En el rancho, el frío de la noche del desierto diluía en una fresca alba que lentamente calentaba parda tierra. Los hombres estuvieron en pie temprano. Desayunaron casi en silencio, no presentando objeción alguna a la declaración de Pendrake sobre el prisionero que estaría en adelante a su cargo, y finalmente se dispersaron. Alguien salió a relevar a los vigías nocturnos en los picos de los quebrados cerros e irregulares llanuras de arena. Sólo uno o dos parecían realmente ocupados.
La atmósfera era tensa, nerviosa, expectante. Cuando cerraron la puerta de la tercera dependencia accesoria, Aurelia dijo foscamente:
—Esperaba ciertamente que los hombres pondrían objeciones cuando dijiste que te acompañaría a dondequiera que fueses hoy. Ello debe haberlos desconcertado.
Pendrake quedó silencioso. El manto de jefatura que se le había impuesto le desconcertaba a él también. Varias veces había captado el comienzo de oposición en las mentes de los hombres, mas sólo para verla desvanecerse sin que cobrara expresión. Se dio cuenta de que Aurelia estaba hablando de nuevo, inquietamente.
—Hubiese deseado no aconsejarte que volvieses a dormir. Queremos que estés fresco para tu tarea. Pero también queríamos sincronizarlo todo de manera que tuvieses por lo menos medio día.
De manera curiosa, sus palabras le irritaron, y respondió acremente:
—Mis medios para obtener el éxito son demasiado limitados. Y tengo la convicción de que estoy abordando a todo este asunto desde un ángulo errado. Es el sesgo mecánico lo que no está como debe. Vería algunas posibilidades, por ejemplo, en el equipo eléctrico de la última dependencia accesoria. El empleo de 999 más vacío ofrece varias oportunidades cuando se conjuga con la bobina eléctrica, pero… —La miró sombríamente— hay un defecto fatal en todas ellas. Matan queman y destruyen. Francamente, prefiero que me cuelguen antes de asesinar a un puñado de pobres soldados en cumplimiento de su deber. Y podría también decirte ahora, que estoy empezando a estar harto. —Movió el brazo impacientemente—. Todo este asunto es demasiado estúpido para expresarlo en palabras. Estoy comenzando a preguntarme si me encuentro en mis cabales. —Enojadamente le espetó—. Déjame hacerte una pregunta. ¿Es posible que dispongas en poco tiempo una nave espacial para recogerlo todo y salvar así las vidas de quienes se encuentran sobre la superficie aquí?
La mirada de Aurelia fue tranquila, y sereno su continente.
—La cosa es aún más sencilla. Podríamos llevarte bajo tierra. Pero la astronave está también disponible. Hay una a cosa de diez millas sobre nosotros, un modelo grande de lo que pensabas era un avión eléctrico. Puedo llamarle para que descienda ahora mismo. Pero no quiero. Éste es el momento crítico de un plan que hemos estado madurando siempre desde que te encontramos la primera vez.
Pendrake restalló en son de mofa:
—No creo que amenacéis con suicidaros. Es simplemente otro truco de presión.
Aurelia repuso suavemente:
—Estás cansado, Jim, y bajo gran tensión física. Te doy mi palabra de honor de que cuanto te he dicho es la verdad.
—¿Cuál es el honor corriente de una supermujer?
Ella permaneció tranquila ante la pulla y respondió:
—Si piensas sobre las implicaciones de tu negativa a matar a gente que viene a atacarnos, te darás cuenta de que lo que hace tan justo cuanto hacemos, es lo honorable de nuestras intenciones. Jim, Jim, yo tengo más de ochenta años. Físicamente, desde luego. No lo siento, pero mentalmente sí. Y también los demás. Diecisiete de ellos son más viejos que yo, y doce aproximadamente de la misma edad. Es raro que de la última guerra salieran tan pocos potenciales todo-potentes; quizás los servicios médicos fueron mejores, pero no importa eso. Todos nosotros hemos visto mucho, y pensado mucho. Y sentimos sinceramente que sólo podemos ser un impedimento para la raza humana a menos que podamos como sea influenciarla por las sendas del progreso. Con esta finalidad, hemos de tener un caudillaje más fuerte y capaz que cualquiera de los que hasta ahora hemos conseguido. Debemos…
Su reloj de pulsera produjo un leve tilín. Lo levantó, para que él pudiera también oír. Una voz reducida pero clara dijo:
—Una columna de carros blindados y varios tanques están surcando por el camino que conduce a Paso Arroyo, a diez millas al sur de Mountainside. Varios aviones han estado pasando por aquí desde el amanecer. Si ustedes no los han visto, ello significa que se están manteniendo fuera del alcance visible del rancho. Es todo.
Se repitió el tilín y se hizo el silencio. Aurelia prorrumpió con voz tensa:
—Creo, Jim, que haríamos mejor en volver a la realidad. Estoy comenzando a creer que es importante que tengamos un arma preliminar que mantenga a distancia a ejércitos terrestres y te dé tiempo para desarrollar un invento principal. No hemos de preocuparnos por bombardeos aéreos, estoy segura, porque la última cosa que desea Jefferson Dayles es tu destrucción. —Vaciló—. ¿Qué hay sobre ese rayo desintegrador que afecta sólo a la materia inorgánica? —Sus ojos azules le lanzaron una rápida mirada inquisitiva—. Podemos conectar el alambre a la toma eléctrica más próxima, lo mismo que hicimos en la cárcel. O utilizar aún una planta móvil de energía. —Vaciló nuevamente y añadió luego—. Ello destruiría sus tanques, carros blindados, y los dejaría en cueros. —Rió nerviosamente—. Eso desorganizaría casi a cualquier ejército existente en la actualidad.
Pendrake meneó la cabeza.
—Examiné la cuestión precisamente antes del desayuno. Y no va. Está completa tal cual. Podría reducirlo al tamaño de un arma de mano y conservar la misma potencia. Un aumento de volumen no añadiría energía alguna. Todo ello depende de un tubo que… —Se encogió de hombros—. Todo cuanto hemos de comprobar es que yo no tergiverso, mantener luego su artillería más allá de su cuarto de milla de alcance, y probar con explosivos de gran potencia. Es posible —sonrió salvajemente— que uno de los hombres muriese mejor de este modo que en una cámara de gas. Pero como puedes ver, no hay otra solución. ¿Qué está haciendo Haines?
Habían llegado a donde se encontraba un joven bien plantado y sin afeitar, trabajando en el motor de un coche. El capó estaba levantado, y él cepillaba una de las bujías que tenía en la mano. En realidad, era innecesaria la pregunta de Pendrake, pues bien claramente dibujada en la mente del hombre se hallaba su intención de poner en marcha su coche y abandonar el rancho.
Dan Haines era un actor de poca monta cuya única razón de haber participado en el ataque a la manifestación, como lo declaró foscamente ante el tribunal, era que no podía soportar «un mundo gobernado por mujeres», por lo que «se había excitado». Y también que estaba dispuesto a pechar «con lo que le venía encima». No había añadido nada a la fuga, excepto el peso de su nerviosa presencia. Y ahora, en un brinco de aprensión, su excitación se había desmoronado. Alzó la mirada con expresión culpable.
—¡Oh! —dijo al ver a Aurelia, añadiendo luego con tono de más indiferencia—. Reparando el cacharro sólo… poniéndolo como es debido para el caso que lo necesitemos…
Pendrake pasó ante él y se detuvo, quedándose mirando con curiosidad el motor expuesto. A su mirada mental aparecía completo, primero como unidad, y luego cada función separada en detalle. Fue un examen relampagueante y puramente mental—motor, batería, encendido, embrague, dinamo—. Hizo una pausa y repasó: batería…
Lentamente dijo:
—¿Qué sucedería, Haines, si se descargase toda la potencia de la batería en un cien-billonésimo de segundo?
—¡Eh! —respondió confusamente Haines—, ¡eso no podría suceder!
—Pues sí que podría —replicó Pendrake—, si la placa de plomo es pre-endurecida eléctricamente, y si se emplea un tubo protector pantágrido, del tipo de los que se emplean para controlar la energía indeseada. Ello…
Se detuvo. Súbitamente aparecían con nítida claridad los detalles en su mente. Hizo un rápido cálculo, y luego, levantando la vista, vio los brillantes ojos de Aurelia posados en él.
Al cabo de un momento se oscureció la mirada de ella, y dijo sobresaltada:
—Ya veo lo que estás consiguiendo. ¿Pero no sería demasiado grande la temperatura? Las cifras que yo obtengo son increíbles.
—Podemos emplear una batería-miniatura —respondió rápidamente Pendrake—. Después de todo se trata sólo de la cápsula fulminante. La razón de que la temperatura sería tan elevada es que en el interior de un sol no hay tubo de control, por lo que a través del espacio se presenta sólo aquí y allá el debido ambiente, y tenemos un sol Nova-O.
»Con una batería de tamaño normal, la temperatura sería en efecto demasiado elevada. Pero creo que podemos despojar los cuatro más peligrosos ceros empleando una célula seca pequeña y de poca duración, con lo que habría seguridad. Naturalmente habría una reacción en cadena, pero el resultado sería un grado determinado de calor, y no una explosión. Y duraría varias horas. —Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo, y luego dijo—: No se vaya, Haines. Quédese aquí en el rancho.
—Está bien.
Pendrake se apartó cavilosamente, deteniéndose otra vez. «Fue una conformidad muy rápida», pensó, «¿Cómo así?».
Giró en redondo y quedóse con la mirada fija en Haines, quien había vuelto la espalda, pero tenía expuesto cada contorno mental de su cerebro. Pendrake permaneció donde estaba, comparando, recordando, y satisfecho finalmente, se encaró con Aurelia, diciendo quedamente:
—Dispón que tu gente trabaje en eso a la máxima velocidad. Y que se prepare también algún sistema de refrigeración para el rancho. Creo que la batería debería ser enterrada a unos tres metros y medio en la arena, a tres o cuatro millas al sur de aquí. Y no veo por qué ello debería llevar más de tres cuartos de hora. En cuanto a ti y a mí —la miró sardónicamente—, ordena que baje la nave espacial. Vamos a ir a Mountainside.
—¿Que vamos qué? —Le miró ella, con rostro de pronto blanco—. Jim, tú sabes que eso no debe producirse lógicamente de este invento.
Él no respondió, limitándose a mirarla con fijeza; y tras un momento, ella dijo:
—Todo esto está equivocado. No debería hacerlo. Yo… —Meneó la cabeza, como aturdida, y luego, sin más protestas, alzó su reloj de muñeca.
Para las 8 de la mañana, los veteranos estaban reunidos en el porche del Hostal Mountainside. Pendrake los veía mirando de soslayo a Aurelia y a él y a la docena de muy evidentes mujeres del Servicio Secreto que se repantigaban en varias posturas en torno a la puerta. Los más viejos de Mountainside no estaban acostumbrados a tener intrusos, particularmente mujeres de caras adustas. Pero últimamente habían acontecido una serie de cosas raras. Sus mentes mostraban una mezcla de excitación e irritación. Su conversación tenía un tono sordo.
Fue hacia las ocho y diez cuando uno de ellos se enjugó el sudor de su frente y fue al termómetro que estaba junto a la puerta, diciendo al volver a sus compañeros:
—Treinta y seis. ¡Vaya calorcito para Mountainside en esta época del año!
Hubo una breve y animada discusión sobre pasados calores máximos en aquel mes. Las cascadas voces fueron lentamente reduciéndose a un incómodo silencio a medida que la ardiente brisa del desierto aumentaba. Una vez más fue al termómetro otro veterano, y volvió meneando la cabeza.
—Treinta y ocho. Y sólo son las ocho y veinte. Parece como si fuese a haber una abrasadura.
Pendrake fue a los hombres.
—Soy médico —dijo—. Un cambio repentino de la temperatura como éste es muy perjudicial para los viejos. Vayan al Lago. Hagan vacación. ¡Pero váyanse!
Al volver donde estaba Aurelia, los viejos estaban ya despejando la veranda y se marchaban al cabo de pocos minutos en dos viejos coches. Aurelia frunció el entrecejo a Pendrake:
—La psicología de esto fue equivocada del todo. Las viejas ratas del desierto no aceptan por lo general el consejo de los jóvenes.
—No son ratas del desierto —replicó Pendrake—. Son tuberculosos. Y para ellos un médico es Dios. —Sonrió y añadió—. Vamos a andar un poco por la calle. Vi a una vieja allí a quien se debería aconsejar que vaya a los cerros.
La vieja fue fácilmente convencida por un médico de que se fuese de excursión campestre. Cargó algunos alimentos enlatados en un vetusto coche y se fue en medio de un remolino de polvo.
Había una estación meteorológica en un pequeño edificio blanco a unos veinte metros más allá. Pendrake abrió la puerta y preguntó al sudoroso hombre que se hallaba en el interior:
—¿Cuál es ahora la temperatura?
El rechoncho hombre con gafas se incorporó en su escritorio.
—Cuarenta y nueve —gimió—. Es una pesadilla. Los despachos de Denver y Los Angeles están quemando los alambres preguntándome si estoy borracho. Pero —hizo una mueca— harían mejor en volver a trazar sus isobaras y prevenir a sus poblaciones. Para esta noche, los vientos tormentosos les dejarán sin pantalones.
De nuevo, afuera, Aurelia dijo cansadamente:
—Jim, dime por favor qué es todo esto. Si se produce más calor, todos flotaremos en un río de sudor.
Pendrake rió con fosca risa. Iba a hacer más calor, bien. Un punto de calor alcanzando varios millones de billones de grados —lo imaginó allá en el ardiente sur—, más que miles de bombas de hidrógeno. La temperatura en Mountainside debía ascender lo menos hasta sesenta, y donde estaba la fuerza acorazada… a 70 u 80. No mataría. Pero los oficiales ordenarían seguramente a sus tropas que diesen la vuelta para protegerse en el frescor de los cerros.
Al volver al hostal, el calor había aumentado, y había otros coches en larga hilera, moviéndose en dirección a la carretera montañera. El calor reverberaba sobre la arena y en las pardas laderas de los cerros. Había un aroma seco, de tostado, en el aire, un olor sofocante, que oprimía los pulmones dolorosamente. Aurelia dijo con aire desvalido:
—Jim, ¿estás seguro de que sabes lo que estás haciendo?
—Es muy sencillo —respondió vivamente Pendrake—. Considero que tenemos aquí el equivalente de un buen incendio rugiente de bosques. Si has visto alguna vez el incendio de un bosque —y varios de mis recuerdos incluyen conocimiento al respecto— sabrás que provocan la estampida de todas sus bestias en busca de refugio. Es una loca carrera hacia zonas más frescas. Hasta el rey de los animales condesciende a correr ante tal conflagración. Yo supuse que habríamos encontrado un rey aquí. —Con aire de suficiencia acabó diciendo—. Allá está ahora, en terreno abierto, donde puedo asegurarme con el mínimo de peligro de que no me estoy engañando.
Pendrake indicó con un gesto de la cabeza hacia la puerta del hostal, de la cual emergía a la veranda un hombre bien plantado. Su rostro tenía una expresión compuesta para hacerle parecer un americano corriente de mediana edad, pero su voz al hablar era la imperativa y resonante de Jefferson Dayles.
—¿No han logrado aún poner en marcha esos motores? —preguntó con acento irritado—. Parece raro… dos coches averiándose al mismo tiempo.
Hubo murmuradas exclamaciones de excusa, y algo sobre otro coche que vendría del campamento dentro de pocos minutos. Pendrake sonrió y cuchicheó a Aurelia:
—Ya veo que el piloto de tu astronave está derramando aún los rayos de interferencia. Muy bien. Ve y haz la invitación.
—Pero él no vendrá. Estoy segura de que no querrá.
—Si no viene, ello significará que me he estado embromando, y nos volveremos en derechura al rancho.
—¿Embromándote sobre qué? Jim, esto es la vida o la muerte para nosotros.
—¿Qué es eso? —se burló Pendrake mirándola—. ¿No te gusta la presión? Quizás ella duplicará tu CI.
Aurelia le miró a su vez, con fijeza, y luego dijo lentamente:
—Debe haber alguna cualidad en esa fase todo-potente en la que estás, de la que no nos damos cuenta los demás. —Vaciló—. Jim, en vista de tu misteriosa conducta, no me atrevo a aplazar lo que ahora voy a decir, aunque por razones personales lo preferiría.
Pendrake vaciló a su vez, rechazando luego la idea de explicarle a ella sus acciones. Aún no. Podría todavía necesitar forzarla en esta crisis. La instantánea aceptación de Haines a su orden de quedarse en el rancho —y no marcharse, como era su plan— había proporcionado el indicio. El resto —el recuerdo de cómo todo orden o decisión que había expresado fueron admitidas inmediatamente— era la evidencia confirmatoria. Primero, Peters trayendo su ropa y sólo después discutiendo el acto, más tarde Aurelia tendiéndole el arma y ordenando a la astronave que descendiera, y los viejos y viejas yendo a las montañas, todo ello demostraba que tanto hombres como mujeres estaban sometidos a su poder.
Ello no tenía nada que ver con la mente consciente. Ni siquiera una vez se había percatado nadie. Iba más profundamente. Afectaba a alguna gran estructura nerviosa básica situada en el cerebro. A los obedientes debía parecerles que estaban empleando su propia lógica. Éste era un ángulo importante. Más tarde se lo diría a Aurelia. Ahora…
Aurelia estaba hablando de nuevo:
—Siento que tienes alguna capacidad especial que realmente no es buena ni para ti ni para nadie, y así, antes de que se vuelva permanente —en serio— Jim, ¿qué recuerdas?
Pendrake abrió los labios para exponer un breve compendio de la amplitud de su memoria. Y se dio cuenta de que no era en absoluto su memoria. Eran las memorias de una cincuentena de otras personas, incluyendo ahora las experiencias totales del presidente de los Estados Unidos.
De mala gana se lo explicó a Aurelia.
—¡Percibe el espacio que te rodea! —ordenó ella.
Ahora tocó a Pendrake el turno de desconcertarse.
—No comprendo—dijo—. ¿Qué es lo que debo buscar en él?
—Tu memoria.
Abrió él de nuevo los labios, intentando manifestar que la transformación todo-potente de las células las había despejado de todas las impresiones, borrando de la manera más efectiva sus recuerdos.
No profirió la protesta… Pues vio el campo de energía. Era una visión mental, y lo que resultaba asombroso era que realmente parecía tener un débil fulgor, el cual era más acusado cerca de su cuerpo y se atenuaba al extenderse en la distancia. Pendrake no podía determinar hasta donde alcanzaba, pero tenía la impresión de que llegaba a una distancia de muchos metros. Rechazó por un momento la limitación. La distancia no parecía ser un factor. Se dio ahora cuenta de que parte de su conocimiento incluía el recuerdo del trabajo de un científico de una Universidad de Yale, quien había medido el campo eléctrico en torno a cada cuerpo viviente, desde las más menudas semillas hasta los seres humanos.
Desvanecióse este pensamiento, debido a que toda su memoria viviente estaba inundándole: niñez, colegio, Fuerzas Aéreas, hallazgo de la máquina, la Luna, Gran Deforme, Leonor… «Oh, Dios» —pensó— Leonor… todos aquellos meses… más de un año… había estado en manos del neanderthalense… —Gimió. Y luego, con un esfuerzo, se sobrepuso a la emoción que le había invadido.
—Haz la invitación—dijo con voz ronca.
La mujer le lanzó una mirada compasiva.
—No sé lo que recuerdas—dijo—, pero harás mejor en recobrarte.
—Todo irá bien —repuso Pendrake. Y luego pensó—. ¡Lo primero es lo primero! —Y de nuevo fue el mismo.