres. ¿Sería la atracción fatal del fracaso y los cabellos rebeldes?

Después de un plato principal con incursiones al baúl de los recuerdos y de que Nikki hubiera comprobado por quinta vez si tenía mensajes de la comisaría, Petar pareció salir de su ensimismamiento y reparar en que estaba preocupada. Nikki apoyó el tenedor con un suculento buñuelo de patata impregnado de salsa de pato todavía pinchado y se limpió la boca con la servilleta. Le contó a Petar la nueva pista sobre el caso de su madre y se detuvo sólo cuando vino el camarero a llevarse los platos.

Es justo reconocer que —por una vez— Petar escuchó atentamente sin interrumpir, y que su expresión se tornó seria y una vieja tristeza asomó a sus ojos. Cuando Nikki terminó de hablar movió la cabeza y dijo:

—No hay manera de dejar eso atrás, ¿verdad?

—Quizá logre cerrar el caso alguna vez, pero ¿dejarlo atrás? —Hizo un gesto con la mano como desechando la idea.

—No sé cómo lograste superarlo, Nikki. —Petar le apoyó una mano en la muñeca—. Fuiste muy fuerte entonces.

Rook hizo un gesto pidiendo la cuenta.

—Quizá por eso rompimos —dijo Nikki.

Petar esbozó media sonrisa y dijo:

—¿Y no porque te engañara?

—¡Ah! —Nikki sonrió—. Eso también, claro.

Cuando estaban saliendo, Nikki fue al lavabo y Petar le dio las gracias a Rook por la cena.

—Eres un tío con suerte, Jameson Rook —dijo arrastrando la erre, un vestigio de su acento croata—. No lo estropees, ¿vale? De verdad que espero que tengas más suerte que yo. Nunca conseguí traspasar su muralla defensiva. Igual tú no te rindes.

Muy a su pesar, Rook tuvo que admitir que el ex novio de Nikki y él sí tenían algo en común, después de todo.

El aire de abril se había enfriado durante la noche y mientras esperaban el domingo por la mañana en la acera desierta a la puerta del conservatorio a la antigua profesora de su madre, Nikki reparó en que de la nariz de Rook salían nubecillas de vapor. Aquello le recordó al aliento de Lauren Parry en el interior de la cámara frigorífica del camión, así que se giró y se puso a mirar un autobús que enfilaba la avenida Huntington. Entonces los dos oyeron una animada música de sintetizador seguida de una voz de hombre amplificada cantando un tema de la película Flashdance: la canción «Maniac». Ambos se volvieron intentando averiguar de dónde venía aquello.

—Es ahí —dijo la mujer de pelo cano que se acercaba a ellos desde la parada del autobús, y señaló a la ventana abierta de la planta octava de un edificio de apartamentos detrás del colegio mayor del conservatorio, donde un hombre negro con camisa negra de manga larga, chaleco a juego y sombrero de fieltro cantaba ante un micrófono de karaoke—. Es Luther. —Saludó hacia la ventana y Luther hizo lo mismo sin dejar de cantar y bailar, su voz atronadora retumbando contra la fachada del conservatorio—. Todas las mañanas, en cuanto me ve, me hace un casting para el conservatorio. Le he explicado que no enseñamos música pop, pero parece darle lo mismo. —La profesora Yuki Shimizu alargó al mano y se presentó.

Los tres subieron los desgastados peldaños de mármol y cruzaron las míticas puertas de madera que daban al vestíbulo.

—La escuela de música privada más antigua de Estados Unidos. Y no, yo no estaba aquí cuando se fundó. Aunque lo parezca.

Cuando pasaron por el control de seguridad la profesora Shimizu dijo:

—Perdona que te mire así, pero es que no puedo evitarlo. Eres igual que tu madre. —La sonrisa de la anciana iluminaba por completo su rostro y conquistó a Nikki—. Tómatelo como un cumplido, querida.

—Así lo haré, profesora. Gracias.

—Y puesto que es mi día libre, ¿qué tal si me llamáis Yuki?

—Y yo soy Nikki.

—A mí casi todo el mundo me llama Rook. Pero Jameson también me gusta.

—He leído tus artículos.

—Gracias.

Los ojos de la mujer se iluminaron con un brillo travieso.

—No he dicho que me gustaran. —Le guiñó un ojo a Nikki y los condujo por un pasillo situado a la derecha. A pesar de las canas, fruto de sus más de setenta y seis años de edad, caminaba con vitalidad y decisión, como si ni siquiera supiera lo que es un día libre.

Al pasar por delante de una sala de ensayos vieron a unos cuantos estudiantes desperdigados esperando su turno sentados con las piernas cruzadas en la alfombra roja y marrón con sus mochilas y cajas de instrumentos al lado, escuchando música en sus iPods. Desde el interior de la sala y a pesar de la puerta cerrada, se oía el Bolero, todo exuberancia y percusión. Rook se inclinó hacia Nikki y pícaramente le susurró:

—Hum. El Bolero

La profesora Shimizu, que iba unos pasos por delante de ellos, se volvió:

—¿Le gusta Ravel, señor Rook? —preguntó dejando claro que tenía muy buen oído—. Es casi tan sensual como Flashdance, ¿verdad?

Los llevó escaleras abajo, hasta la audioteca Firestone, donde había preparado un reservado para que pudieran charlar tranquilamente y en privado. Una vez estuvieron sentados, la profesora miró de nuevo a Heat y dijo:

—Nikki, te hiciste policía, ¿verdad? Ya veo que la teoría del palo y la astilla no es cierta en tu caso.

—La verdad es que iba para actriz —dijo Nikki—. Estudié aquí al lado, en Northeastern, y estaba a punto de licenciarme en Artes Escénicas cuando mataron a mi madre.

Entonces la profesora Shimizu la sorprendió. Se puso en pie, fue hasta la silla de Nikki y entrelazó sus manos con las de ésta.

—No tengo palabras. Y las dos sabemos que nada puede llenar ese vacío.

Rook vio que Nikki parpadeaba para contener las lágrimas mientras la profesora regresaba a su sitio, así que empezó él:

—Profesora, ¿le importa que regresemos un momento a su palo metafórico?

La anciana se volvió hacia Nikki.

—Estos escritores…

—¿Le parece que la madre de Nikki tenía futuro como intérprete?

—Hablemos de la estudiante en conjunto, Jameson. El propósito de esta institución no es fabricar intérpretes como si fueran salchichas. Esto es una escuela, pero también una comunidad. Hacemos hincapié en la colaboración y en el crecimiento. El crecimiento artístico, técnico, pero sobre todo personal. Todos son necesarios para alcanzar la excelencia. —La vieja profesora se volvió hacia Nikki—: Dicho en otras palabras, tu madre encarnaba esos valores como pocas veces he visto en mis casi sesenta años aquí, como estudiante primero y como docente después. —Hizo una pausa para crear efecto y añadió—: ¿Y tengo aspecto de trolera? —Heat y Rook rieron, pero ella permaneció seria—. Sin embargo tu madre también me desconcertaba, Nikki. Estudiaba, practicaba, investigaba, experimentaba y luego volvía a estudiar y a practicar. Y todo para hacer realidad su pasión, su sueño de convertirse en una concertista de piano de primera fila. Sabía que lo conseguiría. Entre los profesores hicimos una porra apostando cuándo conseguiría su primer contrato con la Deutsche Grammophon.

—¿Y qué pasó? —preguntó Rook.

—Pregunta equivocada. Lo que quieres decir es: «¿Qué coño pasó?». —Miró a Nikki y dijo—: Tú tampoco lo sabes, ¿verdad?

—Por eso hemos venido a verla.

—Es algo que había visto antes, claro. Pero las razones solían ser el alcohol, las drogas, la mala influencia de un hombre o una mujer, quemarse antes de tiempo, miedo escénico o enfermedad mental. Pero tu madre… se fue a Europa de vacaciones después de licenciarse y… —La profesora levantó ambas manos y después las dejó caer de nuevo sobre el regazo—. No había ninguna razón. ¡Cuánto talento desperdiciado!

Rook rompió el breve silencio que siguió:

—¿De verdad tenía tanto talento?

La profesora sonrió.

—Dímelo tú. —Se giró en la silla hacia la consola que había a su espalda y encendió el televisor—. Por favor, las luces —dijo.

Rook se levantó, apagó la luz del techo y acercó su silla a la de Nikki, colocándola delante de la pantalla. La imagen que apareció, una cinta de 16 milímetros pasada a formato VHS años atrás, parpadeó y luego se definió. Se escucharon aplausos y la profesora Yuki Shimizu, joven, con el pelo negro azabache y vestida con un traje de pantalón, subió a un podio. El subtítulo decía: «Recital en Keller Hall, 22 de febrero de 1971». Entonces la profesora dijo en un susurro:

—Cualquiera puede aporrear a Beethoven y quedar muy aparente. He elegido esta grabación por su simplicidad, para que podáis apreciar todos sus matices.

—Buenas noches —dijo la profesora en la pantalla—. Hoy tenemos un regalo especial. La Pavana del compositor francés Gabriel Fauré. Opus 50. Interpretada por dos de nuestros mejores estudiantes, Leonard Frick, al violonchelo y, al piano, Cynthia Trope.

Al escuchar el nombre de soltera de su madre, Nikki se acercó más a la pantalla conforme la cámara enfocaba a un estudiante increíblemente delgado con gruesas patillas y una explosión de pelo crespo detrás de un violonchelo. A continuación Cynthia aparecía en la pantalla, con un austero vestido negro sin mangas y cabellos castaños que le rozaban los hombros. Al verla, Heat carraspeó y a Rook le pareció que veía doble.

La pieza empezaba en el Steinway, majestuosa, lenta, liviana y lastimera. Los elegantes brazos de Cynthia y sus dedos esbeltos recorrían el teclado en suaves olas y a continuación se le unía el chelo, en armonía y en contrapunto.

—Sólo una cosita y ya me callo —dijo la profesora Shimizu—. Es una obra coral, pero en este arreglo esa parte la hace el piano. Es increíble lo que consigue.

Durante seis minutos miraron y escucharon hipnotizados a la madre de Nikki —entonces sólo tenía veinte años— deslizarse debajo, dentro y entre la quejumbrosa melodía del violonchelo en gracioso movimiento, tocando con fluidez y seguridad, su cuerpo balanceándose al compás de la música y del piano, la viva imagen de talento. Cuando la aterciopelada obertura se tornó marcadamente dramática, comunicando aflicción, tragedia y discordancia, la serenidad de Cynthia se quebró y empezó a golpear las teclas con gestos atormentados y violentos. Los músculos del cuello y del brazo se resaltaban con cada una de sus estocadas, inundando el auditorio de súbitas convulsiones antes de regresar sin solución de continuidad a la melodía, a la danza majestuosa, huyendo con su interpretación de todo exceso dramático y logrando en su lugar el verdadero propósito del compositor, la prima sofisticada del melodrama: la melancolía. Al concluir, sus dedos dieron forma a las notas con una dulzura no sólo escuchada, también sentida. En su solo final, su tersa creación evocaba un paisaje de mullidos copos de nieve aterrizando suavemente en ramas heladas.

Cuando sonaron los aplausos la madre y el cellista saludaron con humildad. Rook miro a Nikki esperando ver lágrimas en sus mejillas a causa del vídeo. Pero no, eso sería melodrama. Su reacción estaba en consonancia con la interpretación de su madre: melancolía. Y nostalgia.

—¿Queréis ver otra? —preguntó la profesora.

—Por favor —dijo Nikki.

El vídeo siguió avanzando y el dúo se convirtió en un trío cuando una compañera de clase subió al escenario con su violín. Heat y Rook reaccionaron al mismo tiempo. Rook dijo:

—Pare la cinta.

Nikki gritó:

—No, no la pare. Congele la imagen. ¿Puede hacerlo?

La profesora Shimizu pulsó el botón de pausa y la imagen de la violinista se congeló en el momento en que cogía su violín y su arco dejando ver una pequeña cicatriz que tenía en el brazo.

—Es ella —dijo Rook poniendo en palabras lo que Nikki ya sabía—. La violinista es la mujer sin identificar de la maleta.