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Llegó a Washington en el avión de la mañana procedente de Dormantown y se dirigió seguidamente a la oficina de Hoskins, Baker y Hoskins, procuradores de patentes. Un momento después de que hiciera anunciar su nombre apareció por una puerta un delgado y elegante joven, quien atravesó a grandes zancadas la antesala. Ignorando la perplejidad del empleado de recepción, exclamó con voz penetrante:

—¡El hombre de acero de las Fuerzas Aéreas!… Jim, yo…

Se detuvo. Sus azules ojos se dilataron. Algo de color desapareció de sus mejillas al posar la mirada con aire afligido en la vacía manga de Pendrake, al que silenciosamente empujó a su despacho particular.

—¡El hombre que arrancaba puertas con los pestillos cuando estaba en apuros y lo trituraba todo en sus manos cuando se excitaba…! —murmuró. Se sacudió con esfuerzo el abatimiento y añadió en voz alta—: ¿Cómo está Leonor, Jim?

Pendrake ya sabía que el comienzo iba a ser arduo y con tanta brevedad como le fue posible explicó:

—Ya sabes cómo era ella. Tenía ese trabajo en el departamento de investigaciones de la Enciclopedia Hilliard, una existencia al margen del mundo, de la que la saqué yo, y… —Se detuvo, se encogió de hombros finalmente y prosiguió—: Y después descubrió como fuese lo de esas otras mujeres… No sé quién se lo diría. Me enseñó una carta y me preguntó si era verdad.

Hoskins dijo suavemente:

—Estuvimos en China durante tres años. Yo tuve una docena de mujeres en mi estancia allá; un par de ellas eran muy lindas por cierto… Me hubiese casado con alguna de ellas, de no haberlo estado ya. ¿Qué decía la carta y de quién era?

—No la leí—respondió Pendrake. Suspiró—. No sé por qué caí con Leonor. Debió haberme recordado a mi madre o algo así. Ella tenía un poder que hacía parecer insignificantes las demás mujeres. Pero ahora ya no importa eso.

Y sin preámbulo se lanzó a una detallada explicación sobre el motor. Para cuando llegó al final de su relato, Hoskins estaba paseándose de un lado a otro del despacho.

—Un grupo secreto con un invento mecánico nuevo y maravilloso. Jim, eso me parece muy gordo. Estoy bien relacionado con las Fuerzas Aéreas y conozco al comisario Blakeley. Pero no hay tiempo que perder. ¿Tienes mucho dinero?

Pendrake vaciló.

—Depende de lo que llames mucho.

—Quiero decir que no podemos perder tiempo en expedienteo. ¿Puedes disponer de cinco mil dólares para la cámara de imágenes electrónica? Ya sabes, la que fue inventada justamente al final de la guerra con China. Acaso recuperes el dinero, o acaso no. Lo importante es que vayas a esa ladera de la colina donde encontraste el motor y fotografíes los electrones del suelo. Hemos de tener un retrato de esa máquina para convencer al tipo de cínico que ha vuelto a mostrarse en la ciudad, al individuo que no quiere creer en nada que no ve y escurre el bulto si no se le puede enseñar.

La energía y el interés de Hoskins eran contagiosos. Pendrake se puso en pie de un salto.

—Me voy al instante. ¿Dónde puedo adquirir una esas cámaras?

—Hay en la ciudad una sociedad que las vende al gobierno y a varias instituciones educativas para fines geológicos y arqueológicos. Mira, Jim, me fastidia el darte tanta prisa. Me hubiese gustado que vinieras a casa y conocieras a mi mujer, pero el tiempo es la esencia de estas fotografías. Ese suelo está expuesto la luz, y la imagen podría ser borrosa.

—Hasta la vista—dijo Pendrake, yendo con la misiva a la puerta.

Los clichés salieron estupendamente claros e inconfundibles las imágenes en las fotografías. Pendrake se hallaba sentado en su salita admirando el terso acabado cuando llamó un mensajero de la oficina de teléfonos.

—Hay una conferencia de Nueva York para usted —dijo el recadero—. El interesado espera. ¿Quiere venir a la central?

«Hoskins», pensó Pendrake, aunque no podía imaginarse lo que pudiera estar haciendo Ned en Nueva York. El primer sonido de la voz extraña en el receptor le produjo un escalofrío.

—Mr. Pendrake —dijo la voz—, tenemos razones para creer que se halla usted aún apegado a su esposa. Sería lamentable que le sucediese algo a ella como resultado de la injerencia de usted en algo que no le concierne. Haga caso.

Hubo un click, y su leve y agudo sonido producía aún un eco en la mente de Pendrake minutos después, mientras caminaba abstraído a lo largo de la calle. Sólo una cosa aparecía clara: la investigación había acabado.

Se arrastraron los días. No por vez primera se le ocurrió a Pendrake que había sido aquella máquina lo que le había sacado de su prolongado estupor. Y que se había lanzado a examinarla tan rápidamente porque se había percatado de que sin ella no tendría nada. Era peor que eso. Intentó resumir el antiguo contenido de su existencia. Y no pudo. Las cabalgadas casi al alba sobre Dandy, que antes duraban desde la amanecida hasta el caer de la tarde, acabaron bruscamente a las diez de la mañana, en dos días sucesivos, y no fueron reanudadas. No era que no quisiera cabalgar más. Era simplemente que la vida suponía más que el sueño de un ocioso. El sueño de tres años había pasado. El quinto día llegó un telegrama de Hoskins:

¿Qué sucede? He estado esperando tus noticias.

Ned.

Desazonado, Pendrake hizo pedazos el telegrama. Intentó contestar, pero aún estaba estrujando su cerebro dos días después sobre lo que debía decir exactamente cuando llegó la carta.

«No puedo comprender tu silencio. He interesado al comisario del Aire, Blakeley, y algunos funcionarios técnicos me han llamado ya. En otra semana apareceré como un tonto. Tú compraste la cámara; lo comprobé. Debes tener las fotos, así que por amor de Dios da noticias…».

Pendrake respondió:

«Estoy abandonando el caso. Siento haberte molestado con él, pero he descubierto algo que transforma completamente mi opinión sobre el asunto y no soy libre de revelar lo que es».

La verdad habría sido que no quería revelarlo, pero el manifestarlo así hubiese sido improcedente. Aquellos oficiales - en activo de las Fuerzas Aéreas —él había sido uno de ellos en su tiempo—no habían podido encajar en sus sistemas el hecho de que la paz era radicalmente diferente de la guerra. La amenaza a Leonor únicamente los impacientaría; su muerte o lesión constituiría una baja insignificante como para ser tomada en consideración. Naturalmente que ellos adoptarían precauciones. Pero al diablo con ellos..,

Al tercer día de haber enviado su carta se detuvo un taxi ante la puerta del cercado de la casa de campo, y descendieron de él Hoskins y un gigante barbudo. Pendrake les dejó entrar, correspondió sosegadamente a la presentación al gran Blakeley y se mostró frío ante las preguntas de su amigo, quien a los diez minutos estaba blanco como un lienzo.

—No puedo comprenderlo —bramó—. Tomaste las fotos, ¿no es así?

Ninguna respuesta.

—¿Cómo salieron?

Silencio.

—Eso que supiste, que transformó tu opinión… ¿Obtuviste más información sobre lo que se halla tras el motor?

Pendrake pensó angustiado que debiera haber mentido sin rodeos en su carta, en vez de hacer una declaración estúpidamente comprometedora. Lo que había dicho estaba destinado, en efecto, a despertar una intensa curiosidad y esta agonía del interrogatorio.

—Déjeme que le hable yo, Hoskins.

Pendrake sintió un notable alivio cuando habló el comisario Blakeley. Sería más fácil contender con un extraño. Vio que Hoskins se encogía de hombros al sentarse con gesto cansado en el sofá y encendía nerviosamente un pitillo.

El hombrón comenzó con frío y pausado tono:

—Creo que nos hallamos aquí ante un caso psicológico. ¿Se acuerda usted, Pendrake, de aquel tipo que en 1956 o en sus proximidades pretendía tener un motor que extraía su energía del aire? Cuando los informadores examinaron su coche, hallaron una batería cuidadosamente oculta. Y luego —prosiguió la fría y taladrante voz—hubo la mujer que, hace dos años, pretendía haber visto un submarino ruso en el lago Ontario. Su historia se hizo cada vez más disparatada a medida que progresaba la investigación de la Armada, hasta que finalmente ella admitió que la había contado a sus amistades para despertar interés por su persona, y que cuando comenzó la publicidad no tuvo valor para decir la verdad. Pero usted está siendo más listo en su caso.

La magnitud del insulto hizo que en el rostro de Pendrake se dibujara una contraída sonrisa. Quedóse así, con la mirada fija en el suelo, escuchando casi ociosamente la humillación verbal a que había sido sometido. Se sentía tan remotamente alejado de la martilleante voz, que su sorpresa fue momentáneamente inmensa cuando dos manazas asieron sus solapas y el hermoso rostro barbudo se acercó belicosamente al suyo, y la acerba voz le espetó:

—Ésa es la verdad, ¿no es así?

Pendrake no había pensado que pudiera sobreexcitarse. No tuvo sensación alguna de cólera cuando, de un impacienté manotazo, deshizo el doble asimiento del hombrón, lo hizo girar en redondo, lo asió a su vez por el cuello de su chaqueta y lo llevó a empellones y vociferando al pasillo y a través de la puerta enrejada a la terraza. Hubo un momento desatinado cuando Blakeley fue lanzado al césped de abajo. Se puso en pie rugiendo. Pero Pendrake se volvía ya. En el umbral de la puerta se encontró con Hoskins, quien llevaba puestos su sobretodo y su sombrero hongo, y que le dijo:

—Voy a recordarte algo… —Entonó las palabras a la manera de la promesa de lealtad a los Estados Unidos. Y no pudo haber sabido que había ganado, pues bajó la escalinata sin mirar atrás. El taxi en espera se marchó antes de que Pendrake comprendiera cuán absolutamente habían deshecho su propósito aquellas palabras finales.

Aquella noche escribió la carta a Leonor, y la siguió el día siguiente, a la hora que había indicado en ella: las 3,30 de la tarde. Cuando la rolliza sirvienta negra abrió la puerta del caserón blanco, Pendrake tuvo la fugaz impresión de que iba a decirle que Leonor estaba ausente. Por el contrario, fue conducido a través de los conocidos vestíbulos a la espaciosa sala de estar, de quince metros. Las cortinas venecianas estaban corridas contra el sol, por lo que a Pendrake le llevó un momento el descubrir en la penumbra la figura de la joven mujercita que se había levantado para recibirle, y que dijo con voz dulce y familiar, de tono interrogante:

—Tu carta no era muy explicativa. Sin embargo he determinado verte, de todos modos. Pero esto no importa… ¿En qué peligro me encuentro?

Ahora pudo verla él más claramente. Y durante un instante se quedó bebiéndola con los ojos…, su grácil cuerpo, cada rasgo de su rostro y el oscuro cabello que lo coronaba. Se dio cuenta de que ella se ruborizaba ante el intenso escrutinio y comenzó rápidamente su explicación:

—Mi intención —dijo— fue abandonar el asunto. Pero justamente cuando pensé haber zanjado la cuestión echando a Blakeley, Hoskins me recordó mi juramento de las Fuerzas Aéreas que me obligaba para con mi país.

—¡Oh!

—Por tu propia seguridad—prosiguió con más decisión ahora—debes abandonar Crescentville por ahora, perderte en la inmensidad de Nueva York hasta que haya sido indagado hasta el fondo este asunto.

—¡Comprendo! —Su oscura mirada era evasiva. Parecía singularmente envarada, sentada en la butaca que había escogido, como si no se encontrase del todo cómoda. Por fin, dijo—: ¿Cómo eran las voces de los dos hombres que te hablaron, el pistolero y el del teléfono?

—Una era la voz de un joven. La otra, de alguien de mediana edad.

—No, no me refiero a eso. Quiero decir el tono, el empleo del idioma, el grado de educación.

—¡Oh! —Pendrake la miró con fijeza y respondió lentamente—. No pensé en eso. Diría que mostraban muy buena educación.

—¿Acento inglés?

—No, americano.

—Eso es lo que quería yo decir. Así, pues, ¿nada extranjero?

—Ni lo más mínimo.

Ahora estaban los dos más desenvueltos, notó Pendrake. Y a él le encantaba la manera fría y serena con que ella estaba enfrentando su peligro. Después de todo, ella no estaba entrenada a habérselas con terrores físicos. Antes de que pudiera pensar más, Leonor dijo:

—Ese motor… ¿de qué clase es? ¿Tienes alguna idea?

¡Sí tenía él alguna idea sobre el particular! ¡Él, que se había estrujado el cerebro en oscuras vigilias de una docena de noches!

—Debe haberse desarrollado—dijo Pendrake detenidamente— de un tremendo fondo de investigación. Nada tan perfecto podría brotar a la existencia sin una poderosa base de la labor de otros hombres para construirlo. Sin embargo, aun así, alguien debe haber tenido una inspiración de puro genio. —Cavilosamente añadió—: Debe tratarse de un motor atómico. Esto puede ser otra cosa. No hay otro antecedente comparable. Ella le estaba mirando con fijeza, no pareciendo muy segura de sus siguientes palabras. Por fin dijo con voz grave:

—¿No te importa que te haga estas preguntas?

Él sabía lo que aquello significaba. Ella se había dado cuenta de pronto de que estaba enterneciéndose. «¡Maldita sea con la gente supersensible!», pensó él, respondiendo presta y seriamente:

—Ya has aclarado algunos extremos importantes. Pero a otra cuestión es adonde han de conducir. ¿Puedes sugerir algo más?

Hubo un silencio y luego dijo ella lentamente:

—Me doy cuenta de que no estoy debidamente capacitada para ello. No tengo conocimiento científico alguno, pero sí mi entrenamiento de investigación. No sé si mi siguiente pregunta será tonta o no, pero… ¿cuál es la fecha decisiva para un motor atómico?

Pendrake frunció el entrecejo y dijo:

—Me parece que sé lo que quieres decir. ¿Cuál es la última fecha en que no pudo haber sido desarrollado un motor atómico?

—Algo por el estilo —convino ella. Sus ojos estaban brillantes.

Pendrake reflexionó:

—He leído recientemente sobre el particular. La de 1954 encajaría, pero es más probable la de 1955.

—Parece ser mucho tiempo…, bastante largo.

Pendrake asintió. Sabía lo que ella iba a decir, y era excelente, pero esperó a que lo dijera. Lo hizo al cabo de un momento:

—¿Hay algún medio de que puedas constatar las actividades de toda persona capaz que haya efectuado una investigación superior atómica en este país desde aquella fecha?

Él inclinó la cabeza y respondió:

—Voy a acudir por primera a mi antiguo profesor de física. Es uno de esos viejos perpetuamente jóvenes que están al corriente de todo.

La voz de ella, uniforme y fría, le cortó:

—¿Vas a seguir en persona esta investigación?

Miró ella involuntariamente a su manga derecha y su rostro se tornó escarlata. No cabía duda alguna del recuerdo que había en su mente. Pendrake dijo presuroso, con desvaída sonrisa:

—Temo que no haya nadie más. Tan pronto como haya progresado un poco iré a ver a Blakeley y me excusaré por la manera como lo traté. Hasta entonces, con el brazo derecho o no, dudo que exista alguien más capaz que yo. —Frunció el entrecejo—. Desde luego se presenta el hecho de que un hombre manco es fácilmente localizado.

Mientras Pendrake hablaba, ella volvió a recuperar su autodominio y dijo:

—Iba a sugerirte que adquirieses un brazo artificial y una máscara de carne. Esa gente debió haber llevado máscaras civiles si reconociste el disfraz tan rápidamente. Puedes obtener el perfecto tipo militar. —Se puso en pie y terminó con voz llana—: En cuanto a abandonar Crescentville, escribí ya a mi antigua empresa y me reponen en mi anterior puesto. Por esto es también que te recibí. Dejaré la casa esta noche y mañana ya estarás en libertad de proseguir tus investigaciones. Buena suerte.

Frente a frente ambos, Pendrake se sintió removido hasta la médula por el brusco final de la entrevista con aquellas palabras. Se separaron como dos personas que habían estado sometidas a enorme tensión.

«Y ésa es la verdad», pensó Pendrake al salir afuera, al rayo del sol.

Permaneció en Crescentville aquella noche. Había que contratar guardianes y, entre otras muchas cosas, devolver a Dandy al establo del caserón blanco. Era ya medianoche cuando Pendrake tomó un baño preparatorio para acostarse.

Tendido de espaldas en la bañera, soltó el vendaje del muñón de su brazo izquierdo, el cual le había molestado y hasta dolido desde hacía unos días. Quitada la venda, se volvió de costado para introducir el muñón en el agua caliente.

Se detuvo.

Y se quedó con la mirada fija.

Luego lanzó una exclamación.

Todo tembloroso, volvió a mirar. No cabía duda alguna. La longitud del muñón había aumentado unos buenos cincuenta milímetros. Y presentaba como un esbozo de dedos y mano, tenue, pero inconfundible.

Parecían como la distorsión de la carne blanda.

Eran ya las tres de la madrugada cuando pudo relajarse lo bastante para dormir. Para entonces, le pareció, había ya razonado la única causa posible del milagro. En todos aquellos días excitantes había tenido a su lado sólo un objeto que fuese diferente de todos los demás: el motor.

Ahora debía de veras encontrarlo. Un singular pensamiento le asaltó sobre la propiedad de aquella máquina. Debido a todo lo que había sucedido, debido a la clandestinidad y a las amenazas, y ahora a esto, era como si hubiese adquirido progresivamente derechos. Y por ende, mientras yacía tendido en la cama, se afirmó en el claro convencimiento de que el gran motor pertenecía a quienquiera que se apoderase de él.