13

Estaba tendido en la oscuridad.

Pendrake frunció el entrecejo. Recordaba la lucha con los tres alemanes—¡aquellos estúpidos que no le habían considerado peligroso! —y también el violento alunizaje.

Esto no lo había planeado, pero las cosas habían sucedido rápidamente, y en su resultado final no hubo tiempo para saber exactamente cómo funcionaban los controles del aparato.

Sí…, el violento alunizaje y lo que le había precedido aparecía bastante claro. Era la oscuridad lo que le confundía.

Era negra como la pez; y el espacio no había sido así, sino una especie de manto de terciopelo sembrado de minúsculos brillantes; y el Sol fulgurando y llameando a través de las portañolas del raudo avión… Oscuridad, pero no como ésta.

El fruncimiento del entrecejo de Pendrake se acentuó por la perplejidad e intentó mover su brazo.

Lo hizo de manera renuente, como si estuviera sumido en arenas movedizas…

Su mente dio un brinco de inmensa comprensión. ¡Piedra pómez pulverizada! Yacía en un «mar» de polvo de piedra asentado en algún lugar del lago de la Luna que eternamente se ocultaba a la Tierra; y todo cuanto tenía que hacer…

Irrumpió al exterior de la cárcel de polvo y quedóse parpadeando al fantasmal fulgor del Sol. Le desfalleció el corazón. Se encontraba en un vasto desierto. A un centenar de metros a su izquierda emergía de la arena un ala de avión. A su derecha, a cosa de un tercio de milla de distancia, había una sierra larga y baja a través de la cual caían sesgadamente los rayos solares creando densas sombras.

El resto estaba vacío, extendiéndose aquel pómez pulverizado hasta donde su vista podía alcanzar. Volvió a mirar el ala expuesta y con honda intensidad pensó: «¡El motor!». Con las mismas echó a correr. Sus zancadas eran largas y saltonas, pero no tardó en equilibrarse. Y había asomado la esperanza, pues no eran de mayor importancia las averías que pudiera tener la estructura de aquella supernave. Podían estar retorcidas las alas y abollado y destrozado su cuerpo metálico. Pero en tanto que el motor y su eje impulsor estuviesen intactos y unidos, el avión volaría.

Lo que le chasqueaba era la inclinación vertical de aquella ala. Empleando una placa suelta de metal excavó tenazmente durante cosa de media hora, llegando luego a la parte rota del ala.

Debajo no había nada; ni avión, ni motor, ni engranaje de cola…; únicamente pómez pulverizada.

El ala apuntaba al cielo, resto mudo de un avión que como fuera se había desprendido de una parte de sí mismo y remontándose luego a la eternidad. Si las leyes de la probabilidad significaban algo, el avión y su motor volarían por siempre a través del espacio.

Mas aún quedaba una esperanza. Pendrake echó a andar aprisa hacia la sierra. Las laderas de ésta eran más empinadas de lo que había supuesto y sumidas en negras sombras. Era difícil ver y resbalábase al desprenderse el polvo. Al cabo de minutos de esfuerzo se hallaba tan sólo a medio camino de la cima del cerro de setenta metros. Y el frío, que al comienzo fue soportable, se hizo intenso y mordiente en la piel, penetrándola pegajosamente. Unos minutos después tenía todo el cuerpo entumecido y sus dientes castañeteaban. Pasmado pensó que el traje, el condenado traje, debía estar fabricado de manera a distribuir con uniforme suavidad el directo y terrible calor de la luz solar no difundida, pero sin dispositivo alguno para el frío.

Llegó a la cima de la colina y quedóse con los ojos cerrados de cara al rayo del Sol, que estaba bajo; lentamente el calor volvió a fluir en sus venas; recordó su esperanza y miró en derredor detenidamente y con creciente desesperación, pues el avión no debió solamente haber desprendido su ala, sino estrellándose luego en algún punto cercano. Pero en todo su campo de visión la llana extensión de pómez estaba intacta, excepto por siete cráteres sombríos en la lejanía, semejantes a bocas de brujas chupando el firmamento.

Había andado más de una hora en dirección a ellos, asiendo aún la «pala» que era la placa metálica, antes de percatarse de súbito que el sol estaba más bajo de lo que había estado en el firmamento.

Estaba cayendo la noche.

Era un hombre solo corriendo de cráter en cráter, mientras un fantástico y destelleante sol se sumía cada vez más en un cielo que era más oscuro que el de la medianoche en la Tierra. Los volcanes extinguidos eran todos pequeños, teniendo el mayor sólo unos trescientos metros de diámetro. En sus simas se recortaban largas sombras proyectadas por los oblicuos rayos solares; únicamente por los reflejos de la luz en las paredes podía Pendrake ver que también allí había extendido el océano de pómez sus silenciosas y envolventes olas de polvo.

Dos… cuatro, cinco cráteres; y aún no había la menor muestra de lo que estaba buscando. Como en los otros, trepó el sexto por el lado del sol y quedóse luego escudriñando extenuadamente las negras sombras de la angosta sima a sus pies. Pómez, melladas aristas de lava, protuberantes rocas que eran más sombrías que las sombras que las sumían… era algo tan conocido ya, que sus ojos se posaron casi automáticamente y pasaron desanimada revista.

Mas se hallaba su mirada a treinta metros de la entrada de la caverna del distante fondo cuando se dio cuenta de que había tenido éxito en su búsqueda.

Se sintió como en el filo de la eternidad. El borde del cráter parecía emparedado entre la negrura punteada de luz del espacio y las acusadas protuberancias del muerto volcán. Corrió. El sol era una burbuja ígnea en un cielo de raso. Parecía estremecerse a la derecha, como equilibrándose para la zambullida. Su luz proyectaba sombras que parecían más alargadas y más intensas a cada momento que pasaba; cada surco, cada anfractuosidad, cada desigualdad, tenía su propio lecho de oscuridad.

Pendrake evitó las sombras, que emitían ondas de frío que entumecían las piernas al penetrarlas. Tenía en su traje una linterna de mano, el único instrumento de que le habían provisto sus raptores. La encendió. El sol era un cuarto de disco con flámulas un arco luminoso alzado en el terreno a su izquierda. Los sobresalientes cráteres se hallaban sumidos en densa oscuridad turbadora. Pendrake se estremeció y saltó abajo, al primer nivel de la caverna. El haz de luz de su linterna mostró el piso de polvo de pómez.

El espantoso frío le oprimió al excavar. No bastaba ahora cada violento movimiento, como cuando le daba el sol. El frío comía, consumía su fuerza. La placa metálica que hacía de pala le resbalaba en la entumecida mano.

Finalmente se tendió como un viejo exhausto en la somera zanja que había excavado en el polvo, y con frenética voluntad comenzó trabajosamente a cubrirse. Su último esfuerzo físico lo efectuó al sacar la mano a través del cobertor de polvo para apagar la linterna. Luego quedóse inmóvil, con el cuerpo semejante a un helado, y formándose en sus mejillas placas de frío.

Tuvo la manifiesta impresión de hallarse en su sepultura. Mas la fuerza vital que en él había era tenaz e indomable. Sintió más calor. El hielo se despejó de sus huesos, su carne comenzó a hormiguear, su entumecida mano ardió de dolor, y sus dedos se ablandaron. Su calor animal se expandió a través del traje produciéndole una magnífica sensación agradable y reconfortable. No podía calentarse tanto como hubiese querido, pues la temperatura era demasiado baja para ello. Al cabo de largo rato se le ocurrió que el estar enterrado no era solución para nada. Debía ir más a lo hondo, más profundamente en el interior de la hoya lunar.

Tendido allí en su solitaria fosa de pómez, Pendrake notó una singular sensación, la de que había algo, de que no todo estaba perdido, que había allí un medio para él. Su mente razonadora se prendió a aquella misteriosa sensación, elaborando la creencia de que realmente debía hallarse muy cerca la base secreta de Alemania Oriental en la Luna.

También los alemanes debieron haber ido al interior. Más abajo sería mayor el calor. Sólo la fricción de la roca semi-viscosa y el metal, producto de los propios tortuosos retorcimientos de la Luna, crearía una temperatura especialmente superior que podía ser mantenida mediante el pómez y la lava de la superficie. Había naturalmente el problema de conseguir alimentos y agua, pero con una nave espacial perfecta podían transportar cuanto necesitaran.

Pendrake se esforzaba ahora por salir de su fosa, por lo que ahuyentó otros pensamientos de su mente. Poniéndose finalmente en pie, encendió su linterna y comenzó a bajar.

—La trayectoria era retorcida, como si la caverna hubiese sido antaño el túnel tubular de un volcán activo… deformado por la mudanza de la corteza lunar. Abajo, abajo, lentamente abajo. Pendrake no recordaba en absoluto cuántas veces buscó calor en un lecho de polvo. Durmió dos veces, mas tampoco tenía la menor idea de durante cuánto tiempo. Podía haber sido un dormitar de minutos, o tal vez un sueño de horas en cada ocasión.

La caverna era infinita. Un mundo de noche a través de la cual la luz de su linterna se abría paso a intervalos como una tenue llama. No tenía compasión alguna por sí mismo, sino que seguía sumiéndose, a veces a la carrera, tras breve destellar de su luz, para precaverse de posibles peligros que pudieran revelarse. Otras cuevas comenzaban a formar ramales con la caverna principal. A veces no eran lisa y llanamente más que ramas. Pero cuando existía una posibilidad de confusión, Pendrake se detenía, permaneciendo allí mientras le mordía el frío… hasta marcar claramente una flecha indicadora de la dirección por la que había venido.

Durmió de nuevo, y otra vez. Cinco días pensó sabiendo que podía estar equivocándose neciamente. Un cuerpo sometido a un frío mortal debe necesitar más sueño que el normal para recuperarse. Toda su gran fuerza no podía impedir tal reacción del sistema humano. Cinco sueños… cinco días. Los contó ceñudo en total, y añadió cada sueño como un día… seis, siete, ocho, nueve…

El calor aumentó gradualmente. Durante largo, larguísimo tiempo, no se dio cuenta de ello. Mas finalmente cobró conciencia de que estaban espaciándose aquellos frenéticos enterramientos. Hacía aún un frío tremendo el décimo «día», pero su presión era menor; ya no una cosa mordiente y entumecedora. El calor subsistía más tiempo en su interior. Por primera vez pudo caminar a lo largo y darse clara cuenta de que era una locura continuar en aquella noche eterna.

Otros pensamientos le asaltaron también. Tenía que abandonar la esperanza de que la salvación estaba aún más lejos ante él. Debía comenzar a volver hacia la superficie, donde podría efectuar una búsqueda desesperada de alguno de los campamentos alemanes. Era la cosa lógica a hacer, razonó.

Pero los pensamientos no impulsaron a la acción, pues siguió moviéndose adelante.

En las horas que siguieron hubo momentos en los que Pendrake olvidó cuál era su esperanza, y horas amargas en las que maldecía la intensidad de la fuerza vital que le impelía a aquella desesperada búsqueda. Pero la misma vaguedad de sus planes corroía su voluntad, debilitada ya hacía tiempo por las punzadas del hambre, consumido ya su bien administrado racionamiento, y por una sed tan terrible que cada segundo parecía una hora, y cada minuto el infierno.

Vuélvete, decía su cerebro. Pero sus pies seguían desatentos, abajo y abajo. Tropezó y cayó, y se levantó. Hizo un giro de horquilla que conducía al pasillo iluminado, casi sin ver. Y se hallaba atravesando la entrada cuando le penetró su realidad.

Pendrake se zambulló tras una gran protuberancia rocosa, y tendióse temblando, tan débil, tan remiso a la reacción, que durante unos minutos su único pensamiento fue que el fin había llegado ya.

La recuperación se produjo a duras penas Su energía nerviosa, aquel extraordinario depósito de su gran fuerza, estaba agotado. Mas su espíritu surgió una vez más a la vida. Cautelosamente fisgó sobre la arista de la roca tras la cual se agazapaba su cuerpo embutido en el traje espacial. Era desde luego una locura pensar que había visto moverse figuras a lo lejos, pero…

El pasillo se extendía ante su vista en gradual inclinación hacia abajo. Su intensa mirada demostró que estaba vacío de vida. Tardó un largo momento en percibir que no estaba iluminado por bombillas eléctricas, y que era errónea su inicial impresión, la de que la luz significaba la presencia de alemanes.

Se encontraba solo en una antigua cueva profundamente sumida en el satélite terrestre, al igual que un gusano que serpeara de una arteria seca de la carne desmigajada de alguien.

El resplandor de las paredes no era de igual tonalidad, ni se hallaba espaciada de acuerdo a cualquier pauta discernible. Al ir con la misma cautela hacia delante, se le proyectaron puntos y salpicones de luz. Había una larga y temblorosa hilera en la pared derecha, un tosco creciente en la izquierda, y otras formas indefinidas destellaban y parpadeaban a lo largo del pasillo hasta donde alcanzaba la vista. Pendrake pensó ansiosamente que alguna especie de mineral radiante podría ser dañino…

¡Dañino! Su amarga carcajada produjo un eco en su casco espacial, abrió nuevas grietas en sus labios tumefactos por la sed, y cesó bruscamente al hacerse insoportable el dolor. Un hombre al borde de la muerte no tenía que preocuparse de nuevos peligros. Siguió sumiéndose aturdidamente durante unos instantes. Y lentamente penetró de nuevo la presencia de la luz. La verdad estalló en él de súbito, al hacer una pausa en un recodo, y se encontró con la mirada fija en un largo pasillo inclinado cuya luz se amortiguaba desvaneciéndose en un punto distante.

¡El pasillo era artificial!

¡Y antiguo! Fantásticamente antiguo. Tan antiguo que las paredes, las cuales debían haber estado tan lisas como el cristal y sido más duras que cualquier cosa que los seres humanos hicieran jamás, paredes radiantes en cada elemento, se habían desmoronado por la presión de innúmeras centurias. Desmoronado… y aquel túnel abrigado, retorcido y salpicado de luz era el resultado.

Dio un traspiés y le atravesó el sagaz pensamiento de que aquel resplandor radiante le permitiría ahorrar luz de su linterna. Por alguna oscura razón, aquello parecía inmensamente importante. Comenzó a reír entre dientes nerviosamente. Parecía de súbito irresistiblemente cómico que él que había estado a punto de morir, hubiese llegado en el último instante de su vida a aquel universo subterráneo en el que vivieron seres antaño.

Su risita se convirtió en alborozada e indomeñable risa, la cual finalmente cesó por puro agotamiento, y se recostó débilmente contra la pared, con la mirada fija en el arroyuelo que atravesaba la cueva, borboteando de una gran hendidura en la roca, y remolineando hasta perderse de vista en un boquete de la pared opuesta. «He de cruzar solo esa corriente —se dijo confiadamente—, y luego…».

¡Corriente! El choque de la percatación fue tan terrible en la náusea que provocó, que se tambaleó y cayó como un animal aturdido por un mazazo. El choque violento del metal y el plástico en la roca resonó en sus oídos; y el impacto y el estrépito le devolvieron cierta cordura.

Se hizo más alerta, más consciente, salió más de su estupor.

¡Agua! La sorpresa de su presencia fue para él una conmoción aún más violenta. El pensamiento, la reflexión, se hicieron tan grandes que tras proyectar claridad en su cerebro y distender sus músculos, seguían siendo enormes. ¡Agua! ¡Y corriente! Pensando en ello, desapareció el frío de tanto tiempo. Tenía que mantener la cabeza despejada, hubiese o no aire. Como fuera había de sobrevivir si llegaba al agua.

Se puso vacilantemente en pie y vio a los hombres que venían hacia él. Parpadeó al mirarlos, y finalmente pensó pasmado: «¡Ni corazas ni cascos! Raramente vestidos, sin embargo. ¡Cuán extraordinario era aquello!».

Antes de que pudiera pensar más, hubo un patuleo detrás de él. Giró en redondo y vio a otra docena de hombres acudiendo en aquella dirección. Al instante brillaron navajas y una ronca voz aulló:

—¡A muerte con ese cochino espía que se oculta!

—¡Eh! —aulló a su vez Pendrake.

Su voz se ahogó en un coro de alaridos sedientos de sangre. Fue empujado y zarandeado violentamente; y no tenía fuerzas ni siquiera para levantar un brazo. Y en el mismo momento que una cachiporra le asestó un sesgado golpe en la cabeza, su pasmo llegó al colmo, debido a que… ¡sus asaltantes no eran alemanes!