8

Los días siguieron su rápida carrera, y la vida continuó. Cada mañana, excepto los sábados y domingos, Pendrake tomaba su coche y se iba al trabajo. Y cada atardecer volvía a la mansión tras la verja de hierro, para una cena servida en un ambiente impecable por sirvientes perfectamente impuestos en su oficio, leyendo agradablemente luego en su estudio y acostándose después con una bella y encantadora mujer.

Los acontecimientos que le habían trastornado tanto, comenzaban a parecerle un tanto irreales. Pero no los olvidaba, y conscientemente pensaba en sí mismo como en un hombre que estaba esperando el momento propicio.

En la mañana decimoséptima llegó la carta con el certificado de nacimiento. Pendrake lo leyó con satisfacción y, lo admitió francamente, con alivio.

Allá estaba, en blanco y negro: «James Somers Pendrake. Nacido el 1 de junio de 1940 en Crescentville, Condado del Lago de los Anades. Padre: John Laidlae Pendrake. Madre: Grace Rosemary Somers…».

Había pues nacido. Su memoria no le había traicionado. El mundo no estaba completamente al revés. Había una brecha en su memoria, no un abismo. Su situación había sido la de alguien balanceándose sobre un pie junto a una sima de inconmensurable inmensidad. Ahora era como un hombre esparrancado sobre una hoya angosta aunque profunda. Verdad es que debía ser llenada, pero aunque no lo fuese podía pasarla sin la horrible sensación oscilante en el borde de un risco que se abría a una boca engullidora negra como la pez.

Una gran debilidad se apoderó de él. Se ladeó, se recobró, y luego se recostó pesadamente en el respaldo de la butaca. Le asaltó el aturdido pensamiento de que estaba a punto de desmayarse.

La náusea pasó. Pendrake se puso en pie y llenó un vaso con agua. Instalado de nuevo en la butaca, llevó el vaso a los labios… y vio que su mano temblaba. Ello le sobrecogió. Se dio cuenta de haber dejado que la situación le afectara. Gracias a Dios, lo peor de la parte puramente personal estaba zanjada; no del todo, verdad era. Pero cuando menos había establecido su comienzo. Tan pronto como le llegase el certificado militar se habría asentado sólidamente en la base de sus veinticuatro años. Y pensándolo bien, era una base considerablemente firme. Y su vida consciente se reanudaba a la edad de treinta y tres, lo cual dejaba nueve años a explicar.

La gran confianza desapareció. ¡Nueve años! No era precisamente un lapso breve. De hecho resultaba condenadamente largo.

Su certificado militar llegó en la tarde del decimonono día. Era un impreso en el cual las respuestas estaban mecanografiadas en los correspondientes espacios en blanco.

Allá estaban su nombre, su edad…, unidad de las Fuerzas Aéreas…, el nombre de su más próximo pariente, «Leonor Pendrake, esposa». Heridas o lesiones graves: amputación del brazo derecho obligada por herida en derribo de avión de combate…

Pendrake clavó la mirada en estas líneas. «¡Pero si aún tenía su brazo derecho!», pensó con gravedad de lechuza.

Gravedad que se quebró al releer el impreso invariable. Por fin pensó: «¡Vaya error! Algún mentecato de la oficina de expedientes ha mecanografiado una información equivocada». Mas si una parte de su cerebro desarrollaba este argumento, otra parte lo aceptaba todo, lo aceptaba y sabía que allí no había error alguno, que nada estaba equivocado en aquel impreso. No, no procedía tal error o equivocación de algún despacho del gobierno. Se hallaba aquí, en él. Pero allá no se hablaba en serio. Evidentemente, él no era el Jim Pendrake descrito en el expediente.

Había llegado, por tanto, el momento de enfrentarse a los que sabían quién era en realidad. Fuera cual fuese el propósito que les inducía a inculcarle la creencia de que él era Jim Pendrake, debía manifestarse a las claras ahora.

Eran las cuatro cuando atravesó el espacio de siete metros de la abierta puerta del jardín y le condujo a través de la calzada, que discurría espectacularmente entre árboles, hasta el inmenso garaje. Acudió Gregorio, el chófer de Aurelia, que actuaba como mecánico general en la finca.

—¿Temprano a casa, Mr. Pendrake? —dijo.

—¡Sí! —respondió Pendrake en el tono deliberado de un hombre decidido.

Al atravesar el jardín, una sombra se deslizó por el suelo. Alzó la vista y vio que era un avión que parecía ir a posarse en su aeródromo particular. En rápida alineación cuatro más siguieron al primero y todos ellos desaparecieron tras los árboles.

Pendrake estaba frunciendo el entrecejo ante la intrusión cuando Aurelia se asomó a una ventana diciendo:

—¿Qué era eso, querido?

Se lo dijo él, y ella, como comprendiendo algo incomprensible para él, exclamó con acento asustado:

—¡Aviones! —Al instante añadió—: ¡Jim…, ve a tu coche! ¡Márchate en seguida!

—Harías mejor en venir tú también, Aurelia —respondió él.

Bajó ella corriendo, lo cual resultaba extraño en sí, y al montar en el coche le apremió jadeante:

—¡Jim…, date prisa si aprecias tu libertad!

Al abalanzarse el coche hacia la puerta abierta del Jardín, Pendrake vio dos «jeeps» penetrar en la calzada bloqueando el paso. Aminoró la marcha y, puesto que debía girar en redondo, se detuvo. Uno de los «jeeps» le abordó rugiente. La mujer de fríos ojos que lo conducía le apuntó con la más resuelta pistola que jamás encarara Pendrake, indicándole que volviera a la casa. Lo hizo sin decir palabra, mas ya había reconocido que se trataba de las agentes femeninas especiales del presidente Dayles, lo cual le alivió ligeramente.

Vio que en la casa había sido hecha una redada de toda la pandilla. Reunidos en el jardín estaban Nesbitt Yerd, Shore, Cathcort y todos los criados, incluyendo a Gregorio; unas treinta personas formaban una rueda de presos ante un verdadero arsenal de armas automáticas manipuladas por un centenar de mujeres.

—¡Era él en efecto! —informó la jefe del equipo del «Jeep» que le había capturado—. Tuvo razón al decir que ellos podrían intentar llevárselo rápidamente.

La mujer a la que informaba era joven y de buen parecer, pero de rostro muy serio. Asintió brevemente y ordenó con voz profunda:

—Ponga una guarda noche y día a Jim Pendrake. Sólo se permitirá a su mujer estar con él. En cuanto a los demás, trasládeseles por avión a la prisión Kaggat. ¡En marcha!

Pocos minutos después Pendrake estaba a solas con Aurelia.

—Querida —preguntó tenso—, ¿qué era todo eso?

—Le parecía que ahora no le podía ser negada cuando menos la información.

Ella había estado en pie ante el ventanal de la gran sala y, volviéndose ahora, se dirigió adonde estaba él y le rodeó con sus brazos, besándole ligeramente en los labios. Luego se inclinó hacia atrás y movió la cabeza, dibujándose en su rostro una tenue sonrisa festiva.

Una reacción de furia estalló en el cerebro de Pendrake. Se dio cuenta vagamente al apartarse del abrazo de ella de que lo fulgurante de su ira denotaba cuán de punta se habían puesto sus nervios durante aquellas semanas.

—¡Debieras habérmelo dicho! —barbotó—. ¿Cómo puedo siquiera pensar a menos que sepa más? ¿Es que no ves, Aurelia…?

Se detuvo. En su rostro seguía la misma expresión divertida. Aplacóse algo la cólera de él, pero se sintió afectado y vagamente insultado al hablar de nuevo:

—Supongo que sabes que nadie sino Jefferson Dayles puede haber enviado a esas asesinas. Si sabes el qué y el porqué, dímelo para que pueda empezar a imaginar una salida.

—No hay nada que imaginar—respondió ella—. Podríamos estar confinados tan bien aquí como en cualquier otra parte.

—¿Estás loca?, replicó Pendrake mirándola fijamente. Repentinamente se sintió salir de quicio y gritó: —Te oí por casualidad en esa reunión.

La sonrisa se borró del rostro de ella.

—¿Qué reunión? —preguntó inquisitivamente.

Se lo dijo él y pareció preocupada.

—¿Qué fue lo que oíste?

—Dijiste algo sobre que debía ser hecho un cambio. ¿Qué significa eso? ¿Un cambio en qué?

La expresión de ella varió de nuevo, desapareciendo ahora la preocupación.

—Creo que no oíste mucho. El cambio está en ti. Es todo cuanto te diré.

Él le hizo un ademán con la mano, como si estuviese tanteando en la oscuridad.

—Ya me dijiste tanto como eso. ¿Por qué no decirme más?

De nuevo apareció la expresión divertida en el rostro de ella.

—No te he dicho nada—respondió. Fue a él, volvió a rodearle con sus brazos y alzó su mirada de ojos inteligentes y serenos y amablemente sonrientes— Jim —añadió—, el cambio se produce con mayor rapidez cuando estás bajo una tensión…, y lo estás, ¿no es asi? —Cambió de tono—. Lo has pasado bien, ¿verdad, Jim? Dos años de inconturbado placer…

Él estaba demasiado enojado como para considerar la verdad de aquello y restalló:

—Según lo que he oído, ni siquiera eres mi esposa.

—Por lo que te dotamos de una compañera —respondió ella—. Debes admitir que todo fue libre. De hecho, has sido bien pagado.

En su estado de ánimo, estas palabras le sonaron como un insulto final.

—No soy el tipo de «gígolo» —espetó, y girando sobre sus talones abandonó la habitación.

Sentía haber acabado completamente con ella. Aquella noche, tras haberse acostado, Aurelia dijo:

—Podemos permanecer aquí durante meses. ¿Vas a estar distanciado durante todo ese tiempo?

Pendrake se volvió de costado y miró la cama gemela donde ella estaba, replicando ásperamente:

—¿Meses? —Se sentía desconcertado. Probablemente llegaría un momento en que acabaría la prisión… por una razón que ella sabía. Se calmó haciendo un esfuerzo—. ¿No vas a decirme nada? —preguntó.

—No.

—¿Pero te gustaría representar el hogar todo el tiempo?

—Como siempre.

Movió él la cabeza, sin poderse decidir a enojarse, por lo que no era enteramente un rechazo.

—Lo pensaré—respondió lentamente—, pero acaso sepas que un hombre no está construido para quedar cruzado de brazos en una situación como ésta. Por lo menos, yo no.

—Haz como sientes sobre el particular —fue la respuesta de ella—, pero no seas inamistoso.

Jim la miró con aire desgraciado.

—Si cedo a ese pensamiento—dijo—, me convertiré en un indolente y soñador lotófago, dejando transcurrir los días y las semanas en un idilio sexual.

—No es ésa la peor cosa que podría ocurrir—Ella rió quedamente—. ¿O sí?

—Ahora habla el lotófago—replicó él—. ¿Qué hay de mi auténtica esposa?

En las mejillas de Aurelia asomó una pincelada de rubor, y al hablar lo hizo en tono sutilmente defensivo:

—No me decidí a comprometerme a esa relación hasta haber establecido nosotros que tú y ella habiais estado viviendo juntos durante años. Creo —añadió— que tu mujer decidió permitir que se reanudara la vida conyugal, pero hasta ahora no ha sucedido.

Pendrake, que había formulado sus preguntas indiferente —aquella… otra vida… era irreal—, volvió a mirar a Aurelia, quien había vuelto a su expresión libre de cuidados, pues volvía a sonreír.

El verano fue discurriendo soñadoramente. Tal como él lo había esperado, se tornó inquieto. Mas no fue hasta el asomo del otoño que Pendrake determinó finalmente que era hora ya de despertarse.