Los gimientes vientos invernales soplaban constantemente en enero. El 15, una ventisca enterró casi todo el Estado de Nueva York y Pensylvania. La gente se despertó el 16 en un mundo que era de nuevo blanco y puro y pacífico.
Aquel mismo día, lejos en el Sur, Hoskins y Cree Lipton, tras investigar los indicios que les habían conducido a Sudamérica, despegaron para el Brasil y se dirigieron a Alemania, vía Dakar, Argel y Vichy.
Su destino era el cuartel general americano en el Unter der Linden, de Berlín, y en la gran estancia cubierta por espesa alfombra del segundo piso un general les condujo prestamente a una habitación custodiada.
—Esto —lo señaló con la mano— es lo que llamamos nosotros nuestro mapa de asesinatos. Vista la vigilancia que hemos sostenido sobre ustedes durante las pasadas semanas, se ha convertido en un documento sumamente interesante.
El mapa tenía diez metros de longitud y estaba tachonado de alfileres de cabezas de color… Apenas un «documento», pensó torcidamente Hoskins. Pero no dijo nada, limitándose simplemente a contemplar y escuchar con ansioso deseo de oír el resultado final.
—Hace un mes hoy—dijo el general—enviamos a nuestros elementos a todo lo que fue antes Europa ocupada, con el encargo de obtener información según las instrucciones que cablegrafiaron ustedes.
Sacó un paquete de pitillos, ofreciéndoselos a los dos hombres. Hoskins declinó el ofrecimiento con leve inclinación de cabeza y esperó impacientemente mientras los otros encendían. El general prosiguió:
—Bien, antes de que les exponga la extensión y limitaciones de nuestro logro me parece necesario que les describa brevemente la situación que existe en la Alemania de hoy. Como ustedes saben, el método de Hitler fue situar a un hombre del partido en toda concebible posición de control en cada comunidad. En la Alemania Occidental hace tiempo que destituimos a todos esos dirigentillos, reemplazándolos por los más firmes y leales demócratas de la preguerra que pudimos encontrar. En la Alemania Oriental los soviéticos intentaron emplear a muchos hitlerianos apreciando como es debido que los terroristas comunistas y nazis son, en efecto, de la misma laya. Lo que no comprendieron es que los alemanes mejor educados no aceptarían nunca en su corazón al corriente eslavo como a un igual —no aún, no esta generación— por mucho que les majaran en la doctrina de Lenin sobre las nacionalidades.
»No fue hasta que pusimos en conocimiento de los soviets los hallazgos de ustedes que penetró la verdad… que un grupo terrorista secreto y enteramente proalemán se había constituido ante sus mismas narices en la Alemania Oriental. Por ello nos dejaron intervenir, y he aquí lo que hallamos: En estos momentos los alemanes están cometiendo unos mil asesinatos por semana en la propia Alemania Oriental y unos ochocientos más en el resto de Europa.
—¿Y en qué afecta eso al hallazgo de información sobre la máquina y sobre los siete científicos desaparecidos, cuyas personas, ni familias, no pudimos encontrar en los Estados Unidos? —preguntó Lipton adelantando sus ya prominentes mandíbulas.
—Establecimos un gráfico de asesinatos en cada distrito de Europa—fue la respuesta—y, como instancia a la extensión informativa, vigilamos día a día cualquier ascenso en la línea de asesinatos, suponiendo que se tomarían grandes precauciones por los nazis en los distritos en donde existía información.
Miró a los dos hombres con ceñuda sonrisa, añadiendo:
—De acuerdo con ello, y con sentimientos mezclados, informé que el número de asesinatos aumentaba en proporción desmesurada en dos territorios ampliamente separados, uno el de Hohenstein, en Sajonia, y otro en la ciudad de Latsky, en Bulgaria.
—¡Bulgaria! —exclamó Lipton con tono de suma perplejidad.
Hoskins dijo rápidamente:
—Después de todo, nuestra vigilancia más estrecha ha sido sobre la propia Alemania. Ellos deben haber juzgado más fácil el instalar bases interplanetarias entre cierta gente más simpatizante; los búlgaros eran indudablemente las más reacias víctimas del comunismo.
El general le miró con astutos y penetrantes ojos pardos.
—Exactamente—dijo—. Hicimos una inspección sumamente cautelosa de esos dos distritos. El tercer día de nuestra búsqueda hallamos en Hohenstein un pozo de mina lujosamente amueblado, y el cual debió haber sido abandonado apresuradamente.
»Haciendo preguntas entre los habitantes —prosiguió el general— se sonsacó la información de que había sido vista de noche en la vecindad de la abandonada mina un raro artefacto semejante a un zeppelin.
—¡Santo cielo!
Hoskins apenas se dio cuenta de haber proferido la exclamación. Tras un instante en blanco, había estado escuchando al general con vaga impaciencia, con la ansiedad de que acabaran las palabras y se emprendiera activamente la búsqueda. Y ahora…
Todo estaba ya hecho. La búsqueda había pasado, o estaba casi a punto de serlo. Todos los preliminares habian concluido con éxito.
—Señor —dijo efusivamente—, es usted un hombre extraordinario.
—Permítame acabar—repuso el general con amplia sonrisa—. Aún no lo he rematado. —Y en tono preciso prosiguió—: Hemos recibido tres cartas—entre miles— que son inconfundiblemente genuinas y pertinentes. La tercera, y más importante, de una tal Frau Kreigmeier, esposa del hombre que fue el dirigente del partido nazi búlgaro en Latsky durante tres años, carta que recibí la noche pasada, cuando ya estaba informado de que ustedes se hallaban en camino aquí.
»Caballeros —su voz era queda, pero confiada—, para el fin de la semana tendrán ustedes toda la información que aún se disponga en este continente.
»Naturalmente —acabó, y el cuidadoso fraseo de su promesa había ya producido la primera conmoción a Hoskins—, los nazis harán todos los esfuerzos imaginables para asegurase de que no sea disponible nada vital. Sin embargo…
Para el mediodía del 4 de febrero tenían los cadáveres de los componentes del Proyecto Lambton de Colonización. Siete hombres mayores de edad, nueve mujeres, dos muchachas y doce jóvenes yacían uno al lado del otro sobre el frío suelo. Fueron puestos en ataúdes y se comenzó su traslado en coches fúnebres a la costa, para ser transportados por barco a América, a fin de recibir más conveniente sepultura.
Después de que el convoy fúnebre desapareció por la carretera, Hoskins se quedó con los demás en el pequeño matorral a donde habían sido conducidos por el rechoncho marido de Frau Kreigmeier. Soplaba un frío viento norte, y los hombres de los coches blindados que los habían escoltado se golpeaban las manos para calentarlas.
A pesar del frío, Hoskins observó ferozmente que Herr Kreigmeier sudaba a mares. «Si alguna vez un hombre mereció ser colgado…», pensó.
Pero habían prometido… dinero, traslado seguro e ilimitada protección policíaca.
—Los peones terminarán con esto —dijo el general—, vámonos. Ansío el calor de la habitación de un hotel. Se puede reflexionar sobre los éxitos —miró rápidamente a Hoskins—y sobre los fracasos.
No había mucho que examinar. Hoskins se sentó silenciosamente en su butaca ante un chisporroteante fuego y releyó la traducción de la única nota qué habían desenterrado:
«El movimiento de algo requiere un movimiento inverso, una cancelación, un equilibrio. Un cuerpo moviéndose entre dos puntos en el espacio emplea energía, que no es más que otra expresión del movimiento reversivo.
»La ciencia de este movimiento implica en sus máximas funciones una relación entre el microcosmos y el macrocosmos, entre lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande. Cuando se establece un equilibrio entre dos fuerzas del macrocosmos, una de ellas pierde lo que la otra gana.
»Los motores resoplan ruidosamente las criaturas orgánicas efectúan sus deberes laboriosamente. La vida parece infinitamente dura.
»Sin embargo, cuando se crea un movimiento de reversión en el microcosmos por un movimiento que acontece en el macrocosmos, entonces se obtiene lo fundamental en las relaciones de la energía. Se produce un resultado de completo equilibrio; la ley de que el movimiento de impulsión es igual al movimiento de reversión se sostiene tan rígidamente como antes…
—Detestaría pedir a cualquier oficina de patentes que sacara una de esto—manifestó aburridamente Hoskins—. Temo que hayamos alcanzado el final de la pista de la máquina, lo cual supone que se ha esfumado mi esperanza en una rápida acción de rescate a Pendrake y a su mujer. El resto de esta bagatela —dio un ligero golpecito a la hoja mecanografiada— consiste en notas de problemas de ingeniería sobre instalación. Hay una laguna en alguna parte, y creo que hemos topado con el agujero en un saco vacío. Vaya, que estamos en un brete. Alzó la vista. —¿Algo nuevo de Hohenstein, el otro centro de asesinatos?
—Nada —dijo Cree Lipton—. Evidentemente era sólo uno de sus puertos de escala para astronaves, evacuado precipitadamente durante nuestra búsqueda. Han llevado con seguridad todo su equipo principal y todos sus secretos, a Marte o a Venus…
—¡O a la luna! —interrumpió Hoskins—. No lo dude. Marte o Venus estarían demasiado lejos aun en su mayor trance. Y además no se atreverían a dejar ver a sus jóvenes muchachos y muchachas la clase de planeta que debe ser Venus, a creer el informe de lo que el Proyecto Lambton de Colonización prometía a sus inscritos. Es sangre y hierro lo que los alemanes tienen en la mente… El rescate de la Alemania Oriental y su reintegración para la formación de su país tradicional. Y hasta que lo cumplan, los dirigentes mantendrán a los rangos inferiores a dieta de duro trabajo, duro ambiente y esperanza. No han tenido tiempo para instalar en ninguna parte bases realmente buenas. Así, pues, creo que lo mejor que haremos usted y yo es volvernos a América. Tenemos cosas que hacer. Era tres días después. El presidente Dayles, en camino a Mountainside, California, se hallaba en su avión en compañía de Cree Lipton, y escuchaba el informe del resurgimiento de la Alemania Oriental y la urgente petición de hombres y dinero para ir a la Luna. Asintió con la cabeza en completo acuerdo y luego dijo:
—Sí, sí, hecho eso también. Tenemos los satélites arriba. Podemos subir cautelosamente a la Luna a costa de un dispendio fabuloso…, pero puedo justificarlo destinando fondos del Departamento de Guerra a la tarea si ello supone parar los pies a los últimos restos de la pandilla de Hitler. Sacad tantos cohetes como sean necesarios de entre sus bolas de naftalina. Creo que fabricamos diez mil antes de llegar a nuestro acuerdo con los soviets de que ciertamente había un gran universo arriba, pero que no tenía valor práctico hasta que pudiéramos ir a él sin llevar a la bancarrota a nuestros países. Los cohetes no son baratos que se diga. —Lastimeramente prosiguió—: Quienes hallaron un medio mejor no fiaron en que nosotros empleáramos debidamente su descubrimiento. Y luego —como usted y yo lo hemos descubierto— chocaron con la locura del extinto nacionalismo. Somos un mundo bien chiflado Mr. Lipton.
Kay, que había estado escuchando en silencio, habló ahora:
—Mr. Lipton, ¿dijo usted que uno de los propósitos de su asociado, Mr. Hoskins, es el de rescatar a Jim Pendrake y a su esposa de los nazis en la Luna?
—Sí—respondió sorprendido el interpelado.
Hubo una pausa. El presidente y su secretaria cambiaron rápidas ojeadas.
—Impónganos al respecto —dijo finalmente el presidente Dayles.
Lipton lo hizo y concluyó:
—Cuando investigamos la desaparición de Mrs. Pendrake se desprendió que un avión había aterrizado en la hacienda y que ella montó en él. La nota que dejó, la manera de marcharse, la descripción de cómo el avión se elevó en el aire indicaban que era un rapto… y por alguien que poseía ese especialísimo tipo de aparato.
El presidente se volvió a Kay.
—¿Puede darme alguna razón sobre por qué no fue sometido a mi atención nunca el informe sobre la desaparición de Mrs. Pendrake?
La mujer se encogió de hombros, respondiendo:
—Millones de datos llegan al Pentágono. Sólo una pequeña parte de ellos se envía a la Casa Blanca.
El presidente Dayles frunció los labios.
—Bien, eso probablemente lleva a Mrs. Pendrake a la Luna. ¿Mas por qué suponer que también Mr. Pendrake hizo el viaje?
Lipton explicó sobre el mensaje de Mrs. Pendrake respecto a que su marido había ido a las Torres Lambton y terminó diciendo:
—Puesto que las torres —como lo hemos descubierto— habían sido ocupadas por el grupo conspirador de la Alemania Oriental, cabe suponer que Pendrake fuera capturado o matado. En el primer caso, bien podrían haberle llevado a otro planeta. Mr. Hoskins está personalmente interesado en el bienestar de los Pendrake. Los dos hombres combatieron en la misma unidad aérea en China.
El presidente Dayles, que también estaba interesado en el bienestar de James Pendrake, se limitó a asentir con la cabeza.
Los documentos que autorizaban a las fuerzas armadas a prepararse secretamente para una invasión lunar fueron firmados en un minúsculo despacho de una posada de Mountainside por un Jefe de Estado disfrazado.
Una vez que se hubo marchado Lipton, Kay dijo:
—Queda por responder una serie de preguntas. Si Pendrake fue llevado a la Luna, ¿cómo escapó a los alemanes? ¿Cómo logró volver aquí?