La cueva descendía en suave declive y ahora comenzaba a ensancharse, abriéndose luego bruscamente a una inmensa estancia repleta de formas metálicas.
¡Máquinas! Brillaban a la luz refleja de paredes y techos. Hallábanse allí como testigos silentes y secretos de la gloria de un pueblo que había alcanzado —no ya la inmortalidad, pues estaban muertas— un grado de grandeza probablemente inigualada en el sistema solar antes o desde entonces.
Gran Deforme hizo una pausa en un punto donde se dividían dos pasillos, quedándose parado durante un largo momento, depositando luego despacio a Pendrake sobre el duro suelo. Arrodillóse en silencio, y con gruesos y torpes dedos desató las ligaduras que sujetaban los tobillos de Pendrake.
—¡Levántese! —ordenó secamente.
El levantarse no suponía ningún problema con la gravedad de la Luna, aun cuando Pendrake tuviera todavía las manos cruelmente atadas a la espalda.
—¡Abajo por el túnel derecho! —ordenó ahora Gran Deforme.
Mientras obedecía Pendrake sin decir palabra, el neanderthalense le siguió, diciendo ahora:
—Hay algo ahí abajo que quiero que vea usted. Me produce siempre una extraña sensación, y me parecería una necedad matar a un tipo como usted sin preguntarle su opinión sobre ello.
Las radiantes paredes iluminaban su camino, y llegaron a una amplia estancia en el centro de la cual se alzaba un cubo de transparente limpidez y de unos siete metros de diámetro. Gran Deforme lo señaló, y Pendrake fue en su dirección, oyendo los resoplidos de la criatura que le seguía.
—¡Mire abajo! —Pendrake había visto ya.
A cierta profundidad abajo, relucía con intensa brillantez una llama blanquiazul. Tras una ojeada, Pendrake, hubo de mirar a otra parte. Mas siguió lanzándola rápidas miradas de soslayo.
—Ha estado tan brillante como ahora —dijo Gran Deforme—desde que vine aquí. ¿Qué va a hacerse de ello, camarada?
Pendrake dijo callada y angustiosamente al cubo:
—¡Rescáteme, por favor! ¡Necesito ayuda!
Desde alguna gran distancia en el cubo, una voz respondió en su cerebro:
—Amigo, su capacidad para sentir nuestra presencia no le sirve de nada, pues pasará aún mucho tiempo antes de que los hombres puedan utilizar lo que tenemos y conocemos.
—Tened compasión —dijo estremecidamente Pendrake—. Estoy a punto de ser destrozado y comido por una bestia salvaje.
—Muy bien, usted puede escoger. Únase con nosotros aquí para siempre.
—Quiere decir…
—Absorbido para siempre en la unidad, libre de toda pasión y dolor por siempre jamás.
Pendrake retrocedió. Su reacción instantánea fue de total repugnancia. No tuvo sensación alguna de que se le estaba ofreciendo la libertad. Desvanecióse el terror al maquerodo, porque la alternativa presentaba el aspecto de un infierno viviente.
—Pero mi mujer, la Tierra, toda esta gente… —protestó trémulo Pendrake—. Hay un terrible peligro…
La voz en su mente dijo:
—Decídete antes de abandonar esta habitación. Podemos ayudarte aquí. No podemos hacerlo… fuera.
—¿Sois los habitantes de la Luna?
—Somos los habitantes de la Luna.
Temblando, Pendrake se apartó del cubo para enfrentarse a su apresador.
—Gran Deforme —dijo tenso—, con mi mujer aquí, puede usted hacerme lo que quiera. Seguramente, lo único que debería hacer con un hombre que debe obedecerle, es matarlo.
—Es usted demasiado listo —rezongó Gran Deforme—. No me fío de usted. No tengo la impresión de que quiera usted hacer un trato.
—Tengo que hacerlo. No me queda más remedio —respondió Pendrake.
—Es usted demasiado peligroso para tenerlo cerca —repuso el monstruo—. Nadie ha sido capaz nunca de enfrentárseme.
—Desde que mi mujer está aquí, usted me convenció.
—Lo cual no le impidió atacarme.
—Me volvió medio loco aquel golpe en la cabeza —respondió Pendrake—, y no me dejó pensar como era debido.
Gran Deforme pareció considerarlo, con la boca abierta y los ojos semientornados. Bruscamente, cerró de golpe los dientes.
—¡Al diablo con ello! —gruñó—. No voy a correr riesgos. Desde que ha estado aquí ha habido jaleo, por lo que voy a zafarme de todos esos perturbadores empezando por usted. Dispongo de mucho tiempo, Pendrake, para enderezar mis demás asuntos. Ea, vámonos ya.
Pendrake echó a andar lentamente, sin decir nada mas a la esencia vital cuya presencia había detectado en la llama. No se encontraba más allá de su realidad. Siguieron pasillo arriba, y no tardaron en llegar a donde había más máquinas.
—Le llevo por aquí—se mofó Gran Deforme—para mostrarle lo que podía haber tenido. Y también pudo tener a su mujer. Pero ahora esperaré a que aparezca otro tipo que entienda de máquinas y no sea tan exigente. Tal vez le dé también a él su mujer—añadió lanzando luego una estrepitosa carcajada.
Pendrake quedó silencioso, pero su mente se parecía cada vez más a la resaca de una violenta marea con su cerebro agitado, arrastrado y revolcado. Allá estaba la máquina, y una Tierra que no sospechaba lo que los alemanes orientales estaban haciendo, y Leonor…
El pensamiento quedó como cercenado por afilada segur. Sus mejillas quedaron exangües y los músculos de su plexo solar se apretaron tanto, que fue como un agudo dolor del apéndice. Pues Gran Deforme y él habian llegado de nuevo a la empalizada que contenía la maquina de transporte a Tierra. Mientras Pendrake la contemplaba con ojos cansados, el monstruo abrió la puerta de par en par y rezongó:
—¡Ande, entre!
Pendrake, que había estado intentando en vano zafarse de las ataduras de sus muñecas mientras caminaban, se adelantó rápidamente. «Una oportunidad mas», pensó; y sólo la velocidad y un absoluto desprecio al dolor hacían que lo fuese tal.
Al pasar por la abierta puerta se detuvo un instante, se inclinó hacia delante, estiró tras sí sus brazos, los enganchó en un saliente de la empalizada y, con toda su fuerza y toda la potencia de sus piernas dio un tirón. Ya antes había notado la vetustez de la cuerda, la cual se desgarró ahora como hierba seca. Y se sintió libre.
Giró en redondo, con el equilibrio un tanto perdido, y se abalanzó a la puerta, la cual se cerró en sus mismas narices, oyéndose luego el atracado metálico, y después la voz de Gran Deforme desde el exterior:
—Es usted muy listo, Pendrake. Demasiado para que me aventure. No voy a esperar hasta que haga funcionar a esa máquina. Voy a buscar un fusil, y volveré en seguida para ensartarle a usted en menos de treinta minutos.
Hubo ruido de pasos apagándose. No era aquél, pensó Pendrake débilmente, un día realmente bueno ni para Gran Deforme ni para él. Había ya intuido que el flujo a la Tierra había de efectuarse en algo más de quince minutos. Por muy mala gana que tuviese para hacerlo, evidentemente no tenía otra alternativa. Esperó ansiosamente que transcurriera ese período, pensando con angustia: «¡Oh, Dios, Leonor en sus manos!». Y sin embargo no había otra alternativa. «Ellos creerán que Gran Deforme me echó a la bestia diabólica, y se darán por vencidos, y se someterán», siguió pensando desesperanzado.
Se imaginó el pesar y la degradación de Leonor, y ahora pensó: «Sí, he de ir, conseguir equipo y armas, y volver, todo en ocho horas». Ello pondría un límite de tiempo al daño y humillación que el monstruo pudiera infligir. Y hasta acaso Gran Deforme se contendría en hacer algo a Leonor, por temor a que él volviese. Era su única esperanza real para la seguridad de ella. No había otra alternativa.
Al comenzar el flujo, Pendrake fue renuente a la invisible línea divisoria bajo la hendidura semejante a cueva, se detuvo, extendió sus piernas para tener una posición firme, y luego se inclinó hacia delante, introduciendo cabeza y hombros en aquélla. Quería echar un vistazo a lo que había al otro lado.
Oscuridad. No. Más bien una especie de nebulosa, nada.
Pendrake se echó hacia atrás. ¿Podría ser noche en la Tierra? Indudablemente que sí. Sin embargo, sus noches eran raramente tan oscuras. Insatisfecho, se inclinó hacia delante otra vez.
Era como meter la cabeza en un saco. No era visible nada.
Pero se sintió hasta ligeramente mareado al echarse hacia atrás de nuevo.
Y lo que resultaba más inquietante era el sentir deslizarse a la carrera los segundos, y que diez minutos suponían un lapso miserablemente breve para las precauciones que debería tomar.
Rápidamente fue a una pared de la hendidura, se equilibró, y luego introdujo cuidadosamente su pierna derecha. Su pie tanteante sólo contactó aire vacío.
Pendrake se echó hacia atrás, se movió varias pulgadas y probó de nuevo. Producía una sensación espectral ver desaparecer su pierna, pero mucho más inquietante resultaba el no notar más que el vacío.
Calculó en unos cinco minutos el probar así, palmo a palmo, de un lado a otro de la máquina… sin que ni una vez tocase nada sólido.
No había alternativa alguna.
Pendrake pensó más vagamente: «¿Será posible que haya de correr el riesgo de meterme?».
Pasó velozmente por lo menos un minuto en terrible indecisión. Y finalmente no cupo duda al respecto.
De un instante a otro volvería Gran Deforme.
«Hay una pista —pensó esperanzado—. Todos hablan de esa senda. Se encuentra en los cerros, pero sobre terreno relativamente llano. Así pues, si me meto y mantengo el cuerpo relajado, presto a ceder, de manera a no tener un aterrizaje duro…».
Al penetrar en la hendidura Pendrake, tuvo un calidoscopio de impresiones. Una enhiesta pared de barro se alzaba frente a él. Chocó con cara y cuerpo con ella y comenzó a deslizarse por un pronunciado declive. Simultáneamente percibió el ronquido de un tractor. Al mirar hacia atrás vio con horror que estaba deslizándose a la trayectoria de una enorme apisonadora. Pendrake aulló al conductor, pero el hombre estaba con la vista posada fijamente en un lado, guiando su monstruoso artefacto sobre algún trazado exactamente delineado.
Un alarido de prevención fue todo cuanto pudo proferir Pendrake. Y al instante siguiente aterrizó frente a la máquina. Intentó con toda su voluntad apartarse del curso de la apisonadora. Casi lo logró. Casi…