MIÉRCOLES, 6 DE ABRIL

Siete y media de la mañana

Bernal despertó de un sueño intranquilo al oír el trasteo de Eugenia en la cocina. Se afeitó a toda prisa para anticiparse aquella mañana al agente de seguros del piso de abajo, pero el segundo se las ingenió para enviarle un pujo de aire fétido en el momento en que Bernal se peinaba. Se vistió con esmero y miró por el balcón la mañana gris. Sin duda llovería más tarde, pensó.

Eugenia le avisó de que ya estaba listo el desayuno, consistente en el habitual recuelo y la indigerible fritanga de pan duro. Sumergió una tostadilla en el café y, como tenía a su mujer delante, se esforzó por ingerir el bodrio hasta donde pudo.

—Tengo que irme, Geñita, estoy esperando los informes técnicos relativos al asesinato de Santos y la Molina.

—Llévate un paraguas, parece que va a llover.

—Sabes que puedo perderlo en el metro.

Se puso el abrigo y comprobó el estado de la pistola con más atención que de costumbre.

—Te espero a eso de las dos y media —le gritó Eugenia.

—Sí, tal vez, pero no estoy seguro. Hasta luego.

Compró El País en Alcalá, que leyó muy despacio mientras se desayunaba por segunda vez en el bar de Félix Pérez. Los titulares hablaban de las grabaciones que había hecho el Presidente anterior, Arias Navarro, de las conversaciones telefónicas con sus Ministros. El artículo se había tomado del Economist londinense del día anterior y afirmaba que Arias Navarro solía escuchar con el mayor interés las cintas grabadas todas las mañanas. Se sugería incluso que el régimen franquista había intervenido, desde 1970 en adelante, el teléfono del Rey, cuando todavía era el Príncipe Juan Carlos, claro. Bernal saboreó en particular la observación del periodista inglés que, traducida, venía a decir que «en el infierno, según se ha comprobado, los cocineros son ingleses, los periodistas rusos y los policías españoles». Se hablaba también de la aplicación de los adelantos de Informática a los ficheros políticos de la DGS. La revelación más interesante era que, bajo la vicepresidencia de Carrero Blanco, un grupo especial antisubversivo había situado a algunos de sus miembros en los Ministerios clave para evitar un golpe militar. Bernal esperaba que, de ser cierto, operasen a favor del Presidente actual.

Pagó el café y el croasán y resolvió esperar en la parada del autobús lo que llegase antes, el autobús o un taxi. Ganó la apuesta el autobús, y Bernal se metió entre la gente que se apretaba en la plataforma trasera. Era más lento que el metro, pero quizá más seguro.

Ocho y media de la mañana

En el despacho exterior encontró a Paco Navarro ocupado en abrir los informes que acababan de llegar.

—Buenos días, Paco.

—¿Ha mandado Prieto el informe?

—Dos. El último sobre los dos pisos de Alfonso XII y el primero sobre la casa de Ave María. Aún no he tenido tiempo de leerlos.

—¿Hay algo de Varga?

—Todavía no.

Llegó Elena mientras Bernal comenzaba a leer el primero y largo informe de Prieto. La inspectora le saludó cordialmente.

—Elena, por favor, pregunta a ver si se sabe algo de la policía de Montijo, a propósito de los padres de Marisol.

—Corro al teléfono, jefe.

Bernal se ocupó del segundo informe con mayor detenimiento, puesto que no había nada en el primero que no supiera ya. Prieto proseguía diciendo sólo que algunas de las huellas de guantes del piso de Marisol se parecían a algunas de las encontradas en Alfonso XII; y que no estaba en situación de afirmar que fueran las mismas porque eran parciales y borrosas. Sin embargo, volvería a hacer nuevas comprobaciones.

Bernal llamó a Paco.

—¿Ha llegado algún informe de Identificación Criminal, a propósito de la huella de la jeringuilla?

—No, jefe, aún no.

Ángel llegó corriendo, tan simpático como siempre, a pesar de que habría pasado, sin duda, la noche por ahí.

—Fui al Sunrise un poco después de medianoche. Es el típico antro de semidespelote, lleno de gente de mediana edad y bien vestida. No había síntomas de que se vendiera droga. Quizá sólo se dé esto entre las «niñas» que trabajan allí. Muchas de ellas se vuelven adictas en esta clase de empleos. Me senté en la barra y estuve charlando con el camarero acerca de algunas de las chicas. Me habló por iniciativa propia de Marisol, de que me había perdido a la verdadera estrella de la función, que se había largado la semana pasada y no había vuelto. Dijo que ella era demasiado buena para aquel tipo de trabajo y esperaba que lo dejase pronto. No dijo nada, claro está, de la adicción de la chica. El encargado parece un tío duro. Estoy seguro de que le he visto la jeta en alguna ficha. Ya lo comprobaré luego, si hace falta.

—Sí, hazlo, es posible que lo hagamos venir para interrogarle, aunque Paco podría descolgarse por allí oficialmente para tener una breve conversación con él.

Elena volvió del teléfono.

—En la central dicen que los padres de Marisol estarán a punto de llegar en el tren de la noche. Se les dijo que tomaran un taxi y vinieran directamente aquí.

Nueve de la mañana

Los Molina parecían haber salido del pasado. Él, vestido con un traje negro de campesino y tocado con una boina negra muy usada; ante Bernal se descubrió y se puso a darle vueltas a la boina entre sus manos. Parecía ser lo bastante viejo para haber sido el abuelo de Marisol: tan seca y curtida tenía la cara por el sol y la intemperie. Su mujer parecía mucho más joven, aunque había engordado sobremanera, como la mayoría de las obreras españolas después del matrimonio, y tenía un aire pálido y enfermizo, sin duda, por el continuo trabajo doméstico. Se le veía en la cara que había llorado sin cesar y estuvo a punto de hacerlo otra vez cuando Bernal les ofreció asiento y pidió a Elena que sirviera café.

—Siento mucho la trágica muerte de su hija. Aún investigamos para saber lo que ocurrió en realidad.

—Era como si ya no fuera nuestra hija —dijo el señor Molina con dureza—. Al principio de estar en Madrid nos mandaba un poco de dinero, pero desde hace ocho meses ni siquiera nos había escrito una línea.

—Inspector —dijo gimiendo la señora Molina— era una buena chica y el pueblo no tenía nada que ofrecerle. Ningún trabajo bien pagado. Así que ahorró para el viaje y se vino aquí, cosa que siempre había querido hacer. Se imaginaba que la recibirían con flores y que encontraría un buen marido que la cuidase.

Bernal alcanzaba a comprender que el padre, como tantos otros campesinos, enfocaba el asunto en términos económicos —la pérdida de los ingresos que procuraba el salario de la chica—, al tiempo que ocultaba sus verdaderos sentimientos. La madre era más emotiva —la hija, sin duda, había heredado de ella este talante—, espíritu alimentado seguramente por la lectura de noveluchas.

—¿Cuándo murió?

—Creemos que el sábado por la noche.

—¿El sábado? ¿Y no la encontraron hasta ayer? —dijo la mujer con un estremecimiento de horror.

—Me temo que así están las cosas.

—¿Y de qué murió?

—Lamento decirle que de una sobredosis de drogas.

—¡No, no! —gimió la madre—. No se quitaría la vida, ¿verdad?

—Creemos que no. La droga era más fuerte de lo que ella pensaba.

—Entonces, ¿fue un accidente? —preguntó el padre.

—Es lo que andamos investigando —dijo Bernal con prudencia. Creyó conveniente que supiera algo más, antes de que tuvieran que enterarse en el juzgado—. Me temo que iba con malas compañías y tomaba drogas no permitidas, seguramente para calmar los nervios. Lo más probable es que se gastase en ellas mucho dinero y que por eso dejara de mandarles a ustedes todos los meses una parte de sus ingresos.

—¿Y no pueden detener a los que iban con ella? —preguntó el señor Molina.

—Hacemos lo posible por saber quiénes eran —dijo Bernal—, pero el caso es que su novio también ha muerto.

—¿Cómo murió? —preguntó el padre.

—Cayó por una ventana al día siguiente de morir Marisol.

—¿Le afectó tanto la noticia que se quitó la vida? —preguntó la señora de Molina.

—Aún no estamos seguros de eso —dijo Bernal. Le pareció mejor que por el momento ignorasen parte de lo ocurrido—. Siento tener que pedírselo, pero ¿harían el favor de acompañarme para hacer la identificación oficial?

—Sí, claro que sí, es nuestra obligación y, naturalmente, queremos verla —dijo el señor Molina.

—Ángel —llamó Bernal—, ¿quieres pedir un coche? ¿Vienes con nosotros, Elena?

—Con mucho gusto, jefe.

—¿Dónde se van a hospedar, señor Molina? —preguntó Bernal.

—No lo hemos pensado —respondió el hombre.

—Bueno —dijo Bernal—, tendrán que disponer el entierro y habrá que esperar la autorización del juez. La inspectora Fernández les ayudará a encontrar una pensión en condiciones no muy lejos de aquí.

—Gracias, sí que nos gustaría.

Nueve y media de la mañana

El chófer del Seat 124 les condujo por la Carrera de San Jerónimo y por el paseo del Prado hasta Atocha. Tras sortear las callejuelas de detrás del abandonado Hospital Provincial, dobló por Santa Isabel, donde había los habituales grupos de parientes que acudían para reclamar el cuerpo de sus difuntos al Laboratorio Anatómico Forense. En la entrada, Bernal enseñó su chapa de identificación y pidió ver a Peláez. Éste no tardó en aparecer enfundado en ropas de faena y condujo a Bernal a su despacho, mientras Elena llevaba a los Molina a la sala de espera.

—He traído a los padres de María Soledad Molina para la identificación —dijo Bernal—. No les he contado gran cosa de lo ocurrido, salvo que hubo una sobredosis.

—La he adecentado y la han embalsamado ya. No obstante, no deben verle más que la cara, de modo que sólo abriré el frigorífico un poco. La cara no ha quedado del todo mal. Ahora mismo los llevo. Tú y la inspectora podéis esperar aquí.

Bernal se fumó un Kaiser mientras esperaba en silencio con Elena. Al cabo de un rato, reaparecieron los padres con aire desolado. La madre estaba a punto de desmayarse. Elena se ocupó de ella mientras el señor Molina firmaba la diligencia de identificación. Elena dijo que les llevaría en taxi a buscar un sitio donde hospedarse, pero el señor Molina dijo que querían un lugar cerca de allí.

—Así estaremos cerca de la estación y de nuestra hija. Es un poco un barrio nuestro, con gente del campo que va y viene.

—Elena, pregunta en recepción si saben de alguna pensión limpia por los alrededores —dijo Bernal—. No despidas al coche oficial por si tienes que alejarte.

—Tranquilo, jefe, tomaré un taxi si hace falta, aunque lo más seguro es que haya una pensión cerca.

—Está bien, en tal caso que vayan contigo. Ayúdales con los formulismos del entierro. Están aturdidos.

Una vez se hubieron marchado, Bernal volvió con Peláez al despacho de éste.

—Tienes que ver una cosa, Bernal.

Sacó de un cajón el collar ensangrentado del perro de Marisol.

—Mientras escuchaba ayer tu teoría sobre el caso, me pregunté qué habrían estado buscando los intrusos, así que registré las pertenencias de la chica. Mira en la costura.

Bernal examinó por detrás aquel collar raído por el uso. La costura estaba un poco descosida en un extremo y en el borde se veía un pedazo de papel.

—Coge unas pinzas. Creía conveniente dejarlo donde estaba hasta que llegaras.

Bernal abrió un poco más la costura y sacó el papel con cuidado.

—¿No tendrías unas pinzas pequeñas? Seguramente habrá huellas todavía.

Peláez sacó del bolsillo unas pinzas quirúrgicas y Bernal desplegó la larga tira de papel doblado sin tocarla con los dedos.

—Es el justificante de un depósito hecho en una caja de seguridad. Hay que investigar esto en seguida. ¿Tienes un sobre grande?

—Toma, siempre dispuesto a servirte. Tendría que haberme hecho detective.

—Ya lo eres, Peláez. El más importante que tenemos.

—¿Quieres un coñac o un anís antes de irte?

—No, lo mejor es que siga con esto.

—Como quieras, espero que lo soluciones hoy mismo. Luego, a meternos en otra cosa.

—Esperemos que no sea como ésta.

—Te enviaré mi informe definitivo cuando sepa algo del toxicólogo. Te adjuntaré el suyo con el mío.

Diez de la mañana

Al recordar la llave de seguridad encontrada entre los efectos de Marisol, Bernal dijo al chófer que le condujese a la DGS y esperase. Se dirigió primero al laboratorio de Varga y lo encontró solo en su despacho.

—¿Tienes a mano ese equipo de detectar huellas?

—Sí, jefe. No he encontrado nada en la insignia. Sería mejor que se la guardase usted.

—No parece del todo conveniente, ¿verdad? Quiero que analices esto —tendió a Varga el sobre que le había dado Peláez—. Contiene el justificante de un depósito en la caja de un banco; lo descubrió Peláez plegado dentro del collar del perro de Marisol. Es posible que estén ahí las huellas de Santos.

Varga fue por un cartón y los pertrechos, y extendió el papel con ayuda de unas pinzas especiales. Vertió una pequeña cantidad de polvo sobre el papel y pasó el cepillo con cuidado. Tras bajar la persiana de la ventana, encendió una lámpara de luz negra. Distinguieron unos cuantos borrones y parte de lo que parecía la huella de un pulgar.

—Voy por la cámara fija, jefe. Luego le daré la vuelta.

El reverso del papel fue incluso más prometedor, ya que allí se veía la huella parcial de un índice y un corazón. Varga lo fotografió todo y limpió el polvo del papel con un cepillo.

—Creo que sería mejor ir al banco a abrir la caja, jefe.

—Vente conmigo. Yo iré antes a buscar la llave que encontraste, por si es de la caja de seguridad. Si no, tendrás que forzarla.

—Recojo algunas herramientas y le espero en el vestíbulo.

—Estupendo. Mientras, pon a buen recaudo el negativo de las huellas. Ya lo revelaremos después.

Bernal le contó a Paco Navarro el hallazgo de Peláez y le dio la dirección del banco.

—Varga vendrá conmigo por si hay que forzar la caja. Yo me llevo la llave que encontramos entre las cosas de Marisol.

Varga esperaba a Bernal en el vestíbulo y los dos partieron para el banco, sito en la Gran Vía, en el coche oficial. Al llegar, Bernal enseñó su documentación y pidió hablar con el Director, que salió en seguida a recibir a ambos hombres.

—Señor Director, este justificante se ha encontrado entre los enseres de una persona fallecida cuya muerte investigo. Aquí tiene una copia del certificado de defunción —Bernal había tomado la precaución de llevar consigo el certificado judicial de Santos por si en el banco ponían dificultades—. ¿Tendría usted la amabilidad de abrirnos la caja de seguridad?

—Naturalmente, comisario, venga a mi despacho y lo dispondré todo al instante —apretó un botón de su mesa y apareció un empleado viejo—. Por favor, abra la caja correspondiente a este número.

Ofreció cigarrillos a Bernal y a Varga, que aceptaron, y Bernal le preguntó si Santos tenía allí alguna cuenta, puesto que no era aquel el banco que utilizaba el muerto.

—Lo comprobaré, comisario. ¿Cuál es su nombre completo? —Bernal se lo dijo. El Director tomó el teléfono y dio las instrucciones oportunas—. En seguida nos lo dirán. Es normal, por supuesto, que se haga un depósito en una caja aunque no se trate de un cliente habitual, siempre que nosotros presenciemos las entradas y salidas. Preferimos saber más o menos qué es lo que se deposita.

—¿Traen los clientes su propia caja o las proporciona el banco?

—Lo normal es que la traigan ellos, pero tenemos un modelo estándar a su disposición.

—¿Tienen duplicado de las llaves?

El Director fue prudente.

—Podemos hacernos con una llave de repuesto que suministra la oficina principal del banco para nuestras propias cajas en caso de que el cliente pierda la original, pero no se nos suele dejar ningún duplicado de las cajas particulares.

—¿Sabría decirme cuándo una caja es del banco?

—Naturalmente, ha de tener un número. Los clientes suelen escribir el nombre en ella, pero nosotros ponemos siempre una etiqueta numerada en el asa, que corresponde con el número del justificante.

—¿Y sólo acostumbran abrir la caja al propietario?

—Ciertamente. Sólo una autorización del depositario nos permitiría abrirla para un agente, salvo en circunstancias como la presente.

Sonó el teléfono y lo cogió el Director.

—Sí, entiendo. Gracias —colgó—. Bueno, comisario, ese tal Santos no tiene aquí ninguna cuenta. El empleado viejo volvió en aquel instante con una caja fuerte un tanto antigua. El Director comparó el número de la etiqueta con el del justificante.

—No es de las nuestras. ¿Tiene usted llave?

—Sí, pero no sé si pertenece a la caja —Bernal sacó la llave de un sobre y probó a introducirla en la cerradura. No giraba.

—Prueba tú, Vargas.

Vargas examinó la cerradura con una sonda con luz y luego con la llave.

—Pertenece a otra cerradura, jefe. ¿Quiere usted que la abra?

—Si el Director no tiene nada que objetar.

—No, no, comisario. Querrá usted ver lo que hay dentro. ¿Podría ver la llave?

—Claro. Tal vez nos ayude a identificarla.

Mientras Vargas abría su maletín, lleno de una impresionante cantidad de herramientas, el Director inspeccionó la llave.

—Está claro que es de una caja fuerte, de factura reciente, pero no de nuestro banco. No nos provee este fabricante. Tal vez averigüe por ahí para qué banco se hizo.

—Sí, probaremos a ver. Será difícil, claro, descubrir dónde se guarda la caja fuerte si no tenemos el justificante.

—Bueno, no tan difícil. Cada sucursal tiene una lista de los depositarios que puede comprobarse, pero eso depende de si el usuario ha utilizado su verdadero nombre. Aunque es probable que haya sido así, ya que ningún banco acepta un depósito de un extraño sin pedirle la documentación.

—Eso nos será muy útil, señor Director, gracias por ayudarnos —dijo Bernal.

Estaba Vargas manipulando los muelles de la cerradura cuando la caja se abrió de pronto.

—Gracias a Dios que este hombre trabaja para la policía, comisario —dijo el Director—, de lo contrario no nos sentiríamos seguros.

Dentro de la caja había un sobre de papel fuerte y color beige, sellado con lacre. Aquello era todo.

—Tendremos que buscar las posibles huellas antes de abrirlo —dijo Bernal—. ¿Tiene inconveniente en que nos llevemos la caja?

—No, si nos firma un recibo —dijo el Director con una sonrisa.

—¿Cuántos empleados se encargan de esta clase de depósitos?

—Uno o dos, por lo general. ¿Quiere que los llame?

—Sí, por favor. La fecha del justificante es de hace diez días y es posible que recuerden al individuo. Puedo enseñarles una foto.

El Director llamó a los empleados en cuestión, una mujer cuarentona y un hombre más joven.

—Éstos son los empleados que tratan con los clientes que nos dejan depósitos.

Bernal les dio la mano y se hicieron las presentaciones.

—El empleado que vio usted antes —prosiguió el Director— es el que en realidad baja al sótano para abrir las cajas.

Bernal enseñó la foto de Santos a los empleados. La mujer lo recordaba.

—Fue hace poco, quizá la semana pasada. Traía una caja y solicitó hacer un depósito. Le dije las tarifas, comprobé su documentación y le pedí que abriera la caja para ver el contenido. No vi más que un sobre y por el tacto y el peso supuse que contenía documentos. Y así se satisficieron las formalidades y pudo hacerse el depósito.

Bernal le enseñó en aquel momento la caja y el sobre que había dentro.

—Sí, parece el mismo.

—Si devolvió usted el sobre a la caja antes de que el cliente la cerrase, sus huellas serán casi con toda seguridad las últimas.

—Sí, supongo que sí —la mujer pareció desconcertarse ante aquella observación.

—En realidad ya no importa, puesto que ha identificado usted al cliente por la fotografía. Muchas gracias por colaborar. Ahora tenemos que ir al laboratorio —dijo Bernal.

Once de la mañana

Bernal fue con Varga al laboratorio de éste para supervisar la apertura del sobre. Varga utilizó el instrumental de detección de huellas, pero las gruesas hojas plegadas apenas revelaron nada.

—Es un papel especial, utilizado para impresiones de calidad superior, y tiene una superficie muy tersa. No creo que saquemos nada más allá de esos borrones.

Y así ocurrió. No había nada que valiese la pena fotografiar.

—Permíteme que vea el contenido, Varga.

—Parece una especie de programa. En la cabecera pone «Sábado de Gloria».

—¿Qué? —exclamó Bernal—. Echémosle un vistazo.

No tardó en enfrascarse en la lectura de un plan asombroso que se asemejaba bastante a las divagaciones de un chiflado:

SÁBADO DE GLORIA

12 horas: Misa en el Valle de los Caídos.

12.45 horas: El Caudillo se aparecerá a los excombatientes.

13 horas: Se detendrá al Presidente en la Moncloa, el príncipe Felipe será retenido en la Zarzuela como rehén que garantice la colaboración del Rey y la Reina, y los Ministros de Gobernación, Defensa y de los tres Ejércitos detenidos y conducidos a los cuarteles donde permanecerán bajo arresto. Unidades especiales ocuparán la Telefónica, los estudios de televisión y las emisoras de radio, así como otros puntos clave indicados en el plano. Todas las demás telecomunicaciones quedarán bajo el mando de nuestras tropas, que ostentarán el símbolo SDG en una insignia adosada al casco. Al mismo tiempo, se ocuparán los puestos clave de Barcelona, Valencia, Bilbao, Sevilla, Córdoba, Málaga y otras ciudades. Sólo se confiará en y se obedecerá a los oficiales con la insignia SDG en la solapa. Los programas de radio y televisión seguirán emitiéndose con absoluta normalidad, sin decir una sola palabra de lo que ocurre. En las calles habrá un contingente mínimo de tropas.

18 horas: El Caudillo se trasladará en tren especial a la estación Príncipe Pío y de aquí, en un coche con escolta militar, al Palacio de Oriente. Entrará por la Puerta del Príncipe.

22 horas: Radiotelevisión Española anunciará, con cintas de radio y vídeo pregrabadas, el feliz término del golpe y los preparativos para el Domingo de Pascua.

8 horas: La Fuerza Pública ocupará la plaza de Oriente para controlar a la concurrencia.

10 Horas: El Caudillo aparecerá en el balcón del Palacio Real, junto con el Rey y la Reina. El público saludará como de costumbre, agitando el pañuelo.

14 horas: Desfile de la Victoria por el Paseo de la Castellana, donde el Caudillo y sus Majestades recibirán los debidos honores.

¡Viva Franco! ¡Arriba España!

Bernal leyó el documento en un estado de estupefacción absoluta. ¿Se trataba de una broma? ¿Ó es que querían en serio desenterrar a Franco en el Valle de los Caídos? ¿O era el «Caudillo» aludido algún sustituto del antiguo dictador? Sin decir una palabra, pasó el papel a Varga, que lo leyó asimismo en silencio.

Cuando hubo terminado, Bernal le preguntó:

—¿Crees que va en serio?

—Te diría que no si no hubiera visto una de las insignias con las iniciales SDG.

—Aún con esa prueba, en la Secretaría pensarán que va de coña; y si están complicados, razón de más para que insistan.

—¿Qué podemos hacer, jefe?

—Encontrar algunos nombres de conspiradores. Ni en el plano ni en el programa se cita ninguno. ¿Crees que es un plano militar?

—Podría ser de policía, aunque de tamaño reducido —dijo Varga—. ¿Cree usted que Santos pensaba publicar esto?

—Estoy casi seguro. Sin duda esperó a que encajaran todas las piezas para que la noticia fuera más sensacional, pero se demoró demasiado.

—¿Piensas que se infiltró en la organización? —preguntó Varga.

—¿Cómo, si no, pudo hacerse con un ejemplar del programa? Tiene que haber una lista de nombres en alguna parte y tenemos que encontrarla enseguida. De lo contrario no sabremos en quién confiar, en principio, y la necesitamos además para convencer a las autoridades de que el golpe va en serio. Si les enseñamos sólo esto, se reirán de nosotros. Hay que volver arriba y empezar a llamar a los bancos para ver si hay otra caja en depósito.

Doce del mediodía

Bernal comprobó que Elena había vuelto ya, tras encontrar una pensión para los padres de Marisol.

—Siento tener que encargaros a los tres un trabajo bastante aburrido —dijo—. Hay que llamar a todas las sucursales bancarias, pedir que se compruebe la lista de los clientes que utilizan la caja de seguridad y averiguar si hay algún depósito a nombre de Santos. Vamos a coger el listín telefónico y a elegir un banco por barba. Cierran al público a las dos. Un detalle: sería conveniente preguntar por dos nombres: Raúl Santos López y María Soledad Molina Romanos. Podría estar a nombre de la chica, ya que la llave la encontramos en su casa.

—Llamaré a la centralita para que nos den cuatro líneas durante las próximas dos horas y media —dijo Paco—. Precisamente acaban de llamar para preguntarnos si nos gustaría encargarnos de otro caso.

—Espero que aceptes estar de guardia durante un rato, Paco. Ya tenemos suficiente con el que llevamos entre manos.

—Dicen que por ahora, procurarán arreglárselas como puedan, pero que tienen la esperanza de que podamos ayudarles después del fin de semana.

—Ya veremos —dijo Bernal.

Fue un trabajo laborioso, y no sólo porque muchos de los Directores de sucursal bancaria se mostraron prudentes a la hora de dar información, sino también porque insistían en llamar a su vez para estar seguros de que hablaban con la DGS. Otros habían salido, seguramente a tomar unas tapas con los clientes importantes, y los subdirectores se resistían a tomar iniciativa alguna. Bernal recordó el consejo del Director con que se entrevistara y llamó a los fabricantes catalanes de la llave que habían encontrado en el piso de Marisol. No le ayudaron mucho, puesto que suministraban a ocho bancos y vendían cajas al por menor. España tenía más bancos que ningún país europeo y los más grandes tenían una cantidad desmesurada de sucursales. A partir de las dos y cuarto fueron encontrándose, en medida creciente, con que no podían comunicar de ninguna forma con las entidades.

Dos y media de la tarde

—Bueno, tal vez haya valido la pena el esfuerzo —dijo Bernal—. Continuaremos mañana por la mañana si no damos con otra solución.

—¿Qué espera encontrar en la caja? —preguntaron Elena y Ángel casi a la vez.

—Lo que buscaban los intrusos —dijo él—. Cuando veamos el contenido podremos detenerles —no le pareció prudente enseñarles los documentos que había encontrado, aunque pidió a Navarro que se quedara cuando dijo a Elena y Ángel que podían marcharse a comer.

—Paco, échale un vistazo a esto. Lo encontramos Varga y yo en la caja de seguridad del banco de la Gran Vía.

Navarro lo leyó en silencio y con crecientes muestras de estupor.

—Pero ¿esto va en serio, jefe?

Bernal le enseñó la insignia con la SDG.

—Lo encontró Varga bajo la cama de Marisol.

—Esto es increíble. ¿En serio van a desenterrar a Franco?

—Bueno, ya han ocurrido antes estas cosas. Recuerda que todos los años, en el día de San Fernando, el cadáver embalsamado de Fernando III se expone al público en la catedral de Sevilla. Yo lo vi un año y es asombrosamente pequeño; y por una ironía del destino, el matador de moros tiene la cara y las manos negras como la pez, y es posible que los ojos sean de vidrio. Todavía tiene en la mano la espada y la esfera. Es un espectáculo extraordinario, teniendo en cuenta que murió en 1252. Y ahí tienes también al general Perón, que paseaba el cadáver embalsamado de Evita en un ataúd con tapa transparente. La tuvo en un ático de Madrid durante años y hasta se dijo que iba de vacaciones con ella y con la segunda mujer. Y ese cadáver fue su pasaporte para volver a la Argentina. Es difícil calcular el efecto que provocaría la visión del cadáver momificado del Caudillo entre las masas concentradas en la plaza de Oriente. Pero recuerda que descendemos de un pueblo que en el siglo dieciséis se creía aquello de el Cid, que allá en el siglo once, participó en una batalla contra los moros después de muerto, sujeto a la silla. ¿No te parece de película? Todo tan bien preparado y bien montado.

—Seguramente lo exhibirán un día, dos días —dijo Paco—, y entiendo que hayan elegido el Domingo de Pascua a causa del valor simbólico de la Resurrección, pero no más.

—Así santificarán toda esta bufonada y la mezclarán con las procesiones religiosas. Una vez se haya desvanecido la conmoción inicial, no tendrán que preocuparse por los símbolos. Habrán tenido tiempo de sobra para consolidar su situación y exterminar a la oposición, que no podrá organizar ninguna defensa en plenas vacaciones, sobre todo con las telecomunicaciones en manos de los golpistas. Se aprovecharán de que casi todas las personalidades principales del poder estarán fuera de la ciudad y, en todo caso, es posible que incluso acaben apoyándoles.

—Hay que hacer lo posible por impedirlo —dijo Paco, y Bernal se sintió aliviado al ver aquella reacción—, pero ¿cómo, sin los nombres?

Bernal meditó aquello.

—Aun cuando identificáramos la huella de la jeringuilla que se utilizó con Marisol y detuviéramos al asesino, tardaríamos mucho en introducirnos en la organización mediante los datos que le sacáramos… —de pronto se le ocurrió algo—. Voy a llamar a Martín, de la comisaría del Retiro. Quizá valga la pena echar otra ojeada a la casa de Santos.

Martín estaba de servicio y acordó con Bernal encontrarse en el piso a las cuatro y media.

—¿Me harías el favor de quedarte a cargo de esto esta tarde, Paco?

—Claro que sí.

—Antes de irme voy a sacar unas cuantas fotocopias de este curioso documento —dijo Bernal—. Ahora estarán todos comiendo y así tendré la máquina para mí solo. Te dejaré una copia, pero no se la enseñes a nadie todavía.

Cuatro y media de la tarde

Tras comer en casa unos garbanzos más bien duros y lenguado frío, Bernal tomó su habitual cortado y su coñac en el bar de Félix Pérez y luego se dirigió andando a la Puerta de Alcalá. Comenzaba una ligera llovizna. Puesto que aún era pronto para la cita con el inspector Martín, resolvió no cruzar Alfonso XII por el paso subterráneo, sino que atravesó Serrano y luego el arranque de Alcalá por la parte occidental de la plaza de la Independencia. Quizá fuera un temor instintivo a quedar aislado o encajonado en el paso subterráneo lo que le hizo dar aquel rodeo, un resto de las intuiciones experimentadas la víspera en la estación del metro.

Encontró a Martín en el zaguán y subieron en el elegante ascensor. Bernal se sintió contento de comprobar que todavía había un gris ante la puerta de la casa de Santos.

—Martín, quiero echar otro vistazo —dijo Bernal—. Hay algo que aún no hemos encontrado, seguramente un justificante de una caja depositada en un banco. No está ni entre los papeles que nos llevamos ni en los tomados de la oficina de Santos. Es posible que lo escondiese en alguna parte.

Contó a Martín lo del asesinato de Marisol, pero nada sobre los papeles relativos al «Sábado de Gloria». Durante hora y cuarto registraron todo el piso a conciencia y no encontraron nada.

—Hay algo que me desconcierta, comisario —dijo Martín—. Lo normal en un tipo de la posición de Santos es que tuviera coche, pero no encontramos las llaves de ninguno. ¿Había un permiso de conducir entre sus papeles?

—Magnífica observación, Martín. Voy a llamar a Navarro para ver si lo tienen registrado en el inventario que hicieron, si es que el teléfono todavía funciona.

Funcionaba y Bernal no tardó en estar al habla con Navarro.

—Mira, Martín y yo no hemos encontrado nada. ¿Había papeles relativos a un coche entre las cosas de Santos? Póliza de seguro, facturas de garaje, ya me entiendes. Echa un vistazo, anda. Si encuentras el número de la matrícula, Martín podría ayudarnos a encontrar el vehículo, ya que lo más seguro es que esté estacionado en algún lugar del barrio o en un garaje cercano. De acuerdo. ¿Que llamarás a Martín, a la comisaría del Retiro? Está bien, se lo diré. Te veré a eso de las siete. ¿No han llegado más informes? Entiendo. Hasta luego. Bueno, Martín, Navarro le telefoneará. Es importante encontrar el coche. Es posible que contenga pistas decisivas.

—¿Quiere que le lleve a Sol en el coche, comisario?

—No, gracias. Tengo otro trabajo que hacer. Me pondré al habla con usted más tarde, por lo del coche. Si da con él, le agradecería que me avisara antes de examinarlo.

Seis menos cuarto de la tarde

Cuando Martín se fue en el coche oficial, Bernal bajó andando por Alfonso XII, hacia la plaza de la Independencia. Pensaba parar cualquier taxi que bajase de Alcalá con sólo cruzar al otro lado de la plaza, donde estaban las paradas de autobús. Esperó a que se iluminase el monigote verde del semáforo y cruzó hasta el andén del centro. Todavía con la luz verde encendida, iba ya a cruzar el tramo siguiente cuando, de súbito, un gran Cadillac negro salió a toda velocidad de Serrano, con voluntad manifiesta, según le pareció, de atropellarle. Con una sorprendente muestra de buena forma física, corrió en busca de la acera y de la protección de los árboles mientras el conductor se las ingeniaba para corregir el insólito rumbo del vehículo. Antes de que alcanzara Cibeles y girase hacia el norte, Bernal vio el número de la matrícula. Se apoyó unos instantes en un árbol, para recuperar el aliento, y anotó el número en la cajetilla de cigarrillos. El vendedor de periódicos del quiosco de la esquina le preguntó si estaba bien.

—Sí, sólo un poco mareado —dijo Bernal.

—No hay derecho a que se salten así los semáforos —dijo el quiosquero—. He visto muchos accidentes desde esta esquina a lo largo de los años. Ha tenido usted suerte.

—Sí, creo que sí —respondió Bernal.

Buscó un taxi y paró uno que ostentaba el cartel de «Libre».

—A la calle Barceló —e iba a encender un cigarrillo cuando vio en el tablero de mandos del coche un cartel que rezaba: «Ésta es una ciudad contaminada. Por favor, no fume y no contaminará también el taxi». Pensó que lo primero era cierto y devolvió el paquete de Kaiser al bolsillo.

Pensó en los dos, quizá tres atentados que había sufrido. ¿Por qué se habían ejecutado con tanta inexperiencia? A no ser, claro, que se hubieran fallado de manera deliberada y sólo se hubiese pretendido lanzar una advertencia para que abandonase el caso.

En el apartamento encontró a Consuelo que hacía café en la cocina.

—Siento haber llegado hoy tan tarde, cariño. Todo ha ocurrido a la vez.

La besó, le contó por encima los sucesos principales del día y le enseñó el documento del «Sábado de Gloria». La joven lo leyó con expresión preocupada. Cuando hubo terminado, dijo:

—Parece increíble, pero la extrema derecha está tan lejos de la realidad que es capaz de idear esa estupidez. ¿Pensarán en serio que les va a gobernar un fiambre momificado? —dio la vuelta a las hojas—. ¿Y los nombres de los locos complicados en esta confabulación?

—Ahí está el problema, querida —le contó que habían llamado a todos los bancos que habían podido antes de que las entidades cerraran, sin dar con ninguna caja depositada a nombre de Santos o la Molina—. ¿Dónde podría estar una caja así salvo en un banco, Consuelo?

La muchacha meditó.

—Bueno, la Caja de Ahorros y entidades parecidas no ofrecen esta clase de servicios. Están también las sucursales de los bancos extranjeros, pero no es muy probable —de pronto se le ocurrió algo—. ¿Y el despacho de un abogado? Suelen guardar testamentos y documentos de importancia.

—Llamaré a Paco y le diré que averigüe quién era el abogado de Santos. Es posible que haya utilizado los servicios de un abogado o de una agencia cuando compró el piso de Alfonso XII —marcó el número—. Paco, ¿eres tú? Soy Bernal. ¿Has comprobado lo del coche? Entiendo. ¿Y los padres? Tal vez estén aún en el Hotel de París y podrán decirte con seguridad si el hijo tenía vehículo o no, aunque no sepan la matrícula. Mientras vuelves a meter mano a los papeles, mira a ver si tenía abogado, sí, abogado. Puede haberle entregado a él algunos documentos. No tardaré en estar ahí. Y no te olvides de llamar a Martín si encuentras el número de la matrícula. Sus hombres pueden peinar el barrio del Retiro. Hasta luego —y colgó.

—Luchi —dijo Consuelo—, si encuentras la lista de los nombres, ¿dónde piensas entregarla, con el plan de los conspiradores?

—Eso depende de los nombres. Por lo menos sabré a quién no entregársela.

—Sí, eso está claro. Pero se me ocurre que deberías entregársela al jefazo más gordo y me refiero al más gordo de todos.

—Lo pensaré, cariño. Es posible que no demos con los nombres. ¿Qué hago entonces?

—Recurrir, sencillamente, al Ministro del Interior, sin respeto alguno por las formalidades, con el pretexto de que es de suma urgencia.

—Aún tenemos dos días para impedirlo —dijo Bernal—. Esperaremos un poco.

—Si esperas demasiado, no se podrá reaccionar a tiempo, sobre todo en plenas vacaciones de Pascua.

—Preferiría tener algunos nombres que enseñar. Si no, dirán que todo esto es una tomadura de pelo —Bernal se tomó el café y mordisqueó un pastelito—. Convengo en que hay que obrar con rapidez, sin embargo, porque si no a lo mejor este grupo SDG se las apaña para ponernos fuera de circulación, en caso de que sospeche que andamos tras él.

—Luis, no te duermas —le dijo ella al salir.

Siete de la tarde

Bernal volvió a Sol en metro desde Tribunal; se trataba sólo de dos paradas del tramo más concurrido de la Línea 1 y se mantuvo bien alejado del borde del andén hasta que el tren llegó a la estación.

Encontró a Elena y Ángel terminando otro registro de los papeles de Santos. Le dijeron que no habían encontrado ningún papel relativo a un coche ni a un abogado. Paco hablaba por teléfono, tras haber localizado al parecer a los padres de Santos.

—Un Mini azul, sí. ¿Cuatro años como mínimo? Muchas gracias, señor Santos. Entiendo, claro, no recuerda usted la matrícula, salvo que es de Madrid. Se lo agradecemos mucho. Adiós.

Acompañó a Bernal hasta el despacho interior.

—Ya he consultado con el registro de vehículos del Ayuntamiento, pero tardarán unas horas en encontrarlo, según ellos. Es mucho más rápido, claro, encontrar el nombre y dirección del propietario si con lo que se cuenta es con el número de la matrícula.

—Bueno, comprueba a ver lo rápidos que son averiguando el nombre del propietario de este coche —Bernal sacó la cajetilla de Kaiser y leyó la matrícula a Navarro—. Es un Cadillac negro y quiso atropellarme hace una hora en Independencia.

—Pero ¿tú estás bien?

—Sí, di un salto a tiempo.

—Ahora mismo telefoneo —dijo Paco—. Por cierto, el inspector Cambronero vino con esta carta para ti, y dijo que era personal.

Mientras Navarro iba a telefonear, Bernal abrió el sobre. Había tenido una suerte endiablada al identificar la huella del índice derecho encontrada en el piso de Marisol. Pertenecía a Giancarlo Torelli, mecánico, nacido en Milán en 1935, naturalizado español en 1971. Su último domicilio conocido era una casa de huéspedes de la calle Huertas.

Bernal salió al despacho externo.

—Estaré fuera unos veinte minutos, Paco; voy a ver a Esteban Ibáñez, de los archivos generales.

—De acuerdo. Yo me haré cargo de lo que ocurra aquí.

Ibáñez había advertido a Bernal que no utilizase el teléfono. Sin duda sospechaba que se intervenían todas las llamadas de la DGS tanto interiores como exteriores. No por casualidad se había estructurado la organización según el modelo de la Gestapo.

Esteban lo vio desde su despacho rodeado de paneles de vidrio y salió.

—Es el momento justo del café, Luis. Vamos al bar de la esquina.

El mostrador del bar estaba lleno de clientes, pero al fondo había mesas vacías. Se sentaron ante una y Bernal enseñó a Ibáñez la nota de Cambronero.

—¿Te importaría comprobar si ese tal Torelli tiene ficha criminal o política? Tenemos pruebas para acusarle de asesinato o, por lo menos, de haber administrado drogas peligrosas con propósitos homicidas.

—Lo comprobaré en seguida. Ya sabes que los ficheros generales se rigen ahora por ordenador electrónico, pero aún tengo acceso a los antiguos archivos, que están actualizados hasta hace dieciocho meses. También miraré en el ordenador electrónico.

—Sospecho que es miembro de una organización fascista. Será mejor que veas esto —Bernal le tendió una fotocopia del documento del «Sábado de Gloria», que Ibáñez leyó con atención.

—Por insensato que parezca, Luis, creo que van a hacerlo. ¿No has encontrado ningún nombre?

—Aún no. Por eso no he hecho nada todavía. Si pudiera detener e interrogar al tal Torelli, ellos pensarían que ha cantado.

—Pero eso te pondría en peligro. Una vez que lo llevaras a los sótanos, los complicados en la conspiración se enterarían de que está detenido.

—Por eso quiero que guardes esta copia, por si algo me ocurre. Serás libre entonces de decidir si recurrir al Ministro o al Presidente.

—¿Crees que harían caso a un simple inspector?

—Siempre están dispuestos a escuchar a cualquiera. Que actúen o no, es cuestión aparte. Por eso quiero dar con los nombres de los que están detrás de este asunto.

—Comprobaré inmediatamente lo de Torelli. Iré a verte lo antes que pueda.

—Te estaré esperando, Esteban. Buena suerte.

Siete y media de la tarde

Cuando volvió Bernal, Paco Navarro agitó delante de él una hoja de papel.

—Ya tengo al propietario del Cadillac. Es un tipo argentino llamado José Weber, y vive en un sitio bastante extraño, dada la categoría del coche: Avenida de la Ciudad de Barcelona.

Bernal sabía que se trataba de la arteria que corría paralela a la Estación de Atocha y las dependencias de la RENFE, hasta alcanzar el barrio obrero de Vallecas.

—Es el distrito de Martín. Llámale y comprueba si sabe algo de esa dirección. No le menciones el nombre todavía —Bernal no tenía muchas ganas de que otros oyeran aquel nombre en una conversación telefónica.

Elena y Ángel entraron en aquel momento.

—No hay nada, jefe —dijo la joven—. ¿No es curioso? Si se tiene un coche es normal tener apuntado el número de la matrícula.

—No necesariamente, Elena, aunque sí que haya facturas del garaje, que a su vez nos proporcionarían la matrícula y el kilometraje. Es posible que las tirase o las guardara en el coche.

Entró Paco.

—Martín está comprobando la dirección.

—Estupendo. Ya que estáis todos aquí, creo mi deber deciros que vamos camino de una detención. El informe del DNI que antes me dio Paco identifica a uno de los asesinos de Marisol y hemos encontrado la dirección del individuo —Elena pareció emocionarse al oír aquellas noticias—. Pero hay que andar con pies de plomo —prosiguió Bernal—. Sospecho que es miembro de una conspiración más amplia. Y tenemos poderosos motivos para querer dar con sus compinches porque uno de ellos por lo menos ha tenido que ser cómplice en el asesinato de Marisol, y probablemente también en el de Santos, aunque no tenemos pruebas suficientes para demostrar que matasen a este último. El hombre identificado es italiano de nacimiento, con nacionalidad española desde hace años, se llama Giancarlo Torelli y al parecer vive en la calle de las Huertas.

—¿Vamos a ir por él, jefe? —preguntó Paco.

—Aún no. Espero más información al respecto. Puede estar armado y ser peligroso, y tenemos que planear concienzudamente la detención. Paco, encárgate de preparar un coche K con seis números de la Policía Armada de paisano y que estén listos para cuando yo dé la orden. Elena, tú y Ángel esperaréis aquí. Paco y yo entraremos los primeros en la casa de huéspedes mientras los agentes de paisano cubren las salidas. Echemos un vistazo al plano.

Echó mano de un plano a gran escala del distrito de Centro, editado por el Instituto Geográfico, y lo colgó del listón superior en un tablón de anuncios.

—Aquí vemos que la casa está cerca de la esquina con la Costanilla de los Desamparados, que es apenas un callejón, y hay que asegurarse de que no escapa por ese lado.

Elena pensó que el callejón de marras tenía un nombre adecuado.

—La casa de huéspedes —prosiguió Bernal— comprende todo el segundo piso y es de poca categoría. En el momento en que Paco y yo entremos, las fuerzas de apoyo tendrán que cubrir todas las salidas posibles. Paco, encárgate de dar las órdenes con el plano delante.

—Sí, jefe. Lo más seguro es que quieran ir por delante para inspeccionar el terreno. El coche K será un camión camuflado que no despertará sospechas si ya lleva estacionado allí un rato.

—De acuerdo. A otra cosa. Ángel, si no llama el inspector Martín antes de que nos vayamos, te pondrás de acuerdo con él a propósito de un argentino llamado José Weber que vive en la avenida Ciudad de Barcelona.

—¿Es el otro sospechoso?

—Aún no estoy seguro. En caso de emergencia, ponte en contacto con nosotros por radio. Así tendrá Elena oportunidad de ver la sala de comunicaciones.

Ocho de la noche

El inspector Ibáñez apareció con un gran sobre de color pardo y Bernal lo hizo pasar a su despacho.

—Te he hecho copias de las fichas de Torelli —dijo Ibáñez—. Las tiene en la sección política y en la criminal. Sospechoso de atraco a mano armada en dos ocasiones, pero sin acusación. Miembro de una organización fascista clandestina de Italia, probablemente utilizado como pistolero, aunque se fue de Milán cuando las cosas se le pusieron demasiado difíciles. El gobierno italiano pidió su extradición, de aquí el recurso a la nacionalización, que le fue concedida. Complicado en actividades extremistas de derecha: asaltos a librerías, amenazas a Comisiones Obreras, etc. Detenido en una ocasión por la brigada política, pero puesto en libertad sin juicio.

—Muchas gracias, Esteban. Aquí tienes a otro, José Weber, argentino.

—Vaya, no hace falta ni que mire. Me ha salido su nombre en relación con las andanzas de Torelli. Al parecer, Weber es un acaudalado importador textil, pero el negocio seguramente es una tapadera. Veré lo que puedo averiguar antes de irme a casa.

—Pásaselo a Ángel Gallardo si yo no estoy. La bomba está a punto de estallarle a Torelli.

—Buena suerte, Luis, pero ése no es más que un mandado. ¿Por qué no le dejas que te lleve a los jefes?

—Ya se me había ocurrido, pero estoy en situación de acusarle de un crimen y si no juego según las reglas se me censuraría después desde arriba. Claro que podría decir que andaba tras los cómplices, ¿no? De acuerdo, lo intentaré. Daré contraorden a Paco y a los números de paisano.

—Ten cuidado, Luis. Ya no eres tan joven.

—Pues tendrías que verme torear a los Cadillac incontrolados —dijo Bernal con una sonrisa—. Me gustaría echarle el guante al cabrón que lo conducía.

Iba a salir en busca de Navarro cuando llamó el bueno de Martín.

—La dirección de Ciudad de Barcelona corresponde a un almacén, propiedad de un argentino llamado José Weber, que vive en el barrio de Salamanca, en un piso elegante. Hace tiempo que nos vienen intrigando las entradas y salidas que se producen por la noche en ese almacén. ¿Doy una batida y me pongo a vigilar a los visitantes?

—Si puede dedicar algunos de sus hombres a eso, Martín… Estamos a punto de ir a una pensión cerca de ahí, en Huertas, pero por desgracia no es su distrito. Aún no hemos sabido nada del coche de Santos, salvo que es un Mini azul de hace cuatro años y con matrícula de Madrid.

—Le tendré al tanto, comisario. Buenas noches.

—Buenas noches, Martín.

Bernal fue a la sala de instrucciones e interrumpió la alocución de Paco a un grupo de policías armados, con aire de hombres duros y decididos.

—Acabo de recibir cierta información que nos recomienda no detener a Torelli inmediatamente. De ser posible, le seguiremos para detener también a los cómplices. Aquí tienen una foto del individuo —Bernal les enseñó la foto de frente y las dos de perfil que le había dado Ibáñez y que se habían tomado rutinariamente cuando se detuvo a Torelli por primera vez.

Bernal volvió a indicar sobre el plano los detalles a los agentes de paisano y éstos salieron para hacer el reconocimiento. Bernal dijo a Navarro que pidiese un vehículo no oficial con radio, que siempre podrían dejar a cargo del chófer en una calle lateral o a cierta distancia de la casa de huéspedes.

Ocho y media de la noche

Ya en Huertas, Bernal dijo al chófer que se detuviera un poco más arriba. Fue andando con Navarro; conferenciaron con los dos inspectores de paisano del coche K, que era una camioneta de lavandería, y supieron así que el sargento y los tres números cubrían el callejón lateral y la calle por ambos lados de la casa.

Navarro y Bernal entraron en el zaguán a oscuras, que parecía haber servido de cuadra en tiempos mejores. La ancha escalera de madera estaba mal iluminada y desierta. La puerta de la casa de huéspedes del segundo piso era de roble macizo. Llamaron y al cabo de una pausa una mujer desaliñada, de edad indeterminada, con dientes de oro, vestida con una bata sucia de nilón y florones rosáceos sobre fondo verde, les abrió con muestras de cordialidad.

—¿Quieren habitación, caballeros? Ésta es una casa limpia y la comida es buena. Trescientas pesetas al día pensión completa.

—¿Podemos verla? —preguntó Bernal.

—Naturalmente, caballeros. Vengan por aquí.

Aquello era tener suerte, se dijo Bernal, porque si el sospechoso estaba escuchando se le disiparía todo recelo al oír que la mujer hablaba con unos presuntos clientes.

La mujer le enseñó un gran dormitorio con una cama de matrimonio y otra de un solo cuerpo, una palangana insegura y un enorme armario anticuado. Bernal cerró la puerta y le enseñó a su vez su documentación.

—Somos agentes de policía, señora. Por favor, no alce la voz.

—¡María Santísima! —exclamó la mujer, persignándose—. ¿Qué ha pasado en mi casa? Ésta es una casa respetable y siempre lo ha sido.

—No lo dudo. Y no hay por qué alarmarse —dijo Bernal con amabilidad—. ¿Se hospeda aquí el señor Torelli?

—Sí, sí. Hace ocho meses que está aquí y es un caballero muy correcto. No me causa el menor problema. Todas las semanas me paga por anticipado. Y aunque falta muchas veces a comer, no pide que se le devuelva el importe. ¿Qué ha hecho?

—¿Está aquí ahora?

—Creo que no. Es aún muy pronto. Los huéspedes fijos tienen llave propia lo mismo para la puerta de la calle que para la de la escalera. Y también de la habitación, claro.

—¿Le importaría ir y ver si está con cualquier pretexto? No le diga que estamos aquí. No querrá usted líos en su pensión, ¿verdad?

—No, no, comisario, haré lo que me diga. ¿Es peligroso?

—Si hace lo que le digo, no le ocurrirá a usted nada. Ande, vaya y díganos si está. ¿Cuál es su habitación?

La mujer salió con cierta premura, Bernal apagó la luz y dejó la puerta entornada. Paco sacó la pistola. La dueña de la pensión volvió sin aliento.

—No está, me parece. No responde nadie y la luz está apagada.

—¿Tiene usted algún duplicado de la llave? —preguntó Bernal.

—Sí, claro. Tengo que entrar a limpiar y hacer la cama.

—Vaya entonces a cogerla y lleve un par de sábanas limpias. Si resulta que está dentro, diga usted que se olvidó de cambiarlas.

—Le parecerá extraño —dijo la mujer—. Las cambio todos los lunes.

—No importa. Llévese toallas o lo que sea.

—Está bien.

La mujer salió con nerviosismo al pasillo, abrió una cómoda y sacó dos toallas. Volvió a llamar a la puerta con cuidado, luego la abrió muy despacio y encendió la luz.

—No hay nadie. Pueden venir a verlo —dijo la mujer con gran alivio.

Bernal y Navarro fueron hasta ella y se pusieron a registrar la habitación a toda prisa, procurando no mover nada.

—Por favor, señora, quédese en el pasillo y, si entra, entreténgale como pueda con la excusa que sea, con lo primero que se le ocurra.

—Esta tarde le ha llegado una carta certificada —dijo la mujer—. Podría contárselo y hacerle pasar a mi sala de estar. Eso les daría tiempo a ustedes para salir y cerrar la puerta.

—Muy bien —dijo Bernal.

El registro no puso de manifiesto nada de interés. Si Torelli tenía armas, estaba claro que las llevaba consigo y que guardaba la munición de repuesto en un lugar distinto de aquél. Después de diez minutos, Navarro y Bernal salieron y cerraron la habitación. La dueña les esperaba en el pasillo muy nerviosa.

—¿Dónde está la carta de que nos ha hablado, señora?

—Aquí la tengo —dijo ella, haciéndoles pasar a una sala de estar privada y amueblada con sillas tapizadas en zaraza gastada. El matasellos de la carta era de Alicante y del día anterior.

—Nos quedaremos con ella —le dijo Bernal—. Mire, señora, cuando venga, no le diga nada de la carta ni de nuestra visita. ¿Entiende? Pues eso. Compórtese como siempre. Según usted, no siempre cena en casa, ¿no?

—Raramente —admitió la mujer—. Por lo general, viene a afeitarse y cambiarse de ropa, y se va otra vez hasta eso de las nueve.

—Pues recuerde. Si dice usted algo de nuestra visita, no me hago responsable de lo que pueda ocurrirle a usted o a su pensión, ¿estamos?

—Sí, comisario, sí.

Bernal y Navarro bajaron a la calle sin encontrar a nadie. Fueron a conferenciar con los policías de paisano por la ventanilla de la camioneta.

—Esperaremos hasta que aparezca —dijo Bernal a los dos inspectores—. Por lo general viene a afeitarse y cambiarse, y vuelve a salir enseguida. Lo seguiremos a ver dónde nos lleva. Si tiene coche o coge un taxi, le pisaremos los talones con la camioneta y el coche particular y nos mantendremos continuamente en contacto por radio.

—De acuerdo, jefe.

—Por favor, avisen a sus hombres que no se le acerquen demasiado.

—Se hará, jefe.

Mientras esperaban en el pequeño Fiat estacionado junto a la esquina con Amor de Dios, desde donde se alcanzaba a ver la puerta de la pensión, Bernal abrió la carta certificada y le echó una ojeada con ayuda de una linterna de bolsillo.

—Es dinero —dijo a Paco—. Unas diez mil pesetas, pero no hay ninguna carta. No lo cogeré, por si hubiera huellas.

Habló por radio con la central y pidió comunicación con Ángel Gallardo. Después de unos ruidos se oyó la voz de Ángel.

—Ha llamado el inspector Martín. Montó una discreta guardia junto al almacén y nos tendrá informados de todo movimiento sospechoso.

—Estupendo —contestó Bernal—. ¿Puedes ponerle en contacto directo conmigo, si hay alguna emergencia?

—Sí, jefe.

Más arriba, en la misma calle de las Huertas, donde ésta sale a la plaza del Ángel, los bares estarían llenos de entusiastas del toreo a aquella hora, pensaba Bernal, pero en aquel lugar, más próximo al paseo del Prado, un viento cortante barría la calle y había pocos transeúntes. Huertas, la calle de los jardineros, probablemente los del viejo Convento de San Jerónimo; ya no se veía ninguno, meditó.

Navarro le llamó la atención a propósito de un individuo que vestía un chaquetón claro de ante y que bajaba de prisa por Huertas, hacia donde se encontraban los vehículos.

—Tal vez sea él, jefe.

Se agacharon en el asiento trasero, mientras el chófer oteaba por el retrovisor. Cuando pasó junto al coche, el individuo ni siquiera le dedicó una mirada. Pensaría que era uno de los muchos coches estacionados en aquella parte de la calle. Cuando se volvió un poco para entrar en el zaguán de la pensión, a la luz del farol callejero que había encima, lo identificó Paco con el que había visto en la foto.

—Es él. Estoy seguro.

Al cabo de unos momentos, uno de los inspectores se acercaba para hablar con Bernal.

—Lo hemos reconocido, señor comisario, por la fotografía. ¿Qué hay que hacer?

—Si va a tomar un taxi —dijo Bernal—, seguro que baja hasta la plaza Platerías Martínez. Allí suele encontrarse alguno libre, o si no lo encontrará en el paseo del Prado. Por tanto nosotros vamos a movernos un poco y a aparcar de modo que tengamos a la vista la entrada de Moratín, en tanto que ustedes se quedarán y nos dirán lo que ocurre por radio. Claro, si va Huertas arriba, como la calle es de una sola dirección, que dos de los hombres le sigan a pie por separado; y lo mismo si toma cualquiera de los callejones. Pero que no se le acerquen demasiado.

Nueve y media de la noche

Una vez estacionados ante Moratín, Bernal y Navarro tuvieron que guiarse por los mensajes periódicos del coche K: «Sin novedad». Por fin, a las nueve y cuarenta y dos la radio volvió a emitir.

—Acaba de salir, lleva ahora un abrigo beige y un sombrero gacho, tipo italiano, de color marrón oscuro, caído sobre la ceja izquierda. Va calle abajo —hubo una pausa—. Cruza la bocacalle de Desamparados. Ahora se dirige a la esquina con Jesús. Uno de nuestros hombres le sigue. El sospechoso no ha mirado hacia atrás en ningún momento —otra pausa—. Cruza Jesús y continúa hasta donde están ustedes.

Bernal advirtió que un taxi acababa de dejar un pasajero en la esquina con el paseo del Prado. ¿Lo detendría Torelli? Mientras se preguntaba esto, el hombre del sombrero apareció por Huertas, corriendo y gritando: «¡Taxi!». En cuanto lo vieron subir, Bernal le dijo al chófer que pusiera en marcha el motor. Sabía que a menos que cruzara la avenida hacia el Museo del Prado, el taxi tendría que doblar por la derecha, hacia Atocha, ya que aquella parte de la calzada era unidireccional.

Cogió el micrófono de la radio.

—K treinta y dos. Aquí Bernal. Ha tomado un taxi y vamos a seguirle. Recojan a sus hombres y sígannos a prudente distancia. Va a doblar a la derecha, hacia Atocha. Ojo con no perderle en el escaléxtric.

El mensaje fue recibido. En los cuatro carriles de tráfico detenido ante los semáforos que había bajo el escaléxtric, Bernal vio que el taxi de Torelli se encontraba a dos vehículos de distancia por delante, en el cuarto carril. Bernal volvió a hablar por la radio y dio al coche K la matrícula y situación del taxi.

—Le seguiremos nosotros si gira a la derecha por Atocha, si baja por Primo de Rivera, o bien si se mete en la estación. Lo mejor es que ustedes se preparen para seguirle si rodea la fuente hacia la izquierda y se dirige a Reina Cristina o a Claudio Moyano. —El mensaje fue recibido otra vez.

Bernal se dirigió a Paco y al chófer.

—Tengo la imperiosa corazonada de que va hacia María Cristina para bajar luego a Ciudad de Barcelona. Procure ponerme al habla con Ángel en la central.

El chófer radió el mensaje y oyeron la voz de Ángel.

—Diga, jefe.

—¿Puedes ponerme directamente con el inspector Martín?

—Sí, jefe, está cerca de usted, en un coche K, junto al almacén de Ciudad de Barcelona.

—Estupendo —dijo Bernal—. Ponme con él.

—¿Comisario? Soy Martín.

—Escuche: estamos en Atocha y es muy posible que el sospechoso Torelli vaya hacia usted en un taxi. ¿A qué altura de Ciudad de Barcelona está el almacén?

—Poco después de la desembocadura de Doctor Esquerdo, dos manzanas más abajo, a la derecha.

Cambió el semáforo. El taxi de Torelli giró a la izquierda, en derredor de la fuente de Atocha, y se detuvo otra vez ante otro semáforo.

—Martín —dijo Bernal por la radio—, es casi seguro. El taxi ha enfilado hacia Reina Cristina.

El chófer de Bernal hizo lo imposible, cambió de carril y fue a detenerse tras la camioneta de la lavandería, que estaba a dos vehículos de distancia detrás del taxi. Bernal habló con el K 32.

—Ojo con el carril que toma al llegar al semáforo en que se bifurcan Reina Cristina y Ciudad de Barcelona.

El taxi tomó el tercero de los cinco carriles, indicando que iba a seguir en línea recta hacia Vallecas; el chófer, en realidad, no había entrado en ninguno de los dos carriles que continuaban por Reina Cristina y que tenían indicación de doblar a la izquierda en aquel punto.

Bernal volvió a hablar con el coche K.

—Cuando entre en Ciudad de Barcelona, lo adelantaremos y nos situaremos más allá del almacén textil, que está poco después del cruce de Doctor Esquerdo, a la derecha. Ustedes irán más despacio, a cierta distancia, por detrás, y se detendrán cuando él se detenga. La comisaría del Retiro vigila el almacén con el K veintidós. ¿Saben qué clase de vehículo es?

—Nos parece que un camión de bebidas no alcohólicas, jefe.

El taxi de Torelli aceleró por la avenida medio vacía y el chófer de Bernal pisó a fondo para adelantarle por el carril de la izquierda. Navarro y Bernal volvieron a agacharse en el asiento trasero cuando se cruzaron con el taxi, aunque Bernal consideró que había poco peligro en que Torelli viese el Seat, ya que era un vehículo muy corriente en las calles de la ciudad. Le preocupaba más que descubriese la presencia de la camioneta de la lavandería, con la que se había cruzado ya al dirigirse a la casa de huéspedes.

Una vez que dejaron atrás Doctor Esquerdo, el chófer de Bernal redujo la velocidad y miró al retrovisor.

—El taxi se detiene, jefe. Creo que va a frenar en la esquina.

Bernal cogió el micrófono de la radio y habló con Martín.

—Va a bajarse en la esquina con Doctor Esquerdo. Viste un abrigo beige y un sombrero gacho de color marrón.

—Ya lo vemos, jefe. He apostado algunos hombres en la puerta trasera del almacén por si entra por ahí.

El conductor de Bernal dobló a la derecha por la segunda calle lateral y volvió a girar hacia la avenida. Se detuvo en la esquina, sin dejarse ver.

La radio volvió a carraspear y se oyó claramente la voz de Martín.

—Ha llegado a la entrada delantera y va a entrar por una puerta pequeña. Ahora entra.

—Venga a la esquina, Martín —dijo Bernal— y celebraremos Consejo de guerra.

Navarro y Bernal salieron para recibir a Martín y su sargento. La camioneta de la lavandería se había aproximado y de ella bajaron los policías de paisano.

—¿Hay entrada trasera, Martín? —preguntó Bernal—. No queremos llamar por delante y que cunda la alarma.

—Sí, la hay, y en el primer piso hay una ventana con la luz encendida. Hemos visto entrar a tres hombres. Torelli es el cuarto. Hay un Cadillac negro estacionado detrás.

—Será el de Weber —dijo Bernal.

—No se ve luz por las ventanas de delante, señor comisario —dijo el sargento de Martín—. ¿Forzamos las dos puertas a la vez? Las cerraduras parecen muy sencillas.

Bernal creía que los grupos debían actuar sin separarse.

—Martín, irá usted con sus hombres y forzará la puerta trasera. ¿Cuántos van armados?

—Todos llevan pistola y dos subfusiles.

—¿Tenemos radios portátiles? —preguntó Bernal a los inspectores de paisano.

—Sí, jefe —dijo el más corpulento de los dos— y están sintonizadas en las mismas frecuencias.

—Bien, dale una a Martín; la otra dámela a mí. Yo daré la orden de asaltar las dos puertas. ¿Tenemos linternas?

—Todas las que necesite, jefe.

—Bien. Es posible que opongan resistencia y que quieran apagar las luces. Mantengan agachada la cabeza y tengan cuidado de no dispararse entre sí. Apunten sólo a los blancos cercanos y cuando estén seguros de quién se trata. Entraremos aproximadamente dentro de cinco minutos, Martín. Yo daré los avisos de rendición. ¿Tiene algún altavoz?

—Sí, señor. Apriete el botón rojo cuando quiera hablar.

—Sosténmelo, Paco.

Diez de la noche

El sargento de paisano manipuló en silencio con una lámina de plástico en la cerradura de la puerta delantera y al cabo de unos minutos la abrió. Todos desenfundaron sus armas respectivas y Bernal entreabrió la puerta un centímetro, aunque no distinguió ninguna luz. Entonces habló por la radio portátil:

—¡Ahora, Martín!

Abrieron la puerta de un puntapié y entraron a toda velocidad, cubriendo ambos lados del recinto a oscuras. Una luz muy débil surgía de detrás de grandes fardos de tejido, ordenados en hileras en la parte exterior del almacén. Los dos inspectores de paisano y Navarro encendieron potentes linternas, Bernal hizo una seña a los primeros y a sus hombres para que tomaran el lado derecho, mientras él y Navarro tomaban el izquierdo. Al dar la vuelta a los fardos y entrar en la zona iluminada, Bernal cogió el altavoz y dijo con voz autoritaria:

—¡Habla la policía! ¡Estáis completamente rodeados! ¡Tirad las armas y poned las manos en la cabeza o tiramos a matar!

Había cuatro hombres alrededor de una mesa, sobre la que se veían algunas armas desmontadas. Torelli, que era el que habían seguido, el argentino gordo llamado Weber y otros dos. Uno de éstos, un sujeto bajo y moreno, fue a coger una pistola, pero Martín y sus hombres llegaron por detrás y éste dijo con voz cortante:

—¡Quieto! ¡Que nadie se mueva o disparo!

El sujeto bajo y moreno alzó despacio las manos y se las puso en la cabeza. De pronto, el local quedó sumido en la oscuridad, excepción hecha de la luz de las linternas de los policías. Un proyectil pasó zumbando junto a la oreja de Bernal y éste, soltando el altavoz, se echó al suelo. Se dio cuenta de que, al fin y al cabo, había un quinto hombre escondido cerca del interruptor de las luces. Bernal y Navarro retrocedieron con prudencia hasta el parapeto de los fardos de la izquierda, mientras que los policías de paisano hacían lo mismo en la parte derecha.

Entonces, por detrás, Martín enfocó la mesa del centro con una potente linterna y se desató un intenso tiroteo que finalizó con brusquedad cuando la mesa fue alcanzada por una bomba de mano. Bernal tanteó en busca del altavoz.

—¡Deponed las armas u os mataremos! —se volvió a Navarro—. Dejad de disparar y traed más linternas.

Mientras tanto, uno de los hombres de Martín se había hecho con otro foco potente y enfocaba el centro del almacén, donde se podía ver a un hombre acuclillado bajo la mesa.

—¡No disparen! ¡Voy a salir! ¡No disparen!

El que había hablado no era el argentino gordo, sino uno de los dos desconocidos. Torelli yacía inmóvil bajo la mesa y el sujeto bajo y moreno estaba sin indicios de vida entre la mesa y la pared lateral. Uno de los hombres de Martín se había acercado por detrás y descubierto al quinto hombre, que fue desarmado y forzado en aquel momento a encender las luces.

Se hizo un rápido registro del resto del local.

—¿Dónde está Weber? —gritó a Martín—. No está con los otros.

De repente oyeron que arrancaba el motor de un coche en la parte trasera del almacén.

—¡Ha escapado! ¡Hay que seguirle! —gritó Bernal.

Martín salió corriendo por la puerta trasera y efectuó dos disparos. Luego se hizo el silencio. Navarro salió a ver qué ocurría y descubrió que Martín había echado a correr hacia su coche, en el que le esperaba el chófer, y que se había lanzado en persecución del otro. Sabía que avisaría a la central y que pediría ayuda para detener a Weber.

Se volvió y vio a Bernal inclinado sobre Torelli.

—He aquí a uno de nuestros asesinos, Paco. Está inconsciente y con quemaduras serias a causa de la bomba. Veamos cómo están los otros dos.

El sujeto bajo y moreno estaba inconsciente con un agujero de bala en el hombro derecho. Bernal le registró los bolsillos de la chaqueta y sacó una cartera.

—Giovanni Cavalli ¡otro italiano! ¡Cuántas cosas interesantes hacen nuestros turistas! ¿Y esos dos? —preguntó al sargento de Martín, que había esposado a los otros dos hombres.

—De la ganadería local, jefe. Aquí tiene su documentación. Mire qué insignias llevaban.

Bernal cogió las insignias rojinegras del SDG, que ya conocía. Navarro volvía de hablar por la radio.

—He pedido dos ambulancias.

—Está bien —dijo Bernal—. Busca aprisa todos los papeles y documentos que haya y llévalos al coche. Tendré que informar a la Segunda Brigada. Esas armas son asunto político y militar. Supongo que se dejarán caer por aquí para hacerse cargo de los detenidos —dijo con resignación—. Regístrales los bolsillos, Paco, y mira a ver si tienen algo que indique que alguno de esos o el que está inconsciente es el segundo asesino. Torelli parece en mal estado. Pero le acusaremos de asesinato si se recupera.

Diez y media de la noche

Bernal salió a la calle y encendió un cigarrillo. Pensó que no iba a darse mucha prisa en informar a la Brigada Política para que Navarro tuviera tiempo de reunir todos los papeles que encontrase, pero sabía que tendría que hacerlo en pocos minutos, ya que en la central había tenido que oírse la petición de las ambulancias.

Éstas aparecieron en aquel momento y Bernal se dirigió a los enfermeros.

—¿A qué hospital van a llevarlos? —preguntó—. Están detenidos como sospechosos de actividades terroristas.

—En ese caso, los llevaremos al Gran Hospital de Diego de León. Es más seguro. ¿Hará que nos acompañen dos de sus hombres?

—Sí, pero no habrá problemas. Están todos mal heridos y uno con quemaduras serias a causa de una explosión.

Bernal volvió a entrar y dijo a los inspectores de paisano que fueran dos de sus hombres con las ambulancias. Advirtió que habían descubierto un impresionante arsenal de armas embaladas en grandes cajas empotradas en los fardos de tejidos: cuatro cajas de bombas de mano, doce subfusiles, seis fusiles con mira telescópica y lo que parecía un equipo para preparar explosivos.

—Por Dios —dijo el sargento de paisano—, ha sido una suerte que la bomba no lo hiciera saltar todo por los aires.

—Sí —dijo Bernal— y con toda esta tela se habría declarado un incendio espantoso.

Uno de los policías de paisano tiraba de un gran paquete envuelto en papel de estraza y Bernal le dijo que lo abriera. Dentro había grandes banderas rojinegras con el monograma SDG dispuesto igual que en las insignias.

—¿Qué grupo es éste? —preguntó el sargento—. Está claro que no es ni el FRAP ni el GRAPO.

—Creo que es nuevo —dijo Bernal, que volvió a salir para informar por radio desde su coche—. Bernal a central. ¿Eres tú, Ángel?

—Sí, jefe.

—Los hemos cogido a todos o a casi todos. Dos están heridos, pero de los nuestros ninguno. Tuvimos un pequeño tiroteo. ¿Me pones con la Segunda Brigada?

—En seguida, jefe.

Hubo una pausa y luego se oyó una voz.

—¿Bernal? Aquí el inspector general de la Segunda Brigada. ¿Qué pasa?

—Mientras perseguíamos a un asesino, fuimos a parar a lo que parece una fábrica de bombas de los terroristas. Sugiero que vengan en seguida —le dio la dirección—. Estaré esperando en la puerta principal.

Cuando cerraba la conexión, llegó Paco con un puñado de documentos.

—Esto es lo que he encontrado, jefe. Weber se ha ido sin duda con lo comprometedor.

—Vamos a echarles una ojeada rápida, Paco. Tenemos que encontrar una lista de complicados en el SDG antes de que la Segunda Brigada se haga cargo de todo.

Miraron los papeles a la luz de una linterna y sirviéndose de la luz interior del coche.

—No hay más que inventarios de armas, Paco. Nada sobre el complot. Podemos pasárselos a la Segunda Brigada, pero toma nota de la documentación de los detenidos. Haremos las averiguaciones por nuestra cuenta.

Cuando Paco terminaba su tarea, un impresionante desfile de Jeep y coches blindados llegó a la puerta del almacén entre los alaridos de las sirenas. Bernal fue a recibir al inspector general.

—Lo encontramos por casualidad, inspector, tras seguir a un sospechoso de asesinato desde su casa. En aquel momento aparecieron los enfermeros con dos camillas.

—Aquí viene nuestro hombre —dijo Bernal, señalando a Torelli. Dio al inspector general un breve resumen del pasado de Torelli—. Si se recupera, presentaré una acusación formal contra él.

—Ya veremos, Bernal, ya veremos. Yo tomo el mando de esto. Está claro que entra en mi jurisdicción.

—Por supuesto, inspector general. Navarro tiene todos los papeles que encontramos.

El inspector general los cogió.

—Ah, se me olvidaba —añadió Bernal—. Un hombre, tal vez el jefe de los terroristas, ha escapado y el inspector Martín, de la comisaría del Retiro, ha ido tras él en su coche.

—¿Quién ha metido a Martín en esto? —preguntó el inspector general.

—Ha colaborado conmigo en la detención de Torelli. A fin de cuentas, estamos en su zona.

—Entiendo —dijo el inspector general con aire no muy complacido.

Las ambulancias partían ya a buena velocidad con las sirenas aullando.

—Bueno, Bernal, puede usted volver. Nosotros nos ocupamos ahora de esto. Le agradecería que me presentase un informe por la mañana.

—Gracias, inspector general —Bernal se acercó a los inspectores de paisano y les dio la mano—. Gracias por la excelente colaboración que han prestado ustedes y sus hombres.

—Ha sido un placer trabajar con usted, comisario —dijeron.

Once menos cuarto de la noche

Martín, mientras tanto, tenía sus propias dificultades. Su chófer, habiendo conseguido que el pesado Seat 124 arrancase, había alcanzado la esquina de Ciudad de Barcelona a tiempo de ver que Weber giraba con el Cadillac a la derecha y se alejaba hacia Vallecas. Martín temía que el Seat no pudiese con el Cadillac en carretera, aunque por lo pronto seguía teniendo a la vista el automóvil de Weber.

Llamó por radio a la central de tráfico y dio detalles de su posición, aunque estaba claro para todos que hasta que Weber no llegase a Vallecas no se sabría con exactitud el camino que tomaría. Le dijeron que avisarían a todas las unidades que buscasen el Cadillac y que transmitirían el número de la matrícula.

Ya en la zona descampada que hay más allá de Portazgo, Martín distinguió las luces de Vallecas a lo lejos. Por suerte no había mucho tráfico y su chófer se las apañaba a las mil maravillas para acercarse poco a poco al Cadillac.

—Ojo con el cruce de Vallecas, Enrique —dijo Martín—. No se detendrá ante ningún semáforo.

—De acuerdo, jefe.

Mientras se aproximaba al complicado cruce, Martín vio que Weber doblaba a la izquierda, hacia el nordeste y la autopista de Valencia. Habló por radio.

—El sospechoso se dirige a la autopista de Valencia. Por favor, informen a las patrullas.

El mensaje fue recibido. Mientras se lanzaban por la carretera de Vallecas, hacia el empalme con la autopista de Valencia, Martín avisó al chófer:

—Ojo, que puede hacer una filigrana en el cruce. Weber alcanzó el primer empalme y dobló a la derecha, como si se dirigiera al sur, y en el último momento giró el volante con brusquedad y siguió derecho hacía el paso subterráneo. Enrique había aminorado un poco la velocidad, de modo que no mordió el anzuelo, pero perdió terreno.

—Mira a ver si gira a la izquierda para meterse en la pista del oeste.

Enrique gruñó. Nuevamente; en el último momento, Weber giró el Cadillac hacia la izquierda, entre los chirridos de los neumáticos y una densa nube de humo negro, y se internó en la autopista, a punto de eludir a un gran camión que le adelantó en aquel momento. Mientras Enrique acompasaba el Seat al tráfico de la autopista, Martín habló con la central.

—El sospechoso se dirige ahora a la avenida del Mediterráneo. ¿Tienen alguna patrulla cerca del cruce con la M30?

—Ahora enviamos una —respondieron, Martín pensó que sería demasiado tarde.

—Ojo, que puede tirar por la autopista de la Paz en la próxima salida, Enrique.

—No puedo alcanzarle, jefe. Va a unos ciento cuarenta por hora y nosotros a duras penas llegaríamos a eso.

—Procura no perderle de vista por lo menos.

En la salida a la M30, Weber giró hacia el norte en el último segundo, y se introdujo en la autopista de la Paz. Martín volvió a hablar con la central.

—Ha girado hacia el norte. ¿Pueden poner patrullas en todas las salidas?

—Veremos qué se puede hacer.

Aquello no bastaba, pensó. Aún no estaban acostumbrados a la velocidad vertiginosa de las autopistas y a la práctica imposibilidad de bloquear las salidas sin provocar accidentes. Procuró recordar la situación de aquella carretera y las salidas que tenía: O’Donnell, Alcalá, Mola, Arturo Soria y luego Chamartín. ¿Se olvidaba de alguna?

No tuvo tiempo de pensarlo. Weber pisó a fondo el acelerador y comenzó a despegarse de ellos por el carril de la izquierda.

—Lo perdemos, señor —dijo Enrique—. Tengo el pedal a tope.

Martín habló con la central.

—Lo estamos perdiendo. ¿Tienen tomada Chamartín?

—Sí —respondieron— y Arturo Soria.

—Estupendo. Informen cuando lo localicen.

Martín tenía la corazonada de que iba a ser en Chamartín y en la estación de ferrocarril. Había allí una nueva salida de la autopista y, una vez en la estación, Weber sería difícil de localizar.

Volvió a hablar por la radio.

—Avisen a la policía de la estación de que esté atenta a su llegada.

—Enseguida.

Dos minutos después perdían de vista el coche de Weber, pero Enrique siguió sacándole el máximo partido al Seat. Nerviosos, estaban a la espera y entonces habló la radio.

—La patrulla de la salida de Chamartín le ha visto abandonar la autopista. Lo están siguiendo.

Martín se retrepó en el asiento con alivio. Enrique comenzó a frenar al acercarse a la salida y doblaron por la pista que daba acceso a la estación. Iban por ésta cuando encontraron algo extraordinario. El Cadillac estaba inmóvil, en posición vertical, en medio de un seto de arbustos, con el chasis paralelo a una antigua locomotora de vapor, de color verde, que la RENFE había restaurado meticulosamente cual pieza de museo y colocado allí para animar la entrada de la estación. No había el menor rastro de Weber, aunque un coche patrulla de la policía se había detenido cerca y los agentes corrían hacia la entrada de la estación. Martín y el chófer fueron tras ellos, y una vez en el nuevo recinto vestibular, el primero fue a la comisaría.

El inspector de turno había estado en contacto con la policía de tráfico.

—¿Inspector Martín? ¿Qué aspecto tiene el sospechoso?

—Gordo, un poco calvo, recién afeitado, con abrigo negro y fular rojo. Avise a sus hombres de que va armado y es peligroso.

El inspector de la estación se puso a dar órdenes inmediatamente.

—Tenemos suerte. No sale ningún expreso en los próximos diez minutos —dijo—. El riesgo es que tome el cercanías que baja a Atocha y se nos plante en el centro, en Nuevos Ministerios o en Recoletos. En este tramo, claro, no se revisa el billete. La otra posibilidad es que suba al cercanías que va a El Escorial. Los apeaderos no se controlan a esta hora de la noche. Tengo hombres en todos los andenes, pero pasarán unos minutos antes de que se les dé la descripción del individuo.

Martín pensó que la vigilancia sería más eficiente si todos los hombres apostados fueran provistos de radio-receptor-transmisor portátil, como en otros países; en este país sólo disponían de ellos en ciertas ocasiones especiales.

El inspector de la estación volvió del teléfono.

—A ver si lo atrapamos. El jefe de estación está que trina porque el Cadillac le ha estropeado la vieja locomotora. Dice que habrá que pintarla otra vez.

Durante los quince minutos que siguieron cinco gordos y respetables hombres de negocios con abrigo negro fueron conducidos a presencia de Martín para que éste los inspeccionase. Una vez comprobada la documentación respectiva, se dio paso a profusas disculpas. Entonces hubo una racha de suerte. La mujer de los lavabos había sufrido un sobresalto a consecuencia de la repentina entrada de un caballero gordo, de tez acalorada, que se había colado a toda velocidad en uno de los excusados de hombres sin esperar a que ella le diera los tres obligados pedazos de papel higiénico. Contristada por aquella propina perdida, había resuelto comentarlo a uno de los grises que patrullaban fuera. Acababa de dársele a éste la descripción de Weber y había ido con la mujer a esperar a que el hombre saliera.

Cuando Weber salió, sin abrigo y con un pequeño bigote negro, el policía pensó que la vieja había desvariado, como de costumbre. Pero resolvió parar al individuo y pedirle la documentación. Cuando Weber sacó una pistola, la anciana gritó, distrayéndole momentáneamente, y el gris aprovechó la coyuntura para desarmarle.

Ya en la comisaría, Martín arrancó el falso bigote de Weber y le hizo vaciar los bolsillos. Se le esposó y el inspector de la estación ofreció a Martín una escolta que le acompañase hasta la comisaría del Retiro, que éste aceptó. Weber se negó a decir nada. Martín registró con rapidez la cartera y efectos personales de aquél. Detrás de la solapa le descubrió una insignia SDG, que le desconcertó.

—¿Qué insignia es esa, Weber?

—Pronto lo sabrá —y éstas fueron las únicas palabras que se le sacaron hasta que volvieron al Retiro.

Once y cuarto de la noche

Cuando Navarro y Bernal llegaron a la DGS vieron que Elena les esperaba.

—¿Todavía aquí? —preguntó Bernal.

—No puedo remediarlo, quería saber todo lo que ocurre… —dijo la joven—. He estado con Ángel en la sala de comunicaciones. Aún está ahí, enterándose de la persecución del argentino. Hace diez minutos que llegaron a la estación de Chamartín, pero se les ha escapado.

—Bueno, nosotros tenemos a Torelli —dijo Bernal—, que es uno de nuestros asesinos, y mañana les haremos la prueba de saliva a los otros tres para que el laboratorio la compare con la colilla que sé encontró en casa de Marisol. Sería mejor que te fueras a casa.

—Es que quiero quedarme para saber si el inspector Martín coge a Weber —dijo Elena.

—Como quieras.

Sonó el teléfono y contestó Navarro.

—Es Martín, para ti, jefe.

—Sí, Martín. ¿Lo tiene? ¿Dónde lo lleva? ¿Al Retiro? Voy a reunirme allí con usted. Sí, bien hecho. Un buen trabajo. Hasta luego —colgó—. Elena, ya lo tiene. ¿Satisfecha? Ahora vete a casa y cena algo. A lo mejor Ángel quiere acompañarte.

—Estoy demasiado nerviosa para comer nada —dijo ella—. Ha sido una noche tremenda. Les veré mañana a la hora de siempre. Buenas noches, jefe. Buenas noches, Paco.

Cuando la joven se hubo ido, Bernal sacó del bolsillo las insignias SDG y se las quedó mirando pensativamente.

—Habrá que trabajar duro para pararles los pies, Paco. Vamos al Retiro a interrogar a Weber.

—De acuerdo, jefe.

Once y media de la noche

Pero cuando llegaron a la comisaría de la calle Fernanflor, encontraron a un comisario de la Segunda Brigada que les esperaba.

—Hola, Bernal. Supimos por la comisaría de la estación de Chamartín que el inspector Martín había detenido a Weber. Lo interrogaremos nosotros, claro.

—Claro —dijo Bernal con el corazón en un puño—. ¿Me permitirían que le interrogase antes a propósito de los asesinatos?

—El inspector general dice que lo haga después. El aspecto político tiene preferencia. Dijo que usted lo entendería.

—Sí, claro, lo entiendo —dijo Bernal.

Martín llegó en aquel momento con el detenido y la cara se le ensombreció al ver al comisario de la Segunda Brigada.

—Nos quedamos con él, Martín, y seremos nosotros los que hagamos el registro domiciliario. Gracias por traerlo. Ha hecho usted un magnífico trabajo. La escolta puede volver a Chamartín. Tengo a mis hombres fuera.

Martín le entregó a Weber y advirtió la expresión de simulada esperanza que se aposentaba en la faz del detenido. Cuando se hubieron ido, Martín condujo a Bernal y a Navarro a su despacho, y pidió al sargento de guardia que les llevara café.

—No —dijo Bernal—, vayamos a tomar un trago fuera. ¿No hay ningún bar por aquí cerca?

—Sí, en Jovellanos, enfrente del Teatro de la Zarzuela. Uno antiguo que se llama Manolo.

—Ése sirve. Quiero que los tres hablemos con tranquilidad.

Cuando estuvieron sentados a una mesa apartada, ante unas cañas acompañadas de unas cuantas tapas, Bernal le dio a Martín un informe completo acerca de la conspiración del SDG. Martín y Navarro escucharon con atención y el primero leyó de cabo a rabo el programa del golpe con cara de incredulidad. Pero entonces introdujo la mano en el bolsillo y sacó la insignia SDG que había encontrado en la solapa de Weber.

—Esto lo tenía Weber, comisario.

—Otra para la colección —dijo Bernal—. Comprenderá usted que o nos quedamos sentados y que pase lo que tenga que pasar, o intentamos averiguar los nombres de los conspiradores y llevar este asunto a la más alta autoridad.

—Hay que impedir esa locura —dijo Martín sin el menor titubeo—. Pero ¿dónde están esos nombres? ¿Por dónde comenzar la busca? Mañana por la mañana es nuestra última oportunidad.

—Bien, a las ocho y media reanudaremos las investigaciones en todos los bancos a ver si hay otro depósito en una caja fuerte. Y está además el coche de Santos. Hay que dar con el Mini azul. Por la mañana los del Ayuntamiento tendrán que decirnos el número de la matrícula.

—Pondré a trabajar a todos los hombres disponibles, jefe —dijo Martín—. Podría encontrarse en mi zona. Una vez tengamos la matrícula, averiguaremos cuándo estuvo por última vez en un aparcamiento controlado y en qué calle.

Bernal creyó oportuno advertir a ambos.

—Creo que los dos deberíais saber que han atentado dos veces, tal vez tres, contra mí en esta semana. De una fue Weber el responsable o por lo menos uno que conducía su coche —les contó que el Cadillac había querido atropellarle y mencionó asimismo la historia del metro y la del atraco del chulo en la calle—. Es posible que los tres estemos ahora en peligro, a pesar de la detención de Weber. Por favor, tened cuidado y no andéis solos por ahí.

—Yo puedo llevarles a los dos en el coche —dijo Martín—, ya que ustedes han despedido a su chófer.

—Bien pensado —dijo Bernal—. Hay que ponerse a trabajar a primera hora de la mañana.

Medianoche

Bernal encontró la casa a oscuras; estaba claro que Eugenia se había ido a dormir. Descubrió en la cocina que su mujer le había dejado la acostumbrada tortilla de sobras, pero estaba fría y con aspecto aceitoso. Se dijo que aguantaría con las tapas que había tomado y se metió en la cama, junto a su mujer.