Pendrake se despertó. No había nada en qué pensar. Donde había habido una borrosa laguna, ahora era claridad. Quedóse muy quieto. No tenía conciencia de tener un nombre o de que hubiese algo insólito en la situación. El estaba allí —el ser que era él mismo— tendido. Hasta la postura parecía normal, la propia esencia de la vida como era vivida. Estaba echado y sabedor de sí mismo.
Durante largo rato siguió así. No tenía más propósito que estar donde estaba, ni recuerdo de cualquier cosa, ni la más leve idea del movimiento. Yacía con la mirada fija en el techo, que tenía un color azul celeste. No era la región más brillante de su universo, y así, al cabo de un rato, su mirada fue atraída a la ventana, a través de la cual destellaba intensamente la luminosidad.
Como un chiquillo absorto ante el fulgor, levantó su brazo y lo tendió hacia la ventana. El vacío intermedio le contrarió. Ello no importaba por el momento, pues se sentía interesado por su tanteante brazo. Se dio cuenta de que el brazo formaba parte de sí mismo. En el momento en que cesó su instintiva búsqueda, los músculos que lo soportaban en el aire comenzaron a relajarse y el brazo se desplomó sobre la cama. Y al seguir su mirada la torpe caída se dio también cuenta por vez primera de la cama. La estaba aún examinando, semincorporado para verla mejor, cuando el ruido de pasos distrajo su atención.
El sonido se hizo más próximo, pero no se extrañó. Se hallaba en sus oídos tan normal como cualquier otra cosa. La diferencia era que de súbito fue dividido mentalmente en dos secciones. Una parte permanecía en la cama; la otra tenía la mirada fija en el mundo a través de los ojos de un hombre que atravesaba una habitación contigua hacia la puerta del dormitorio.
Sabía que el otro ser era un hombre y que la puerta de la habitación y el acto de andar eran lo que eran, debido a que para la segunda parte de su mente esos hechos constituían realidades casuales de la vida. La segunda mente se percataba de otras cosas también; y su propio cerebro era tan rápido, tan completamente absorbente, que al abrirse la puerta sacó las piernas de la cama y dijo:
—¿Quiere traerme mi ropa, Peters?
El cerebro de Peters aceptó con cabal aquiescencia el impacto de la petición. Salió y oyósele manosear en el armario, lo cual producía una satisfactoria imagen mental. Al volver se detuvo en el umbral de la puerta, parpadeando como si pensara algo nuevo. Era un hombrecillo en mangas de camisa, portador de ropa, y que mirando por encima de ella dijo con aire de búho sabihondo:
—No puede levantarse aún, señor. Hace media hora se encontraba aún inconsciente, cuando cogimos a esa dama aquí. —Solícito añadió—: Llamaré al doctor y le traeré un poco de sopa caliente. Después de la manera que nos sacó usted de la prisión de condenados a muerte, no queremos correr riesgo alguno de que le pase nada. Échese, ¿quiere?
Pendrake vaciló mientras contemplaba al otro poner su ropa sobre una silla. El argumento parecía razonable, aun cuando en cierto modo no le fuese del todo aplicable. Al cabo de un momento no había puesto todavía un dedo mental en el defecto. Su vacilación acabó. Volvió a meter las piernas bajo el cobertor y dijo:
—Acaso consiguieron algo allí. Pero la manera en que fue capturada esa mujer precisamente en esta habitación comienza a preocuparme sobre nuestro escondrijo aqui.
Se detuvo frunciendo el entrecejo. Sintió como un ramalazo de claridad interior, de que no se había preocupado hasta la aparición de Peters en escena y de que, de hecho, su estado mental en el principio había sido… ¿qué? La memoria galvanizó su pensamiento. Su mente giró volviendo al momento de su recuperación de la conciencia. Resultaba sorprendentemente difícil imaginarse cómo había sido él en aquel primer instante con el cerebro en blanco, sin recuerdo. Y luego absorbiendo instantáneamente la mente entera de Peters, con todos sus temores e inmadureces emocionales. Lo que más pasmoso resultaba era lo que su memoria tomaba en la mente y en el conocimiento de Peters. Pero nada más. Nada de sí mismo.
Fijó la mirada en el hombre. Aquel profundo, pero rápido examen, prendió en toda la memoria de Peters y se retrotrajo a través de la simple carrera de un muchacho rollizo que deseaba ser mecánico. No existía ninguna razón particular para que Peters se hubiese unido al airado tropel que atacó a la manifestación de las mujeres. Y la auténtica escena de la algarada estaba borrosa, y el proceso subsiguiente era como una pesadilla de formas retorcidas dominadas por tan terribles temores, que ni una sola imagen resultaba clara. El miedo se había diluido en excitada esperanza durante la fuga y así se presentaba allí un recuerdo bastante detallado de cómo había sido preparada la evasión de la cárcel de los condenados a muerte tres días antes de la fecha fijada para la gasificación en masa.
«¿Hice yo realmente todo aquello?», pensó Pendrake.
Tras un momento seguía aún allí el hecho, una parte estricta de la memoria de Peters sobre el acontecimiento. Había tomado la radio de su celda y, añadiéndole partes de otras radios de las demás celdas, había fabricado una luz blanca muy pálida que se comia el cemento y el acero como si fuesen materias sin sustancia. Un guardián que se les enfrentó chilló espantosamente al disolvérsele su arma en las manos y desintegrársele el uniforme. Sus chillidos debieron haber sido pura histeria, pues aquel intenso y pálido fuego no le había causado ningún daño físico.
La propia naturaleza del arma y la forma de salida que procuraba impidieron la efectividad de los refuerzos que acudieron a los chillidos. La policía no pensaba que sólidos muros pudieran ser hendidos. Los coches estaban aguardando en el lugar indicado, y los aviones, cada cual con su piloto, ocultos tras la hierba que servía de pantalla al campo del que despegaron.
Todo esto se hallaba en la memoria de Peters, así como el hecho de que el hombre conocido por Bill Smith había sido herido por la bala de una ametralladora cuando partían raudos de junto a la prisión abandonada los coches con su cargamento de evadidos… La única baja, pero que fue solícitamente atendida después. Durante días había permanecido él inconsciente.
Pendrake reflexionó sobre el particular mientras Peters iba a buscar la sopa. Finalmente decidió que él era diferente. Se necesitaba sólo la más simple reflexión para percatarse de que la lectura de pensamientos que realmente absorbían la mente de otro era cosa nunca oída en el diccionario de la vida de Peters. Estaba sorbiendo lentamente su sopa cuando entró el doctor McLarg. Visto cara a cara, y no simplemente como una imagen recordada por la mente de Peters, el doctor era un hombre enjuto de unos treinta y cinco años y de vivos ojos pardos. La historia tras su físico exterior era más complicada que la de Peters, pero los hechos pertinentes eran sencillos. Funcionario de Sanidad Pública, McLarg se había visto obligado a dimitir debido a negligencia en el trabajo, siendo reemplazado por una mujer médico. Y la víspera de Navidad, hallándose en avanzado estado de penuria y embriaguez, se había unido incontinentemente al desgraciado ataque a las manifestantes.
Su examen fue el de un hombre estupefacto.
—No se me alcanza —dijo finalmente—. Hace tres días le extraje a usted una bala de ametralladora del pecho, y por espacio de veinticuatro horas no ha habido orificio de entrada ni de salida. Si no supiera yo que ello era imposible, supondría que se encuentra perfectamente bien.
No parecía haber nada que aducir a ello. La mente de McLarg se había deslizado tan suavemente en él, integrándose su conocimiento tan fácil y naturalmente con el derivado de Peters, que aún ahora resultaba difícil alcanzar que la información no había estado allí todo el tiempo.
Frunciendo el entrecejo, pensó después en la mujer. Ella había estado en aquella habitación inclinándose sobre él. No había hecho sino entrar, según ella dijo.
¡Entrar en una madriguera de alertas y perseguidos proscritos, cosa insólita! Ello parecía ridículo. Sin saber qué hacer con ella, los hombres la habían encerrado finalmente en una de las habitaciones vacías de la hacienda. Resultaba extraño que aunque la casa parecía borbotear y ondular con vagos pensamientos cuando la recorrían los hombres, los de ella no asomaban siquiera. Ni siquiera captó ni una vez un zarcillo mental que perteneciese a una mujer. Y a buen seguro los pensamientos de una mujer habrían de ser inconfundibles.
El sueño se apoderó de Pendrake, dando aún vueltas perplejo al problema de ella.