El nuevo hombre dijo:
—Soy el doctor Coro, Mr. Smith. Soy psicólogo y quisiera someterle a algunas pruebas. ¿De acuerdo?
El casi anónimo hombre del lecho fijó una mirada de brillantes ojos en el recién llegado. Reconocía que estaba siendo tratado como un niño, lo cual no le incomodaba. Y adivinaba, de un modo que tenía de conocimiento, que la mayoría de las pruebas no servirían con él —justamente porque no estaba clara la cosa—, como tampoco se le ocurría pensar en preguntarse cómo lo sabía.
Pero no dijo nada, limitándose a contemplar al psicólogo, quien, dado por consabido el consentimiento, extendió algunos papeles sobre la mesita de noche, tomó una silla y se sentó en ella. Era un hombre de recia complexión, de modales firmes, pero afables, y explicó pacientemente que había hablado con «su doctor, y que él creía que sería beneficioso para todos nosotros saber lo que pasa en su cerebro. ¿De acuerdo?».
De nuevo no dijo nada Pendrake. El miasma de pensamiento y de sensibilidad que emanaba del doctor Coro no permitía realmente responder otra cosa que sí. Pendrake no se opuso, pues, y quedóse simplemente a la espera.
El doctor Coro colocó una de sus hojas en un sujetapapeles que tendió juntamente con un lápiz a Pendrake.
—Esto es un laberinto —dijo—. Ahora deseo que aplique la punta del lápiz en la flecha y que halle luego el pasaje abierto a través del mismo, trazando una línea en él.
Pendrake lanzó una ojeada a la figura, vio el pasaje abierto y trazó la línea, tras lo cual devolvió el sujetapapeles al psicólogo, quien lo miró y pareció sorprenderse, pero sin decir nada lo dejó a un lado.
Tendió ahora a Pendrake una hoja con más de mil cuadrículas dispuestas en series de dos, una sobre la otra. Cada serie estaba numerada, y había quinientas noventa y cuatro. El doctor Coro dijo:
—Voy a leerle la declaración para cada uno de esos números. Si esa declaración le parece apropiada a usted, es decir, correcta para usted, ponga una X en el cuadrado superior. De no parecerle concordante, ponga la X en el cuadrado inferior. La declaración para el número uno es: «Me gustaría ser bibliotecario. ¿Es cierto o no?».
—Falso —dijo Pendrake.
—Número dos —dijo el psicólogo—: «Me gustan las revistas de mecánica. ¿Cierto o no?».
Pendrake marcó silenciosamente una X en el cuadrado «Falso». Alzó la mirada y vio que el doctor Coro le estaba contemplando.
—Asegurémonos de que comprendemos esta prueba —dijo el doctor—. ¿Quiere usted decirme por qué no desea ser bibliotecario?
—Me dieron algunos libros aquí—dijo Pendrake—, y las palabras deforman cada verdad que veo en el mundo y en los seres que me rodean. Así, pues, ¿porqué habría yo de desear tener algo que ver con libros? Además, ésa me parece una ocupación femenina.
El psicólogo entreabrió los labios como si fuese a hacer un comentario, pero pareció pensarlo mejor y, tras un instante de reflexión, dijo:
—Pero eso no se puede aplicar a las revistas de mecánica. Describen procedimientos mecánicos, y sin embargo usted marcó también la casilla de «falso». ¿Por qué?
—En esa estantería de ahí tengo una partida de libros sobre mecánica—respondió Pendrake indicándolos con su brazo izquierdo—. Son demasiado elementales. Explican cómo hacer las cosas que son evidentes.
—Comprendo—manifestó el doctor Coro, pero con voz de tono estupefacto. Vaciló y prosiguió:
—Supóngase que le encargasen la tarea de construir algo. ¿Qué le parecería?
—¿Construir qué? —preguntó Pendrake interesado.
El doctor Coro tomó su cartera de mano, de la que sacó una caja rectangular. Fue a la cama y vació el contenido de ella sobre la sábana. Eran diversas figuras de plástico verde, de varios tamaños.
—Hay aquí veintisiete piezas—dijo el psicólogo—, y existe un medio de formar con ellas un cubo. ¿Qué le parece si prueba a hacerlo?
Pendrake separó las piezas sobre la cama a fin de verlas mejor y, sin hacer una pausa, las dispuso en forma encajada hasta construir en treinta segundos un cubo que tendió al doctor Coro.
—¿Cómo lo hizo? —preguntó con voz tensa el psicólogo.
Pendrake vaciló; lo había olvidado ya y manifestó con leve tono de excusa:
—Deshágalo y déme otra vez las piezas. Esta vez observaré el método.
El doctor Coro volvió a poner en desorden las piezas sueltas sobre la cama. Veinte segundos después volvía a tenderle Pendrake el cubo compuesto, diciendo:
—Esto es mucho menos complejo que la manera en que átomos y electrones se encajan; no es un problema. Estas piezas están formadas para encajarse mutuamente, y lo que ha de hacerse sencillamente es observar cuál lo hace con la otra. Al unirlas, uno se halla limitado únicamente por la velocidad de las manos.
El psicólogo tragó saliva y finalmente, casi con miedo, preguntó:
—¿Qué quiere usted decir con eso de la manera en que átomos y electrones encajan mutuamente?
—Es una labor de enjaretado, de celosía, efectuada por billones de fulgurantes globos—comenzó Pendrake. Frunció el entrecejo y añadió tras breve pausa—: No es una buena explicación, porque realmente no explica lo que sucede. Considere esa mesa, por ejemplo…, ante la cual está usted sentado. Cuando penetro yo en el área donde las piernas tocan el suelo, veo un interesante fenómeno.
—¿Penetra? —jadeó el doctor Coro.
Y de esta manera prosiguió la prueba. Algunas horas después, cuando entró el doctor Trevor, fue recibido por un joven psicólogo sumamente pálido que dijo:
—Temo que las pruebas que traje no son apropiadas para lo que tratamos. De acuerdo con ellas, tiene un cociente de inteligencia de quinientos aproximadamente, está mentalmente o completamente sano, o completamente insano, y tiene una comprensión de las relaciones espaciales que parece operar en un nivel extraordinario. Tengo que reflexionar sobre el particular y volveré dentro de unos días.
El médico dijo que todas las pruebas debían ser efectuadas mientras seguía el proceso de desarrollo regenerativo, puesto que la estructura celular entera parecía hallarse en estado de especial excitación. Predijo que cuando dicho desarrollo quedase completado, «lo cual se produciría dentro de pocos días», se produciría un retorno a la normalidad. «Y entonces —prosiguió— hallaremos probablemente que es otra persona de promedio corriente, a la que habrá de enseñarse laboriosamente todo lo que no ha transferido desde sus minutos finales como ser todo-potente».
El doctor sacó una carta de su bolsillo, tendiéndosela a su colega, quien, tras leerla atentamente, se la devolvió.
—Así, pues, su nombre es Pendrake—dijo el doctor Coro.
Su interlocutor asintió y dijo:
—Escribiré a su mujer tan pronto como se consume su desarrollo. Después de todo, lo mejor para él, en cuanto vuelva a estar bien, será estar en manos de alguien que conozca sus antecedentes.
Pendrake dijo desde la cama:
—¿Cómo dijo usted que me llamo realmente?
Los dos doctores se volvieron y le miraron sorprendidos. Habían actuado como si estuvieran en presencia de un objeto, o cuando menos de algo que no podía pensar. Y ahora, como un niño precoz, pedía atención.
El doctor Trevor vaciló y dijo luego:
—James Pendrake. ¿Le suena familiar el nombre?
No le sonaba.
—Repítalo constantemente —dijo el doctor— hasta que se acostumbre a él.
—Ésta es su esposa, Mrs. Leonor Pendrake —dijo el doctor con satisfacción.
Le habían prevenido de su llegada, y Pendrake miró con auténtica curiosidad a la grácil mujer joven y de buen aspecto que aparecía en el umbral de la puerta.
No podía recordar siquiera el haberla visto nunca antes, pero ella avanzó rápidamente y le rodeó con sus brazos, besándole en los labios, tras lo cual dio un paso atrás diciendo:
—Es él. —Su voz sonaba como la de alguien que ha atravesado las puertas de una prisión ya abiertas a la súbita libertad. Dirigió una agradecida mirada al doctor, diciendo luego—: Gracias por habernos reunido. ¿Cuándo cree usted que podremos salir de aquí?
—Hoy mismo—fue la respuesta—. Puesto que tendrá adecuada asistencia médica, el mejor lugar para la recuperación de su esposo… —vaciló—para reconstruir su memoria es su propio hogar. Y no se preocupe… no habrá publicidad alguna. Hablaré a su doctor. Como probablemente sabrá usted, la asociación médica desaprueba la publicación prematura de datos de casos. Verificaremos un estudio sobre el restablecimiento de su esposo, pero no daremos a conocer el informe hasta dentro de tres, cuatro o quizá cinco años.
En tiempo alguno volvió Pendrake a lo anormal. Subsistía algo de su capacidad. Mas no era ya por entero una condición autoprotectora. Donde antes había necesitado tan sólo mirar a la gente y a las cosas y no había tenido interés ninguno en cualquier verbalismo sobre ellas, ahora pedía y anhelaba datos. Se hicieron importantes los libros con su información.
En la finca Pendrake, en Crescentville, su cerebro no tardó en ser sutilmente extraviado. Leonor hizo una cosa femenina al no poder abstenerse de alterar los hechos de su larga separación. Y puesto que ello requería un cambio en otros muchos hechos personales, no tardó en edificar una fantasía de enorme amor en torno a su pasado común.
Leonor le contó su hallazgo del motor y la visita de ambos a las torres de aerogel, y cómo ella había pasado algún tiempo en una colonia agrícola de Venus.
—Se llamaban a sí mismos idealistas —dijo con acento indignado—. Decían que no deseaban que fuese llevada la locura de la Tierra a los planetas. Pero me retuvieron allí sin mi marido. Yo era la única mujer sola.
—¿Pero dónde estaba yo? —preguntó asombrado Pendrake.
Se estaban preparando para acostarse una noche cuando tuvo lugar esta conversación. Leonor no dijo nada hasta haberse embutido en su ropa de dormir, y luego fue a él diciendo con voz turbada:
—Se ha presentado alguna terrible emergencia, y debido a que tu cuerpo ha sido expuesto a las energías del mecanismo espacial, y que tu tipo de sangre es de una especie rara, tienen que emplearte en esta emergencia. Nunca lo comprendí, pero puesto que esto es lo que hizo que tu brazo rebrotara, no estoy contra ellos realmente. No puedo imaginar cómo te escapaste, habiéndote encontrado sin embargo en aquel hospital.
Posteriormente Pendrake yació tendido escuchando la suave respiración de ella y considerando la información que ahora tenía sobre sí mismo. Era muy pequeña, y se sentía completamente expuesto y vulnerable, pues aquella gente que había intentado secretamente colonizar los planetas sabía indudablemente que su residencia permanente era Crescentville. La prueba estaba en que habían trasladado a Leonor a la Tierra y reintegrado a su hogar.
Ellos lo sabían…, pero él no.
Finalmente dio la vuelta y se dispuso a dormir con la decisión tomada. No podía dejar que la situación quedara en aquel confuso estado.
Tenía que descubrir la verdad.