Bernal no durmió bien. Se había despertado a las tres de la madrugada con dolor de estómago y sin saber si eran los retortijones del hambre o un nudo de los músculos estomacales cansados por el nerviosismo. Cuidando de no despertar a Eugenia, había buscado en el bolsillo de la chaqueta una pastilla de Rolantyl y la había masticado pensativamente. Luego había vuelto a sumirse en un sueño intranquilo.
Eugenia le molestaba en aquel momento tras abrir la puerta de su oratorio particular del comedor y comenzar su turno diario de oraciones y quehaceres domésticos. Medio dormido aún, oyó los últimos amén de la mujer y fue reanimándose al percibir la molienda de las bellotas tostadas junto con granos de café. Con un gruñido, fue al cuarto de baño y se puso a afeitarse.
Con notable delantera sobre el agente de seguros aquella mañana, se vistió y echó un vistazo fuera, al todavía indeciso amanecer. Después de una noche fría, pensó que seguramente llovería y mejoraría la temperatura.
—Geñita, tengo que salir pronto esta mañana. Espero solucionar de una vez esos dos asesinatos. Anoche detuvimos a cuatro sospechosos.
—Rezaré por ti, y también por ellos. ¿Sabes qué día es hoy? El día del pediluvio, en que hay que lavar los pies a los pobres.
—Pero ¿se sigue haciendo eso en Madrid?
—No, y es una lástima. Tenemos un gobierno ateo, Luis. Se han abandonado ya todas las santas tradiciones del pasado. ¿Y qué es lo que se trae a cambio? Pecado, pecado sin ninguna conciencia —se lamentó la mujer—. Los días de fiesta son hoy un pretexto para la inmoralidad.
Bernal sorbió el mínimo posible de café y fue a ponerse el abrigo.
—¿Llamó Diego anoche?
—No —dijo ella—. Y espero que vaya a misa todos los días.
Luis pensó que era poco probable, pero se guardó muy mucho de decirlo.
—El que sí llamó fue Santiago —añadió la mujer—. Quiere que vayamos a comer el domingo.
—Le compraré algún regalo al nieto —dijo él.
—Vamos, Luis, eres un manirroto. Tiene todos los juguetes viejos que tuvieron Diego y Santiago.
—Bueno, pero me parece que hay que llevarle algo. Un supermán, quizá. Lo más seguro es que espere que le regalemos algo. Me voy ya. No sé si voy a poder venir a comer, con tantos informes como tengo por delante.
—Como quieras. Yo estaré en la iglesia toda la mañana. Si vienes, te freiré un poco de pescado.
—Hasta luego, Geñita.
Bernal se detuvo en la calle para comprar El País y desayunó otra vez a toda velocidad en el bar de Félix Pérez.
Al salir del bar, vio un taxi vacío y lo detuvo. Aquel día no había que correr riesgos, se dijo. Al llegar al despacho vio que Paco Navarro abría ya el correo que acababa de repartirse.
—Aquí hay una nota de Tráfico, jefe. Han averiguado el número de la matrícula del coche de Santos —tendió el papel a Bernal, que fue al teléfono y marcó el número de Martín.
—¿Está el inspector Martín? ¿Todavía no? Por favor, dígale cuando llegue que llame al comisario Bernal. Sí, gracias.
—Y otra nota del Director General, pidiéndole que suba a verle esta mañana.
—No creo que llegue antes de las nueve y media —dijo Bernal—. ¿Algo más de interés?
—El informe definitivo de Peláez sobre Marisol y el del toxicólogo. Parece que la jeringuilla contenía heroína casi pura y que se le inyectó una dosis considerable que no tardó en provocarle una crisis cardíaca.
Sonó el teléfono y oyó la voz de Martín.
—Por favor, tome nota de esta matrícula —dijo Bernal—. ¿Cree usted que sus hombres pueden comenzar la búsqueda inmediatamente? ¿Sí? Muchas gracias. Sí, estaré esperando su llamada —y colgó.
Elena y Ángel llegaron juntos y Bernal les dijo que se pusieran a telefonear a los bancos, comenzando en el punto en que se habían detenido la víspera.
—Yo voy a hacer un escrito con las acusaciones que hay contra Torelli —dijo—. Tenemos ya el informe médico definitivo. Creo que no tenemos más pruebas para acusarle que las de haber causado la muerte de Marisol. Paco, ¿quieres llamar a la Segunda Brigada y ver si nos dejan hacer las pruebas de saliva a los otros que detuvimos anoche?
El inspector Martín volvió a llamar y Bernal contestó desde su despacho.
—Pensé que le gustaría saber que anoche encontré dos llaveros en los bolsillos de Weber, jefe. Uno tenía un emblema de la British Leyland y las llaves no eran del Cadillac. ¿Podrían proceder del piso de Santos?
—Está dentro de lo posible —respondió Bernal—. En cuyo caso tal vez hayan buscado el coche, como nosotros. Este hallazgo complica a Weber en la muerte de Santos, aunque no demuestra que estuviera presente en la casa cuando ocurrió. Es posible que Torelli y su cómplice le dieran el llavero. Habrá que esperar a los acontecimientos —y colgó. Con el ceño fruncido, se preguntó si la organización SDG no habría descubierto ya, y abierto y registrado, el coche de Santos.
Entró Navarro y dijo a Bernal que le llamaban de arriba para saber si Bernal podía ir a ver al Director General. Bernal hizo una mueca, pero dijo que iría.
La rubia secretaria le recibió con la cordialidad de siempre y le hizo pasar en el acto. El Director parecía tranquilo, al decir de Bernal, pero le recibió con menos alharacas que la última vez.
—Bueno, parece que lo ha resuelto usted, Bernal. Lástima que su hombre muriese anoche.
—¿Que ha muerto? —exclamó Bernal.
—Sí, ¿no se ha enterado? Torelli no despertó y murió a las cuatro y cuarto de la madrugada a causa de las quemaduras.
—No, no han tenido la amabilidad de informarme —dijo Bernal con un gesto de frialdad—. Con todo, me gustaría hacer una prueba de saliva con los otros.
—Bueno, hay un pequeño problema. La Segunda Brigada resolvió dejar en libertad a Weber y los otros dos no estaban heridos. No son consistentes las pruebas que se tiene contra ellos y se pensó que sería mejor dejarles en libertad vigilada para ver adónde nos conducen.
—¿Les han soltado? Pero sí hay pruebas de sobra de que poseían armas ilegalmente.
—Se sabe que Weber tenía licencia de importación. Aquí tiene una copia —Bernal sufrió una sacudida al oír aquello. Resolvió no preguntar por las banderas del SDG. Lo más seguro era que se hubiesen omitido en el informe oficial.
—¿Por qué huyó entonces?
—Bueno, como es extranjero le asustaba la posibilidad de que le deportaran. Eso lo explica todo. A fin de cuentas, va a pasar usted unas tranquilas vacaciones de Semana Santa, ¿eh, Bernal? Creo que su grupo se merece un descanso. Ha sido un caso difícil.
—Sí, señor Director, todos se lo agradecerán. Todos tendremos una Pascua tranquila —se marchó y regresó al despacho.
Consideró oportuno no decir nada todavía a Ángel y a Elena para que siguieran llamando por teléfono a los bancos, aunque hizo entrar a Navarro.
—Nos la han jugado, Paco. Torelli murió esta madrugada y han soltado a Weber y a los otros. Por insuficiencia de pruebas de actividades ilegales. ¡Insuficiencia de pruebas, voto a Dios! Están todos confabulados. Hemos perdido el tiempo —dijo con amargura—. ¿A quién se le ocurre ser un policía honrado en este paraíso de matones y sicarios, a los que se permite hacer lo que les dé la gana?
—¿Vas a decírselo a Martín?
—Aún no, aún no. Nos queda la remota esperanza de que encuentre el coche y de que Elena y Ángel den con el banco en que Santos depositó la otra caja. Creo que voy a terminar el informe. Por cierto, nos dan el fin de semana libre.
—A cambio de nuestro silencio, ¿no? —dijo Paco.
Navarro entró corriendo en el despacho de Bernal.
—Martín ha encontrado el coche. Quiere que vayamos en seguida a Cibeles y nos reunamos con él en la escalinata de Correos.
Bernal fue a ponerse el abrigo. Al salir dijo a Elena y Ángel que siguieran con las llamadas.
—Si encontramos la caja fuerte, os telefonearemos para ahorraros trabajo. ¿No lo sabéis? Nos han dado el fin de semana libre —los dos parecieron contentos ante la noticia.
Navarro y Bernal subieron a un coche oficial y fueron por la carrera de San Jerónimo, luego entraron en la calle de Sevilla y después en la de Alcalá. El día se despejaba y había síntomas de que aparecería el sol más tarde. Ya ante Correos, bajaron y dijeron al chófer que volviera a la DGS. Vieron a Martín y a su sargento esperándoles en la escalinata.
—El coche está al volver, comisario —dijo Martín—. Buscamos en todas las calles de la zona y no encontramos nada, entonces pensó el sargento en el estacionamiento del patio de Correos. Por lo general, sólo se permite la entrada a los empleados y los camiones del reparto, pero está claro que al vigilante no le extrañó ver allí al Mini azul durante casi una semana. Es posible que Santos lo hubiera dejado allí otras veces.
Fueron deprisa a la parte trasera y cruzaron la puerta de hierro. El Mini estaba en un rincón y al parecer no había sido forzado. Martín sacó el llavero que había encontrado a Weber y vio que una de las dos llaves encajaba en la cerradura de la puerta.
—No se preocupe por las huellas —dijo Bernal—. El caso está a punto de cerrarse.
Martín pareció sorprenderse por aquello, pero no hizo el menor comentario. No encontraron nada dentro del coche, salvo los documentos pertinentes al vehículo. Entonces abrieron el portaequipajes. Envuelta en un pedazo de tela impermeable había una caja fuerte con aspecto de nueva. Bernal sacó la llave que había encontrado en el piso de Marisol y vio que encajaba en la cerradura. Dentro había un sobre sellado de color pardo, parecido al que habían cogido del banco de la Gran Vía, pero mucho más abultado.
—Vamos al Bar Correos, que está ahí enfrente —dijo Bernal—. Entre los tres examinaremos el contenido.
Martín dio instrucciones al sargento para que el coche de Santos se llevara a la comisaría del barrio, y le dijo a su chófer que le esperase.
Cruzaron Alcalá y bajaron los escalones que les condujeron al bar, vacío a aquella hora.
—¿Queréis café? —preguntó Bernal.
Los otros dos asintieron. Tras indicar al camarero que querían tres cortados, Bernal les llevó a una mesa arrinconada, donde abrió el sobre. Éste contenía treinta y dos hojas mecanografiadas, al parecer xerocopias. En la cabecera de la primera página decía «SÁBADO DE GLORIA» y las siguientes veintiuna estaban llenas de nombres, dispuestos en series precedidas por epígrafes que aludían a todos los Ministerios, las Fuerzas Armadas y Cuerpos de Policía. Bernal, Martín y Navarro buscaron con rapidez el epígrafe correspondiente a la DGS y quedaron petrificados al ver la extensión e importancia de la lista. Bernal advirtió que el nombre del Director antipático aparecía allí, así como otros funcionarios más antiguos y muchos inspectores generales, comisarios e inspectores. Les impresionó ver el nombre de ciertos militares y también la longitud de las listas de provincias.
Las diez hojas restantes revelaban los detalles del golpe planeado para el fin de semana: el nombre de los que dispondrían la exhumación del ataúd de Franco, en el Valle de los Caídos, durante la noche del Viernes Santo, cuando los monjes estuvieran cenando; la identidad de los empleados de RENFE que preparaban en secreto un tren especial para el sábado por la tarde en el que se trasladaría el ataúd y la escolta hasta la estación del Norte, junto al Palacio Real; la policía seleccionada para controlar a la multitud de la Plaza de Oriente el domingo por la mañana, cuando se diera la «resurrección» de Franco, así como los militares elegidos para encabezar el desfile de la Castellana el domingo por la tarde. Todos los detalles estaban consignados, incluso las disposiciones para la erección de una tribuna en el Ayuntamiento, las gradas y las barreras para el desfile militar.
Los tres leyeron aquello con el mayor de los asombros. Fue Martín el que habló primero.
—Está claro, comisario, que no puede entregar usted estas listas a nuestros superiores por los conductos normales, ya que muchos de ellos están involucrados. Y harían lo imposible por impedir que llegara a manos del Ministro.
Bernal meditó a propósito de las listas.
—¿Os habéis dado cuenta de que ningún miembro del actual gobierno está complicado? En teoría, pues, podría entregárselo si pudiera llegar hasta él.
—Pero tendrías que cruzar toda una barrera de secretarios —repuso Paco— y una vez se enterasen de qué se trata, no te dejarían verle.
—Lo que me desconcierta —dijo Bernal— es que no se menciona a ningún dirigente. Los documentos aparecen como si el Caudillo fuera a resucitar realmente, y sin embargo tienen que haber pensado en alguien que haga las funciones de dictador, aunque se han preocupado de ocultarlo por el momento. Es posible que fuera esto lo que Santos quisiera averiguar antes de entregarlo a un periódico de izquierdas y conseguir una exclusiva mundial. El periódico no se habría arriesgado a publicar las listas, claro, porque los individuos mencionados habrían negado todo contacto. Pero la publicación de los detalles habría sido tan efectiva que les habría obligado a renunciar al proyecto. No obstante, Santos necesitaba los nombres para convencer a cualquier Director de que se trataba de una conspiración auténtica. Yo creo que iba todavía tras el nombre más comprometido cuando lo descubrieron.
—Lo mejor —dijo Martín— es ir al Presidente con toda la documentación y el resto de las pruebas.
—Al parecer, la Segunda Brigada ha hecho la vista gorda con las banderas que vimos en el almacén —dijo Bernal—, pero tenemos las insignias —contó entonces a Martín que habían soltado a Weber y que Torelli había muerto de madrugada—. ¿Estáis los dos de acuerdo en que vaya directamente al Presidente por motivos de urgencia?
—Sí. Yo iré con usted, si quiere —dijo Martín y Navarro asintió.
—No, no es necesario arriesgar más que el empleo de uno sólo. Llamaré antes por teléfono a la Moncloa —fue a la barra y pidió al camarero dos fichas para el teléfono mientras le tendía seis pesetas. Al fondo del largo recinto consultó la guía telefónica y marcó el número del palacio del Presidente.
—Presidencia del Gobierno, dígame —dijo una voz femenina.
—Quisiera hablar con el secretario particular del Presidente.
—¿De parte de quién?
—Del comisario Bernal de la Dirección General de Seguridad —esperaba que la telefonista no le preguntase el motivo de la llamada ni a qué brigada pertenecía. Hubo una pausa y luego se oyó una voz masculina.
—Secretario particular del Presidente. Dígame, comisario.
Bernal tomó una profunda bocanada de aire.
—¿Le dice algo a usted la expresión «Sábado de Gloria»?
Hubo una tos y una pausa y acto seguido dijo el secretario:
—¿Qué interés tiene usted en ello, comisario?
—En el curso de la investigación de un asesinato, he encontrado ciertos documentos cuya naturaleza exige que el Presidente los vea cuanto antes.
—No cuelgue, comisario, voy a consultar —Bernal introdujo la segunda ficha en la ranura del teléfono, esperando que no le colgaran del otro lado. Encendió un Kaiser con nerviosismo y se puso a dar golpecitos con el pie llevado de la impaciencia. Entonces volvió a oír la misma voz de antes—. ¿Tendría la amabilidad de venir inmediatamente con los documentos? Sería mejor que tomara un taxi para no llamar la atención por su visita. Daré instrucciones a los hombres de la puerta para que le dejen pasar.
—Gracias, voy para allá inmediatamente —Bernal advirtió que las manos le temblaban al colgar el auricular. Volvió junto a Navarro y Martín—. Quieren que vaya a la Moncloa en seguida, en taxi.
—Iremos con usted —dijeron.
—No, sólo me esperan a mí y no hay necesidad de que arriesguéis la cabeza.
—Bueno —dijo Martín—, entonces permítanos seguirle en mi coche por si algo sale mal. Cuando veamos que entra sin contratiempos, nos alejaremos.
—Está bien —dijo Bernal—. Vaya usted por el coche a Correos mientras Navarro y yo esperamos fuera a que pase un taxi.
Navarro sugirió que no parasen el primer taxi que vieran, sino el segundo o el tercero.
—Sólo por si nos siguen, jefe.
Bajaba cierta cantidad de taxis hacia Cibeles, procedentes de Independencia, y detuvieron al tercero que ostentaba la señal de «Libre» en el parabrisas. Subió Bernal y le dijo al chófer que esperase un momento. Entonces, Navarro vio que Martín y su chófer doblaban la Puerta de Alcalá y se acercaban a ellos.
—Vale, jefe. Tenga cuidado. Le seguiremos de cerca.
Bernal le dijo al taxista que le llevase a la Moncloa. Sabía que el otro supondría que iban al Ministerio del Aire, al final de la calle de la Princesa, donde comenzaba la Ciudad Universitaria.
El trayecto, en medio del denso tráfico de Alcalá y la Gran Vía, se hizo sin contratiempos y a las once y cuarto cruzaban la Plaza de España y enfilaban Princesa.
—¿A qué parte de la Moncloa, señor? —le preguntó el taxista.
—Al Palacio —dijo Bernal.
—¿Al Palacio del Presidente? —preguntó el taxista, un tipo fornido, cincuentón, con aire de militar retirado.
—Exacto.
El taxista le miró con curiosidad por el retrovisor.
—Nunca he llevado a nadie allí desde que cerraron el Museo y se instaló el Presidente.
Acababan de dejar atrás el Ministerio del Aire y se acercaban al Arco de la Victoria, monumento que conmemoraba el triunfo franquista de 1939. El tráfico se había vuelto más fluido y cuando rodearon la glorieta del Cardenal Cisneros, Bernal advirtió que en los tejados de los edificios universitarios flanqueados de césped había policías con prismáticos. Se preguntó si sería aquélla una medida normal o si había una vigilancia especial en las cercanías de la sede presidencial.
Cuando el taxi giró para entrar en la avenida Puerta de Hierro, hubo un choque brusco, el taxista se esforzó por mantener el dominio del volante y frenó el vehículo, que se detuvo en la cuneta cubierta de hierba. Bernal bajó. No había ningún otro vehículo a la vista. Vio en seguida que el neumático trasero que tenía más cerca había reventado. Salió el taxista.
—¡Es el segundo pinchazo en lo que va de semana! No tardo en cambiar la rueda.
Bernal vio que el neumático había sido perforado por un proyectil y gritó con premura al taxista que se apartase del portaequipajes y se escondiese entre el vehículo y la cuneta.
—¡Agáchese, hombre! ¡Nos han disparado! Mire ese agujero.
El taxista le miró como si estuviera loco, pero inmediatamente sacó a relucir su antiguo talante militar.
—Parece una bala de fusil. ¿Dónde está el autor?
—Seguramente en aquella arboleda —respondió Bernal—. Agáchese o nos tendrá a tiro.
Entonces apareció el coche de Martín y frenó detrás del taxi.
—¡Al suelo! —gritó Bernal con impaciencia—. ¡Nos han disparado!
Navarro abrió la puerta trasera e instó a Bernal a que subiera.
—Venga usted también —le dijo al taxista—; pediremos ayuda inmediatamente y podrá cambiar la rueda cuando la zona esté despejada.
Agachados por debajo de la altura de las ventanillas, rodearon la parte trasera del taxi y se colaron junto a Navarro.
—A toda prisa —dijo Martín a su chófer. Enrique había puesto ya la segunda marcha. El Seat sorteó el taxi y se alejó. En aquel momento, un proyectil se estrelló contra la ventanilla trasera y las astillas de vidrio saltaron sobre Navarro, Bernal y el taxista, que estaban en el suelo, en revuelto montón. Enrique aceleró por la avenida Puerta de Hierro y dobló hacia la entrada del Palacio.
Bernal enseñó su documentación a la policía de seguridad de la puerta y les informó del francotirador de la arboleda de la avenida. Dijeron a Martín, Navarro y los chóferes que esperasen en la entrada mientras se enviaba una patrulla.
—Paco —dijo Bernal—, olvidamos telefonear a Elena y a Ángel para decirles que dejen de llamar a los bancos. Llámales cuando puedas.
Dos hombres de seguridad condujeron a Bernal en un Citroën pequeño a lo largo de la entrada del Palacio. Estaba nervioso por aquel último atentado y procuró tranquilizarse contemplando el Palacio de la Moncloa con atención. Consideró que la fachada dieciochesca era modesta aunque de buen gusto, si bien los alrededores no estaban tan poblados de árboles ni eran tan extensos como cuando hicieron las veces de jardín del cardenal arzobispo de Toledo, Bernardo de Rojas Sandoval.
El Citroën llegó a la puerta y los guardias revisaron su documentación. Se le condujo por un elegante pasillo hasta una puerta acolchada. La abrió un ayudante y le pidió que entrara. Se quedó sorprendido al verse en medio de un centro de comunicaciones totalmente moderno, con grandes planos y mapas murales y el último grito en equipo electrónico, con un personal que trabajaba afanosamente.
El secretario del Presidente se le acercó.
—¿Comisario Bernal? Me temo que el Presidente está todavía ocupado con una visita, pero me ha autorizado para que le atienda yo. ¿Quiere venir por aquí?
Condujo a Bernal a un pequeño despacho moderno.
—Siéntese, comisario.
Bernal sacó los documentos del SDG y se los tendió al secretario, que los leyó con rapidez, gesticulando con asombro al llegar a la lista de nombres.
—Bernal, esto es de vital importancia. Conocemos esta singular conspiración, naturalmente, pero es la primera vez que tenemos delante todos los nombres. ¿Le importaría esperar mientras hago que el Presidente vea esto?
—De ningún modo —dijo Bernal. Le impresionaba la modernidad y eficiencia de todo. Quizá estuvieran en situación de frustrar la conspiración. El secretario estuvo ausente un buen rato y Bernal fumó tres cigarrillos mientras echaba ojeadas al jardín, que se extendía hacia el Manzanares, aunque en la actualidad no lo hacía ya ininterrumpidamente debido a que habían abierto en medio una carretera. Observó a los guardias con fusiles al hombro y perros lobos sujetos por correas mientras patrullaban por los alrededores.
El secretario volvió por fin.
—El Presidente está tomando ya las medidas oportunas. Se va a detener, interrogar y retener a toda esta gente durante las vacaciones de Semana Santa como mínimo. Tenemos un cuerpo de seguridad bien organizado para este tipo de cosas. Gracias a usted podremos abortar el intento de golpe hoy mismo. Los guardias me han dicho que tuvo usted problemas mientras venía. Han peinado la zona, pero el francotirador ha desaparecido. Le escoltarán mientras vuelve usted a Sol. El Presidente le agradecería que no dijese usted nada de este asunto en sus informes oficiales. Y tenga por seguro que no se olvidará el servicio prestado. Ya advertirá que en su Ministerio hay ciertos cambios. Mientras, no haga ni diga nada. Y, por favor, diga a sus compañeros Navarro y Martín que hagan lo mismo. Los guardias han visto al taxista y le hemos indemnizado por los daños que sufrió el vehículo. Tal vez le interese saber que el Presidente está reunido con el Ministro del Interior y que éste me ha autorizado a decirle que su recurso directo a este lugar se justifica plenamente dadas las circunstancias en que usted se ha encontrado.
—Gracias —dijo Bernal—. Lo único que lamento es no haber resuelto los dos asesinatos que investigaba para que la ley se cumpliera.
—Fuerza mayor, Bernal, fuerza mayor. Por supuesto, hemos leído sus informes provisionales sobre la muerte de Santos y de su novia —a Bernal le sorprendió mucho aquella revelación—. Santos —prosiguió el secretario— quiso apostar muy fuerte y perdió, pero su muerte le condujo a usted a descubrir este asunto. En cualquier caso, no nos habría sido muy útil que hubiera entregado a la prensa la información conseguida. Afortunadamente, usted supo dar con los documentos, cuando otros habían fracasado, y fue lo bastante prudente para recurrir directamente a nosotros.
¿Cuando otros habían fracasado? Aquellas palabras resonaron con fuerza en la cabeza de Bernal. Entonces comprendió que los «intrusos» eran miembros de la Brigada Antiterrorista del gobierno, que habían ido tras la pista de los matones del SDG.
—La muerte de la chica —prosiguió el secretario— fue más bien casual, aunque era una pobre desgraciada, ¿no cree?
Bernal se hizo una rápida imagen mental de los infortunados padres montijanos.
—Sí —dijo con simpatía—, creo que sí. Pero ¿sabría explicarme cómo iban a resucitar al Caudillo los conspiradores? ¿Cómo se les ocurrió que la gente saludaría a un cadáver?
—Eso es algo que todavía nos desconcierta, Bernal. Los documentos no arrojan ninguna luz sobre este particular. Nuestro personal sigue interrogando a los conspiradores liberados por la Segunda Brigada, a quienes hemos vuelto a detener.
—Bueno, si puedo ser de alguna ayuda, estoy a su disposición en cualquier momento.
—Gracias por su ofrecimiento, Bernal. Pero será mejor que por ahora vuelva usted a su despacho y siga como de costumbre hasta que hayamos interrogado a todos los que figuran en las listas del SDG. Le proporcionaré una escolta para abandonar el Palacio.
Bernal, Martín y Navarro fumaban un cigarrillo tras otro mientras Enrique salía de la Moncloa y bajaba por Princesa. Delante del coche, rozando casi el parachoques, iban dos guardias en moto y detrás un Seat 131 negro con cinco policías armados. A Bernal le pareció que era un poco llamativo, sobre todo porque los conspiradores del SDG no tenían ya nada que ganar eliminándole a él y a sus compañeros, aunque era posible que aún no hubieran caído en la cuenta de ello.
Martín les dejó en la DGS y dijo a la guardia presidencial que podía volver al palacio, aunque el suboficial que la mandaba insistió en que se le escoltaría hasta la comisaría de la calle Fernanflor.
Bernal y Navarro entraron en el despacho y vieron a Elena y a Ángel, descansando tras el esfuerzo desplegado a propósito de los bancos.
—Ya no hay nada más que hacer —anunció Bernal—, salvo redactar los informes, claro.
—Han llegado cantidad de cosas, jefe —dijo Ángel—. Documentación sobre Weber y Torelli, un informe definitivo de huellas y, bueno, un mensaje urgente de ese Director General, que está ansioso por verle.
—Tú y Elena tenéis el fin de semana libre, pero os quiero aquí a primera hora del lunes. Paco me ayudará esta tarde a redactar los informes.
—¡Caramba, jefe, estupendo! —exclamó Ángel con alegría—. Podría dejarme caer por Benidorm. ¿No te mueres por acompañarme, Elena? Te podría enseñar todos los locales nocturnos.
—No, gracias, Ángel. En una noche que he pasado aquí he visto más que suficiente. De todos modos, mis padres se van a la sierra y seguramente iré con ellos.
—Procura no decir nada de este caso a nadie —advirtió Bernal—, ni siquiera a tu familia. Resulta que tiene más complicaciones políticas de lo que imaginábamos.
Elena pareció un poco desilusionada ante aquello; había planeado ya dar una versión pintoresca del caso a sus padres.
—Paco —añadió Bernal—, echa un vistazo a los informes que han venido y prepara los de esta tarde mientras yo voy a la Secretaría. Si me esperas, tomaremos luego un aperitivo.
La rubia secretaria de largas piernas saludó a Bernal, pero con menos cordialidad que de costumbre. Le llevó directamente al despacho del Director, donde el navarro le esperaba con cara ceñuda tras el adornado escritorio.
—Bueno, Bernal, ¿cómo tiene ese informe definitivo sobre nuestro caso?
—Espero terminarlo esta tarde, señor Director.
—¿Ha hecho más averiguaciones esta mañana? No estaba usted en su despacho y mi secretaria le ha llamado varias veces.
Bernal meditó aquello: si el funcionario revelaba que sabía que Bernal había estado en la Moncloa, se complicaría de manera automática en el ataque del francotirador al taxi.
—Descubrimos el coche de Santos, señor Director, y tuve que ir a verlo por si había pruebas reveladoras.
—¿Y encontró alguna?
—Un par. Documentos sobre todo.
—¿Los ha traído para que los veamos?
—Necesitaban primero un examen forense y, bueno, otras comprobaciones periciales.
—Entiendo. Espero que se dé usted cuenta, Bernal, de que Santos andaba en asuntos que no le afectaban. Asuntos de Estado, ¿sabe?
—Me gustaría saber un poco más al respecto, señor Director, puesto que probablemente fue el motivo del crimen.
—Vamos, vamos, Bernal, creo que sabe usted más de lo que me cuenta. Nuestra opinión es que debió haber pasado este caso a la Segunda Brigada al comienzo, cuando advirtió usted que había complicaciones políticas. ¿Usted quiere comentarlo por casualidad?
—Ya abordamos eso en otro momento, señor Director. Desde mi punto de vista, yo investigaba dos muertes según los procedimientos normales y encontré pruebas que ponían de manifiesto que se trataba de dos homicidios. En cuanto descubrí material político y militar, un auténtico arsenal, llamé a la Segunda Brigada, como ya sabe usted. Fue muy lamentable, en mi opinión, que pusieran en libertad a tres de mis sospechosos.
—¿«Lamentable»? ¿«Lamentable»? —exclamó el funcionario con irritación—. Su opinión no cuenta ni aquí ni en ninguna parte. ¡Se sale usted de su competencia! Somos nosotros quienes decidimos sobre las detenciones y las acusaciones.
—¿Que me salgo de mi competencia, señor Director? —preguntó Bernal con calma—. ¿Tendría usted a bien informarme en qué sentido? En mi opinión yo he seguido las normas establecidas en el código penal y lo que indican nuestros manuales al pie de la letra.
—¿En su opinión? Ya le he dicho que su opinión no cuenta. Para nada, ¿entiende? —la voz del Director se había convertido en un grito—. Deje encima de la mesa inmediatamente la pistola reglamentaria y su documentación de policía, ¿me ha oído? Queda usted relevado del servicio hasta nueva orden. Además, no creo que sea muy sensato que ande usted suelto por ahí, por lo menos durante un par de días. ¡Entrégueme el arma!
Bernal meditó aquella orden. Técnicamente, el Director tenía autoridad para relevarle del servicio, mientras se esperaba la investigación oficial, si se le acusaba de haber transgredido las ordenanzas. ¿Entraría en acción la maquinaria antiterrorista del Presidente y detendría el golpe? Resolvió fingir asombro.
—Francamente, me sorprende su actitud, señor Director. No creo haber llevado mis investigaciones de manera inconveniente.
—¡La pistola, Bernal! —chilló el funcionario, apretando un timbre del escritorio—. Está usted acabado, ¿entiende? ¡Acabado! ¡Nos ha ocultado pruebas! ¡Las ha entregado a quien no debía! Y… y…
Mientras Bernal echaba mano de la pistola, la puerta se abrió con brusquedad y cuatro policías de paisano entraron como una tromba, pistola en mano. La secretaria rubia iba tras ellos, la cara tan blanca como la hoja de papel que casualmente llevaba entre los dedos.
—¡Quieto! ¡Las manos en la cabeza! —gritó uno de los guardias.
Bernal retiró despacio la mano de la chaqueta y levantó los brazos. Dos de los policías se adelantaron con cautela, pero para sorpresa de Bernal y estupefacción del Director General, se colocaron repentinamente tras el escritorio y esposaron al segundo con las manos en la espalda.
—Por Dios, ¿qué hacen ustedes? Imbéciles, es a ése, a Bernal, al que hay que detener.
Uno de los guardias volvió la solapa del funcionario y puso al descubierto la insignia del SDG allí prendida.
—Queremos hacerle unas cuantas preguntas acerca de esto, señor. Comisario Bernal, puede usted volver a su despacho.
El Director sufrió un pequeño ataque y tuvieron que sostenerlo dos guardias. Bernal les vio salir, llevándose consigo a la rubia de cara pálida.
—No tardarán en llegar nuestros compañeros para hacer un registro en este despacho, comisario —dijo el que mandaba a los de paisano—. Órdenes del Presidente.
Bernal volvió para recoger a Navarro y poco después se encontraban sentados en la Cervecería Alemana de la plaza Santa Ana, tomándose una caña y mirando a los niños que jugaban al sol.
—¿Crees que lo desarticularán hasta el final, jefe? —preguntó Navarro.
—Han empezado con buen pie —dijo Bernal— el próximo golpe es el que tendrán que vigilar con más cuidado.