15

El hombre achaparrado penetró en el hotel por la entrada secreta. Se sintió escrutado, pero finalmente se abrió la puerta. Fue conducido por un largo pasillo, y minutos después se hallaba en el lugar sagrado interior.

—¡Excelencia! —se inclinó.

El hombre flaco y de elevada estatura que se sentaba ante un amplio escritorio metálico en un despacho que daba a la Quinta Avenida, posó en él una mirada fija de ojos que eran como destellantes boquetes en su cabeza, de tan intensos y brillantes.

—Herr Birdman —dijo—, la FBI está investigando la desaparición de Mrs. Pendrake. Han hallado ya que aterrizó un avión y se remontó seguidamente. Eso debió haber sido prohibido.

El interpelado farfulló consternado:

—Quizás esos hombres no tuvieron otro remedio. A veces son necesarias las partidas rápidas.

—No me interesan las razones. —La fría voz era implacable—. Sólo una cosa salva a esos hombres de severo castigo. Hasta ahora, nadie nos ha relacionado con el asunto, y así acaso ha llegado el momento, como precaución final, de incendiar ciertos edificios, de acuerdo al Plan D2. Hemos de asegurarnos de que no quede nada que sirva para incriminarnos. Cuide de ello.

—Será hecho, Excelencia, al instante.

—Algo más aún. En cuanto al propio Pendrake… no hemos de suponer que está muerto. Su rastro desde el ala destrozada del avión conduce a una caverna en el cráter. Una somera investigación mostró que se encontraba aún con vida a una profundidad de una milla, pero que a intervalos se enterraba, por lo que debemos suponer que en el accidente aéreo se averió el mecanismo calorífico automático de su traje espacial… Para asegurarnos sobre el particular, creo que debemos organizar una campaña contra los moradores de la caverna. Hemos tolerado ya sus pillajes durante bastante tiempo…

Pendrake se despertó al son de un melodioso zumbido, que provenía de alguna parte a su izquierda; mas por el momento, la deliciosa debilidad de cada uno de sus nervios y músculos, y el antiguo placer físico de yacer sobre algo mullido y cómodo, menguó su deseo de volver la cabeza y mirar al hombre cuya gorjeante tonada le había despertado.

Al cabo de un momento tuvo la clara conciencia de estar con vida, lo cual no encajaba con lo que antes había pasado.

Pero quedóse tendido aún, y, al cabo de unos momentos frunció el entrecejo asombrado ante una bóveda iluminada que debía hallarse a una milla de altura. Cerró los ojos, sacudió la cabeza como para despejar su cerebro de alguna fantasía, y volvió a abrirlos. Aquel tremendo techo se encontraba aún allí. Lo que había sido una angosta entraña se había abierto como fuera, y trocádose en una inmensidad subterránea.

La visión aceleró todo su ser. Notó que le rozaba una suave brisa portadora del dulce aroma de las cosas en crecimiento, un perfume de jardín y de árboles en flor. Pendrake se agitó en acumulante excitación. El movimiento le hizo reparar que no se encontraba ya embutido en el traje espacial.

El movimiento hizo algo más. Cesó el zumbido. Sonaron pisadas. Y la voz de un hombre joven dijo:

—¡Oh, está usted despierto!

Apareció a la vista quien así habló. Era un joven cenceño de delgado rostro y ojos brillantes. Llevaba una antigua zamarra raída, y tenía las piernas cubiertas por pantalones que se trabillaban bajo los zapatos.

—Ha estado usted inconsciente durante cuatro períodos de sueño—dijo—. He estado vertiéndole agua y jugo de frutas entre los labios cada rato. A propósito, mi nombre es Morrison.

—Estaba perdido —dijo Pendrake, parpadeando al decirlo, pues no brotaron las palabras, sino un ronco y rasposo sonido.

—Será mejor que no intente hablar aún —aconsejó el joven—. Está usted aún muy indispuesto. En cuanto tenga fuerza suficiente, será llevado ante el Gran Deforme para el interrogatorio… por eso es que se le ha mantenido vivo.

Las palabras no penetraron en seguida. Pendrake, pensaba inmóvil que el frío y su voluntad le habían sostenido en su marcha. Así pues, estaba con vida. Y en cuanto a aquel tipo, Gran Deforme…

—¿Gran qué? —murmuró asombrado, logrando esta vez que fuera comprensible.

El joven le dirigió una sonriente mueca expresiva, diciendo:

—En efecto, ése es su nombre. Alguien le llamó así alguna vez, se encariñó con el nombrecito, y nadie se ha atrevido nunca a decirle su significado. Mire, es neandertalense. Ha estado aquí millones de años cuando menos, casi tanto tiempo como la bestia-diablo de la sima. —En el rostro del joven se dibujó una expresión sobresaltada, y dijo alarmado—. ¡Oh, no debí haberle dicho esto! —Apresado por súbito pánico, bajó jadeante al lado de Pendrake y le asió de un brazo—. ¡Por lo que más quiera—murmuró roncamente—, no diga a nadie que yo le conté lo viejos que somos acá abajo! Yo le he cuidado a usted de la mejor manera. Le he vuelto a la vida; le he alimentado. Me destinaron a tenerle encerrado… soy un guardián y usted está encarcelado… pero yo le saqué aquí y… —Se interrumpió—. ¡Por favor, no lo diga!

Su rostro era una contorsionada máscara de miedo… que cambió a la astucia, y luego a la ferocidad. Bruscamente sacó la navaja que por primera vez vio Pendrake que tenía en una vaina bajo su zamarra.

—Si no lo promete—amenazó salvajemente—, tendré que pretender que intentó usted escapar, por lo que no tuve más remedio que matarle.

—Desde luego, lo prometo —respondió Pendrake, recobrando una voz más normal, aun cuando todavía fuese como un cuchicheo. Al instante vio en los desencajados ojos de la aterrorizada criatura que se agazapaba a su lado que ninguna simple promesa podría apaciguarla. El peligro hizo su cuchicheo más fuerte, al decir presuroso—. ¿Es que no ve usted que si yo sé algo que ellos no quieren que sepa, es en mi propio interés el reservarme la información? Lo ve, ¿no es así?

Lentamente se apagó el miedo en los ojos del joven, quien poniéndose vacilantemente en pie, comenzó luego a silbar suavemente, hasta que al final dijo:

—De todos modos le arrojarán a usted a la bestia diabólica. No tienen consideración alguna, excepto con las mujeres. Pero mantenga en silencio mi nombre y lo que le he dicho, eso es todo.

—De acuerdo.

Pendrake musitó la palabra y compuso algo como una sonrisa, pero estaba pensando foscamente: «Duerme ligeramente. Al tanto con una navaja… en el sueño».

Debió haberse quedado dormido en el momento en que este pensamiento se estaba formando en su mente.

Su primera consideración al despertarse la segunda vez, fue: Un hombre llamado Morrison… en el centro de la Luna. Aquellos hombres vinieron de la Tierra y habían estado aquí largo tiempo. Era un extraño fenómeno, y debía descubrir rápidamente más al respecto.

A su lado hubo un tenue ruido, y un rostro delgado y conocido se inclinó sobre él.

—¡Vaya! —dijo Morrison—. ¡Ya está despierto de nuevo! He estado esperando, escuchándole hablar en sueños, y habló mucho. Según las órdenes, debo comunicar todo cuanto usted dice.

Pendrake empezó a asentir, a medias para sí mismo, aprehendiendo su mente sólo las palabras; y luego el más amplio significado de las mismas, la imagen mental de alguien—allá afuera—, alguien llamado Gran Deforme, dando órdenes, recibiendo ladinamente los informes de los espías, otorgando temporales demoras de ejecución… Bruscamente, se sintió afrentado, y se incorporó.

—Oiga —comenzó—¿quién diablos…?—Su voz era clara y recia, pero no fue la percatación de la fuerza recuperada lo que le detuvo en seco. Lo que sucedió fue que al incorporarse, quedando sentado, vio una escena que no había percibido al hallarse tendido.

Bajo él había un poblado emplazado en un jardín de árboles y flores. Veíanse amplias calles, y hombres y mujeres extrañamente uniformados.

Dejando a la gente, su mirada recorrió de horizonte a horizonte. En el extremo del poblado había una verde pradera con ganado pastando. Más allá, el techo de la caverna descendía hasta unirse con el suelo en algún punto bajo el risco, punto invisible desde donde él se hallaba sentado.

Durante un momento le prendió aquella línea donde se unían un radiante firmamento cavernario con su horizonte.

Luego su mirada volvió al lindo poblado, que comenzaba a unos cincuenta metros. Había primero una hilera de elevados árboles repletos de grandes frutos grises, árboles que abrigaban el más próximo de diversos edificios. Su estructura era pequeña, de delicado aspecto. Parecía haber sido construido de alguna sustancia semejante a la concha. Relucía como si tuviese luz interior que se filtrara a través de sus translúcidas paredes. Su diseño era más bien el de una colmena que el de una concha marina, pero también tenía semejanza con ésta. Los otros edificios que destellaban atormentadoramente entre los árboles, diferían ampliamente en los detalles, pero en todos se hallaban presentes el motivo arquitectónico central, y el básico material resplandeciente.

—La ciudad ha sido tal cual es —dijo la voz de Morrison—desde que yo vine en 1853, y Gran Deforme dice que así era también cuando…

Pendrake se volvió. La mención de las fechas era aturdidora, pero asió la ocasión por los pelos.

—Y él ha estado aquí alrededor de un millón de años, dijo usted.

El enjuto rostro se contrajo inquieto. Él hombre miró presuroso en derredor, y su mano se posó en la empuñadura de la navaja, que soltó al fijarse en Pendrake. Estaba temblando.

—No repita eso—murmuró desesperadamente—. Fui un loco al decírselo, pero se me escapó, eso es todo. Se me escapó.

No había engaño alguno en el manifiesto miedo. Era bien real, y hacía también real todo lo demás… los millones de años, Gran Deforme, y la ciudad eterna de abajo. Durante un largo segundo, Pendrake examinó la expresión del canijo rostro, y luego dijo:

—No diré una palabra, pero quiero saber qué es de todo eso. ¿Cómo llegó usted aquí a la Luna?

Morrison cambió, y el sudor inundó sus mejillas. Pendrake sintió una intensa incredulidad de que cualquier hombre pudiera estar tan atemorizado.

—No puedo decírselo —respondió Morrison con acento de pánico en la voz—. Me echarían también a la bestia. Gran Deforme ha estado diciendo que hay demasiados de nosotros aquí desde que capturamos a esas muchachas alemanas.

—¡Muchachas alemanas! —exclamó Pendrake, deteniéndose al punto, con sus ojos entornados semejantes a cabezas de alfiler. Eso se refería indudablemente a las mujeres uniformadas que había visto en las calles. ¿Pero qué cisco era el que estaban armando aquellos moradores de la caverna por sí mismos?

Morrison proseguía, con tono incisivo:

—Gran Deforme y sus compinches se vuelven locos por las mujeres. Gran Deforme tiene cinco esposas, sin contar las dos que se suicidaron, y ha enviado fuera a otra expedición de secuestro. Cuando vuelvan… bueno, sólo busca una oportunidad para matar a todos los hombres decentes.

El cuadro aparecía más definido, más clara la imagen; los detalles que faltaban no tenían importancia fundamental. Pendrake, ceñudo y frío, visualizó mentalmente el cataclismo que había llevado el infierno al Jardín del Edén de la Luna. Aquellos estúpidos, Morrison y otros como él, pensó, estaban esperando como un rebaño de atemorizadas ovejas la matanza, y hasta canturreaban alegremente tonadas para pasar el tiempo. Abrió los labios para hablar… pero fue impedido por una voz que bramaba como un toro tras él.

—¿Qué es eso, Morrison? ¡El prisionero está lo bastante fuerte como para sentarse y no has informado! ¡Ea, extranjero, vámonos! ¡Voy a llevarte ante Gran Deforme!

Durante un momento, Pendrake se quedó tan inmóvil como un muerto. Finalmente le atravesó como un acero el pensamiento de que estaba demasiado enfermo, demasiado débil. La crisis había llegado demasiado pronto.

Sin embargo, estaba alerta cuando caminó por la calle del poblado. Ya era alentador el que pudiese andar. No se atrevía a intentar aún nada que implicase fuerza; debía sobrevivir unos cuantos «días» más… ganar tiempo para observar, correlacionar, y organizar a los atemorizados hombres «decentes» que, según Morrison, estaban destinados a la matanza. Apenas lanzó una ojeada a las casas, y tampoco prendieron su pensamiento el abigarrado surtido de hombres andrajosamente vestidos y foscas mujeres alemanas uniformadas. Su mente, todo su ser, estaba concentrado en tratar de localizar los bastiones-clave de la ciudad.

Con súbita comprensión de la reglamentación de tipo militar del abastecimiento, observó que dos hombres de pieles azules y anchas narices chatas montaban guardia en un manantial que brotaba de un muro y borboteaba hasta perderse de vista en un agujero en el suelo. Había otros lugares custodiados también, particularmente cuatro grandes edificios, pero a simple vista no se mostraban las razones de su protección.

Pendrake siguió adelante algunos metros, y luego se detuvo, fijando su mirada. En casi el centro exacto del poblado, y semi-oculta por una arboleda, había una empalizada de troncos enlazados. Era muy elevada de un frente de cincuenta metros por quince de altura, con una puerta maciza en torno a la cual haraganeaban una docena de hombres provistos de lanzas, arcos y cuchillas. Aquella estructura parecía incongruente entre las casas de delicado halo y semejantes a conchas. Mas no cabía duda alguna de que en aquella monstruosa fortaleza residía la autoridad central de aquel mundo dentro de un mundo.

El pensamiento acabó cuando uno de los guardias, un individuo andrajoso que llevaba botas altas con espuelas y parecía una mala caricatura de un vaquero, preguntó:

—¿Llevando a ese tipo a ver a Gran Deforme, Troger?

—¡Sí! —respondió la voz de toro de la barbuda escolta de Pendrake—. ¡Creo que harás mejor en anunciarle!

—¿Qué hay de Morrison? ¿Ha de entrar también? —Preguntó un hombre de ojos oscuros, vestido con un lustroso y harapiento resto de lo que debió haber sido un traje negro de alguna especie. Pendrake sintió un sobresalto, mientras ágiles dedos hurgaban ávidamente sus bolsillos, al observar que aquel segundo guardia se parecía como un huevo a otro a un tahúr que había visto en una película del Oeste.

Pendrake sintió una súbita e intensa fascinación. A pesar de sí mismo, a pesar de su voluntad de no destinar ni una ojeada a nada que pudiera confundirle, se fijó en los hombres. Habían sido como borrosa mancha en su visión; pero ahora aparecían como bajo un foco: hombres de todas las épocas del Oeste, un pasmoso surtido, hasta algunos que no parecían encajar en absoluto.

Mas Pendrake no sintió ni la sombra de una duda. Todos eran americanos de aquella región. Era como si se hubiese echado una red desde la Luna, prendiendo en ella hombres del período medio del desarrollo del oeste de los Estados Unidos; y luego, la captura había sido traída aquí y, al igual que aquel poblado inmortal, mantenida inmune contra los estragos del tiempo. Desde donde él se encontraba a la puerta de la empalizada, se hallaban visibles un centenar de hombres. Siete de ellos eran indios con taparrabos, de piel roja, alta estatura y plumas en el cabello, arco en mano y carcaj a la espalda. Encajaban. Como también los hombres toscamente vestidos, con camisas de cuello abierto y ceñidos pantalones, y los andrajosos vaqueros.

Morrison no encajaba absolutamente, aunque indudablemente debió haber tipos de escribientes como él en las ciudades del oeste. Había algunos hombres de corta estatura y de feo aspecto, y otros altos, magníficos y cetrinos, que tampoco encajaban; y otros de los semi-desnudos de piel azul y narices aplastadas. Una cosa parecía evidente. Quien quiera que fuese el que coleccionó aquel personal, debió haber echado mano de los tipos más duros que jamás produjera el antiguo e inflexible oeste.

Una manaza le asió por el cuello y le sacó física y mentalmente de su abstracción mental.

—¡Entra ahí! —conminó la voz de Troger.

La reacción de Pendrake fue automática. Si hubiese pensado, si no hubiera sido sacado tan bruscamente de sus oscuras especulaciones, se habría dominado a tiempo. Pero fue demasiado repentino el insulto de ser asido y empujado. Su respuesta fue tan violenta como involuntaria. Alzó un brazo, sus dedos cogieron la muñeca del ofensor, y durante un breve instante cada cansado nervio de su cuerpo insufló energía a sus músculos.

Hubo un rugido de dolor y luego un ruido sordo al describir Troger un salto mortal en el aire yendo a aterrizar a siete metros. Al instante se puso en pie, rugiendo:

—¡Te voy a sacar las tripas! No hay tipo que…

Se detuvo, fijando la mirada en alguien que estaba detrás de Pendrake, y todo su cuerpo se tornó rígido. Pendrake, tembloroso, por la náusea producida por su esfuerzo y desalentado por su estupidez en revelar lo fuerte que podía ser, se volvió aturdidamente.

Un individuo se hallaba en la puerta, y una ojeada bastaba para identificarle: Allá estaba Gran Deforme, la monstruosidad de Neanderthal. Era un hombre. Tenía una tosca configuración humana, una cabeza con ojos, nariz y boca. Pero allí terminaba toda semejanza física con cualquier ser humano. De una estatura de un metro sesenta y una anchura de pecho de casi un metro, sus brazos colgaban más abajo de sus rodillas. Su rostro era… bestial, con unos dientes salientes proyectándose de entre unos labios enormemente gruesos.

Se hallaba allí como alguna criatura surgida de una jungla primitiva, desnudo y peludo, excepto por una piel negra que pendía de una correa que le rodeaba el vientre. Estaba en postura relajada, y Pendrake tardó unos instantes en percibir que los ojos cerdosos de aquel ser le estaban examinando sagazmente. Cuando se percató, los enormes labios se abrieron y una voz gangosa dijo en inglés empero inconfundible:

—¡Llevadlo dentro! Le hablaré desde mi trono. Que entren también una cincuentena de hombres.

En el interior de la empalizada había un caserón reluciente, semejante a una concha, un riachuelo de agua borboteante, árboles frutales, un huerto de vegetales, y un estrado de madera en el cual había un enorme sillón de madera también.

Éste era el trono, y al ceñudo Pendrake resultó evidente que quienquiera que fuese el que había dado a Gran Deforme la idea de la realeza, no había tenido una idea muy definida del esplendor regio.

Pero Gran Deforme tomó asiento con gran desenvoltura, y dijo:

—¿Cuál es su apodo?

No era el momento de resistir, y Pendrake dio su nombre sosegadamente.

Gran Deforme giró en su sillón, y apuntó con un dedo velludo a un hombre de ojos grises y elevada estatura, quien vestía una desteñida levita.

—¿Qué clase de apodo es ése, MacIntosh?

El interpelado se encogió de hombros, diciendo:

—Inglés.

—¡Oh! —Los cerdosos ojos se volvieron a Pendrake, mirándole especulativamente—. Será mejor que desembuche pronto extranjero.

El sonido nasal del habla hizo casi imposible a Pendrake comprender que estaba en un juicio. Era una valla física que tenía que obligar a franquear a su mente. Pero finalmente, con acrecentada conciencia de que estaba hablando en defensa de su vida, Pendrake comenzó su explicación. Acabó con prontitud, y girando sobre sus talones se encaró con el joven de delgado rostro que había sido su carcelero, diciendo con voz retumbante:

—Y Morrison, aquí presente, confirmará cada palabra. Dice que hablé en mi delirio sobre lo que me había pasado. ¿No es así, Morrison?

Pendrake clavó su mirada en el rostro del joven, y sintióse heladamente sardónico ante su petrificada expresión. Los ojos de Morrison se dilataron, y luego dijo tragando saliva:

—Sí, así es, Gran Deforme. Recordará que me dijo que escuchara, y esto es lo que dijo. Él…

—¡A callar! —espetó Gran Deforme, y Morrison se quedó mudo y como un globo deshinchado.

Pendrake no sintió pesar alguno en haber presionado a aquel cobarduelo. Vio que el monstruo le estaba estudiando intensamente, y había algo en la expresión… Pendrake olvidó a Morrison cuando Gran Deforme dijo con voz singularmente afable:

—¡Sacudidle un poco, muchachos. Me gustará saber cómo toma el castigo!

Al cabo de un minuto, dijo:

—Está bien, eso bastará.

Pendrake se puso en pie semi-atontado, y no estaba fingiendo. En la excitación del… juicio, había olvidado que era un hombre enfermo. Trémulo aún, oyó decir al hombre-bestia:

—Bueno, compañeros, ¿qué hemos de hacer con él?

—¡Matarlo! —fue el ronco grito coreado por varias gargantas—. Arrojarlo a la bestia-diablo. No hemos tenido un espectáculo hace mucho tiempo.

—Ésa no es una razón para matar a nadie—manifestó un hombre enjuto que estaba en la parte posterior del grupo—. Si esos tipos supieran el camino, habría un espectáculo cada semana, y no tardaríamos en ser muertos todos.

—Sí, Chris Devlin —gruñó otro de los circunstantes—. Y por eso es que tú lo serás uno de estos días.

—¡No tenéis más que empezar! —espetó a su vez Devlin—. Ya estamos esperando durante años.

—¡Basta ya! —ordenó imperativo Gran Deforme—. Que viva el extranjero. Puede quedarse durante algún tiempo con Morrison. Y escuche, Pendrake, quiero hablarle antes de que duerma otra vez. ¿Habéis oído, muchachos? Dejadle entrar cuando venga. Y ahora, ahuecad todos.

Pendrake se halló fuera de la empalizada casi antes de percatarse de que se le había concedido la vida.