Disipada su cólera, Pendrake clavó la mirada en el gran hombre. Se dio cuenta de que abandonaban la estancia las mujeres que le habían escoltado. Su partida destacaba la singularidad de aquella forzada entrevista.
Vio que el hombre le estaba estudiando atentamente. Pendrake observó que, excepto por los grises ojos que tenían el fulgor de perlas de color ceniciento, el presidente Dayles aparentaba su edad publicada de cincuenta y nueve años. Las fotografías de los periódicos habían sugerido un rostro juvenil sin arrugas. Pero contemplándole a tan corta distancia, notábase claramente que el esfuerzo y tensión de su segunda campaña cobraba sus impuestos a la fuerza vital del hombre.
Sin embargo, el continente del presidente era inconfundiblemente enérgico, imperativo y distinguido. Al hablar, su voz tenía la resonante y cálida potencia que tanto había contribuido a su gran éxito. Con la más tenue de las sardónicas sonrisas dijo:
—¿Qué opina usted de mis amazonas?
Su carcajada resonó homéricamente en la estancia.
Evidentemente no esperaba una respuesta, pues su diversión cesó bruscamente, y prosiguió sin pausa:
—Una muy curiosa manifestación, esas mujeres. Y creo que típicamente americana. Una vez tomada, no puede ser contrarrestada la droga, y considero como una evidencia del básico deseo de aventura de las muchachas americanas, el que algunas miles de ellas se hayan sometido al tratamiento. Por desgracia, las lleva a un callejón sin salida, dejándolas sin futuro. Las mujeres no igualizadas no las quieren, y los hombres piensan que son «raras», por usar un coloquialismo. Su existencia puede bien haber servido al propósito de galvanizar a los clubs femeninos a emprender una campaña presidencial. Pero individualmente, las amazonas descubrieron que pocos empresarios quisieran contratarlas y ningún hombre casarse con ellas.
»Desesperadas, sus dirigentes me abordaron, y antes de que la situación llegase a una fase trágica, dispuse cierta hábil publicidad preliminar y las contraté en masa para lo que generalmente se cree ser fines perfectamente legítimos. Realmente, esas mujeres conocen a su benefactor y se consideran como siendo peculiarmente mis agentes personales… —Jefferson Dayles hizo una pausa y prosiguió suavemente—. Espero, Mr. Pendrake, que esto le explicará hasta cierto punto el singular método empleado para traerle ante mí. Miss Kay Whitewood —señaló con un ademán a la joven sentada ante el escritorio—es su dirigente intelectual.
Pendrake no dejó seguir su mirada a la mano indicadora. Quedóse como una piedra, y mentalmente se sentía casi tan inerte. Había escuchado la breve historia del grupo de amazonas con fascinada sensación de irrealidad. Pues la historia no explicaba nada. No eran los medios empleados para llevarle allí lo que contaba. Era el por qué.
Vio que los magníficos ojos le sonreían divertidamente. Jefferson Dayles dijo sosegadamente:
—Hay una posibilidad de que quiera usted informar de lo sucedido a las autoridades o a los periódicos. Kay, dé a Mr. Pendrake la información periodística que hemos preparado para hacer frente a tal eventualidad.
La joven se levantó de su silla ante el escritorio y fue hacia Pendrake. De pie parecía de más edad. Tenía ojos azules y un lindo y enérgico rostro. Tendió a Pendrake una cuartilla con unas líneas mecanografiadas. Decía así:
Capital, julio 1975.
—Un irritante incidente perturbó el trayecto en coche del presidente Jefferson Dayles, desde Middle City. Lo que parecía un intento de choque con el automóvil del presidente, por parte de un joven que conducía otro eléctrico, resultó desbaratado por la rápida acción de sus guardianes. El joven fue puesto bajo custodia, siendo posteriormente conducido al hotel presidencial para ser interrogado. En consecuencia, y a petición del presidente Dayles, no fue establecida acusación ninguna, y el hombre fue puesto en libertad.
Tras un momento, Pendrake se permitió una breve risa. Aquella compuesta noticia informativa periodística era desde luego decisiva. No podría entablar un duelo periodístico con Jefferson Dayles… tan poco como podría cabalgar por la Calle Mayor disparando un revólver. Mentalmente se representó el vocinglero titular:
OSCURO HOMBRE DE NEGOCIOS ACUSA A JEFFERSON DAYLES
Campaña de difamación contra el Presidente
Pendrake volvió a reír, más sardónicamente esta vez. Parecía caber poca duda. Cualquiera que fuese el motivo de Jefferson Dayles para haberle raptado… Su mente quedó en suspenso ahí. ¡Cualquiera que fuese su motivo! ¿Cuál podría ser? Perplejo, meneó la cabeza. No podía contenerse ya más. Fijando la mirada en los ojos grises y semi-divertidos del jefe del Estado, preguntábase pasmado: «Todo esto, tanto esfuerzo empleado, tal deshonorable historia deliberadamente preparada… ¿para qué?».
Al mirar fijamente al presidente, le pareció que la entrevista iba a abordar el asunto.
Jefferson Dayles carraspeó y dijo:
—Mr. Pendrake, ¿puede usted mencionar los principales inventos originados desde la II Guerra Mundial?
Se detuvo. Pendrake esperó que prosiguiera. Pero el silencio se prolongó, y el presidente continuó mirándole pacientemente. Pendrake se sobresaltó. Al parecer se trataba de una pregunta auténtica, y no precisamente retórica. Se encogió de hombros y luego, pensando cada palabra, dijo:
—Pues no ha habido mucho que sea fundamental. No estoy muy al tanto de esas cosas, pero diría que el cohete lunar, y unos cuantos perfeccionamientos del tubo de vacío y… —Se paró en seco—. Pero oiga, ¿qué es todo esto? ¿Qué…?
La firme voz se refirió a una de sus frases:
—Dijo usted que no ha habido mucho. Esa declaración, Mr. Pendrake, es el comentario más trágico imaginable sobre el estado de nuestro mundo. No ha habido mucho. Mencionó usted cohetes. Pero hombre, no nos atreveremos a decir al mundo que el cohete, excepto en cuanto a detalles menores, fue perfeccionado durante la II Guerra Mundial, y que han sido precisos otros treinta años para resolver esos pequeños detalles… —En la intensidad de su argumentación, se había inclinado hacia delante. Ahora se recostó con un suspiro—. Mr. Pendrake, algunos dicen que la causa de ese increíble estancamiento de la mente humana es resultado directo de la especie de mundo que surgió de la II Guerra Mundial. En mi opinión, eso es en parte censurable. Una mala atmósfera moral fatiga a la mente de manera singular y sostenida; es difícil describirlo. Es como si el cerebro saliese a combatir a su ambiente intelectual.
Hizo una pausa y frunció el entrecejo, como si buscara una descripción más precisa. Pendrake tuvo tiempo para pensar asombrado: ¿Por qué estará él exponiendo su argumento íntimo y detallado?
El jefe de Estado alzó la mirada. Parecía no haberse dado cuenta de haber hecho una pausa. Prosiguió:
—Mas ésa es sólo una parte de la razón. Mencionó usted tubos de vacío. —Lo repitió con voz singularmente desvalida—. ¡Tubos de vacío! —Sonrió cansadamente—. Mr. Pendrake, uno de mis títulos es el de Maestro en Cirugía, y ello me hace darme cuenta del tremendo problema de confrontar la tecnología moderna, el problema de la imposibilidad para un hombre de aprender todo cuanto hay que conocer hasta de una ciencia… Mas, volviendo a los tubos o válvulas, no es generalmente conocido que durante varios años han estado cierto número de famosos laboratorios captando señales de radio que se suponen procedentes de Venus. Hace seis meses determiné descubrir por qué no se habían efectuado progresos tendentes a amplificar esas señales. Invité aquí a tres de los hombres más conspicuos en sus especiales campos electrónicos, para que me explicaran la anomalía… Uno de esos hombres diseña válvulas, el otro circuitos; el tercero intenta hacer el artículo acabado aparte de las separadas tareas de los otros dos. La pega es, que las válvulas requieren el estudio de toda una vida. El diseñador de válvulas no puede tener sino una vaga idea de los circuitos, puesto que este dominio también precisa un estudio de toda la vida. El hombre del circuito tiene que aceptar lo que las válvulas dan de sí, porque teniendo sólo un conocimiento teórico de ellas, no puede especificar, o ni siquiera imaginar, lo que una debe hacer para realizar el propósito que tiene in mente. Entre ellos, esos tres hombres poseen el conocimiento para construir nuevas y sorprendentemente potentes radios. Pero una vez y otra y otra, fracasan. No pueden acoplar su conocimiento. Ellos… —Debió haberse dado cuenta de la expresión de la cara de Pendrake, pues se detuvo, y con leve sonrisa preguntó—. ¿Me está usted siguiendo, Mr. Pendrake?
Pendrake inclinó la cabeza ante la irónica mueca en la sonrisa del presidente. El largo monólogo le había dado tiempo para reunir sus pensamientos. Así dijo:
—La imagen que visualizo es ésta: Un pequeño hombre de negocios ha sido cogido por la fuerza en la calle y llevado ante el presidente de los Estados Unidos. El presidente se lanza inmediatamente a una conferencia sobre válvulas de radio y de televisión. Señor, esto no tienen ningún sentido. ¿Qué es lo que desea de mí?
La respuesta provino lentamente:
—Primero deseaba echarle un vistazo. Y en segundo lugar… —Jefferson Dayles hizo una pausa y añadió luego—. ¿Cuál es su tipo de sangre, Mr. Pendrake?
—Pues yo… —Pendrake se contuvo y quedóse mirando de hito en hito al presidente—¿Mi qué?
—Deseo una muestra de su sangre. —El presidente se volvió a la muchacha—. Kay —dijo— obtenga la muestra, haga el favor. Estoy seguro de que Mr. Pendrake no se opondrá.
Pendrake no se opuso en efecto, permitiendo que le tomasen la mano. La aguja pinchó su pulgar, produciéndole una leve punzada de dolor. Contempló curiosamente cuando la sangre afluyó a la jeringuilla.
—Eso es todo—dijo el presidente—. Adiós, Mr. Pendrake. Fue un placer conocerle. Kay, ¿quiere hacer el favor de llamar a Mabel y decirle que devuelva a Mr. Pendrake a su oficina?
Al parecer, Mabel era el nombre de la jefa de su escolta, pues fue ella quien entró en la estancia, seguida por las pistoleras. Y en un minuto, Pendrake se encontró en el vestíbulo y seguidamente en el ascensor.
Una vez se hubo ido Pendrake, en el rostro del gran hombre se dibujó una sonrisa. Miró a la mujer, pero ésta se hallaba con la vista posada en su escritorio. Lentamente se volvió Jefferson Dayles y fijó su mirada esta vez en una pantalla que se encontraba en la esquina próxima a la ventana tras él, diciendo con voz sosegada.
—Bien, Mr. Nypers, puede usted salir.
Nypers debió haber estado esperando la indicación, pues apareció antes de que el presidente acabara la frase, yendo con paso vivo a la butaca que aquél le indicó. Jefferson Dayles esperó hasta que los dedos del viejo se posaran ociosamente en los botones metálicos ornamentales- de los brazos de la butaca, y dijo luego suavemente:
—Mr. Nypers, ¿jura usted que lo que nos ha dicho es la verdad?
—¡Cada palabra! —manifestó enérgicamente el viejo—. Le he proporcionado a usted la historia de nuestro grupo sin mencionar nombre o lugar alguno. Hemos llegado a un punto muerto en el que podemos necesitar en breve la ayuda del gobierno, pero en tanto que la solicitamos, le prevengo que cualquier intento de investigarnos puede dar por resultado nuestra negativa a proporcionarle nuestro conocimiento. Deseo que quede esto claramente comprendido.
Hubo un silencio, que cortó Kay diciendo secamente:
—No amenace al presidente de los Estados Unidos, Mr. Nypers.
Nypers se encogió de hombros y prosiguió:
—Hace algo más de dos años, Mr. Pendrake estuvo accidentalmente expuesto a un insólito tipo de radiación. Estaba más allá de nuestro control el impedir tal exposición. Él encontró algo que nosotros habíamos perdido, y luego, en vez de dejar las cosas en su sitio nos rastreó, y así supimos que él —como algunos dé nosotros antes—se había tornado todo-potente. Duran- te la fase más rigurosa, cuando progresa el rebrote la persona con células todo-potentes pierde su memoria, por lo que proveímos a Pendrake, mediante sugestión en el sueño y grabaciones hipnóticas, con la memoria que deseábamos tuviera. Y como todo-potente fue vuelto a su estado juvenil, y su sangre, debidamente transfundida, puede tornar joven a cualquiera de su tipo sanguíneo.
—¿Pero no operan tales transfusiones una pérdida de la memoria en la persona que las recibe? —preguntó presurosamente Kay.
—¡No en absoluto! —afirmó positivamente Nypers.
—¿Y durante cuánto tiempo —preguntó el presidente Dayles, tras una pausa—permanecerá Mr. Pendrake en el todo-potente estado?
—Lo está todo el tiempo —fue la respuesta—, pero es condición latente en tanto que alguna compulsión física motive su activación. Hemos descubierto que ciertas inyecciones provocan tal condición compulsiva, aunque son precisos varios meses para que las células maduren a la todo-potencia.
—¿Y se han aplicado ya esas inyecciones a Mr. Pendrake? —dijo el presidente.
—Sí… por su doctor. Pendrake está bajo la impresión de que son dosis de vitaminas. Inculcamos en él un interés por tales cosas, pero normalmente es un hombre sumamente sano, viril y activo. Tuvieron suerte sus muchachas de que no luchara.
—¡Ellas son tan fuertes como los hombres! —restalló Kay.
—No lo son tanto como Jim Pendrake —repuso Nypers. Pareció dispuesto a proseguir en este tono, pero evidentemente lo pensó mejor, y dijo—. Para finales del verano o comienzos de otoño se aproximará la fase extrema de todo-potencia, y entonces puede hacer usted que le apliquen una transfusión de sangre. —Se dirigía a Jefferson Dayles—. Tenemos una lista de figuras públicas de varios tipos sanguíneos, y cuando la suya fue añadida a ella—este dato no es siempre fácil de obtener—nuestra alegría fue inmensa al descubrir que teníamos una persona con similar tipo de sangre; o sea, de la clasificación AB, o Grupo IV según la nomenclatura de Jansky. Pues ello nos colocaba en situación de venir a usted con una oferta que nos permitiría aceptar su ayuda sin situarnos completamente en su poder.
—¿Quién puede impedirnos apoderarnos de Mr. Pendrake y tenerlo a buen recaudo hasta el otoño? —dijo acremente Kay.
—La transfusión —repuso con firmeza Nypers— requiere una especial habilidad, y nosotros la tenemos. Ustedes no. Espero que esto lo aclare todo.
Jefferson Dayles no replicó. Su impulso era cerrar los ojos contra la intensa claridad. Mas ésta se hallaba en su cerebro y no fuera de él, y tenía la trémula convicción de que podría fundir su cerebro si no tenía cuidado. Logró por fin volverse a Kay, y vio aliviado que ella alzaba la vista del detector de mentiras colocado en su escritorio, y el cual estaba conectado a los botones ornamentales de la butaca en la que se sentaba Nypers. Y al mirarla, Kay asintió con leve movimiento de su cabeza.
La claridad se tornó bruscamente como una incandescencia, y tuvo que esforzarse en permanecer sentado, pugnando con su cerebro contra el indecible júbilo que estaba remolineando en su interior. Le acometió el deseo de correr al escritorio de Kay y mirar el detector de mentiras y hacer que Nypers repitiese sus palabras. Mas también combatió este impulso. Se dio cuenta de que el viejo estaba hablando de nuevo.
—¿Algunas otras preguntas antes de que me vaya? —preguntó.
—Sí —respondió Kay—. Mr. Nypers, no es usted precisamente un buen ejemplo de la juventud todo-potente. ¿Cómo lo explica?
El viejo la miró con sus brillantes ojos, que eran la parte más viva de su cuerpo.
—Madame, he sido rejuvenecido dos veces, y ahora… francamente, no sé qué hacer, si prestarme a serlo de nuevo. El mundo es tan torvo y cruel, la gente tan necia, que no puedo decidirme a continuar viviendo en esta era primitiva. —Sonrió levemente—. Mi médico me dice que me encuentro en buen estado de edad, por lo que aún puedo cambiar de parecer…
Se volvió, dirigióse a la puerta, donde haciendo una pausa, se encaró con ellos, con ojos inquisidores. Kay dijo:
—¿A qué se parece esa fase todo-potente de Pendrake, cuando se encuentra en ella?
—Ése es su problema y no el de usted—fue la fría respuesta—. Pero —añadió mostrando unos dientes blancos y relucientes—yo no estaría aquí si fuese él peligroso.
Con lo cual, se marchó.
Después de que se fue, Kay dijo con furiosa vehemencia:
—Esa seguridad no significa exactamente nada. Él se lleva una información vital. ¿Cuál puede ser su juego? —Entornó los ojos cavilosa. Varias veces pareció estar a punto de hablar, pero en cada ocasión se mordió los labios para no hacerlo.
Jefferson Dayles contempló el intercambio de emociones en el rostro intensamente vivo, absorbido brevemente por aquella singular mujer que lo sentía todo tan violentamente. Finalmente movió la cabeza y su voz fue firme al decir:
—Kay, eso no importa. ¿No lo ve? Su juego, como lo llama usted, no supone nada. Nadie, ningún individuo, ni ningún grupo, puede alzarse contra el Ejército, la Marina y las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. —Respiró profunda y lentamente—. ¿No se da cuenta, Kay, que el mundo es nuestro?