El invierno se cerró. La nieve parecía decidida a asentarse para siempre. Cuando finalmente se disipó el nuevo y destelleante Edificio Interplanetario de plástico se inauguró con fanfarria triunfal, y fue discernido a Hoskins el gran nombramiento: comisario presidente.
—Es absolutamente injusto que yo tenga esto —dijo a Cree Lipton—. Hay una docena de hombres que establecieron la labor básica y lucharon en la oscuridad. Francamente, acepté tan sólo cuando oí que el notorio gobernador Cartwright, que fue derrotado en las últimas elecciones, estaba a la caza del puesto como una especie de pensión por los servicios prestados al partido.
—Yo no me preocuparía por eso —dijo Lipton—. Usted puede ayudar a esa gente más de lo que jamás podrán ayudarse ellos a sí mismos. Por cierto, ¿vio el anuncio sobre Venus? Reconocimiento de la colonia Lambton como mandato de primer grado de las Naciones Unidas, con ciudadanía venusiana de estatuto legal especial de primera clase. El profesor Grayson y los demás científicos y sus familias no murieron en vano.
—Es una gran victoria—asintió Hoskins.
Fue interrumpido:
—Escuche, Ned, a lo que realmente vine a verle.. Póngase el sombrero y venga conmigo.
Hoskins movió la cabeza sonriendo.
—Imposible, viejo. Los informes sobre nuestra lograda expedición a la Luna forman ya una inundación.
—Hay un apartado realmente curioso… —Sacó una carpeta de un cajón y hojeó varias páginas—. «Los prisioneros nazis pretenden —leyó— que fueron capturados fácilmente debido a que sus fuerzas militares habían estado empleadas durante meses excavando túneles derrumbados, intentando desenterrar a algunas criaturas que viven en el interior de la Luna. Pretenden que esos seres son humanos. Nuestras investigaciones han hallado únicamente cuevas que más pronto o más tarde llegaban finalmente a un punto muerto sin salida».
Vio que Lipton estaba mirando su reloj. El agente del FBI notó su mirada y se excusó:
—Siento interrumpirle, pero se aproxima la hora cero, y dispondremos del tiempo justo para volar a Nueva York y asistir a la ejecución.
Hoskins jadeó:
—No querrá decir… —Se puso en pie de un salto y tomó su sombrero y el abrigo, añadiendo—: ¡Ea, vámonos!
Cuando comenzó el alboroto, el hombre rechoncho fijó una penetrante mirada en el dirigente.
—Excelencia… —comenzó.
Se detuvo al ser que el enjuto ser al que se dirigía y que se hallaba sentado tenía aún el teléfono en su mano, con la mirada fija delante de él. Inquietamente, Birdman contempló cómo el receptor se desprendía de sus manos y su rostro semejante a una máscara gris sin vida.
—Excelencia —se aventuró Birdman—, estaba usted diciendo antes que las luces del teléfono se encendieran, que ahora que nuestras posiciones en la Luna y casi todas nuestras máquinas habían sido capturadas podríamos emplear las salvadas como núcleo para depredaciones en las carreteras interplanetarias que van a ser abiertas ahora. Nos convertiríamos, dijo, en los piratas del siglo xx. Nosotros…
Se detuvo, helado de horror. Los largos y huesudos dedos del jefe estaban hurgando un cajón, del que sacó un máuser automático.
Al irrumpir Lipton y Hoskins y una docena de hombres más en la habitación, el hombre rechoncho estaba en pie, frente al enjuto, quien ante la mesa se llevaba un revólver a la frente.
—¡Excelencia —gritaba Birdman—, usted mintió! ¡También usted tiene miedo!
Detonó el arma y el hombre enjuto se retorció en su breve agonía, deslizándose al suelo. Birdman quedóse en pie ante él, entumecido por el terror y percatándose apenas de la presencia de los intrusos.
Al ser conducido afuera, tan sólo sintió oleada tras oleada de desilusión.