Pendrake se hallaba comiendo en un restaurante. No tenía la atención puesta en la comida, sino en los dos acontecimientos de la mañana, cada uno de los cuales pugnaba por prenderla, por captarla, la obtenía, y cedía luego al otro. Gradualmente comenzó a perder hechizo el episodio de Jefferson Dayles, pues no significaba nada. Era como un accidente sucedido a un hombre atravesando una calle, sin conexión alguna con la normal continuidad de su vida, y olvidado rápidamente una vez desaparecidos la conmoción y el dolor.
Lo otro, el problema de lo que habia ocurrido dos años antes, era diferente. Formaba aún parte de su mente y de su cuerpo. Era suyo, y no a ser echado en olvido por la casual suposición de que alguien debiera estar loco. Pendrake lanzó una ojeada a su reloj de pulsera. La una y diez. Apartó su postre y se levantó, determinado a ir al instante a interrogar a Aurelia.
Durante el trayecto a casa, su mente permaneció casi vacía. Fue al girar su coche a través de la maciza puerta de hierro y ver la mansión, que le asaltó una nueva constatación. Aquella casa había estado allí pues también hacía dos años.
Era una finca sumamente cara, con piscina exterior y jardines, que si la memoria no le fallaba, había adquirido por el ventajoso precio de noventa mil dólares. No se le había ocurrido nunca antes preguntarse cómo había ahorrado tanto dinero para comprar tan espléndida casa. Como fuera, parecía que la suma había estado dentro de sus medios.
La residencia se alzaba desde el suelo. El arquitecto debió haber sido un celoso discípulo de Frank Lloyd Wright, pues la línea del firmamento se fusionaba con árboles y terreno. Había recias chimeneas, alas sobresalientes que se combinaban coherentemente con la estructura central, y un generoso empleo de ventanas.
Aurelia se había ocupado siempre de la cuestión financiera a través de su indistinta o común cuenta bancaria. El acuerdo le dejaba libre para consagrar su tiempo de ocio a su afición por la lectura, a su ocasional partida de golf, sus excursiones de pesca y caza, y a su aeródromo particular con su avión eléctrico. Y naturalmente le dejaba también libre para su trabajo. Pero omitia proporcionarle una idea real de la situación en que se hallaba financieramente.
De nuevo, y más intensamente ahora, reparó en cuán singular era que no se hubiese preocupado o preguntado nunca nada sobre aquel acuerdo. Aparcó el coche y entró en la casa, pensando: «Soy un hombre de negocios acaudalado y perfectamente normal que ha topado con algo que no encaja del todo. Estoy sano y en mis cabales. No tengo nada que ganar ni perder físicamente por cualquier investigación. Mi vida se encuentra ante mí y no detrás. No importaría, se dijo seriamente, si ellos supiesen algo o no. El pasado no cuenta. Puedo vivir el resto de mi vida con apenas una pizca de curiosidad…».
Sombrero en mano, esperó en el gran vestíbulo que el mayordomo se percatara de su presencia por el ruido de la puerta al abrirse.
Mas nadie apareció. El silencio se hallaba tendido sobre la mansión. Apretó botones, pero sin respuesta alguna. Pendrake arrojó el sombrero sobre una silla del vestíbulo, fisgó en la sala de estar y se dirigió luego a la cocina.
—Sybil —comenzó irritado—. Quiero…
Se detuvo. Su voz volvió como un eco desde la vacía cocina. Tampoco allí había la menor señal de la cocinera ni de las dos lindas sirvientas. Pocos minutos después, Pendrake estaba subiendo la escalera principal, cuando llegó a sus oídos un rumor de voces.
Provenía de la sala de arriba. Con la mano en el picaporte, hizo una pausa cuando el silencio fue quebrado por la clara voz de Aurelia diciendo:
—Realmente el argumento no es necesario. A mi edad no tengo el sentimiento de la posesión. No tienen ustedes que persuadirme de que el pobre Jim es la única persona lógica para la tarea. ¿Qué han hecho ustedes que no me han dicho?
—Volvemos a traer a su mujer. —Para asombro de Pendrake, era la voz de Peter Yerd, uno de los clientes millonarios de la Compañia Nesbitt.
—¡Oh!
—Debería estar en Crescentville en un par de meses o cosa así.
—¿Qué es lo que van a decirle? —La voz de Aurelia era firme.
—No está totalmente decidido, pero si lo entregamos a ella hacia la fecha en que vuelva, y considera ella su situación y se encarga de cuidar de él, no le supondrá trastorno alguno.
—Es verdad—manifestó Aurelia con voz cavilosa—. ¿Qué más han hecho ustedes?
La voz de Nypers le respondió, y momentáneamente aquello le asombró a Pendrake más que cualquier otra cosa hasta entonces. Luego pensó «Desde luego». ¿Qué otra explicación había para lo que el viejo le había dicho que la de que había resultado ser uno de los conspiradores?
Al recobrarse Pendrake del choque, se percató de que Nypers estaba describiendo la conversación de la mañana. Con una risita entre dientes decía:
—Vi que la cosa obraba en él, y posteriormente pidió varios archivadores. Así empezó entonces a pensar sobre ello.
La seca voz del viejo prosiguió:
—Hallo en mí un don insospechado para la intriga. He hecho todo cuanto se me encargó hiciera en nuestra última entrevista. El inquietar a Mr. Pendrake fue bastante sencillo, pero la entrevista con el presidente Dayles implicaba, como lo supusimos, una cuidadosa medición de las respuestas para contrarrestar al detector de mentiras. Puesto que en todo lo esencial dije la verdad, no temo repercusión alguna, aunque creo que la mujer nos seguirá la pista. Temo que será éste un riesgo que habremos de correr. —Con serena convicción acabó diciendo—: En mi opinión, el momento para informar al presidente fue mientras estaba aquí en disposición de ver a Pendrake cara a cara.
—Realmente no tenemos otra alternativa —opinó una nueva voz, y Pendrake se sintió tambalear de nuevo, pues era la voz del propio Nesbitt, propietario de la Compañía Nesbitt.
—Estamos siendo amenazados de aniquilamiento. Los asesinatos fueron efectuados como si alguien comprendiese todo el proyecto Lambton. Si estamos en lo cierto —si los alemanes orientales, actuando bajo la dirección soviética, son responsables— en tal caso no es ya cuestión de una acción privada tan sólo. Necesitamos ayuda. El gobierno ha de ser requerido a ello. De ahí esta aproximación preliminar al presidente Dayles.
La voz de Nickson, el mayordomo, dijo con firmeza:
—Sin embargo, lo que estamos haciendo se suma a un último esfuerzo privado. Al esforzarse Pendrake en comprender que hasta los sirvientes eran figuras dirigentes del grupo, Sybil, la cocinera, dijo con sosegada autoridad:
—Aurelia, hasta estamos considerando enviar a Jim a la luna.
—¿Para qué? —respondió Aurelia, auténticamente sorprendida.
—Querida—respondió Sybil— estamos llegando a una gran emergencia, y ya es hora de que comprobemos la historia del finado Mr. Lambton sobre de dónde provino el motor.
—Bien—manifestó Aurelia tras una pausa—, Jim es ciertamente la persona lógicamente idónea para ir, puesto que es el único que no podría revelar nuestros secretos si algo fuese mal. —Parecía resignada.
Pendrake se maldijo después por haberse marchado en aquel momento. Pero no pudo resistir al miedo que le invadió de ser descubierto allí, antes de que pudiera meditar sobre lo que había oído. Se deslizó por las escaleras, cogió su sombrero y se dirigió a la puerta. Al salir fuera reparó por primera vez en que había aparcados casi una docena de coches en el extremo opuesto de la casa. Había estado demasiado embargado en sus pensamientos para fijarse en ellos cuando llegó.
Y pocos minutos después se hallaba conduciendo su propio coche a través de las abiertas verjas de hierro y a lo largo de la antigua carretera rural, en dirección a la principal. Tenía el hondo convencimiento de que aquélla iba a ser una tarde de torbellino mental.