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En espaciados momentos durante el día, Jefferson Dayles estudió el informe de los científicos. Las momentáneas lecturas le dejaron vagamente perplejo. Más tarde, cuando finalmente acabó con su jornada de trabajo puramente presidencial, se llevó consigo a la cama el informe, y releyó en medio de la noche el asombroso documento, que decía así:

En lo que respecta a las tres máquinas capturadas por sus agentes al tomar posesión de la finca de Pendrake… no hay medio adecuado para describir estos perfectos artefactos. Parecen ser una fase final del desarrollo de un nuevo principio. La fuerza motriz parece derivarse de la forma y construcción del tubo metálico de estilo de buñuelo. Sacado aparte, este tubo mostróse ser acoplado mediante una avanzada técnica metalúrgica, desafiando el análisis a pesar de nuestra meticulosa anotación de cada fase de la pane. Se ha presentado la sugerencia de que el tubo estaba extrayendo energía de una lejana estación de radio emisora de la misma, mas es cosa que no puede ser establecida con seguridad. Ciertamente no se trata de un ingenio atómico. No muestra señal alguna de radiactividad.

El mismo fracaso resultó con el segundo motor, y decidimos no desmontar el tercero hasta efectuar un ulterior examen de las partes de los dos ya desmontados, quizás por otro personal.

Es posible que el secreto de su reacción pueda radicar en alguna sutil aleación de los materiales de construcción. Hasta la composición de soldadura debe ser examinada y analizada, por su posible influencia…

La extraordinaria importancia de un cauto desarrollo puede ser apreciada por el hecho de que la energía tiene otras potencialidades, sobre lo cual está siendo preparado un informe…

Jefferson Dayles apagó la luz y quedóse tendido en la oscuridad con los ojos cerrados A él le parecía aquello como la antigua, antiquísima historia: demasiado complicada para la mayoría de las mentes mortales.

Al ponerse finalmente de costado para dormir, pensó: Tres años y no más. Tres años para encontrar a Pendrake. Después, podría ser demasiado tarde.

Aun así, primeramente debía ganar las elecciones más fantásticas en la historia de América.

Las mujeres andaban alborotadas. Tenían una candidata a la presidencia, y ello era como si hubiese desquiciado las mentes de millones de mujeres antes sensibles.

La candidata, una recia mujer de despejado pensamiento se balanceaba al borde del abismo, pugnando por evitar caer en él. Parecía darse cuenta de todas las añagazas y escollos, y aunque los agentes de Dayles llevaban una relación completa de cada declaración y discurso que pronunciaba en público, pasaban los meses y no resbalaba, y no caía.

Dayles observaba a distancia su actuación, al principio con incredulidad, luego con admiración, pero finalmente con alarma. «Va a cansarse», se dijo. «Uno de estos días se sentirá tan agotada que apenas podrá tenerse en pie, y ése será el momento para que los nuestros le echen la zancadilla».

Fuera lo que fuese que pudiera decirse sobre la racionalidad de la candidata, no podía aplicarse lo mismo a sus seguidoras. Estaba a punto de llegar el milenio. Las mujeres podían acabar la guerra y traer la paz al trastornado mundo. Enderezarían los entuertos de la sociedad, controlarían la rapacidad en los negocios, y acabarían de una vez por todas con la infidelidad del varón americano.

Desde luego, la mayoría de estos días no alcanzaban el nivel de una verdadera discusión pública.

Un mes antes de que los votantes debieran acudir a las urnas, el presidente constató aún la realidad de que acaso no pudiese él ganar. De todas partes, de sus gentes —de las maquinas políticas, de los caciques locales, de las encuestas públicas y privadas— llegaba la misma noticia: la candidata iba a la cabeza.

—Necesitamos un golpe afortunado —dijo a Kay un día caluroso, entre dos discursos—. Siento que mis palabras no dominan la emoción agitada en favor de Wake. —Siempre llamaba a su oponente Wake, no Mrs. Wake, ni Janet Wake… sino sólo Wake. La técnica de emplear sólo su apellido recalcaba la igualdad en una lucha en la que, por vez primera en la historia política, el hombre se hallaba en desventaja por el mero hecho de ser varón.

Kay respondió fríamente:

—Para el caso de que no se produzca ese golpe, he de decir que se han tomado las medidas necesarias para que se produzcan mil algaradas, de manera que se pueda decretar una emergencia nacional y cancelar las elecciones.

—Bien —dijo el presidente Dayles, aunque en su frente y mejillas brillaban gotas de sudor. Sacó su pañuelo.

—Estoy plenamente decidido —dijo—, así que no hay que preocuparse por mi debilitamiento. El éxito de esa mujer no es más que una demencia más en un mundo perturbado ya por muchos logros secundarios.

La campaña se hizo más apasionada. Desfiles. Grandes mítines. Mujeres chillando slogans: «¡Paz! ¡Hogares felices! ¡Una Nación sana!».

¿Cómo podía realizarse todo? Había rumores de palizas a hombres que abandonaron a sus familias. Viudas y madres desertadas, sintiéndose vengativas, ponían en un aprieto a la gran mujer que era su candidata, apremiándola a que los desertores fuesen vueltos a latigazos a sus hogares. Lo que no se definía claramente, era de qué servirían esos hombres a sus esposas, con sus corazones llenos de ira y sus espaldas cubiertas de verdugones. Y una de las cosas que fue establecida era que esos maridos no obtendrían satisfacción a sus deseos carnales.

Dos semanas antes de la elección, al final de una tarde, cuando Mrs. Wake estaba dirigiendo la palabra a una masa de miles, una mujer tomó un micrófono y chilló una pregunta: ¿Apoyaba o no la candidata el castigo corporal para los varones que desertaban de sus familias?

—¡Muchachas, muchachas—respondió cansadamente Mrs. Wake— no vayan más adelante de ustedes mismas!

Fue la observación desgraciada.

La prensa de Dayles recogió la frase, aireándola.

El día siguiente, y muchos después, Wake intentó explicar que simplemente había pretendido contener los extremismos.

Pero la luna de miel había pasado. Millones de hombres que habían confiado implícitamente en ella, dieron la vuelta. Repentinamente cada una de sus palabras no fue ya el epítome del buen sentido, sino que se la consideraba más bien como a una astuta fémina haciendo su juego paso a paso.

Se informó que también las mujeres comenzaban a tener dudas de que un ser de su especie ocupara la presidencia de la nación. El latente odio atávico de las mujeres entre sí, en suspenso durante la intensa atmósfera emocional de la campaña, se reafirmó.

La marea cambiaba a ojos vistas.

Con íntimo alivio, el presidente Dayles abandonó su plan de cancelar las elecciones.

Como lo manifestó en un discurso una semana antes del día de la votación: «Apelo con confianza al electorado, hombres y mujeres, para que voten por el ya probado sistema de mi administración».

Estaba ya tan seguro del triunfo, que podía pronunciar frases tan estereotipadas, como si fuesen nuevas y originales de él.

Se retiró temprano y fue despertado a medianoche por Kay que le llevaba el informe de noticias de Los Ángeles: Una gran manifestación de mujeres había desfilado con carteles impresos con slogans tales como:

«¡HURRA POR LOS DERECHOS DE LAS MUJERES! ¡TRABAJO FISICO PARA LOS HOMBRES Y ADMINISTRATIVO PARA LAS MUJERES! ¡UN MUNDO EN PAZ Y EN ORDEN ADMINISTRADO POR MUJERES!».

«Entonces —así decía el informe— se había oído un grito de hombre vociferando: “¡A disolver la manifestación! ¡Cuentan con nosotros para respetarlas, mientras que nos convierten en esclavos de ellas! ¡Adelante!”».

De las calles laterales surgieron hombres hoscos y malhumorados y se armó un tumulto. Cuando carros blindados hicieron por fin un despeje, veinticuatro mujeres yacían tendidas, muertas, otras noventa y siete estaban gravemente heridas, y más de cuatrocientas requerían asistencia médica.

Era una crisis de la especie de las que podían hacer ganar o perder unas elecciones. A las 12,30 del mediodía, el presidente estaba en antena prometiendo una minuciosa investigación y pronto castigo de los culpables.

Treinta y dos hombres habían sido al parecer detenidos, los cuales fueron procesados al día siguiente. Todos tenían abogados y todos se declararon no culpables. El juez interrogó brevemente a cada uno de ellos y luego pronunció la sentencia sin precedentes de que quince eran en efecto no culpables, pero sí los otros diecisiete.

Con lo cual, los condenó a muerte.

La sala entró en inmediata conmoción, y se necesitaron cien agentes especiales para despejarla y separar a los histéricos condenados de sus pasmadas familias y abogados.

Posteriormente, el juez defendió tranquilamente su acción, diciendo: «Es perfectamente propio de un juez decidir si un hombre es culpable o no. No ha de pensarse que las democracias son demasiado débiles para contender con los desórdenes».

Tras lo cual partió para unas vacaciones que —según se dijo— le llevarían a él y a su familia en dilatado viaje por el extranjero.

Al pedirle que comentara la sentencia, Wake manifestó incómoda: «No cabe duda alguna de que se ha hecho justicia. He pedido a una comisión que examinara la vista de la causa y me presentara un informe detallado».

Dayles dijo: «Ésta es por entero una cuestión de competencia del sistema judicial, que, como es de todos sabido, es en el gobierno de los Estados Unidos una rama separada de la administrativa».

Se anunció que los condenados iban a apelar su sentencia. Y con esta nota de suspense se celebraron las elecciones.

Jefferson Dayles fue reelegido por dos millones de votos de mayoría.

Sintió un alivio enorme, pero, como lo manifestó a Kay después:

—¡Ya está! Al final de este mandato acaba mi derecho legal para seguir siendo presidente. Su continuación depende de…

—Pendrake—terminó ella por él.

—Pendrake —convino él, sombríamente—. ¿Qué diablos puede haberle sucedido a ese hombre? He tenido al FBI, al servicio de espionaje del ejército y a la policía buscándole por todas partes. Ni rastro…

Ella dijo como hecho evidente:

—Quedan aún unos años por delante.

—Tres—asintió él—. En tres años he de tomar una resolución. Después será probablemente demasiado tarde.