9

Pendrake manoseó la piedra. Buscaba con tanta intensidad la contingencia, que le tembló la mano. Se alarmó, temiendo traicionarse, y se pegó más al aterciopelado césped en el que se hallaba tendido, rodeado por sus siete femeninas guardianes.

La piedra tenía cincuenta milímetros de diámetro, cincuenta milímetros de inerte roca. Sin embargo en su pequeña masa se hallaba contenida tanta de su esperanza, que sintió un ramalazo de estremecimiento. No obstante, se calmó gradualmente y se dispuso a esperar a los muchachos. Cada sábado, desde que con el comienzo de septiembre habían empezado también los cursos escolares, había oído sus estridentes voces en aquella hora del día. El sonido provenía del otro lado de una arboleda que ocultaba a su mirada la valla de hierro que rodeaba completamente la finca, que constituía su penitenciaría personal.

Árboles y valla les separaban de él, y a él de todo el mundo. No había ni soñado que la fuga pudiera requerir tanto planeamiento, un proyecto tan complicado y dos meses de espera sin acontecimientos. Durante esos meses había dejado de preguntarse por qué no venía nadie de su oficina a preguntar por él; indudablemente, algún otro debía ocupar la gerencia. Había cesado también de intentar ser serio con Aurelia. Ella no se saldría con la suya.

Era una mala situación. Dentro de unos minutos.

Pero había llegado el momento. Quieto y en tensión examinó sus probabilidades.

Dos de las mujeres se hallaban indolentemente recostadas cuatro metros a su derecha.

Los chicos pasarían con sus cañas de pescar en dirección a los regatos río arriba. Y él no tenía plan alguno en el que fiar, excepto el suyo propio… ¿Qué había sido eso?

Tenso, se percató de que era una tenue vibración de risa muchachil a lo lejos.

Otras tres estaban repantigadas a cosa de tres metros a su izquierda, y algo a su espalda.

No sentía predisposición alguna a subestimarlas. No dudaba de que le habían asignado guardianes lo bastante fuertes como para dominar a hombres corrientes. De las dos mujeres restantes, una estaba en pie directamente tras él a una distancia de unos tres metros y la otra a unos dos, directamente también entre él y los elevados árboles que ocultaban la valla cerca de la cual pasaban los chicos. El ahumado gris de los ojos de aquella poderosa criatura era inexpresivo, como si su mente se hallase lejos de allí. Pero Pendrake sabía que era una máquina de Jefferson Dayles y la cosa más peligrosa de su horizonte.

La mescolanza de sonido que precedía a los muchachos se aproximaba.

Pendrake sintió el latir de sus sienes al meter la mano con deliberada pausa en el bolsillo y sacar de él un cristal de vidrio. Lo tuvo en sus dedos, dejando que los rayos del sol asaetearan de fuego sus profundidades, y el pequeño objeto fulguró al lanzarlo al aire. Al recogerlo, venteando su brillante luminosidad, tuvo conciencia preternatural de ojos posados en él, de sus guardianes vigilándole no con recelo, pero sí alertas Por tres veces lanzó su vidrio Pendrake a cierta altura, y luego, como cansado bruscamente del juego, lo arrojó al suelo, a la distancia de un brazo. Allá quedó el cristal destellando al sol, el más brillante objeto de su vecindad.

Había dado mucha importancia a aquel vidrio cristalino. Era evidente que ninguna de las guardianes podría mantener una concentrada vigilancia de su persona. De las siete, debía suponer que tres le lanzaban una atenta ojeada en un momento dado. Y cuando finalmente se moviera, hasta ellas deberían mirar dos veces, pues el fulgor del cristal confundiría su visión, perturbando a la par sus imágenes mentales de lo que realmente estaba haciendo.

Ésta era la teoría…, y los chicos estaban más cerca.

Sus voces subían y bajaban de diapasón en alegre parloteo, ora jactanciosas, ora concordantes, o bien dominando una de cuando en cuando a todas las demás o hablando todas al mismo tiempo. No podía uno suponerse cuántos muchachos formaban la pandilla. Pero eran realidades físicas, la presencia que necesitaba para llevar a cabo su plan de fuga.

Pendrake sacó un libro de su bolsillo izquierdo. Lo abrió ociosamente no en la página marcada, sino ojeándolo acá y allá, haciendo tiempo para dar a las mujeres los segundos necesarios de ajustar sus mentes al hecho inmensamente normal de que iba a leer. Esperó un momento más. Y luego… dejó el libro sobre el césped con su extremo superior apretado contra la piedra.

Lo abrió ahora resueltamente por la página marcada con una hoja de papel de cartas. A las guardianes la carta debía parecerles exactamente igual a los trozos de papel que había empleado los dos meses pasados para tomar notas. Y hasta estaba en blanco.

A pesar de su determinación de acabar con un intolerable confinamiento, no tenía realmente nada que decir a ninguna autoridad local. Hasta que supiera lo que estaba implicado en aquel desgraciado asunto, el problema era suyo. Una vez fuera, podría tratarlo a su modo. Se sentía muy capaz.

Hubo un removerse a su derecha. Pendrake no levantó la vista, pero le desfalleció el corazón. Las dos mujeres de quienes esperaba el mínimo de interferencia estaban comenzando a mostrar vida. ¡Maldita suerte!

Mas ya no podía haber demora alguna. Sus dedos tocaron la blanca misiva, y sudando la sacó del libro, poniéndola directamente encima de la piedra. La hoja, provista de unas gomas, quedó rápidamente sujeta a ella.

Con un alarido —para sobresaltar a las mujeres— se puso en pie de un brinco y lanzó con toda su fuerza la piedra portadora de su blanca carga.

No tuvo tiempo de recobrar el equilibrio para protegerse. Dos cuerpos le chocaron simultáneamente de ángulos diferentes, arrojándole a cuatro metros. Pendrake quedó tendido donde cayó, aturdido por el golpe, pero consciente de no estar herido. Oyó restallantes órdenes a la jefe, la mujerona que había estado en pie frente a él:

—Carla Marian, Jane…, a la casa… Tomen los «jeeps» y corten el camino de la ciudad a esos chicos. ¡Aprisa, Rhoda! Vaya a la puerta, ábrasela a ellas. Nancy, usted y yo franquearemos esa valla y daremos caza a los chicos y nos haremos con esa carta. Olivia, usted se quedará aquí con Mr. Pendrake.

Pendrake oyó el sonido de pisadas al ir corriendo las guardianes. Esperó. Había que darles tiempo y también de que franquearan la valla Nancy y la jefe. Y luego… segundo paso.

Al cabo de dos minutos comenzó a gemir y se incorporó sentado. Vio que la mujer le estaba contemplando. Olivia era una mujer hermosa, aunque más bien corpulenta, de boca delgada. Acudió diciendo:

—¿Necesita alguna ayuda, Mr. Pendrake?

¡Mister Pendrake! Aquella gente, con su cortés solicitud, le estaba volviendo tarumba. Estaba encerrado ilegalmente. Sin embargo, era bien tratado. Pero si alguna vez había de escapar, ésta era la ocasión. No podría repetir un truco para zafarse de sus guardianes. Pendrake fingió esforzarse por apoyarse sobre una rodilla, moviendo entonces la cabeza como si aún estuviera aturdido, y finalmente murmuró:

—Deme una mano.

Realmente no contaba con que la mujer lo hiciera aunque estaba dentro de lo posible, vista la consideración que todas le tenían.

Y, en efecto, lo hizo. La mujer fue adonde él estaba y se inclinó para ayudarle. Pendrake se distendió como un resorte, despiadado en el instante del golpe. Aquellas mujeres, con sus armas y su endurecida inhumanidad, pedían jaleo. Un fulminante uno-dos a la mandíbula acabó la contienda en el primer asalto.

Olivia se derrumbó como un tronco. Con el mayor desembarazo, como si estuviese habiéndoselas con un hombre, Pendrake dio la vuelta al cuerpo caído, sacó de su bolsillo una de las mordazas que había preparado y la ató a la boca de la mujer.

De manera más pausada ahora, pero sin escatimar esfuerzo, Pendrake comenzó a desenrollar el cordel que llevaba en la cintura y, como la mujer se retorciera algo, la ató debidamente, operación que requirió unos tres minutos.

Seguidamente se puso en pie, algo tembloroso, pero sereno. No perdió tiempo en echar otra mirada a su prisionera, sino que se alejó de ella a grandes zancadas, manteniéndose un rato paralelamente a la valla. Finalmente se metió en la arboleda, escudriñó el terreno más allá de la valla y lo vio tal como lo recordaba densamente boscoso. Pendrake se aproximó a la valla y comenzó a escalarla. No resultaba difícil hacerlo. Tal y como lo descubriera en su primer intento de hacía dos meses. Era casi como izarse por una cuerda.

Llegó arriba y se incorporó ávidamente sobre las puntas de lanza de la valla. Después se dio cuenta de su excesivo anhelo pues resbaló. Y seguidamente cometió un segundo error: el instintivo de tratar de protegerse ciegamente. Al caer, una de las lanzas se clavó en su antebrazo derecho, justamente bajo el codo, atravesándoselo. Quedó colgado, con el brazo ensartado. El dolor le recorrió todo el cuerpo, y algo caliente, salado y viscoso chorreó contra su boca y en sus ojos, cegándole de horror.

Durante unos segundos no hubo nada más.

Ahora se estaba alzando. Era la primera cosa que Pendrake supo de su desgarradora angustia. Izándose con su brazo izquierdo y simultáneamente intentando arrancar su antebrazo derecho a la torpe punta de lanza que lo había atravesado.

¡Alzándose! ¡Y lográndolo! ¡Consiguiéndolo! Mascullando algo entre dientes, cayó abajo desde una altura de seis metros y medio.

El golpe con el suelo fue violento. Los músculos de su cuerpo vibraron de dolor como cuerdas de una guitarra, y sintió los huesos como triturados por un mazo de sesenta y seis mil trillones de toneladas que era la Tierra. Se desplomó e se incorporó nuevamente como una bestia malherida, por el mismo impulso de los nervios de su quebrantado cuerpo. ¡Había que salir de allí! ¡Escapar! Seguramente ellas estarían ya volviendo, buscándole. ¡Afuera! ¡Seguir andando!

No tuvo conciencia de nada más hasta llegar al río. El agua estaba caliente, pero con tibieza otoñal. Se mojó los ardientes labios resecos y se enjugó los febriles ojos. Se lavó la cara y luego se quitó con esfuerzo la chaqueta, bañando su brazo en el agua, que se tornó roja. La sangre fluía y borboteaba de una herida tan abierta y terrible que se tambaleó, echándose atrás a tiempo sobre la hermosa ribera.

No supo cuánto tiempo yació tendido allí. Pero finalmente pensó: «¡Torniquete o morir!». Con un esfuerzo de voluntad tanto como de energía desgarró por el hombro la empapada y sangrienta manga de la camisa y vendó con ella la parte superior de su brazo. La retorció con el extremo de una rama rota, haciéndolo tan apretadamente que le dolieron los músculos. La sangre quedó atajada.

Se puso tambaleante en pie y comenzó a seguir el curso del río. Ésa había sido su primera intención y ahora lo recordaba. Era más fácil seguir un camino previamente escogido que pensar en otro nuevo. Pasó el tiempo. No sabría decir cuándo le cruzó la idea de que no debía ir directamente al Banco, pero tropezó con alguien en su recorrido y le dijo:

—¡Tengo el brazo herido! ¿Sabe dónde vive el doctor más próximo?

Debió haber habido una respuesta porque, tras otro lapso de inestimable tiempo, estuvo andando a lo largo de una calle abovedada de follaje otoñal. A intervalos se daba cuenta de estar buscando una placa con un nombre. Toda sensibilidad había desaparecido hacia tiempo de su brazo, el cual pendía inerte, inválido.

Se sintió más débil y dominado por abrumador cansancio. Tocó el torniquete intentando asegurarse de que no se aflojaba, dejando que brotase la sangre que aún le quedaba, y luego subió de rodillas unas escaleras.

—¡Cristo! —oyó exclamar a una voz de hombre—. ¿Qué es esto?

Había un boquete a través del cual penetraba una voz a intervalos, y luego se encontró en un automóvil oyendo la misma voz en diapasón creciente y menguante en sus oídos, que decía:

—¡Increíble estúpido, sea quién sea usted! Ha tenido este torniquete durante una hora cuando menos. ¿Es que ignoraba que los torniquetes deben ser aflojados cada quince minutos para dejar fluir la sangre?… El brazo debe tener sangre para mantenerse vivo. ¡Ahora no queda otro remedio sino amputarlo!