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INVESTIDURA…

Demasiado tarde, demasiado tarde… En todo aquel gran día las palabras se atropellaban en su mente, apagando sus sonrisas, ensombreciendo todos sus pensamientos. ¡Encontrar a Pendrake! ¡Hallar al hombre cuya sangre podía arrancar de su cuerpo la vejez, y en así haciéndolo inmortalizar su poder y la poderosa civilización que se representaba!

El pensamiento era como un mareo, como un ansia, que lo tenía aún consigo meses después cuando trajeron a su presencia al granjero. El hombre era grandote y de caderas estrechas. Al escuchar el informe coloquial del individuo, una cuestión revoloteaba en la mente de Jefferson Dayles. El problema de cómo exponerla ocupaba su atención mientras la voz del granjero proseguía con acento gangoso:

—Como estaba yo diciendo, él estuvo allá diez días; el viejo doctor Gillespie vino dos veces a verlo, pero no parecía necesitar asistencia médica, sino sólo comida. Mire, era muy raro. No pudo decirme ni su nombre ni nada. De todos modos, cuando se puso bien su pierna, lo llevé a Carness y lo conduje al comité de empleo, diciéndoles que se llamaba Bill Smith. Él no dijo nada en contra, por lo que ellos lo inscribieron así, como Bill Smith, enviándole luego a algún trabajo, no recuerdo cuál. ¿Hay algo más que desee usted saber, señor presidente?

Jefferson Dayles parecía indiferente, pero era una máscara exterior para su interior excitación. Pendrake estaba con vida, había sido descubierto, así había informado Kay cuando la comisaría de policía envió con retraso las huellas digitales de Bill Smith a Washington.

—Es todo cuanto pudimos encontrar —había dicho Kay—. Pero cuando menos hemos conseguido algo para empezar.

—Sí—había respondido Jefferson Dayles, respirando profundamente—. Sí.

El hombre todo-potente estaba vivo.

Había por resolver aún una cuestión, por efectuar una comprobación: ¡el brazo de Pendrake! El que había estado volviendo a rebrotar.

Se oyó de nuevo la voz del granjero:

—Hay aún otra cosa, señor presidente…

Jefferson Dayles esperó, ocupado en la preparación de su pregunta. Era una frase difícil a pronunciar porque… bueno, ¿cómo podía preguntarse si había rebrotado el brazo de un ser humano? No se podía, aunque la idea en sí era fascinante y aturdidora.

—La cosa—dijo el granjero— es ésta. Cuando lo recogí, juraría que una de sus piernas era más corta que la otra. Cuando le dejé tenían la misma longitud. Ahora bien, o yo estoy loco o…

—No tiene eso mucho sentido, ¿no es así? —dijo Jefferson Dayles, prosiguiendo rápidamente—. Por lo demás, estaba perfectamente, ¿eh?

—No vi nunca un hombre más fuerte. Ya le dije que cuando levantó aquel carro con sus dos manos…

El presidente Hayles no oyó el resto. Su mente se detuvo en las palabras «dos manos».

Se levantó y estrechó su diestra con la del lisonjeado granjero.

—Escuche ahora, amigo —dijo el presidente Dayles—. Desde este momento su nombre va a un fichero especial, y en cualquier momento que necesite usted un favor de la Casa Blanca escriba a mi secretaria y se hará cuanto se pueda por complacerle. Entre tanto, espero que continúe manteniendo silencio sobre esta entrevista, como un servicio a su país.

—Puede contar conmigo, señor presidente —respondió el hombre con acento de sublime e incuestionable patriotismo—. Y, señor presidente, puede omitir los favores especiales.

—La oferta permanece en pie con mis mejores deseos—respondió Dayles cordialmente.

—Pareció hablar en serio—comentó después Kay—. Es un tipo raro en estos días. La democracia se está tambaleando.

—Parece como si tuviera usted pruebas—dijo él—. ¿Qué ha sucedido?

Silenciosamente le tendió ella un mensaje. El presidente lo leyó en voz alta: «El Tribunal Supremo mantiene la sentencia de muerte para los causantes de desórdenes en las elecciones».

Silbó suavemente y luego dijo:

—Hicieron realmente una montaña de ello, pero van con un año de retraso. —Miró a Kay pensativamente—. ¿Qué razones dio el Tribunal para su veredicto?

—No dio razones.

El presidente quedó silencioso. También él consideraba como signo de los tiempos que no hubiese sido revocada la sentencia original.

Kay interrumpió su pensamiento, diciendo con tono severo:

—¡No vaya ahora a interferirse en esto!

El gran hombre no respondió nada.

Tres días antes de la fecha fijada para su ejecución en diciembre de 1977, los diecisiete condenados escaparon en masa de la prisión.

Hubo desórdenes en una docena de ciudades, y nutridas delegaciones de mujeres pidieron castigo para los carceleros responsables y la inmediata captura y ejecución de los fugados.

—Creí que esas mujeres eran amantes de la paz. —Comentó Jefferson Dayles. Pero lo dijo en privado a Kay. Públicamente prometió toda acción posible.

Él segundo día que siguió a su manifiesto llegó al Archivo Especial una carta que decía así:

Celda 676, Prisión Kaggat.

27 de enero de 1978.

Estimado señor presidente:

Me he enterado de que mi esposo fue uno de los diecisiete condenados a muerte y sé dónde se encuentran todos. La rapidez es esencial si ha de salvarse su vida. Apresúrese por favor.

AURELIA PENDRAKE.

Kay esperó con ojos relampagueantes a que él acabara de leer la carta y le tendió luego un informe del FBI que decía:

«Hubo mucha confusión cuando se efectuó la detención de esos hombres. No se tomaron las huellas digitales de ninguno de ellos hasta el día después de la sentencia. Luego se perdieron todas las fotografías originales y huellas digitales. No fue ello descubierto hasta que los hombres fueron trasladados a una prisión de seguridad máxima, en el trayecto a la cual el coche celular que los transportaba cayó a una zanja. Varios prisioneros efectuaron una reclamación sobre que uno desapareció en el accidente, siendo sustituido por otro. Las autoridades de la nueva prisión no estuvieron dispuestas a aceptar ese fantástico cuento, puesto que ninguno de los diecisiete hombres manifestó haber sido la víctima. Y para impedir tal fábula separaron a los hombres…».

Kay le interrumpió en este punto diciendo:

—Pendrake debió haber sido el sustituido. Es imposible que participara en aquel desorden. Hemos de admitir una coincidencia de tal género…

—¿Pero cómo lo encontraron ellos y no lo pudimos nosotros? —interrumpió el presidente Dayles.

Kay quedó silenciosa y luego dijo:

—Será mejor que vayamos a tener una conversación con esa mujer.

La celda no parecía tan confortable como él ordenó que debiera serlo. Jefferson Dayles tomó nota mental para efectuar una reprimenda al respecto, volviendo luego su atención a la pálida criatura que era Aurelia Pendrake.

Era su primer contacto con ella cara a cara. Y a pesar del descolorido aspecto de la mujer se sintió impresionado, pues había algo en sus ojos —una dignidad y poder, una madurez— que resultaba turbadora. Tras esta primera impresión le sorprendió lo opaco de su voz. Parecía estar más vencida de lo que aparentaba.

—No, quiero decírselo —manifestó Aurelia Pendrake—. Jim está oculto en el gran desierto de California. El rancho se encuentra situado a unas cuarenta millas al norte del poblado de Mountainside… —Se interrumpió—. Por favor, no me pregunte bajo qué circunstancias hizo él lo que hizo. Lo importante es que no sea matado cuando encuentre usted su cobijo. —Sonrió desvaídamente—. Nuestra creencia original era que, como grupo, podríamos dominar los asuntos mundiales a través de él. Me temo que sobrestimamos nuestras capacidades.

—Mrs. Pendrake —dijo Kay—, debemos absolutamente tener una explicación de cómo fue posible que encontrasen ustedes a su marido, cuando nosotros no pudimos hacerlo a pesar de disponer de todos los recursos del espionaje USA.

En el rostro de la encarcelada volvió a dibujarse la misma sonrisa anterior.

—Cuando por primera vez nos apoderamos de Jim —dijo— encajamos un minúsculo transistor en los músculos de su hombro, el cual emite una señal cuando lo detectamos. ¿Responde esto a su pregunta, señor presidente?

—Ciertamente que sí—dijo el presidente Dayles—. ¿Podían localizarle en cualquier momento?

—Sí —respondió Aurelia.

Tras de lo cual el presidente y Kay abandonaron la celda.

En el avión que marchaba en dirección Norte, Kay dijo:

—No veo razón alguna para que sean libertados Mrs. Pendrake o cualquiera de los otros. Ahora que ha revelado ella estúpidamente tener las manos en la masa, y la identidad de Pendrake como uno de los que intervinieron en la matanza en la manifestación, no le debemos nada.

Hubo una interrupción:

—Un radiograma, señor presidente, de la Prisión Kaggat.

Jefferson Dayles leyó con labios fruncidos el extenso mensaje y luego se lo tendió sin decir palabra a Kay.

—¡Fugados! —exclamó ésta—. ¡Toda la pandilla! ¡Vaya, la pálida actriz pretendiendo hallarse deprimida al punto de que nada importaba sino que se le salvara a él! ¿Pero por qué nos lo dijo? ¿Por qué? ¡Noventa aviones dotados con ese motor especial participaron en el rescate! ¡Qué organización deben de tener! Ello significa que la fuga podría haber sido dispuesta en cualquier momento. Y sin embargo esperaron hasta ahora. Señor, esto es muy serio.

Jefferson se sentía singularmente remoto del casi pánico de su asistente. Experimentaba una especie de alborozo y un deseo intenso y creciente de victoria. La situación era ciertamente grave; de hecho, suponía una crisis. Sin embargo, su voz fue tranquila al decir:

—Kay, emplearemos cinco divisiones, dos de ellas acorazadas, y tantos aviones como necesitemos…; no noventa, sino novecientos. Rodearemos el desierto. Registraremos todo tráfico por tierra y aire. Utilizaremos detectores de radar de noche, reflectores, cazas nocturnos. ¡Destinaremos a la captura de Pendrake el ilimitado poder de las fuerzas armadas de los Estados Unidos!