—En los dos años que está usted aquí, esta firma ha marchado muy bien —dijo Nypers.
Pendrake rió.
—Usted quiere bromear, Nypers. ¿Qué quiere decir eso de los dos años desde que estoy aquí? ¡Vaya, he estado tanto tiempo, que me siento como un viejo de barba blanca!
Nypers asintió inclinando su enjuta y sapiente cabeza.
—Sé de eso, señor. Todo lo demás se hace vago e irreal. Se experimenta una sensación como si ótra personalidad hubiese vivido la vida pasada. —Se volvió para marcharse—. Bien, le dejaré el contrato Winthrop.
Pendrake apartó finalmente su pasmada mirada de los impasibles paneles de la puerta de roble tras la cual se había esfumado el viejo empleado. Movió la cabeza admirado y luego con personal hastio, pero sonrió bonachonamente al sentarse ante el escritorio.
«El viejo Mr. Nypers debe estar pavoneándose esta mañana. En los dos años desde que usted…». Veamos, ¿cuánto tiempo había sido él director de la Compañía Nesbitt? Botones a los dieciséis años —ello fue en 1956—, empleado auxiliar a los diecinueve, luego jefe de sección, y finalmente director gerente. Cuando se declaró la guerra con China en 1965 le dieron un permiso de excedencia. Vuelto a su despacho en 1968, desde entonces había estado firme en su puesto. El tiempo soplaba como un constante viento norte.
Ahora era el 1975. H-m-m-m, dieciséis años con la empresa sin contar la guerra; siete como director general. Lo cual le daba este año exactamente la edad de treinta y cinco años.
Frunció el entrecejo, súbitamente irritado. ¿Qué era lo que podía haber motivado que Nypers dijese: «En los dos años desde que ha estado usted con nosotros…»? Las palabras formaban un molde en su mente. La acción que finalmente ejecutó fue semiautomática. Oprimió un botón de su escritorio.
Abrióse la puerta y entró en el despacho una huesuda mujer de blanco rostro y unos treinta y cinco años.
—¿Llamó usted, Mr. Pendrake?
Pendrake vaciló. Estaba comenzando a sentirse estúpido y en absoluto pasmado de su trastorno.
—Miss Pearson—dijo—, ¿cuánto tiempo ha estado usted con la Compañía Nesbitt?
La mujer le miró agudamente, y Pendrake recordó demasiado tarde que en aquellos días de agresiva emancipación femenina, un patrono no debía hacer a una empleada preguntas que pudieran interpretarse como no relacionadas con el negocio.
Tras un momento, los ojos de Mrs. Pearson perdieron su duro y hostil fulgor, y Pendrake respiró más aliviado.
—Cinco años —respondió ella brevemente.
—¿Quién la contrató? —preguntó Pendrake, forzándose a hacerlo.
Miss Pearson se encogió de hombros, pero el gesto podía estar relacionado con algo que tenía en la mente. Su voz fue normal al decir:
—Pues el entonces director, Mr. Letstone.
—¡Oh! —exclamó Pendrake.
Casi observó que él había sido director general durante los pasados cinco años. No lo hizo debido a que el pensamiento tras las palabras se deslizaba a la vaguedad. Se aplomó su mente, obstruida pero relativamente inconfusa. La idea que finalmente se le ocurrió fue lógica y despejada. Con tono sosegado ordenó:
—Haga el favor de traerme el libro de nómina del personal para el ejercicio de 1973.
Trajo ella el libro, colocándolo sobre el escritorio, y una vez se hubo marchado, Pendrake lo abrió en SALARIOS del mes de diciembre. Allá estaba: «James Pendrake, director general, 3250».
Noviembre tenía la misma historia. Impaciente pasó a enero anterior. Decía: «Agnus Letstone, director general, 2200».
No había explicación alguna para el sueldo más bajo. De febrero a agosto seguía apareciendo Agnus Letstone, 2200.
¡Dos años! «En los dos años desde que ha estado con nosotros…».
El contrato Winthrop yacía, sin haber sido leído sobre el gran escritorio de roble. Pendrake se levantó y se dirigió al vidriado ventanal que formaba un dibujo curvado en la esquina del despacho. Una amplia avenida se extendía bajo él, un bulevar orillado de árboles y de edificios de muchos pisos. El dinero había afluido a aquella calle… y a aquel despacho. Pensó en cuán a menudo se había creído uno de esos hombres afortunados al extremo de la clase de grandes ingresos, un hombre que había alcanzado la posición cimera en su compañía tras años de afanes y esfuerzos.
Pendrake movió la cabeza lastimeramente. Los años de fatigas no se habían producido. La cuestión era por consiguiente: ¿cómo había logrado aquel excelente empleo con su magnífico sueldo, su clientela exclusiva y su organización que marchaba como sobre ruedas? La vida había sido tan encantadora y amable como un trago de clara y fresca agua, un idilio inconturbado, un diseño de existencia feliz.
¡Y ahora esto!
¿Cómo descubriría un hombre lo que había hecho durante los primeros treinta singulares años de su vida? Había unos pocos hechos simples que podía comprobar antes de emprender cualquier acción. Con brusca decisión volvió a su escritorio, conectó el dictáfono y comenzó:
Sección de Archivos, Departamento de la Guerra, Washington, D. C.
Muy señores míos: Les agradeceré tengan a bien remitirme a la mayor brevedad posible una copia de mi expediente en la guerra de China. Estuve enrolado en…
Lo explicó detalladamente, cobrando confianza a medida que proseguía. Su memoria no andaba muy clara en los hechos principales. La vida real en el ejército, las batallas, resultaban vagas y lejanas. Pero ello era comprensible. Había aquel viaje que hizo con Aurelia al Canadá el año pasado, y el cual era un vago sueño ya, con pinceladas sólo acá y allá de imágenes mentales, o como relampagueos, para comprobar que había sucedido en efecto.
Toda la vida era un proceso implacable de olvido del pasado.
Su segunda carta la dirigió al Registro Estadístico de Nacimientos de su estado natal. «Nací—dictó—el 1 de junio de 1940 en Crescentville. Les agradeceré me envíen mi certificado de nacimiento a la mayor brevedad posible».
Tocó el timbre llamando a Miss Pearson y cuando entró le entregó la cinta del dictáfono.
—Compruebe estas direcciones —le instruyó animadamente—. Creo que esto implica algún gasto. Mire cuánto es, adjunte órdenes de pago, y envíe ambas cartas por correo aéreo.
Se sintió satisfecho de sí mismo. No servía de nada el excitarse por aquel asunto. Después de todo, allá estaba él, sólido en su puesto, y con la mente tan consistente como una roca. No había razón alguna para perturbarse, y menos causa aún para permitir a los demás descubrir su trance. Las respuestas a sus cartas llegarían oportunamente. Y entonces habría suficiente tiempo para proseguir el asunto.
Tomó el contrato Winthrop y comenzó a leerlo.
Veinte minutos después le sobrecogió la idea de haber pasado la mayor parte del tiempo esforzándose en recordar lo que había estado haciendo durante septiembre de 1973. Era el mes en el que los americanos alunizaron, tres años después de los soviéticos. Pendrake se representó los titulares de los periódicos tal como los había visto. Y no había duda alguna en ello. Los había visto. Aparecían en su mente, grandes y negros. Podía considerar a septiembre, su primer mes con la compañía Nesbitt, según el registro de nóminas como parte de la continuidad de su existencia presente.
¿Y qué sobre agosto? En agosto había habido la disputa interna que casi escindió la poderosa unión de los clubs femeninos. ¿Y cuáles habían sido los titulares? Pendrake se esforzó en recordar… mas nada apareció. ¿Qué sobre el 1 de septiembre?, pensó. Si agosto y el comienzo de septiembre habían sido la fecha divisoria, debería tener alguna especial impresión de vivencia que la señalase distintamente. Recordó vagamente haber estado enfermo por aquel tiempo.
Su mente no quería sujetar aquel primer día del mes de septiembre. Probablemente había desayunado. Probablemente había ido al despacho tras recibir los prolongados besos de despedida de Aurelia. Su mente se suspendía a medio vuelo, como un ave que hubiese sido alcanzada por un disparo en su trayectoria. «¡Aurelia!», pensó. Ella debió haber estado allí el 30 de agosto y el 29, y en julio, junio, mayo, abril, y antes y antes.
En toda su mente no había la sugerencia, ni la había habido en sus actos durante el mes vital de septiembre, de que no hubiesen estado casados durante años.
Por lo tanto… ¡Aurelia sabía!
Era una constatación que tenía sus limitaciones emocionales. Las curiosas sacudidas de su memoria a la primera aguda percatación de la idea, fueron prendidas en la red de una lógica más serena, y se calmó. Así pues, Aurelia sabía. Bueno, lo debiera. Ella había estado evidentemente allí durante varios años. Y el cambio que había acontecido, había tenido lugar en su mente, y no en la de ella.
Pendrake lanzó una ojeada al reloj de pared. Las doce y cuarto. Tenía tiempo para ir a casa a comer. Generalmente comía en la ciudad, pero la información que deseaba no podía esperar.
Varias mujeres de buen parecer se hallaban en el vestíbulo cuando se dirigió al ascensor. La impresión de que clavaban en él sus miradas al pasar fue tan fuerte que le arrancó de sus tempestuosos pensamientos. Se volvió y lanzó una ojeada atrás.
Una de las mujeres estaba diciendo algo a un pequeño artilugio que tenía en su muñeca. «Una radio de joyería», pensó Pendrake, interesado.
Ya en el ascensor, olvidó el incidente en el descenso. Había más mujeres en el vestíbulo de abajo, y otras aún en la entrada. Junto al borde de la acera se hallaban media docena de imponentes coches negros, con una mujer a cada volante. Dentro de pocos minutos, la calle enjambrearía con las presurosas afluencias de mediodía. Pero ahora, excepto por aquellas mujeres, estaba casi desierta.
—¿Mr. Pendrake?
Pendrake se volvió. Era una de las muchachas que habían estado al exterior de la puerta, una mujercita de aspecto vivaz y de rostro extrañamente serio.
Pendrake se la quedó mirando.
—¿Eh? —dijo.
—¿Es usted Mr. James Pendrake?
Pendrake emergió algo más de su semi-ensueño.
—Pues sí, yo… ¿Qué…?
—De acuerdo, muchachas —dijo la joven.
Pasmosamente, aparecieron armas que brillaron metálicamente al sol, y antes de que Pendrake pudiera parpadear le asieron por los brazos y le propulsaron a una de las limosinas. Podía haber resistido. Pero no lo hizo. No sentía sensación alguna de peligro. En su cerebro había tan sólo un enorme asombro paralizante. Estaba ya en el interior del coche, y funcionaba el motor, antes de que se diera cuenta de cuanto había pasado.
—¡Eh, qué significa esto! —comenzó.
—Por favor, no haga preguntas, Mr. Pendrake. —Era la misma muchacha que primero se le había dirigido, ya que se hallaba sentada ahora a su derecha—. No se le hará ningún daño… a menos de que se porte mal.
Y como para ilustrar la amenaza, las dos muchachas que ocupaban los asientos plegables del centro frente a él, manipularon significativamente sus relucientes pistolas.
Al cabo de un minuto seguía sin ser un sueño, y Pendrake dijo:
—¿A dónde me llevan?
—¡No haga preguntas, por favor!
Aquello impacientaba, producía la sensación de ser tratado como un chiquillo. Torvo, furioso, Pendrake se recostó en su asiento y examinó con hostiles ojos a sus raptoras. Eran típicas minifaldistas de la «nueva ola». Las dos que estaban armadas eran de mayor edad, yendo acaso a la cuarentena, pero delgadas, ágiles y flexibles. Sus ojos tenían la brillante mirada de quienes habían tomado el Igualizador, droga que «hace igual al hombre». La joven conductora y la muchacha de la izquierda de Pendrake tenían los mismos brillantes ojos de haber sido sometidas a igual tratamiento.
Todas ellas parecían capaces.
Antes de que Pendrake pudiera pensar más, el coche dobló una esquina y atravesó un pavimento ligeramente inclinado. Pendrake tuvo tiempo de reconocer que se trataba del rascacielos del Hotel McCandless, y luego se encontraron en el interior del garaje en dirección a una puerta distante, donde se detuvo el coche. Sin una palabra, Pendrake obedeció a las pistolas que le conminaban a salir, siendo conducido a lo largo de un pasillo desierto hasta un montacargas, el cual se detuvo en el tercer piso. Pendrake fue conducido sesgadamente a través de un iluminado pasillo y luego de una puerta, que se abría a una habitación espaciosa y magníficamente amueblada. En el extremo de la habitación, y sobre un canapé verde, de espaldas a un enorme ventanal, se hallaba un hombre de cabello gris y de magnífico aspecto. A su derecha, y ante un escritorio, sentábase una mujer joven. Pendrake apenas lanzó una ojeada a ésta. Con los ojos dilatados contempló cómo la juvenil jefe de sus guardianas se aproximaba al hombre de cabello gris y decía:
—Tal como lo pidió usted, presidente Dayles, le hemos traído a Mr. James Pendrake.
Era el nombre, tan suavemente pronunciado, que confirmaba la identificación. Incrédulo, él había reconocido el tan fotografiado rostro. No cabía ya la menor duda. Allá estaba Jefferson Dayles, presidente de los Estados Unidos.