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Cuatro años habían transcurrido desde que Pendrake hallara el motor en aquella tarde de agosto de 1972; y casi un año había pasado ya desde que escapara a las amazonas de Jefferson Dayles, la mayor parte de él en compañía de Leonor, recuperándose y rebrotando su brazo una vez más. Era de nuevo verano. En aquel mes de agosto de 1976, según toda apariencia exterior no existía ni un indicio en cuanto al destino de un aviador desaparecido y de su mujer raptada: En aquellos días vitales, nadie parecía interesado en los paraderos de Mr. y Mrs. James Pendrake.

Sin embargo, había una pista.

Finalizaba agosto de 1976. La Tierra suspiraba con diez mil vientos. Flameó el 1 de septiembre a través de la línea del calendario internacional. Para cuando alcanzó la costa oriental americana, soplaba un nordeste, y una serie de meteorólogos trazaban sus isobaras y manifestaban lacónicamente que el invierno sería precoz aquel año.

En la media tarde del 1 de septiembre fue descubierto el oculto rastro. El Comisario del Aire Blakeley se restableció de un violento ataque de gripe y volvió a su despacho. Y al pasar revista a los acontecimientos, dio con un archivador sobre una tal Mrs. Pendrake. El nombre no le provocó de momento ningún recuerdo.

—¿Por qué se encuentra esto sobre mi escritorio? —preguntó a su secretaria.

—Esa mujer intentó entrevistarle cuando estaba usted enfermo—fue la respuesta—. Parecía histérica y farfullaba algo sobre un motor atómico y una organización que estaba transportando emigrantes a Venus. Todo ello sonaba a demencia, pero cuando intentamos ponernos en contacto con ella ayer, en su casa me informaron que se había marchado sin decir nada a nadie. Se encontró posteriormente una nota pero el criado que me lo participó, me dijo que la escritura no parecía ser de puño y letra de Mrs. Pendrake. Y debido al previo contacto de usted con los Pendrake —es decir, con Mr. Pendrake—me pareció muy oportuno presentar la cosa a su atención.

Blakeley asintió y se retrepó en su butaca, mientras una luz se hacía en su cabeza.

—¡Pendrake! —murmuró. Seguidamente se sonrojó con recordada humillación— a «El manco que me arrojó de su casa, y que algún tiempo después me envió una lista de nombres y direcciones de científicos atómicos…».

Su pensamiento quedó en terrible suspenso de premonición. Una tormenta de sangre martilleaba sus sienes. «¡Esto puede arruinarme!», pensó. Tras breves instantes, y sumamente pálido, repasó la carpeta de Pendrake y releyó la carta con su lista de nombres: Dr. Mc Clintock Grayson, Cyrus Lambton… Pensando en ello, había leído sobre la muerte de estos hombres en un accidente… Aquel asunto parecía más importante a cada momento. Sudando, leyó su propia respuesta a la carta de Pendrake. «… Sería inútil una correspondencia ulterior…».

Durante un largo minuto quedóse con la mirada fija en el maldito documento. Finalmente contrajo la mandíbula. Apretó el botón zumbador de llamada, y dijo:

—Póngame primero con Cree Lipton, del Departamento Federal de Investigación, y llame luego a Ned Geskins, el procurador de patentes…