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Era pasada la medianoche del 8 de octubre, y Pendrake caminaba con la cabeza agachada contra un fuerte viento del Este, a lo largo de una bien iluminada calle del sector Riverdale de la ciudad de Nueva York, a la par que se fijaba al paso en los números de las casas: 418, 420, 432.

Este último número correspondía a la tercera casa de la esquina, y lo pasó hasta la farola. De espaldas al viento, se detuvo bajo el brillante haz de luces, examinando una vez más su preciosa lista…, una comprobación final. Su primera intención había sido dirigir sus pesquisas a cada uno de los setenta y tres americanos del Este de aquella lista, empezando por la A. Pero, pensándolo mejor, se percató de que científicos de firmas como la Westinghouse, la Fundación Rockefeller, laboratorios particulares con medios limitados, y físicos y profesores que llevaban a cabo una investigación individual, eran los candidatos menos probables, los primeros debido a la imposibilidad del secreto, y los otros porque aquel motor debía tener mucho dinero tras él. Lo cual dejaba reducida la lista a veintitrés fundaciones privadas.

Mas hasta eso resultaba una inmensa empresa para un hombre; la posibilidad de ser atrapado se reflejaba en la tensa expresión de su rostro, y atirantaba también sus músculos y contraía aquel brazo en desarrollo. Y ésa era sólo su onceava pesquisa. Las anteriores habían resultado tan infructuosas como peligrosas.

Pendrake se metió la lista en el bolsillo y suspiró. La demora no servía de nada. En su alfabeto había llegado al Instituto Lambton, cuyo distinguido director, el doctor en Ciencias físicas McClintock Grayson, vivía en la tercera casa de la esquina.

Llegó a la puerta delantera de la oscurecida residencia y experimentó su primer desencanto. De manera vaga había esperado que la puerta no estuviese cerrada con llave. Pero lo estaba, lo cual significaba que todas las puertas que había abierto en su vida, sin darse siquiera cuenta de que estaban cerradas, habrían de ser ahora precedentes, pruebas de que una cerradura Yale puede ser forzada silenciosamente. Ésta parecía diferente, hecha ex-profeso, pero tensó los músculos y asió el pestillo. La cerradura saltó produciendo el tenue piñoneo del metal que ha sido sometido a una presión insoportable.

Pendrake se quedó un momento a la escucha en el vestíbulo sumido en la oscuridad. Pero el único sonido era el martilleante latir de su corazón. Fue adelante con cautela, empleando su linterna eléctrica al fisgar por las puertas. Conjeturó luego que el despacho del doctor debía encontrarse en el segundo piso, y subió las escaleras de cuatro en cuatro.

El vestíbulo del segundo piso era amplio, con cuatro puertas cerradas y dos abiertas. La primera de éstas daba a un dormitorio, y la segunda a una amplia habitación con hileras de estanterías. Pendrake suspiró aliviado al entrar de puntillas en ella. Había un escritorio en una esquina, un pequeño archivador y varias lámparas de pie. Tras rápida inspección cerró la puerta y encendió la lámpara que estaba junto a la butaca próxima al escritorio. Esperó de nuevo, con todos los nervios de punta.

De alguna parte provenía el tenue sonido de una respiración acompasada. Pero eso era todo. Los habitantes de la casa del doctor Grayson estaban descansando apaciblemente de sus labores cotidianas, lo cual —reflexionó Pendrake al sentarse ante el escritorio— era como debía ser. En consecuencia se dispuso a leer.

A las dos de la madrugada había dado con su hombre. La prueba estaba en una nota garrapateada, extraída de una masa de papelotes que llenaban un cajón. Decía así:

La pura mecánica de la operación del motor depende de las revoluciones por minuto. A muy pocas revoluciones por minuto —por ejemplo cincuenta o cien— la presión debe situarse casi por entero en la línea vertical al plano axial. Si han sido calculados exactamente los pesos, un motor elevará, pero el movimiento hacia adelante será casi nulo.

Pendrake, perplejo, hizo una pausa. No podía tratarse de otra cosa más que del motor que se estaba discutiendo. ¿Pero qué significaba ello? Siguió leyendo:

Cuando el número de revoluciones por minuto aumenta, la presión cambiará rápidamente hacia la horizontal, hasta que, a unas quinientas revoluciones, el tirón se hallará a lo largo del plano axial… y habrá cesado toda oposición de presión secundaria. Es en esta fase que puede ser el motor empujado a lo largo de un eje, pero no tirado. La inducción es tan intensa que…

La referencia al eje daba ya el pleno convencimiento. Recordaba demasiado bien su propio violento descubrimiento de que no podía ser tirado el eje del motor.

El brujo atómico de la época era el doctor Grayson. De súbito, Pendrake se sintió débil y se recostó en la butaca, extrañamente aturdido. «Tengo que salir de aquí —pensó—. Ahora que lo sé, no debo ser atrapado en absoluto».

El triunfo se manifestó al cerrar tras sí la puerta delantera de la casa. Fue por la calle con la mente tan repleta de embriagador júbilo, que se tambaleaba como un borracho. Estaba desayunando en un bar a una milla de allí cuando se produjo la reacción: ¡Así, pues, era el famoso savant doctor Grayson, el hombre que estaba tras el maravilloso motor! ¿Y ahora qué?

Después de dormir puso una conferencia a Hoskins.

«Es imposible—pensó mientras esperaba la comunicación— que yo lleve a cabo solo este tremendo asunto».

Si algo le ocurriese a él, lo que había descubierto se disolvería en la mayor oscuridad para no ser acaso nunca reconstituido. Después de todo, él estaba aquí porque había tomado a pecho un ilimitado juramento de lealtad a su país, un juramento pertinente hasta que le fuera recordado.

Su ensueño acabó cuando el operador dijo:

—Mr. Hoskins rehúsa aceptar su llamada, señor.

Su problema parecía tan viejo como su existencia. Al instalarse en la biblioteca del hotel aquella tarde, su mente volvió a la soledad de su situación, a la realidad de que todas las decisiones sobre el motor había de tomarlas él, y a él tocaba también actuar en consecuencia. ¡Qué increíble estúpido era! Debía quitarse de la cabeza todo aquel miserable asunto y volver a Crescentville. La propiedad necesitaría allí cuidados antes del invierno. Pero sabía que no iría. ¿Qué haría en aquel rincón perdido durante los largos días y largas noches de los años venideros?

Quedaba sólo el motor. Todo su interés por la vida, su renacimiento de espíritu, databan del momento en que había encontrado aquel objeto en forma de buñuelo. Sin el motor, o más bien —hizo la clasificación conscientemente—sin la búsqueda del motor, era como un alma perdida errando al albur a través de la eternidad que estaba siendo en la Tierra.

Al cabo de un indefinido período de tiempo se dio cuenta de pronto del peso del libro que tenía en la mano y recordo su propósito de ir a la biblioteca. El libro era la edición de 1968 de la Enciclopedia Hilliard, y revelaba que el doctor McClintock Grayson había nacido en 1911, que tenía una hija y dos hijos, y que había aportado notables contribuciones a la teoría de la fisión, de la ciencia atómica. De Cyrus Lambton, la Enciclopedia decía:

«… fabricante, filántropo, fundó el Instituto Lambton en 1952. Desde la guerra, Mr. Lambton se ha interesado activamente en un movimiento de retorno-a-la-tierra, hallándose establecida la sede de este proyecto en…»

Pendrake salió finalmente a la cálida tarde de octubre y compró un coche. Sus días se convirtieron en una monótona rutina. Vigilar la salida de Grayson de su casa por la mañana, seguirle hasta que desaparecía en el edificio Lambton y rastrearle en su regreso a casa por la noche. Parecía un juego interminable y sin propósito.

La rutina se quebró finalmente el decimoséptimo día. A la una de la tarde, Grayson emergió animadamente de la estructura de plástico aerogel que era el domicilio social de postguerra del Instituto Lambton.

La misma hora resultaba insólita. Pero al punto se mostró más claramente la diferencia de este día con los otros. El científico, haciendo caso omiso de su coche aparcado junto al edificio, fue a una parada de taxis que se hallaba a media manzana y se hizo conducir a un edificio de torres gemelas de la Calle Quinta. En ambas torres aparecía atravesado un anuncio de plástico y letras relucientes:

CYRUS LAMBTON, PROYECTO COLONIZADOR DE LA TIERRA

Mientras vigilaba Pendrake, Grayson despidió el taxi y desapareció a través de una puerta giratoria en una de las torres de ancha base. Desconcertado, pero vagamente excitado, Pendrake fue despacio a una ventana que tenía un gran rótulo iluminado, el cual decía:

EL PROYECTO CYRUS LAMBTON desea parejas serias y sinceras, deseosas de trabajar de firme para establecerse en un rico terreno y en un clima maravilloso. Son especialmente bienvenidos antiguos granjeros, e hijos e hijas de granjeros. No se admiten solicitudes de quien desee una proximidad a la ciudad o que tenga parientes a quienes haya de visitar. He aquí una auténtica oportunidad bajo un plan privado total.

Tres parejas más se desean hoy para el reciente lote que se trasladará en breve bajo la instrucción del doctor McClintock Grayson. Despacho abierto hasta las once de la noche.

¡DAOS PRISA!

El anuncio no parecía tener relación alguna con un motor abandonado en la ladera de una colina. Pero le aportó un pensamiento que no quería despejarse; un pensamiento que era realmente un producto de una prisa que le había estado apremiando durante todos los monótonos días ya pasados. Durante una hora combatió el impulso, pero éste se hizo luego demasiado grande para su fuerza de voluntad y se proyectó en sus músculos, llevándole irresistiblemente a una cabina telefónica. Un minuto después se hallaba marcando el número de la Compañía de la Enciclopedia Hilliard.

Pasó un momento mientras llamaban a Leonor al teléfono. Él tuvo mil pensamientos y por dos veces estuvo a punto de colgar el receptor; seguidamente oyó la voz de ella:

—¿Qué sucede, Jim?

La ansiedad de la voz de Leonor era el sonido más dulce que jamás oyera. Cobró firmeza al explicar lo que quería:

—Tienes que ponerte un abrigo viejo y un vestido barato de algodón, o algo por el estilo, mientras yo compro alguna ropa de segunda mano. Quiero descubrir lo que hay tras el plan de colonización de la tierra. Tenemos que presentarnos antes del anochecer. Una simple pesquisa no será peligrosa.

Tenía la mente como embotada ante la posibilidad de ver a Leonor de nuevo. Y por ello la desazonante idea de un posible peligro quedóse profundamente sumida en su interior y no afloró a la superficie hasta que vio a Leonor llegando por la calle. Ella hubiese pasado de largo, pero él salió de donde estaba y llamó:

—¡Leonor!

Detúvose ella; y mirándola, reparó él por primera vez que se habían ampliado las formas de la muchacha con la que se había casado hacía seis años. Era aún lo suficientemente grácil como para satisfacer a cualquier hombre, pero ya asomaban los contornos de la madurez.

—Olvidé la máscara y el brazo artificial —dijo ella—. Te hacen parecer casi…

Pendrake compuso una sonrisa. Ella no sabía la mitad de la cosa. Su nuevo brazo llegaba ya a la altura del codo, y mano y dedos eran nudosos y separados. Todo ello encajaba perfectamente en la oquedad del brazo artificial, y daba firmeza y dirección a sus movimientos.

Intentando ser humorístico, pues se hallaba en estado de júbilo, dijo:

—Casi humano, ¿eh?

Al instante se percató de haber dicho lo indebido. El color desapareció de las mejillas de ella, se echó atrás lentamente y en su rostro apareció una desvaída sonrisa al decir:

—No me importa realmente que tengas sólo un brazo. No fue éste nuestro problema, aunque tú pretendiste que sí.

No lo había olvidado. Ahora recordaba que en su angustia emocional por el rechazo de ella la había acusado de haberse vuelto contra él por no ser físicamente completo… Había sido simplemente una maniobra verbal, pero evidentemente la había herido con ella.

Mientras él tenía estos pensamientos, ella se había apartado y se hallaba con la mirada posada en el edificio y una complaciente sonrisa en los labios.

—Torretas de aerogel —dijo a media voz—de cincuenta metros de altura; una completamente opaca, sin ventanas ni puertas—me pregunto lo que ello significa—, y la otra… Bien, seremos Mr. y Mrs. Lester Cranston, de Winora, Idaho. E íbamos a abandonar Nueva York esta noche, pero vimos su anuncio. Nos gustará todo lo de su plan.

Empezó a cruzar la calle. Pendrake la siguió, e iban a atravesar la puerta principal cuando Pendrake, en un comprensible salto mental, vio que había sido sólo el deseo emocional de ver a Leonor lo que le había impelido a llevarla allí, y dijo tenso:

—Leonor, no vamos a entrar.

Debió haber sabido que sería inútil hablar. Sin prestarle atención, ella siguió adelante, y él la siguió con apresurados pasos hasta donde se encontraba una muchacha ante un vasto escritorio de plástico situado en el centro de la habitación. Pendrake tomó asiento antes de que el reluciente rótulo sobre la mesa prendiera su vista.

MISS GRAYSON

¡Miss Grayson! Pendrake se retorció en su butaca y luego una gran inquietud le dominó. ¡La hija del doctor Grayson! Así que miembros de la familia del científico se hallaban mezclados en aquello… Sería hasta posible que dos o hasta los cuatro hombres que le quitaron el avión fuesen sus hijos. Y quizá también Lambton tenía hijos. No podía recordar lo que la Enciclopedia decía sobre los hijos de Lambton.

En la intensidad de sus pensamientos escuchó con media atención la conversación entre Leonor y la hija de Grayson. Pero cuando Leonor se levantó, recordó que se había tratado sobre un examen psicológico en la habitación posterior. Pendrake contempló a Leonor dirigirse a la puerta que daba a la segunda torre, y se alegró cuando al cabo de unos tres minutos Miss Grayson dijo:

—¿Hace el favor de pasar ahora, Mr. Cranston?

La puerta se abría a un estrecho pasillo, al fina del cual había otra puerta. Al tocar con los dedos el pestillo, una red cayó sobre él y se estiró.

Simultáneamente se abrió a su derecha una ranura y el doctor Grayson, con una jeringuilla en la mana aplicó la aguja en el brazo izquierdo de Pendrake, sobre el codo, y luego dijo por encima del hombro a alguien que no se veía:

—Éste es el último, Peter. Podemos marcharnos en cuanto oscurezca.

—Un momento, doctor. Será mejor examinar a esta pareja. Hay algo raro en el brazo derecho de ese individuo. Mire esta foto.

La ranura piñoneó al cerrarse.

Pendrake se retorció desesperadamente. Pero le invadía un soñoliento sopor, y la red le sujetaba firmemente a pesar de sus contorsiones.

Y en un abrir y cerrar de ojos se tendió la oscuridad.