Pendrake comió y durmió, y volvió a comer y a dormir.
Se despertó de su tercer sueño con la comprensión de que no debía demorar ya más su visita a Gran Deforme.
Pero se quedó tendido durante unos minutos. No es que su dormitorio fuese particularmente confortable. La rutilante luz de las paredes era demasiado constante para los ojos humanos que necesitaban oscuridad en el reposo. La cama, aunque blanda, era cóncava. También lo eran las dos butacas sin respaldo. La puerta que comunicaba con la habitación-contigua tenía una altura de setenta centímetros, como la entrada de un iglú.
Hubo un ruido como de arrastrar los pies, una cabeza asomó a través del umbral, y serpeó al interior un hombre flaco y largo, incorporándose luego. Pendrake tardó un momento en reconocer a Chris Devlin, el hombre que había objetado contra su muerte.
—Estoy siendo vigilado—dijo Devlin—. Así mi venida aquí le hace a usted sospechoso.
—Bueno—dijo Pendrake.
—¡Eh! —El hombre se le quedó mirando fijamente, y Pendrake le devolvió con frialdad la mirada. Devlin prosiguió lentamente—. ¡Veo que ha estado usted pensando en las cosas!
—Mucho—respondió Pendrake.
Devlin tomó asiento en una de las butacas cóncavas.
—Mire—dijo—, usted es un hombre que me gusta. Desearía hacerle una pregunta: ¿Fue un accidente la manera con que… trasteó usted a Troger?
—Podría hacer lo mismo con Gran Deforme—respondió lisa y llanamente Pendrake.
Vio que Devlin se impresionaba, y sonrió torcidamente ante la eficacia de la psicología que había empleado… la de la deliberada positividad.
—Es harto deplorable—dijo Devlin—que un hombre de su espíritu sea un tanto romo. Nadie puede habérselas con Gran Deforme. Además, él evitará un ataque directo.
Pendrake replicó al punto:
—Lo importante es: ¿con cuántos hombres puede usted contar?
—Con un centenar. Doscientos más colaborarían si se atreviesen, pero prefieren esperar hasta que cambien las tornas. Lo cual deja a doscientos esbirros contra nosotros, y probablemente pueden aún constreñir a otro centenar a luchar por ellos.
—Con un centenar basta —dijo Pendrake—. El mundo está dirigido por pequeños grupos de hombres. Cinco decididos y doscientos mil embaucados derribaron el régimen zarista en una Rusia de ciento cincuenta millones de habitantes. Hitler asumió el gobierno de Alemania con un cuerpo relativamente pequeño de seguidores activos. Mas he aquí algún consejo, Devlin.
—¿Sí?
—Tome el manantial de agua. Tome los puestos que están custodiados, y manténgalos a toda costa. ¡Apodérese del ganado! —Pendrake hizo una pausa y dijo luego—. ¿Cuántas mujeres tiene usted, Devlin?
El interpelado se sobresaltó y cambió de color. Por fin respondió violentamente:
—Será mejor que dejemos a las mujeres al margen de esto, Pendrake. Nuestros hombres han estado tanto tiempo sin ellas que… hemos perdido todos nuestros seguidores.
—¿Cuántas mujeres? —insistió Pendrake.
Devlin le miró de hito en hito. Estaba pálido ahora, y su voz fue más acre al responder:
—Gran Deforme ha sido listo. Cuando capturamos a esas mujeres alemanas, nos dio dos esposas a cada uno de sus más decididos amigos.
—Diga a sus hombres que escojan la que prefieren y dejen a la otra mujer en paz. ¿Comprende? —dijo Pendrake.
—Pendrake—dijo Devlin poniéndose en pie y con voz gruesa—. Le prevengo, abandone ese tema. Es dinamita.
—¡Qué tonto es usted! —restalló Pendrake—¿Es que no ve que tienen que empezar como es debido? La mente humana tiene una tendencia a adoptar ciertas costumbres. Si éstas son erradas… y la manera como fueron entregadas las convierte en enseres, lo cuales de lo más equivocado… repito, si las costumbres son erradas, no puede uno comenzar sólo recomponiendo la mente. Hay que romper ese molde por la muerte, y comenzar con uno nuevo… —Se interrumpió—. Además, su pueblo no tiene otra alternativa. Todos están destinados al matadero, y esas mujeres designadas a mantenerles quietos hasta que se presente la debida oportunidad. Usted sabe eso, ¿no es así?
—Me parece que tiene usted razón —asintió Devlin con renuencia.
—Ya puede apostar a que la tengo—replicó fríamente Pendrake—. Y también voy a dejar aclarada mi posición: O bien este juego se hace a mi modo, o se juega sin mí—se levantó con rápido y deslizante movimiento, y acabó diciendo con voz áspera—, y compadezco a quienes intenten atacar a Gran Deforme sin estos músculos míos para mantenerlo distante. Bueno, ¿qué dice usted?
Devlin, en pie, miraba con el entrecejo fruncido al suelo. Por fin alzó la vista, con desvaída sonrisa en su rostro.
—Ganó usted, Pendrake. No prometo resultados, pero haré cuanto en mi mano esté. Nuestros muchachos son de buen fondo… y cuando menos saben que están tratando con alguien como es debido. Pero ahora haría usted mejor en ir a donde Gran Deforme. Grite fuerte si intenta algo.
—¿Tiene usted alguna idea de lo que desea de mí?
—Ni por asomo—fue la respuesta.
Pendrake se hallaba ya a medio camino de la empalizada cuando pensó que aún no sabía cómo aquellos hombres del Viejo Oeste habían llegado a la Luna y que había olvidado preguntar a Devlin si los moradores de la caverna habían tenido el ingenio de establecer planes para protegerse de las represalias alemanas por sus pillajes.
¡Tan rápidamente había sido absorbido por el inmediato peligro, olvidándose del mayor y más remoto!
Fue admitido silenciosamente a atravesar la puerta de la empalizada. Pocos minutos después serpeó Gran Deforme de la de su casa, y se incorporó.
—Ya tardó usted —gruñó.
—Soy un hombre enfermo—explicó Pendrake—, y esta gravedad lunar posibilita andar donde se estaría echado o de espaldas en la Tierra. La zurra que me propinaron sus hombres no me fue tampoco beneficiosa.
La respuesta del monstruo fue otro gruñido y Pendrake le miró cautamente. Se encontraban solós en el interior de la empalizada, y el efecto era de aislamiento del universo, una singular y vacua sensación de hallarse confinados en un universo sobrenatural.
Con cierto sobresalto reparó en que los ojillos de aquella criatura le estaban examinando penetrantemente. Gran Deforme quebró el silencio diciendo:
—Estoy aquí mucho tiempo, Pendrake, un tiempo muy largo. Cuando llegué era bastante obtuso—como esos otros tipos—pero como fuese, mi cerebro se desarrolló con los años, y ahora tengo el sentido de preocuparme sobre cosas en las que nunca pensé antes, como esos alemanes, por ejemplo.
Hizo una pausa mirando a Pendrake, como en espera de una respuesta. Pendrake vaciló y dijo por fin:
—Hará bien en preocuparse por ellos, y mucho además.
Gran Deforme movió un brazo semejante al de un mono, y encogió sus macizos hombros.
—Simplemente lo mencioné como ejemplo. Tengo mis planes establecidos para ellos. Lo que quiero decir, es que cuando usted me mire, piense en alguien que dispone de un cerebro con sentido semejante al suyo propio, y no repare nunca en el cuerpo. ¿Qué le parece, eh?
Pendrake parpadeó. ¡Era tan inesperada la invocación, tan extraordinaria en la imagen que presentaba de una mente sensible percatada de un cuerpo bestial, que a pesar suyo se sintió conmovido! Luego recordó las cinco esposas, y las otras dos que se habían suicidado, y dijo lentamente:
—¿Qué otras preocupaciones le han asaltado, Gran Deforme?
Al pronunciar las evasivas palabras le pareció que una chispa de desencanto fulguró en el peludo rostro de Gran Deforme, quien respondió:
—Estaba yo caminando por un sendero de la Tierra… y de repente me encontré aquí.
—¿Qué…?, jadeó Pendrake.
Incrédulo, su mente volvió a las palabras del hombre mono, y de nuevo experimentó una conmoción. Tardó un largo momento en percatarse de que se le había revelado el secreto de cómo aquellas gentes habían llegado a la Luna.
Gran Deforme estaba prosiguiendo:
—Lo mismo fue con los demás… por la manera como lo describen, iban por la misma senda. Eso me espanta, Pendrake.
—¿Qué quiere usted decir? —dijo Pendrake, frunciendo el entrecejo.
—Hay algo allá abajo en la Tierra, nada que se pueda ver, pero al fin se llega a una máquina. Pendrake, hemos conseguido como sea, interceptar esa máquina. No podemos vivir aquí, sin saber ni quién ni qué va por esa senda ni en la máquina.
—Comprendo lo que quiere decir —manifestó cavilosamente Pendrake.
Fue la serenidad de sus propias palabras lo que le chocó esta vez. Pues estaba con cada nervio tembloroso, y todo su cuerpo alternativamente frío y caliente. Una máquina—una máquina que transportaba objetos indemnes— enfocada en una senda del territorio del este de los Estados Unidos, una máquina mediante la cual podía trasladarse un ejército y atacar las fortalezas comunistas en la Luna, capturar un motor, un instrumento, todo…
Con sobresalto vio Pendrake que el neanderthalense tenía posada una penetrante mirada en él. Gran Deforme había estado sentado en el borde de la plataforma de madera en la que se hallaba el sillón del trono, inclinóse ahora hacia adelante, y los enormes músculos de su pecho resaltaron como cabos de ancla.
—Extranjero—dijo, y sus palabras casi silbaron—, tome buena nota de que este paraje es territorio acotado. Nunca lograron bajar hasta aquí otras personas. El mundo se volvería loco si alguna vez descubriese que hay una ciudad en la Luna, en donde es posible vivir para siempre. ¿Comprende usted ahora por qué hemos logrado interceptar esa máquina y cortarnos del exterior? Hemos conseguido aquí abajo algo que la gente asesinaría por obtenerlo… Espere —añadió con voz percutiente—, voy a mostrarle lo que les sucede a quienes sustentan cualquier otra clase de idea. Venga.
Pendrake le siguió por la calle, en derechura a campo abierto, dándose cuenta al cabo de unos momentos que se dirigían al risco.
Gran Deforme llegó primero, y apuntando abajo, dijo con voz ronca:
—Mire.
Pendrake se aproximó al borde de la sima cautamente y escudriñó el interior, recorriendo su mirada una pared que descendía casi verticalmente hasta un centenar de metros. En el fondo había maleza, y un claro herboso, y…
Pendrake jadeó. Luego se sintió mareado. Se tambaleó y dominó con un esfuerzo el vértigo… y volvió a mirar de nuevo, temblando.
La amarilla-verde-azul-roja bestia del fondo se hallaba agazapada sobre sus cuartos traseros. Parecía tan grande como un caballo. Tenía la cabeza inclinada a un lado y sus ojos fulguraban posados en los dos hombres. Los largos colmillos que sobresalían de sus mandíbulas confirmaron la inmediata identificación de Pendrake.
Se trataba de un maquerodo.
Lentamente la respiración de Pendrake volvió a la normalidad, y su percutiente corazón recuperó su ritmo pausado. Se le presentó el gran interrogante: ¿cuántos eones debió haber enfocado aquella máquina en aquella senda de la Tierra, para haber capturado tal monstruo prehistórico? ¿Y hace cuánto tiempo debió haber muerto la gente que construyera tal máquina y el poblado?
Otro pensamiento le asaltó, una idea inmensamente extraña e inquietante, realmente más bien un temor, una sensación una contracción de su carne, que un concepto. Era una esencia de primigenio recuerdo en él, que profería un grito de terror e incredulidad, como si cada célula clamase horrorizada: «Por amor de Dios, pensé que ya habíamos sobrevivido a esta pesadilla hace tiempo». Las células recordaban un antiguo enemigo y se encogían con pánico instintivo.
Pendrake se pasó la lengua por sus secos labios y esta vez tuvo una comprensión consciente: «Desde luego no ha pasado el peligro del mundo bestial. El hombre se halla en lucha para conquistar no sólo a la bestia y al desorden de la Naturaleza, sino también a sus profundamente arraigados impulsos animales».
Pasó el pensamiento, y miró con ojos entornados a Gran Deforme, quien estaba de rodillas en el borde del abismo, a unos cuatro metros, y mirándole intensamente. Pendrake dijo quedamente:
—Debe haber sido alimentado. Debe haber sido mantenido con vida con un propósito.
Los ojos gris-azulados como la pizarra se clavaron en los suyos.
—Al principio —dijo Gran Deforme—, lo mantuve vivo por compañía. Acostumbraba a sentarme en el risco y gritarle. Luego, cuando vinieron los hombres azules con una manada de búfalos, se me ocurrió la idea de que acaso sería útil. Ahora me conoce ya. —Sobriamente acabó—. Tiene llena de hombres la tripa, y aún habrá más. Es mejor no ser uno de ellos, Pendrake.
Pendrake dijo con firmeza y lentamente:
—Estoy empezando a ver claro. Toda esta atención que me está prodigando—dijo usted algo sobre parar la máquina—, siendo yo el único hombre que jamás llegara aquí conocedor de algo sobre maquinaria… ¿Ando descaminado, Gran Deforme?
Gran Deforme se puso en pie, y Pendrake hizo lo mismo. Ambos se volvieron paso a paso del borde del risco, mirándose de hito en hito. Gran Deforme fue el primero en hablar:
—No es usted el primero, pero los otros no están ya por aquí. —Hizo una pausa—. Pendrake, voy a ofrecerle a usted la mitad de todo. Yo y usted seremos los amos aquí, eligiendo primero las mujeres y todas las cosas buenas. Usted sabe que no podemos dejar entrar al mundo en este lugar. No es posible. Viviremos aquí para siempre, y acaso si usted consigue poner en marcha a todas las máquinas de aquí, podemos hacer excursiones a coger lo que deseamos de cualquier parte.
—Gran Deforme, ¿ha oído usted hablar alguna vez de unas elecciones? —dijo Pendrake.
—¡Eh! —Los ojos cerdosos le miraron suspicazmente—. ¿Qué es eso?
Pendrake se lo explicó, y la peluda bestia le miró con asombro, restallando luego:
—¿Quiere usted decir que si a esos incapaces cerebros no les gusta la manera como dirijo las cosas pueden echarme?
—Eso es —confirmó Pendrake—. Y es de la única manera que me avendré.
—Al diablo con eso —fue la gruñona respuesta. Y en camino al poblado, Gran Deforme dijo con tono malhumorado—. Alguien me dijo que estuvo usted hablando con Devlin. Usted… —Se interrumpió, como si su enojo hubiese sido cortado limpiamente con un bisturí. Al fijarse Pendrake con ojos entornados por el asombro en la transformación, una entre sonrisa y mueca se extendió sobre el rostro de mono—. No voy a enfurecerme —dijo— yo, que he vivido un millón de años y va a vivir otros tantos si juega como es debido sus cartas.
Pendrake quedó silencioso, consciente del hombre que le ojeaba. También se sentía sobresaltado, caviloso. En todos los sentidos, Gran Deforme se estaba mostrando como un «compañero» inmensamente peligroso.
—Tengo en mano todos los ases, Pendrake —la voz de Gran Deforme se proyectó suavemente a través de su breve abstracción—, y un full real en la manga. No puedo ser muerto a menos que me caiga sobre la cabeza una teja del tejado… —Alzó la vista y luego volvió a posarla en Pendrake, con sonrisa acentuada—. Ya le sucedió en una ocasión a otro.
Se detuvieron. Se encontraban en un pequeño valle bajo una extensión de árboles. El poblado estaba allende el borde de la colina. Mas por el momento no se oía sonido alguno de risas, ni murmullo de voces. Se hallaban solos en un raro universo, cara a cara hombre y semi-hombre.
Pendrake rompió la pausa.
—No voy a contar con que le suceda eso a usted.
Pendrake lanzó una risotada.
—Ahora se pone usted a tono —dijo—. Ya pensé que lo atraparía al vuelo. Escuche, Pendrake, usted no puede darme el mico, así que piense sobre lo que le he dicho. Entre tanto, quiero que me prometa que no se mezclará con nadie. ¿No es justo?
—Absolutamente —respondió Pendrake. No sentía remordimiento alguno por la rápida promesa. Resultaba claro que había ido hasta el mismo borde del abismo en su oposición, y que no estaba aún preparado. Si había algo que los años de lucha habían enseñado a todo cuerdo ser humano en la Tierra, era que la muerte llega con facilidad a quienes combaten honradamente contra quienes no lo hacen.
Gran Deforme estaba prosiguiendo:
—Acaso podamos hasta trabajar juntos en un par de cosas, como esos alemanes. Tal vez hasta le deje ver esa máquina después del próximo sueño. Dígame…
—¿Sí? —Pendrake le miró cautelosamente.
—¿No dijo usted que aquellos prójimos que le capturaron, tenían prisionera a su esposa? ¿Qué le parecería si pasara un par de semanas conduciendo una expedición para rescatarla?
Pendrake sintió una oleada de esperanza. Mas al ver que los ojillos astutos del otro le estaban contemplando penetrantemente, su excitación se apagó como una bocanada de viento. Leonor había de ser rescatada, desde luego, pero no podía verse llevándola allá abajo hasta haber consolidado su posición con Devlin y los demás. No podía verse en absoluto en una expedición cuyo principal propósito sería el rapto en masa de mujeres.
El compromiso, más su propia desesperada necesidad, iban a aumentar las complicaciones.