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El gris-azulado motor yacía casi enterrado en una verde ladera. Objeto inanimado de metal y privado de fuerzas casi tan potentes como la propia vida, se encontraba allí en aquel verano de 1972. La lluvia lavaba su forma inerte. El sol de julio y después de agosto fulguraba en él. De noche, las estrellas se reflejaban evanescentes en el metal, sin importarles su destino. La nave que impulsó había estado amorrando a la atmósfera terrestre, cuando el meteorito atravesó el bloque que lo sustentaba, y al instante y con irresistible fuerza, el motor hizo trizas lo que quedaba del bastidor y se zambulló abajo y a través del boquete abierto por el meteorito, que semejaba una boca bostezante.

Durante todas las semanas transcurridas desde entonces, había permanecido en la ladera, al parecer sin vida, pero en realidad viviente a su modo. Tenía su inductor cubierto de barro tan encostrado que habría sido necesaria una percepción especial para notar lo rápidamente que estaba girando. Ni siquiera los chicos que se sentaron un día en el flanco del motor se percataron de las convulsiones del barro. Si alguno de ellos lo hubiese hurgado metiendo la mano en el infierno de energía que era el inductor, músculos, huesos y sangre habrían brotado como un chorro de gas estallando.

Pero los muchachos se fueron, y el motor se encontraba aún allí la tarde en que los buscadores atravesaron el pie de la colina. El descubrimiento estaba ante sus propias narices, por decirlo así. Eran dos hombres, quizás un tanto cansados en la hora tardía, aun cuando entrenados observadores escudriñando ansiosamente la ladera. Pero una nube velaba la brillantez del sol, y pasaron de largo, sin ver nada.

Fue más de una semana después, de nuevo a la caída de la tarde, cuando un caballo que trepaba la colina se esparrancó en el sobresaliente bulto del motor. El jinete procedió a desmontar de manera asombrosa. Asió con una mano el arzón delantero, y se alzó en la silla. Pasó sobre ella con facilidad su pierna izquierda, se balanceó a media altura y luego se dejó caer al suelo. El despliegue de fuerza para tal operación parecía tanto menor por el automatismo de la acción. Seguidamente la atención del hombre se concentró en el objeto en tierra.

Su enjuto rostro se contrajo al examinar el motor. Lanzó una mirada en derredor y sus ojos se entornaron. Luego sonrió sardónicamente por el pensamiento que atravesó su mente, y finalmente se encogió de hombros. Era muy escasa la probabilidad de que alguien le viese allí. Crescentville estaba a más de una milla, y no había señal de vida en torno al caserón blanco que se alzaba entre árboles a unos tres cuartos de milla al nordeste.

Estaba pues solo con su caballo y aquel artefacto. Y al cabo de un momento, su voz resonó con fría ironía en el aire crepuscular.

—Bien, Dandy, aquí tenemos trabajo. Este despojo tendría que proporcionarte pienso. Después de oscurecido lo llevaremos al chatarrero. Así ella no lo descubrirá y habremos salvado algún resto de nuestro orgullo.

Se detuvo. Involuntariamente se volvió para quedar con la mirada fija en la finca semejante a un jardín que se extendía en casi una milla entre él y el poblado.

Una valla blanca, neblinosa y como un halo en el crepúsculo, formaba un amplio círculo en torno a un verdeante terreno de árboles y pasto. La valla se difuminaba en las hondonadas y en la maleza, hasta desaparecer finalmente del todo en el norte, más allá del imponente caserón blanco.

El hombre murmuró impaciente:

—¡Qué tonto he sido andurreando por Crescentville esperándola! —Se volvió para mirar al artefacto en tierra—. Vamos a ver lo que pesa esto… ¿Qué será?

Trepó a la cima de la colina y volvió a bajar trayendo una gruesa estaca de un metro y medio aproximadamente de longitud, con la que comenzó a zafar el motor del suelo. Era una tarea ardua con sólo un brazo, y así, cuando reparó en el boquete del centro taponado por el barro, metió el madero en él, para tener mejor apalancamiento.

Su exclamación de sorpresa y dolor resonó roncamente en el aire del atardecer.

Pues el madero se sacudió. Como un disparo retorcido por el cañón rayado de un arma de fuego, como una navaja de muelle, se sacudió violentamente en su mano, lacerando como un corte, y quemando como el fuego. Gimiendo y llevándose la estropeada mano al cuerpo, dio un traspiés.

El sonido murió en sus labios luego al posar la mirada en el vibrante y remolineante objeto que había sido una rama seca de árbol. Quedó como fascinado, y después trepó, temblando, al lomo del caballo negro. Y protegiendo su ensangrentada mano, y parpadeando de dolor, apresuró al caballo ladera abajo y hacia la carretera que conducía al poblado.

Un tiro y arnés, cuerda y aparejo, alquilados a un granjero, una mano rígida con los vendajes y entumecida y dolorida aún, un recorrido a través de la oscuridad con un objeto cencerreante en la narria… durante tres horas Pendrake se sintió como una criatura en una pesadilla.

Mas allí estaba ahora el artefacto, en el suelo de su establo, a salvo de ser descubierto, excepto por el sonido que seguía despidiendo de la madera en su inductor. Cuán raro parecía ahora cómo su mente había funcionado… La decisión de transportar el motor secretamente a su propia casita de campo había sido como escoger la vida en vez de la muerte, como levantar raudamente un billete de cien dólares caído en una calle desierta, tan automática como hallarse más allá de necesidad de lógica. Ahora parecía una cosa tan natural como vivir.

El amarillo resplandor de la linterna llenaba el interior de lo que antes fuera garaje particular y taller. En una esquina se hallaba Dandy, con su piel reluciente y sus ojos brillando cuando volvía la cabeza para mirar aquel objeto que compartía su cuadra. El no desagradable olor del caballo era denso ahora con la puerta cerrada. El motor estaba de costado cerca de la puerta. Y la principal dificultad era que la estaca que tenía empotrada no se mantenía recta. Golpeteaba el aire como una caricatura de hélice, produciendo un sonido en la atmósfera con la violencia y velocidad de su rotación.

Pendrake estimó su velocidad en unas cuatro mil revoluciones por minuto. Se acercó para intentar comprender la naturaleza de una máquina que podía asir un trozo de madera y hacerlo remolinear tan violentamente. Mas no sacó nada en limpio. El fruncimiento de su entrecejo se acentuó al mirar a la estaca borrosa por la velocidad. Él no podría asirla en absoluto. Y aunque indudablemente en el mundo habrían muchas herramientas que sí podrían apresar un objeto remolineante y tirar de él, no se encontraban disponibles en aquel establo iluminado por la luz de una linterna.

«Debe tener alguna palanca o botón, algo que desconecte la energía…», pensó.

Pero la superficie exterior gris-azulada, de forma de buñuelo era suave y lisa como el cristal. Hasta los bordes qué proyectaban cuatro extremidades, en las cuales se hallaban los agujeros para los pernos de encaje, parecían una prolongación del casco, como si hubiesen sido moldeados del mismo bloque de metal, como si pertenecieran a un diseño original único y exento de cualquier acoplamiento. Pendrake dio una vuelta en torno a la máquina, desconcertado. Le parecía que el problema sobrepasaba la solución de un hombre que como equipo de trabajo disponía únicamente de una mano vendada y maltrecha.

No reparó en nada de particular. El motor yacía sólida y pesadamente sobre el suelo. Ni trepidaba ni brincaba. No hacía el menor esfuerzo para mostrar una reacción opuesta al insensato remolinear que se erizaba en su centro. Ignoraba la ley de que la acción y la reacción son iguales y opuestas.

Con súbita percatación de las posibilidades, Pendrake se inclinó y enderezó el casco de metal. Al instante atravesaron su mano cuchillos de dolor, y las lágrimas afluyeron a sus ojos. Pero por fin el motor se hallaba asentado sobre una de sus cuatro series de bordes, y la torcida estaca giraba ahora, no ya verticalmente, sino casi horizontalmente al suelo.

El doloroso latido de la mano de Pendrake cejó, y secándose las lágrimas de sus ojos procedió a dar el siguiente paso en el plan que se le había ocurrido. ¡Clavos! Los metió en los pasadores del banco y los inclinó sobre el metal. Lo hacía así simplemente para asegurarse de que el motor no hiciera volcar el casco caso de que lo sacudiera demasiado.

Requirió luego una caja de manzanas, la cual, colocada a lo largo de costado, llegaba a pocos milímetros del centro exacto del ancho boquete, desde el lado opuesto de donde proyectaba la estaca. Dos libros mantenían firme un trozo de tubo de veinte milímetros por treinta y tres centímetros de longitud. A duras penas podía sostener en su lesionada mano el pequeño acotillo, pero asestó un fuerte golpe. El trozo de tubo reculo por el martillazo, aporreó el madero que estaba en el interior del boquete y lo expulsó fuera.

Se produjo un estrépito semejante a un estallido, que hizo retemblar el garaje, y al cabo de un momento Pendrake se dio cuenta de una larga grieta en el techo, producida por el madero después de haber chocado con el suelo. El percutiente cerebro de Pendrake gravitó a un ritmo acompasado al silencio que se estaba imponiendo. Respiró profundamente. Había aún cosas por descubrir, un mundo entero de una nueva máquina por explorar. Mas una cosa parecía evidente:

Había dominado a la máquina.

A medianoche se hallaba aún despierto. Tirando la revista que estaba leyendo, fue a la cocina sumida en la oscuridad para fisgar en el garaje todavía más oscuro. Pero la noche estaba en calma. Ningún merodeador perturbaba la paz del poblado. Ocasionalmente el motor de un coche roncaba a lo lejos.

Comenzó a percatarse del peligro psicológico cuando por doceava vez se encontró oprimiendo su cara contra el frío cristal de la ventana de la cocina. Lanzando una maldición volvió a la salita. ¿Qué estaba intentando hacer? No podía esperar conservar aquella máquina. Debía tratarse de algún nuevo invento, un radical desarrollo de postguerra, que yació en aquella ladera de la colina debido a un accidente del que jamas se enteró un estúpido asno que nunca leía periódicos o escuchaba la radio.

En alguna parte de la casa, recordó, había un ejemplar del Times de Nueva York, que no hace mucho compró. Lo encontró en el estante donde amontonaba todos. Era del 7 de junio de 1971, y ahora agosto. La diferencia no era grande.

Pero no era 1971. Sino 1972.

Lanzando una exclamación, Pendrake se puso en pie de un salto y luego volvió a sumirse lentamente en su butaca. Un cuadro irónico se presentó entonces a su mente un calidoscopio de la existencia de un hombre tan intacto a la fricción del tiempo, que catorce meses se habían deslizado como otros tantos días. Perezoso, miserable canalla, pensó Pendrake, empleando su brazo perdido y una mujer implacable como una excusa para tenderse a la bartola en la vida. Mas ya pasó todo. Todo. Había de comenzar de nuevo…

Se fijó en el periódico que tenía en la mano. Y la ira se le aplacó cuando en una excitación que se iba acumulando lanzó una ojeada a los titulares:

EL PRESIDENTE HACE UNA LLAMADA A LA NACIÓN PARA UN NUEVO ESFUERZO INDUSTRIAL

UN TRILLÓN DE INGRESOS NACIONALES SÓLO PARA EMPEZAR, DICE JEFFERSON DAYLES

6.350.000 REMOLQUES A CHORRO VENDIDOS EN LOS PRIMEROS CINCO MESES DE 1971

En este momento se le ocurrió a Pendrake, que la situación era que él se había arrastrado a aquella casita campestre suya, casi al margen del mundo, pero que la vida había proseguido dinámicamente. Y en alguna parte, y no hacía mucho, un inmenso invento se había engendrado de esa ondulante marea de voluntad y ambición y genio creador. Mañana intentaría una hipoteca de aquella casita de campo. Ello le proveería de algún dinero, y rompería para siempre la esclavitud del lugar. Enviaría a Dandy a Leonor, de la misma manera que ella se lo había enviado hacía tres años, sin una palabra. Los verdes pastos de la finca serían como el paraíso para un animal que había estado hambriento demasiado tiempo por la exigüidad de la pensión de un ex piloto aviador.

Debió haberse dormido con ese pensamiento. Pues se despertó a las tres de la madrugada, sudando de miedo. Salió a la noche y abrió la puerta del garaje-establo antes de darse cuenta de que había tenido un mal sueño. El motor estaba aún allí, con el trozo de tubo en su inductor. Al haz de luz de su linterna, el tubo destelló en su girar, con pardo fulgor que resultaba difícil concordar con el objeto metálico sucio, roñoso y estrujado que había saqueado de su cobijo.

Al cabo de un momento, y por primera vez, Pendrake se fijó en que el tubo estaba girando mucho más lentamente que lo había hecho el trozo de madera, ni una cuarta parte tan rápidamente, a no más de mil cuatrocientas o mil quinientas revoluciones por minuto. La velocidad de rotación debía estar regulada por la clase de material, basada en el peso atómico, o en la densidad, o en algo.

Inquieto, convencido de que no debía ser visto fuera a aquella hora, Pendrake cerró la puerta y volvió a casa. No se sentía enfadado consigo mismo, o por el súbito frenesí que le había sacado corriendo a la noche Pero las implicaciones eran turbadoras.

Resultaría difícil entregar el motor a su legitimo propietario.