VIERNES SANTO, 8 DE ABRIL

Nueve de la mañana

Eugenia despertó a Bernal con una sacudida.

—Te he dejado dormir porque anoche parecías muy cansado. Al volver de misa he encontrado en el buzón una carta para ti. Te he dejado café y tostadas en la cocina porque tengo que irme otra vez. Prometí al cura que le ayudaría a preparar la misa mayor esta mañana. ¿Vas a venir? —le miró con reproche.

—Bueno, yo… sí, si es que no me llaman del despacho. Si me llaman, te dejaré una nota.

—Como quieras. No me revuelvas la cocina —y se fue, resplandeciente con su mejor vestido de alepín.

Bernal gruñó y miró el sobre que la mujer le había dejado en la cama. Llevaba el sello presidencial. Se incorporó hasta quedar sentado, se puso las zapatillas y se deslizó con cansancio, camino del comedor, en busca de un abrecartas. Dentro del sobre encontró una carta de agradecimiento, que además le informaba su ascenso a comisario de primera, con empleo inmediato. La cosa se había movido aprisa, pensó Bernal; estaba impresionado.

Mientras sorbía el espantoso café que Eugenia le había dejado, sonó el teléfono. Anduvo automáticamente por el pasillo de baldosas y descolgó.

—Diga. Sí, señor Ministro. Sí, encantado de echar una mano. ¿El abad acaba de llamarle? Sí, muy bien. Me pondré en contacto con Navarro y Martín. ¿Puede aportar usted los agentes armados? Ah, ¿los mismos que vi en el despacho del Director General ayer por la tarde? Parece un grupo muy capaz. Sí, señor Ministro. Inmediatamente pongo manos a la obra. Adiós, señor Ministro.

Bernal pulsó la horquilla una cuantas veces y marcó el teléfono particular de Navarro.

—¿Remedios? Soy yo, Luis Bernal. ¿Está Paco? Bien. Sí, que se ponga, por favor —esperó, tamborileando de impaciencia con los dedos en el marco de la ventana y mirando sin ver la nieve que aún cubría las cumbres de Guadarrama—. ¡Paco! Espero no haberte sacado de la cama. El Ministro quiere que vayamos con Martín y unos cuantos de paisano al Valle de los Caídos. El abad le ha llamado para denunciar la presencia de intrusos durante la noche. Quiere que investiguemos y vigilemos discretamente la tumba de Franco. El problema es que no han podido localizar a los del SDG que tenían que desenterrar el ataúd. Tal vez estén escondidos en la sierra, sin saber que se ha descubierto el pastel. Nos encontraremos en el despacho. ¿Te va bien a eso de las diez menos cuarto? Muy bien. Llévate el arma.

Bernal buscó en vano el número particular de Martín en la guía telefónica. ¡Había tantos con aquel apellido!, y Bernal no estaba muy seguro respecto al segundo apellido del inspector. Tampoco recordaba el número de casa en el barrio de la Estrella, de modo que la guía telefónica de calles no le sirvió de nada. Decidió probar fortuna y llamó a la comisaría del Retiro.

—¿Ha llegado ya el inspector Martín? ¿Sí? —Bernal respiró con alivio—. Sí, que se ponga en seguida, por favor. Es de la DGS —hubo una pausa—. ¿Martín? Aquí Bernal. El Ministro tiene un trabajo para nosotros. ¿Podría estar usted en mi despacho a eso de las diez menos cuarto? Bien por usted. Tráigase el arma reglamentaria y alguna otra que tenga a mano. Hasta luego.

Bernal se afeitó deprisa y se puso un traje discreto. Se puso además un abrigo negro de lana; la mañana era fría y haría más frío aún en la sierra.

Diez menos cuarto de la mañana

Navarro y Martín le esperaban ya en el despacho. El último llevaba un maletín negro de cuero y con una forma extraña.

—Jefe, nos han ascendido a los dos —dijo Navarro—. Ya soy inspector de primera.

—Enhorabuena —dijo Bernal—. A mí me han hecho comisario de primera. ¿No se ha movido muy rápido el gobierno? ¿Qué lleva ahí, Martín?

—Es uno de los nuevos fusiles automáticos que se pueden montar en pocos minutos. Uno de mis sargentos me acaba de indicar cómo se utiliza. Me he traído el coche y a Enrique, mi chófer. Pensé que sería interesante que viniera un hombre con nosotros.

—Buena idea, Martín —dijo Bernal—. El Ministro va a enviar a su equipo de paisanos con armas con una autorización presidencial para nosotros. Tal vez no esté muy seguro de los guardias civiles que hay allí.

—¿Qué hay que hacer en concreto? —preguntó Navarro.

—Parece que el abad del Valle de los Caídos ha denunciado la presencia de intrusos durante la noche. Recordad que parte del plan del SDG es exhumar el cadáver de Franco en cierto momento de esta noche, mientras los monjes cenan, y traerlo a Madrid en tren por la mañana. Es difícil saber dónde pensaban ponerlo en el tren especial; seguramente en Villalba o en alguno de los apeaderos más al norte. El Ministro dice que la RENFE está investigando. El problema es que los comandos antiterroristas no han podido localizar a los del SDG que estaban encargados de exhumar al Caudillo. Claro que sabemos los nombres por la lista.

Sonó un golpe en la puerta y entraron cinco hombres de cara ceñuda. Bernal identificó a cuatro de ellos con los de la víspera y presentó a Navarro y a Martín al sargento, que se llamaba Olmedo.

—Sargento, si vamos por la Nacional VI no tardaremos mucho más de hora y media en llegar al Valle de los Caídos —dijo Bernal.

—Comisario, tardaremos mucho menos si cogemos la autopista A6. Aquí tiene las autorizaciones presidenciales para usted y los inspectores. Nosotros llevamos pistolas y ametralladoras.

—Estupendo, nosotros tenemos uno de los nuevos fusiles automáticos —dijo Bernal—. ¿Llevan esposas?

—Suficientes para todos, creo —respondió Olmedo.

—Andando entonces. Nosotros tres iremos en el coche del inspector Martín, pero ustedes pueden ir en el suyo.

Once menos cuarto de la mañana

Mientras dejaban atrás Torrelodones por la A6, Bernal pensó que aquella podía llamarse la ruta del Caudillo, ya que atravesaba El Pardo, Torrelodones, donde el dictador había tenido una residencia particular, y el Valle de los Caídos, construido por los presos políticos en conmemoración de los muertos de la guerra civil, y que llegaba hasta La Coruña y El Ferrol, donde Franco había tenido su palacio estival en el famoso Pazo de Meirás.

Un rato después doblaron por una carretera lateral que iba al Valle de los Caídos y Bernal vio que el coche que les precedía reducía la velocidad ante la puerta vigilada. El sargento de paisano habló con los vigilantes y les enseñó la documentación. Los dos vehículos cruzaron la entrada inmediatamente y Bernal advirtió que uno de los guardianes corría al teléfono.

Una vez dentro del soberbio recinto, enfilaron por una carretera estrecha bordeada de enebros y eucaliptos; por encima de éstos descollaban los elevados peñascos grises de la sierra de Guadarrama, cuyos picos más altos estaban cubiertos por una densa capa de nieve. Así como Felipe II había empleado más de treinta años en la construcción de un Escorial que sería monasterio y postrera morada del rey, así Franco había querido imitarle con aquella fabulosa construcción, arrancada a la roca. Era curioso, se dijo Bernal, que el Caudillo se hubiese referido con frecuencia en sus discursos al reinado de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, como al apogeo del gobierno español, cuando la verdad era que el suyo particular se había parecido mucho más al de Felipe, nieto de aquéllos. Los dos habían sido hombres engreídos, estrechos de miras y raramente inactivos, los dos habían gobernado durante un período de tiempo parecido, los dos habían tenido una veneración similar por las reliquias sagradas y compartido ambos una larga agonía, el uno por falta de medicamentos modernos, el otro por exceso de los mismos. Felipe había tardado cincuenta y tres días en morirse, aquejado de hidropesía y totalmente consumido por las llagas, mientras que Franco había sido literalmente troceado en un intento infructuoso por salvar el moribundo organismo de un destino que ni siquiera el manto de Nuestra Señora del Pilar, especialmente llevado por el obispo de Zaragoza, había exorcizado.

Cuando los coches se detuvieron al pie del promontorio de anchos peldaños y la explanada que se abría bajo la inmensa cruz de granito y hormigón, divisaron a un hombre de hábito negro que les esperaba, avisado sin duda por el vigilante de la puerta. Bernal salió del coche. El monje se le acercó intuyendo que era la persona de más autoridad.

—¿Comisario Bernal? El abad le espera. El Ministro ha telefoneado.

Los demás siguieron al comisario y al joven monje por el largo tramo de escaleras y hasta el interior de la basílica. Bernal consideró que lo más seguro era que aquélla fuese la primera vez que sus hombres estaban allí, caso que también era el suyo, para apreciar, mientras caminaban, la larga nave de piedra, que se había acortado mediante la construcción de un atrio que no superase en longitud a San Pedro de Roma. Era una hábil combinación de arquitectura religiosa moderna y fría y estilo franquista tradicional. La música conventual de cinta que surgía de los altavoces era un golpe magistral de mal gusto.

El monje les condujo a un locutorio y les pidió que se sentaran. Él, por su parte, se deslizó por una puerta interior y no tardó en volver para pedir a Bernal que le acompañase al aposento del abad. Bernal recordó que aquel abad tenía categoría de obispo.

Once y cuarto de la mañana

—Padre abad, el Ministro me ha dicho que han tenido aquí un problema.

—Fue de madrugada, comisario, cuando vimos que se habían quitado las flores de la tumba del Caudillo, aunque las de la de José Antonio estaban intactas. El Ministro me ha avisado de que puede haber un asalto nocturno por parte de un grupo extremista. Naturalmente, puesto que nuestra orden aceptó el sagrado deber de custodiar este sitio, haremos lo que sea necesario para estar a la altura de la confianza depositada en nosotros. Estamos a su disposición, comisario.

—Dígame el programa de hoy y luego echaremos una ojeada a la tumba y al altar, si es que podemos.

—Claro que sí. A mediodía celebraremos la misa que es de rigor en este santo día, después despojaremos el altar de todo adorno y así quedará hasta la madrugada del domingo. Mañana no celebraremos más que la Solemne Vigilia Pascual. No tardarán en llegar unos cuantos seglares para la misa, pero la concentración de mañana será mucho mayor.

—No creo que haya ningún peligro hasta después de la misa. ¿Cuánto durará?

—Cerca de hora y media, mucho más de lo normal. La basílica quedará vacía hasta vísperas, a las seis.

—Estaremos vigilando en todo momento, Padre. ¿Podríamos registrar ahora la iglesia?

—Naturalmente. Me permitirá recibir a los que le acompañan, ¿verdad?

El extraño grupo de religiosos y policías recorrió la basílica y se dirigió a la tumba de Franco. Bernal se inclinó para inspeccionar los bordes y advirtió ciertas irregularidades en el cemento. Sacó una lupa para examinarlas con mayor detenimiento.

—Padre, da la sensación de que se ha introducido una herramienta entre los bordes.

—Es espantoso —exclamó el abad, inclinándose para mirar—. Por lo que sabemos, nadie la ha tocado desde el entierro. ¿La han abierto?

—No, creo que no, porque el cemento se habría resquebrajado. Pero alguien ha introducido una herramienta metálica por este lado. Quizá sólo estuvieran probando o tal vez les interrumpieron.

—El hermano que entró el primero esta mañana no vio a nadie, aunque se dio cuenta de que se habían quitado las flores y vino enseguida a informar. Es posible que el intruso escapara al encontrarse solo.

—¿Estaba la puerta abierta?

—El hermano Alberto la abrió al entrar. El intruso pudo haber pasado la noche oculto en una capilla.

Bernal dijo a Navarro y a Martín que organizasen un registro de toda la basílica y buscasen cualquier señal de entrada forzada.

—Algunas partes del edificio están en clausura y no suele dejarse que entren los seglares, comisario. Pero dadas las circunstancias usted y sus hombres pueden ir donde estimen conveniente. Explicaré a los hermanos que es un caso de necesidad, aunque espero que las molestias sean mínimas.

—Por descontado, Padre. Por ahora sólo quiero hablar con el hermano Alberto.

—Me encargo de ello en seguida, comisario. ¿Hay algo más que hacer aquí?

—Por favor, Padre, haga como tenga por costumbre. Me temo, sin embargo, que mis hombres llamarán demasiado la atención, sobre todo después de la misa, cuando se vayan los seglares. ¿Sería posible —Bernal titubeó—, sería mucho pedir que se les cediesen unos cuantos hábitos para no desentonar con el paisaje?

El abad sonrió con amabilidad.

—El Presidente nos ha pedido total colaboración. En la sacristía hay algunos hábitos y sobrepellices. No soy nadie para impedir que los utilicen. Sólo pido que no haya violencia dentro de la basílica.

—Le aseguro que haremos cuanto esté en nuestra mano por evitarla, Padre.

—Gracias. Les daremos de comer en el pequeño refectorio. Aunque me temo que sólo podremos ofrecerles comida cuaresmal después del Gloria de mañana por la tarde.

—Es usted muy amable, Padre. Creo que cabe la posibilidad de que los extremistas entren con los fieles y procuren ocultarse después. Haré que algunos de mis hombres vigilen los coches mientras vayan llegando, aunque me temo que no resolveremos nada hasta bien entrada la tarde. Si hace falta, nos quedaremos aquí toda la noche.

Una de la tarde

La misa seguía su curso mientras Bernal estaba sentado tranquilamente en el pequeño refectorio que habían transformado en cuartel de operaciones. Navarro y Martín habían vigilado todos los coches que habían ido llegando y habían observado con discreción a cuantos entraban en la basílica. Los policías de paisano estaban repartidos por toda la iglesia y no quitaban el ojo de los fieles. No había ordenado aún que ninguno se pusiera los hábitos, pensando que mientras hubiera público no sería necesario.

Observó el tablero de la mesa, blanca de tanto fregado, advirtiendo que estaba puesta para diez. ¿Se uniría a ellos el abad? Recordó entonces la antigua tradición benedictina de dejar un sitio libre por si Cristo se presentaba.

Acarició la cajetilla de tabaco dentro del bolsillo. No se atrevía a fumar dentro del monasterio, ya había hecho muchas visitas a Navarro, que estaba en la escalinata delantera, para tener oportunidad de fumarse un Kaiser en cada ocasión. Aquello y la espera le hacían estar más nervioso que de costumbre.

Martín entró en aquel momento.

—Nada sospechoso aún, jefe. He anotado todas las matrículas y las he pasado a Madrid para que las comprueben. Ya sabe que contamos con la centralita del Ministro por si los conspiradores del SDG escuchan los mensajes de radio de la policía.

—Creo que entrarán en acción cuando todo esto esté tranquilo, después de las dos. Ojo con cualquier coche que se rezague. Sería mejor que comiéramos por turnos en cuanto termine la misa.

Dos y cuarto de la tarde

Todos los vehículos se habían marchado y los policías de paisano habían observado meticulosamente a los fieles para que ninguno se deslizase en una capilla.

—Nada, jefe —dijo Navarro con aire sombrío—. Parece como si tuviéramos por delante una larga espera.

—Será mejor que comas algo, Paco. Han traído pan y en esa cazuela hay lentejas. Dejaremos abierta la puerta principal de la basílica y apostaremos al sargento y a sus hombres en las capillas. Es conveniente que se pongan un hábito negro, aunque se moleste el abad. A Martín y su chófer los pondré fuera, entre las rocas. El abad dice que tal vez vuelvan por una entrada lateral.

Tres de la tarde

La basílica tenía un aire irreal a la luz parpadeante de las grandes velas de cera mientras Bernal vigilaba desde su escondite, junto a los peldaños del púlpito. Casi se había quedado dormido cuando oyó el crujido de una puerta a sus espaldas. No pudo ver a Navarro en la oscuridad, escondido tras el altar mayor.

Dos figuras vestidas de negro entraron y se acercaron al ara. ¿Eran dos monjes? Había dado instrucciones tajantes al abad sobre que los hermanos permaneciesen en las celdas hasta Vísperas.

Vio que una de las figuras miraba a su alrededor, se alzaba los hábitos y sacaba una palanca. La otra hizo lo mismo y las dos se inclinaron en silencio sobre la tumba del Caudillo.

Por el rabillo del ojo, Bernal vio otras cinco figuras vestidas de negro que se deslizaban en silencio de las capillas laterales y avanzaban con rapidez pegadas a los muros en sombras. Navarro estaba aún fuera de su campo de visión.

Primero se oyó el ruido de una rascada y después el crujido del cemento cuando se encajaron las palancas. Bernal se levantó e hizo señas con los brazos desde el púlpito. Apareció Navarro y junto con los policías disfrazados se adelantó pistola en mano; sin perder un instante redujeron a los dos intrusos, que no tardaron en quedar esposados.

Una vez en el pequeño refectorio, Bernal hizo que los dos individuos se quitaran el hábito negro y fueran registrados. Iban armados con sendas Star automáticas. Se negaron con aire hosco a responder a ninguna pregunta. En la solapa llevaban la ya conocida insignia del SDG y se les encontró un carnet de identidad en la respectiva cartera. Navarro comprobó sus nombres con la lista xerocopiada del SDG.

—¿Dónde están vuestros compañeros? —preguntó Bernal.

—Pronto lo sabrás —dijo el mayor de los dos con gran arrogancia.

—Y tú pronto te verás encerrado en Carabanchel —replicó Bernal.

—¿Quién es el jefe de esta banda de imbéciles?

—Te sorprendería saberlo —dijo el más joven.

Ciertamente, había de sorprenderles.

Enrique, el chófer de Martín, entró corriendo.

—Vimos un coche fúnebre que subía por la carretera, comisario, y corrí a decírselo al inspector Martín. Dejamos que se acercara a la puerta y esperamos a que salieran el chófer y el pasajero. Nos llevamos un susto. Hemos esposado al chófer al parachoques. El Inspector viene hacia aquí con el otro.

Martín entró apuntando con el fusil a un individuo uniformado. Nada más entrar éste en el refectorio, los policías se quedaron petrificados al ver la semejanza. Era el doble de Franco, incluso con las gafas negras, la nariz aquilina y el bigote recortado.

—¡Por todos los santos! —exclamó Bernal—. ¿Para qué queríais abrir la tumba? ¡Si está aquí en carne y hueso!

Franco redivivo habló en aquel momento con una voz que se parecía bastante a la del difunto dictador.

—Exijo saber quién manda aquí. Estas esposas son un ultraje. Quítenmelas inmediatamente.

—¿Quién es usted? —preguntó Bernal, advirtiendo que el impostor vestía un duplicado exacto de uno de los uniformes del Caudillo, incluso con el detalle del fajín púrpura de la Laureada de San Fernando. Bernal comenzaba a recordar vagamente algo que había oído hacía tiempo, pero que había supuesto rumor infundado, acerca de que por lo menos dos hombres se habían utilizado de vez en cuando como dobles del Caudillo durante apariciones públicas en que «la versión original» estaba demasiado enferma para aparecer personalmente.

—He suplantado al Caudillo muchas veces —dijo el impostor— y nadie se dio cuenta nunca. Ni se la darán pasado mañana.

—Pero ¿qué se proponen? Miles de personan desfilaron ante el cadáver embalsamado del Caudillo hace más de un año en el Palacio Real. ¿Cómo esperan que nadie crea que sigue vivo?

—El domingo por la mañana presenciarán la resurrección en el balcón de Palacio y el Rey y la Reina serán los primeros en admitirlo. No tendrán más remedio.

Bernal recordó que el plan incluía el rapto del príncipe, frustrado ya gracias al veloz contraataque del Presidente.

—Usted está como una cabra. Le verán a usted y al cadáver juntos y se darán cuenta de que es una farsa.

—Qué equivocado está usted. Yo estaré en el ataúd, me verán la cara por la ventanilla de la tapa y cuando se abra saldré y les hablaré. Entonces lo creerán todos. Si ama usted a la patria, no impida este hecho —la voz se elevó hasta alcanzar un agudo chillido—. Los masones y los rojos han vuelto para mancillar a España. Los partidos políticos volverán a sumirla en el caos. Los mezquinos traidores que han ocupado mi puesto no traerán más que la ruina. ¡Apelo a usted como compatriota, fiel a Dios y a España, para que nos ayude a ejecutar la resurrección!

Bernal le interrumpió.

—Navarro, regístrale los bolsillos. Averigüemos quién es este chiflado. Y haríamos bien en quitarle el uniforme. No podemos llevarle por las calles de Madrid a Carabanchel vestido así porque lo lincharían.

El abad entró en aquel momento, se puso pálido y se persignó al ver al impostor.

—¿Quién es este hombre?

—Padre —graznó el impostor—, ¡no deje que impidan mi resurrección! ¡Es la última esperanza de nuestra patria!

—Sacrilegio —murmuró el abad—, un sacrilegio abominable.

Bernal se preguntó si se referiría al intento de violar la tumba o a la reproducción de Franco en correcto uniforme.

Navarro sacó una documentación de la chaqueta del hombre.

—Es un sargento retirado llamado José Antonio Bermúdez.

—Llame al Ministro, Martín —dijo Bernal— y dígale que vamos para allá con ellos.

Nueve de la noche

Bernal llegó a casa más bien acalorado. Había pasado la tarde con Consuelo celebrándolo con una botella de Codorniu. Encontró a Eugenia removiendo una cacerola de sopa de letras en la cocina de gas butano. Se derrumbó en un sillón de caderas, delante del televisor y meditó los extraños acontecimientos acaecidos en el Valle de los Caídos. Qué apropiado le sonaba ahora el nombre.

La quejumbrosa melodía que precedía al telediario acompañó las imágenes de las iglesias góticas de varias palabras, «Conexión con el programa nacional» aparecían en la pantalla. Eugenia llegó con el vino de Cebreros, metido en una vieja botella de coñac que la mujer rellenaba dos veces a la semana en el economato en que las mujeres de los funcionarios del Ministerio compraban más barato.

—Le falta ya poco a la cena, Luis. Pon los cubiertos, ¿quieres?

Bernal puso cubiertos para dos. Las noticias de la televisión se retrasaban más de lo normal. En aquel momento sonaba la molesta tonada que solía utilizarse para las conexiones con las emisoras provinciales y la foto fija del entreacto arquitectónico enseñaba en aquel momento una imagen del Monasterio de Ripoll. Eugenia entró con la sopa y se puso a servirla en los dos platos blancos, un tanto descantillados. Mientras se sumergía en sus largas oraciones, a las que Bernal respondía entre dientes y con desgana, al tiempo que se servía un buen chorro de vino de Cebreros, la típica música del telediario irrumpió con brío estridente. El presentador parecía jadear y se le veía nervioso mientras se toqueteaba la corbata.

«En primer lugar, noticias de interés nacional. Tras reunirse el miércoles el Consejo de Ministros y analizar los considerando de la decisión de la Sala IV del Tribunal Supremo, relativos a que la legalización de los partidos políticos no es de competencia judicial sino administrativa y del Ministerio correspondiente, ha decretado… —el presentador se interrumpió para aclararse la voz y sorber un poco de agua—, ha resuelto legalizar los siguientes partidos, medida que entrará en vigor a partir del próximo Domingo de Resurrección: primero, Partido Comunista de España…».

Eugenia, que acababa de persignarse tras la acción de gracias, lanzó un grito ahogado y volvió a persignarse un par de veces a toda velocidad.

—¡Luis! ¡Están locos! ¡Será otra vez como en la República! ¡No se podrá salir a la calle! ¡Se pasearán con banderas rojas y cantando la Internacional!

Bernal miró la pantalla y luego su sopa, llena de letritas del alfabeto hechas con pasta; advirtió que había eses, des y ges en sorprendente abundancia y que les seguían en cantidad las pes, las ces y las ees.

—Tendremos que acostumbrarnos a utilizar el alfabeto entero, Geñita, o, por lo menos, a un reajuste parcial de las letras del antiguo.