—¡Es hora ya de levantarse!
El anuncio lo hacía Morrison al entrar la siguiente mañana en el dormitorio.
—¿Hora? —Pendrake fijó la mirada en el joven cenceño—. ¿No es aquí abajo todo el tiempo igual? ¿Por qué no había de quedarme acostado hasta que sienta hambre?
A su sorpresa, Morrison meneó la cabeza obstinadamente.
—Usted ha estado enfermo, pero eso ya pasó. Ahora tiene que acoplarse a la rutina. Así lo dice Gran Deforme.
Pendrake miró con atención el flaco rostro de su custodio. Lo que pensaba era que Morrison estaba siendo empleado para espiar sus actividades. Ya se le había ocurrido antes que aquel tipejo de aspecto de hortera era un lacayo de Gran Deforme, pero no estaba claro hasta qué punto esclavo. Pensó que su plan de pasar los días siguientes en una intensiva apreciación de todos y de todo en aquel país singular, podía muy bien comenzar allí mismo y al instante. No es que Morrison fuese peligroso como individuo, pues siempre sería incondicional de cualquier régimen que se instalara.
—Gran Deforme—respondió Morrison a su pregunta—lo tiene todo organizado. Doce horas para dormir cuatro para comer, y así sucesivamente… No se tiene obligación estricta de comer y dormir, desde luego, sino que se puede hacer lo que se desee una vez que se hayan rematado las ocho horas de trabajo cotidiano.
—¿Trabajo?
Morrison explicó:
—Hay en el servicio de guardia; las vacas han de ser ordeñadas dos veces por día. Luego el cuidado de los huertos, y matamos varios bueyes por semana. Todo es trabajo —apuntó vagamente a algún sitio con la mano—. Los huertos se encuentran por allá tras algunos árboles, en dirección opuesta a la sima donde está la bestia… Gran Deforme desea saber qué puede hacer usted.
Pendrake sonrió torcidamente. Así, pues, el hombre-mono le estaba haciendo saber qué vida sería la suya si no era uno de los mandamases. No era el trabajo, sino la súbita imagen vívida del rígido sistema de una jerarquía de ley y orden que se aparecía tras él lo que resultaba inquietante. Pendrake frunció el entrecejo y finalmente dijo:
—Dígale a Gran Deforme que sé ordeñar, cultivar huertos, prestar servicio de guardia y un par de cosas más.
Pero no hubo órdenes de trabajo para él durante el día. Ni al siguiente. Andorreó por el poblado. Algunos hombres rechazaban su abordaje; otros se mostraban tan inquietos, que hablarles resultaba una faena desesperanzadora; otros aún, incluyendo quienes eran incondicionales del Gran Deforme, sentían curiosidad por la Tierra. Algunos de éstos tenían la idea de que él iba a ser uno de ellos.
En el curso de las conversaciones, Pendrake se enteró de historias de mineros, tahúres y vaqueros, y su cuadro compuesto se hizo más preciso. El grupo principal de ellos pertenecía a un período entre 1825 y 1875. Situó la senda donde fue enfocada la máquina de transporte, a unas veinte millas de una antigua colonia fronteriza llamada Ciudad del Cañón.
En la tercera mañana, Devlin serpeó al interior del dormitorio de Pendrake en el momento en que se estaba levantando.
—Me fijé en que Morrison iba a la empalizada y lo aproveché para colarme. Estamos ya dispuestos, Pendrake.
Pendrake dio un pequeño brinco en la cama, preguntándose ceñudamente lo que aquellos hombres en su completa inexperiencia de una guerra realmente planeada consideraban hallarse adecuadamente dispuestos. Escuchó, intentando imaginarse todo en escenas, mientras Devlin comenzaba:
—La idea central es apoderarse de la empalizada y obligar a la rendición. Los hombres no piensan en un gran derramamiento de sangre. Los detalles son…
Pendrake escuchó el pueril plan, sintiendo un gran hastío. Sus consejos habían sido ignorados por completo. El implacable ataque por sorpresa que únicamente podía proporcionar una rápida victoria, sin efusión de sangre para el atacante, había sido suplantado por un vago proyecto de arrinconar al enemigo en la empalizada.
—Mire, Devlin—dijo finalmente—, durante dos días no he estado haciendo nada. Se pensaría que no tengo cuidados en el mundo. Sin embargo, mi mujer está en poder de la más condenada y criminal pandilla de bandidos que vivieron jamás en la Tierra. Mi país se encuentra en un peligro que ni siquiera sospecha. Además, hace tres días Gran Deforme me preguntó si me gustaría dirigir un ataque contra los alemanes, con la probabilidad de que ellos retienen aquí a mi esposa. ¿Por qué no me precipito, hallándome como estoy casi loco por la ansiedad? Porque la derrota es diez veces tan fácil como la victoria, y más definitiva. Porque toda la voluntad del mundo no basta si la estrategia es chapucera. En cuanto al derramamiento de sangre… Usted no parece percatarse de que está tratando con un hombre que no vacilará en ordenar una matanza general si su posición es amenazada alguna vez… Ni tampoco parece darse cuenta de cuán hábilmente está organizado este lugar. El aspecto exterior es engañoso. A menos que se dé usted prisa, tendrá a todos los hombres dudosos en contra, y lucharán con doble dureza para demostrar a Gran Deforme que estuvieron a su lado todo el tiempo… Así, pues, organicémonos para una batalla y no para un juego. Dígame, ¿qué hay en esos edificios custodiados?
—Armas de fuego en uno de ellos, lanzas, arcos y flechas en otro, y herramientas en un tercero… De todo cuanto llegó de la Tierra se apoderó Gran Deforme.
—¿Dónde está la munición para las armas de fuego?
—Sólo Gran Deforme lo sabe… Vaya, comienzo a ver lo que usted quiere decir. Si le da a él alguna vez por hacer funcionar esas armas… Hemos de capturarlas.
—Si la primera flecha disparada por cada hombre matara o dejase fuera de combate a uno de ellos—repuso Pendrake—, nuestra pequeña guerra estaría liquidada en diez minutos, pero…
Hubo un ruido en la puerta y entró a rastras Morrison, quien respiraba con dificultad como si hubiese dado una carrera.
—Gran Deforme —jadeó— quiere mostrarle a usted la máquina de transporte. ¿Le digo que ya va?
No había nada que decir a esto, y Pendrake fue al instante.
La máquina de transporte se hallaba en el interior de una elevada empalizada de madera construida en el borde de un risco. Estaba fabricada de metal oscuro, casi parduzco, y su base era de metal sólido. Haciendo una pausa en la plataforma de madera que discurría en torno al borde superior de la empalizada, Pendrake frunció el entrecejo examinando la nada bella estructura que abajo estaba. A pesar de toda su voluntad, se sentía excitado, debido a que si podía hacerse con aquel maravilloso instrumento de trabajo podría enfocarlo a cualquier parte, por ejemplo al interior de la prisión en la que estaba Eleanor o dentro del cuartel general militar americano, o… ¡o si simplemente pudiera aprender cómo darle marcha atrás!
Trémulo, desechó la esperanza de su mente. Diez metros de longitud, calculó, por cuatro de altura y seis de anchura…, lo bastante grande como para ser cualquier cosa, excepto una locomotora. Siguió andando por la plataforma y se detuvo finalmente donde giraba hacia el mismo borde del precipicio. Le impresionó la distancia que abajo se extendía. Su cuerpo no sucumbía fácilmente al vértigo, pero no era necesario correr el riesgo simplemente para echar un vistazo al morro de la máquina.
Se volvió y se encaró con Gran Deforme, quien había permanecido sentado, contemplándole con ojos inexpresivos.
—¿Cómo se entra en la empalizada? —preguntó Pendrake.
—Hay una puerta al otro lado.
La había. Cerrada. Gran Deforme hurgó en la piel sujeta a su voluminoso vientre y sacó una llave. Al penetrar a través de la pesada puerta, Pendrake extendió su mano.
—¿Qué le parece si me diese la llave? No creo que pudiera escalar estos muros si sucediera que quedase dentro.
Habló deliberadamente. Había pensado mucho y detenidamente sobre cuál había de ser su política mano a mano con Gran Deforme, y le parecía que una abierta desconfianza expresada sin rencor era lo psicológicamente correcto.
Este lugar no es para usted—respondió Gran Deforme con una mueca—. Lo construí sólido y elevado para que nadie o nada pudiera venir de la Tierra y me cogiera por sorpresa.
—Sin embargo—insistió Pendrake—, no sería capaz de concentrarme debidamente teniendo la sensación de que acaso…
—Mire—gruñó Gran Deforme—, acaso querría usted encerrarme a mí.
Pendrake apuntó con la mano en una dirección, diciendo:
—¿Ve usted aquella colina a un centenar de metros?
—Sí.
—Tire la llave hacia allí.
Gran Deforme le miró foscamente y barbotó:
—¡Ni por pienso! Supóngase que hubiese alguien por allá para recogerla y nos encerrase a los dos… Luego me atravesarían con una flecha y le dejarían salir a usted.
A pesar de su tensión, Pendrake sonrió.
—Me aventaja usted —confesó. Finalmente frunció el entrecejo. No era que tuviese realmente miedo de Gran Deforme en aquella fase. El hombre-mono no tuvo por qué emplear malas artes hasta ahora. Y pudiera ser una buena idea, ya que había formulado él su protesta, dejar que ganara aquella bestia. No demasiado rápidamente, sin embargo—. ¿No dejó que nadie entrase aquí? —preguntó.
—Pues sí —respondió tras un momento de vacilación Gran Deforme—. Dos tipos de aspecto raro, vestidos por completo de metal. Tenían una condenada arma muy rara, con toda especie de finos cables en ella, y que brillaba con una luz azul. Me quedó una cicatriz en el hombro cuando me quemaron con ella.
Me espantó que incendiaran la empalizada, pero creo que aquella llama no obraba sobre la madera. —Susiró roncamente con acento de pesar—. Me habría gustado tener aquella arma. Pero se la llevaron consiga cuando saltaron sobre el risco… Esto sucedió hace mucho tiempo, quizás a mediados de hallarme yo aquí.
¡Seres humanos con armas térmicas y trajes metálicos, hacía quinientos años…, encerrados con la máquina durante semanas! Trató de imaginárselos en aquel atalayante horror de jaula, con un ser semejante a un mono mirándoles desde arriba. La imagen se hizo tan vívida que por un momento pudo casi ver a los hombres tambaleándose de sed y hambre y extravío mental, y dando el salto a la compasiva muerte de la sima.
La vastedad del tiempo transcurrido—y un afluente pensamiento— se hizo enorme. Por fin dijo aburridamente:
—Debe ser usted un zoquete, Gran Deforme: Si hombres que podían construir y manejar armas como ésa no lograban dar contramarcha a la máquina, ¿cómo espera que lo haga yo? En su desesperación, ellos debieron haberlo intentado todo.
—¡Uf! —exclamó Gran Deforme, maldiciendo luego al comprender la derrota que allá se contenía.
—De todos modos, voy a echar un vistazo—dijo Pendrake.
La máquina, extensión de pulido metal con una profunda indentación donde funcionaba, se asentaba inerte en la roca. Pendrake fue a ella sin mucha esperanza. Vio que la pared activa estaba atravesada por millones de minúsculos agujeros del tamaño de la cabeza de un alfiler. Al tacto era ligeramente caliente. No tenía ningún botón, cuadrante o palancas.
Estaba examinándola con curiosidad por todas partes cuando se percató de que comprendía ya cómo funcionaba la máquina. Fue un conocimiento tan instantáneo, pero tan naturalmente producido, que era como si lo hubiese sabido de siempre.
Espacio, tiempo y materia eran productos de movimientos caóticos que por accidente habían producido el universo en su estado actual. La ciencia era un intento fragmentario para poner orden en unos cuantos de esos movimientos accidentales.
Esta máquina rectificaba todo lo que a ellos respectara, allá donde se encontrase y dondequiera que se la conectara. Su misma forma, incluyendo la sumida hendidura, era una condición de puro y perfecto orden en contraposición al desorden. Debido a que eliminaba totalmente las distorsiones de la conglomeración accidental, no tenía sólo un propósito, sino que podía ser transformada (según sobre qué se la conectara) para cualquier designio energético.
No era realmente un transmisor de materia entre la Luna y la Tierra. En un espacio ordenado, esta pequeña área en el interior de la Luna pertenecía primero a la pequeña área de tierra junto con las personas y los animales que habían estado viajando cuando fueron precipitados a una región de vida eterna.
Puesto que en la perfecta naturaleza las ondas de energía seguían ritmos exactos y verificaban su inversión a intervalos precisos, los dos espacios no estaban siempre conectados. El ritmo, tal como Pendrake lo percibía con cabal comprensión, consistía en aproximadamente diez minutos de flujo de la Tierra a la Luna, seguidos por un poco más de ocho horas de ajuste, tras lo cual se repetía el ciclo, comenzando otra vez con diez minutos de flujo de la Tierra a la Luna.
Era sólo durante el período de flujo que se podía cruzar como si no existiera la distancia y, según la dirección del mismo, ir a la Tierra o trasladarse de ésta a la Luna.
Percibió que habían pasado ya varias horas de ajuste y que debían transcurrir varias más antes de que el siguiente flujo de la Luna a la Tierra permitiera automáticamente trasladarse a ésta a cualquiera que se metiera bajo la hendidura.
Todo esto no era más que una pequeña función de la máquina. La mayoría de las otras funciones requerían un catalizador específico para que tuviera lugar cada proceso.
Pendrake se volvió, saliendo de la «guarida» de la máquina, no cabiéndole duda alguna de que habría de decir a Gran Deforme que sabía cómo ponerla en funcionamiento. Tenía categoría con este hombre únicamente si le era útil. Así, dijo sosegadamente:
—Ya he descifrado cómo opera esa máquina. Puedo ir a la Tierra, o enviar a alguien a ella, si dispongo de tiempo para preparar… Probablemente necesitaré un día entero para organizar la cosa.
El neanderthalense le dirigió una hosca y recelosa mirada.
—Usted mismo dijo que cómo podría dar con su manejo. Si aquellos hombres con su arma térmica no pudieron…
Pendrake se encogió de hombros respondiendo:
—Quizás eran sólo gente corriente de su civilización que podía emplear las cosas ignorando cómo funcioban.
El monstruo no era fácil de convencer, y a su vez repuso:
—Yo y los demás vinimos sin preparativos. ¿Por qué ha de llevarle a usted tiempo el hacer que esté lista la máquina?
Era una pregunta acertada, pero si Gran Deforme descubría alguna vez la respuesta no necesitaría de Pendrake.
—Por eso es que están tan pocos de ustedes aquí —respondió—. Si también lo desea, dispondré la máquina de manera que pueda recoger a cada persona que pase por aquella senda.
Era una mentira, pero como indudablemente se trataba de la última cosa que Gran Deforme desearía, resultaba un ofrecimiento sin riesgo alguno.
Gran Deforme mostróse alarmado, diciendo:
—Usted no va a aproximarse a este lugar de nuevo.
Pendrake vaciló y luego cambió de tema, preguntando:
—¿Escapó alguien alguna vez de aquí?
Hubo una larga pausa y luego Gran Deforme admitió con semblante ceñudo:
—Un individuo. Pero hace cien años. Lambton era su apodo. Era un ingeniero inspector de ferrocarriles del Oeste, según dijo. ¡Qué labia tenía! Hablaba tan bien que le dejé echar un vistazo a las máquinas. Huyó volando en una. Puede usted suponer que cerré este túnel pero estuve inquieto durante mucho tiempo. Finalmente me figuré que no había podido llevar la máquina a la Tierra y comencé a sentirme mejor.
Pendrake escuchó sólo vagamente los últimos comentarios, pues a la sola mención de Lambton cobraba sentido y se definía de súbito toda la informe amalgama de acontecimiento que le envolvía como un chapucero remiendo. Un pequeño artefacto—la máquina—de una antigua civilización lunar había logrado llegar a la Tierra. Al parecer, aquel primer Lambton no había hecho nada con ella. Pero no hacía muchos años el hijo o el nieto del hombre que conoció Gran Deforme había interesado evidentemente a un grupo de idealistas científicos, hombres de negocios y profesionales en la máquina como medio de colonizar pacíficamente los planetas. Había de ser explicado dónde estuvo la máquina durante todos aquellos años desde que fuera sacada de la Luna. Mas una cosa aparecía tenebrosamente clara. Un gran porcentaje del grupo que había estado asociado a ello estaban ahora asesinados o en prisión, y los supervivientes albergaban probablemente más cordura sobre la gravedad del problema de llevar la paz a un planeta habitado por gente hostil. Y en verdad que todo ello resultaba un enredo, puesto que la mayoría de los idealistas eran seres también sumamente coléricos.
Juzgó que la civilización evolucionaría a su consabido lento paso, y que hasta sus componentes más conspicuos, ilustrados y bienintencionados, no podrían acelerar aquel paso, excepto quizás infinitesimalmente.
Pendrake apuntó con mucha diplomacia:
—¿Mencionó usted que había otras máquinas…? —Dejó la pregunta en suspenso.
La respuesta fue un semblante ceñudo y un tajante:
—¡No va usted a ver ninguna otra máquina hasta que hagamos un trato! ¡Y si acaso se figura que dispone de mucho tiempo para andar por ahí conspirando con Devlin para derribarme de mi percha…, esta última expedición va a salir mañana en busca de algunas mujeres! Ni siquiera espero a la otra para volver.
Pendrake quedó silencioso. Teniendo tanto conocimiento como ahora tenía, se hallaba singularmente impotente para actuar. El próximo flujo de energía de la Luna a la Tierra no se produciría hasta dentro de algunas horas.
Y no disponía de ninguno de los catalizadores para estimular aquellas funciones igualmente potentes de la máquina.
Gran Deforme estaba continuando:
—No voy a enviarla hasta que la otra vuelva, pero ya es hora de que comencemos a demoler las cuevas entre nosotros y los alemanes. Usted puede ir o no, como le convenga, pero será mejor que se decida rápidamente. ¡Ea, vámonos ya, volvamos a la ciudad!
Mientras caminaban, ambos permanecieron callados. La mente de Pendrake hervía. Así, pues, Gran Deforme estaba forzando a resultados, sin aventurarse. Examinó de soslayo a aquella criatura que andaba como un pato, intentando leer en su pesado y brutal continente algo del propósito que albergaba. Pero la impasibilidad era el estado natural de su estructura facial. Sólo su implacable fuerza física hacía resaltar, a cada movimiento, cada nudoso músculo.
—¿Cómo suben ustedes a la superficie? —preguntó finalmente Pendrake—. No hay aire ni calor arriba, ¿no es así? —Y antes de que Gran Deforme pudiese hablar añadió—: ¿Qué clase de alojamientos se han construido los alemanes?
Transcurrió lentamente un minuto. Comenzaba a parecer como si el hombre-mono no quisiera responder. Pero bruscamente gruñó:
—Son los pasajes iluminados que están calientes y reciben aire. Toda una serie de ellos va directamente a la superficie, algunos de ellos muy bien camuflados por puertas que parecen roca o lodo. Así es cómo chasqueamos a los alemanes hasta ahora. Salimos precipitadamente de una nueva puerta y…
Un grito interrumpió sus palabras. Un hombre apareció sobre la colina próxima y corrió hacia ellos. Pendrake lo reconoció como el pegote de Gran Deforme. El tipo llegó y con respiración entrecortada dijo:
—Llegan ya con las mujeres. Los hombres se van a volver salvajes.
—¡Ya se andarán con cuidado, ya! —gruñó Gran Deforme—. Ya saben lo que les toca si ponen la mano sobre cualquiera de ellas antes de que yo las haya revisado.