MARTES, 5 DE ABRIL

Ocho y media de la mañana

El canario había pasado una mala noche, Bernal se alegró de perder de vista las quejas de Eugenia y tomó, como de costumbre, su segundo (y verdadero) desayuno en el bar de Félix Pérez.

Si, por así decir, Bernal tenía un sitio habitual, era aquel bar antiguo que no parecía haber cambiado desde el Madrid de su juventud, salvo por el televisor que habían empotrado en la zona sombría de lo alto de la puerta. Encima de la adornada caja registradora había una figura de cerámica pintada que representaba a un hombre en el brusco ademán de cruzar los puños, el uno alzado con aire amenazador, y una advertencia escrita debajo, que siempre provocaba una sonrisa a Bernal: ¿Quieres fiado? ¡Toma!

Se dio cuenta de que era un hombre paradójico, como casi todos los hombres que habían rebasado la cuarentena: se obligaba a modernizar y acomodar su habitáculo, pero le gustaban los bares antiguos, sencillos y, sobre todo, sin restaurar.

Al salir a la calle advirtió que los pegajosos brotes de los castaños que bordeaban el Retiro anunciaban los primeros síntomas de vida. No tardarían en brotar éstos hasta convertirse en gruesas antorchas blancas.

Resolvió no unirse al gentío del metro; había dejado de llover durante la noche y había débiles muestras primaverales en el aire sucio. Comprendió que el ataque sufrido la noche anterior le había puesto nervioso y con una leve sensación de náuseas. Un incidente menudo y ridículo, normal en aquel barrio y en tantos otros puntos de la ciudad… y a él le inquietaba. ¿Por qué le habría elegido el chulo precisamente a él? Bueno, era un tipo mayor, bajo y bien vestido: una víctima ideal para un atraco de poca monta. El rápido contraataque había asustado al atracador más que a él, seguramente.

Anduvo aprisa hacia la puerta de Alcalá, y recordó haber visto, al final de la adolescencia, aquella sobria puerta dieciochesca adornada con tres grandes banderas rojas verticales, en ambos lados, con la hoz y el martillo y las caras de Marx, Lenin y Stalin respectivamente, estampadas en ellas. ¿O el tercero era Bakunin? No podía acordarse.

Se preguntó si la historia se repetiría, aunque lo dudaba. Podía haber caído la cabeza del régimen, pero la maquinaria implacable seguía funcionando en todos los aspectos de la vida. La inmensa organización policíaca, con sus tres ramas de Policía Armada, Guardia Civil y Policía Municipal, la mayor de todos los países occidentales, en proporción, seguía vigilando, seguía informando, seguía interviniendo con energía; el nuevo gobierno incluso había sacado dinero de donde no lo había para dotarla de los más modernos equipos, armas y vehículos. Acostumbradas durante mucho tiempo a una lealtad única, las fuerzas de la ley y el orden no vacilaban en inclinarse ante el hombre que aparecía al mando por muy grotescos e inexplicables que sus actos parecieran. Era incluso lógico, se dijo Bernal, que en los altos puestos de la policía comenzara a creerse que se iba a conseguir una España «democrática» sin que nada cambiara en absoluto, tal y como Francia había sido un país al parecer «libre» desde el Directorio, o Inglaterra desde la Restauración.

Mientras bajaba la pendiente de Alcalá, rumbo a la Cibeles, miró por las ventanas del Café Lion, refugio en otro tiempo de ancianos eruditos y amantes del toreo, y vacío a aquella hora. Ya frente al famoso edificio que, pese a su aspecto de gigantesca y achatada tarta nupcial, se enorgullecía de ostentar el nombre de Palacio de Comunicaciones, pensó Bernal que aquella plaza, con la fuente y el monumento a la Gran Madre Cibeles en el centro, era el verdadero núcleo del moderno casco de la urbe.

Mientras esperaba a que el monigote verde de la luz de tráfico le autorizase a cruzar el Paseo Calvo Sotelo, se sintió horrorizado, como cada día, al ver de qué manera quedaba estropeado aquel paisaje septentrional, con sus árboles y fuentes, en dirección a Colón, por las dos torres gemelas e inacabadas del edificio Colón. La misma plaza de Colón se encontraba en proceso de una fea reconstrucción al triunfal estilo fascista. Bernal se sintió contento de estar adentrándose en la vejez y de tener muchas probabilidades de no vivir lo suficiente para ver aquel Madrid suyo totalmente reedificado. Sin embargo, la ciudad aún le ofrecía rincones inesperados de su olvidada historia.

Llegó sin más contratiempos a la esquina del Ministerio del Ejército, instalado en el elegante Palacio de Buenavista, y cruzó Alcalá por el nuevo paso subterráneo, aprovechando para respirar mientras la escalera mecánica le llevaba ante la fachada del Banco de España. Un poco más allá se detuvo para comprar un paquete de Kaiser en un estanco y aspiró la primera bocanada de humo del día, esperando consumir menos de dos paquetes seguidos. Cotejó la hora que llevaba con la del reloj digital luminoso que había en lo alto del edificio de Bellas Artes y advirtió que la temperatura seguía siendo de ocho grados.

Al entrar en el despacho vio que Paco y Elena trabajaban ya con los restos de los efectos personales de Santos. Les saludó y los dos le preguntaron por la mano y cómo se sentía.

—Estoy muy bien, en serio. Más aturdido que otra cosa. ¿Habéis encontrado algo de interés?

—Aún no —dijo Paco.

Ángel entró en aquel momento y Bernal le sugirió que, junto con Elena, terminara la encuesta del día anterior en Lavapiés.

—Si no sacamos nada en claro, ¿probamos en las calles cercanas? —preguntó Ángel.

—Sí, sobre todo los que dan a la plaza de Lavapiés.

Los dos jóvenes salieron, contentos de irse y hacer algo.

—¿Has visto este anuncio del periódico? —le preguntó Paco.

Le tendió uno de los diarios fascistas cuya circulación había decaído considerablemente tras la difusión alcanzada por el periódico liberal El País. El anuncio decía:

Sábado de Gloria

Se pide a todos los excombatientes que se concentren en la tumba del Generalísimo Franco, en el Valle de los Caídos, el próximo Sábado Santo. Se celebrará una misa de difuntos en memoria del Caudillo a las 12 horas. A las 10.30 saldrán vehículos especiales de la Plaza de Oriente. El viaje será gratuito. Se vestirá el uniforme con todas las condecoraciones.

¡Arriba España! ¡Viva Franco!

Bernal pensó que el grito de guerra que remataba el anuncio era bastante extraño.

—¿Ha autorizado esta manifestación el Ministerio del Interior? —preguntó a Paco.

—Parece que sí, jefe, con la condición de que no haya discursos fúnebres. No asistirá ningún Ministro, pero se espera que sí acudan la viuda del Caudillo y familia. Los excombatientes pidieron permiso para manifestarse ante el Palacio Real, pero se lo negaron. No causarán problemas allá en el monte.

—¿Se ha puesto este anuncio en todos los periódicos? —preguntó Bernal.

—No —dijo Paco—, sólo en los de la derecha. Supongo que saldrán vehículos de todos los puntos de la península, pero el Movimiento no los va a financiar esta vez. Se rumorea que los fascistas argentinos, italianos y chilenos han puesto el dinero.

—Espero que el gobierno sepa lo que hace —dijo Bernal—. ¿Estarán todos los Ministros fuera de Madrid este fin de semana?

—Sólo unos cuantos. El Presidente, el Ministro del Interior y el de Defensa se quedarán. Y lo mismo el Rey.

—Quizá sea lo mismo, dadas las circunstancias. No costaría mucho provocar un golpe de estado.

El teléfono sonó en aquel momento y Paco Navarro fue a contestar.

—Sí, sí, se lo diré. No tardará en ir para allá —colgó y miró a Bernal con cara de circunstancias—. Prieto dice que vayas a verle. Parece que han desaparecido algunas series de huellas del caso Santos.

—En seguida voy. Veremos si le ha dado tiempo a analizar la navaja automática y comprobar las huellas.

Nueve de la mañana

Prieto parecía irritado y preocupado al mismo tiempo.

—Comisario, alguien ha estado metiendo mano en nuestras huellas. He preguntado a todos los ayudantes y juran que no han tocado nada. Pero hemos perdido algunas del piso de Santos y las de los guantes. Por fortuna, la película que tomé de ellas la envié a la sección de Fotografía para que la revelasen por la noche, aunque es preocupante que se haya perdido el original.

Bernal se sintió aliviado.

—Bueno, tenemos reproducciones fotográficas y el ladrón de los originales, sea quien sea, tal vez no se diese cuenta del detalle. Ve a Fotografía y asegúrate de que no las han perdido o estropeado. A propósito, ¿viste la navaja automática que te dejé en una caja de cartón y con una nota en la mesa?

—¿Una navaja automática? No, no la he visto. Eh, vosotros, ¿quién llegó el primero esta mañana?

Contestó un joven pálido y nervioso.

—Yo, jefe, pero la puerta estaba abierta. Pensé que los de la limpieza la habían dejado así.

—¿No viste una caja de cartón en mi mesa?

—No, jefe —dijo el joven pálido—. Su escritorio estaba vacío. Ni siquiera había llegado el correo.

Bernal estaba consternado por aquella muestra de inseguridad interior.

—Mira, Prieto, corre a Seguridad e informa de lo ocurrido inmediatamente. Que tomen cartas en el asunto e interroguen al vigilante nocturno y a los de la limpieza. La navaja automática no formaba parte del caso Santos, de modo que no me preocupa. Que los de Fotografía hagan más copias y me envíen un juego completo de todas las huellas. Yo iré a ver qué hace Varga.

El laboratorio de Varga estaba en el sótano y lleno de aparatos y máquinas comprobadoras de aspecto muy singular. Los laboratorios de análisis sanguíneos y datos fisiológicos y el Instituto de Toxicología ocupaban dependencias separadas. Varga parecía trabajar con gran naturalidad en medio de tanta confusión y saludó a Bernal con una sonrisa.

—Los árboles han sido lo último, comisario, lo último. Espero que la Brigada no me venga con más peticiones de cosas raras.

—No, hoy no, Varga, por lo menos aún no. Siento lo de los árboles. Olvidé que no te gustan las alturas. Pero las manchas de sangre encontradas encajan con la teoría del asesinato. ¿Ha hecho ya el laboratorio forense la prueba adicional de la sangre?

—Sí, todas las muestras pertenecen a la sangre de Santos. Claro que también pueden ser de otros doscientos madrileños, pero con las nuevas comprobaciones del factor Rh, capaces de determinar ocho grupos distintos, y la prueba adicional que localiza los factores P, MN y Hr, se puede concretar al máximo la tipología. Probablemente sea cierta su hipótesis sobre la cerradura. Recuerde que por lo menos hay tres formas de cerrar una puerta desde fuera para dar la impresión de que la cerró un suicida desde dentro, pero se trata de sistemas que dejan rastros: grafito o jabón en el ojo, arañazos en los resortes o en la llave cuando se emplean pinzas en forma de media luna, o una astilla o algo parecido en el suelo, dentro, en los casos en que la llave está todavía en la cerradura. Lo primero que pienso cuando hay un suicida encerrado con llave es que se trata de un asesinato.

—Has hecho un trabajo estupendo, Varga. Pero cuida bien las pruebas y haz reproducciones de las fotos en cuanto puedas —Varga se puso más serio cuando Bernal le contó la desaparición de las huellas de Prieto.

—Lo tendré en cuenta, comisario. Esto me huele mal. ¿Cree que ha podido ser alguien de su sección?

—Cabe la posibilidad. Pero no quiero provocar alborotos ni ponerme a investigarles a todos hasta que no sepa más del caso. Mientras tanto, cuida bien de todo.

—Lo haré. Suerte en la investigación. Por cierto, las señales de la palanqueta no se corresponden con ninguna de las de nuestros archivos.

—Bueno, pero haz una reproducción aparte de la que dejes en los archivos generales. No quiero que desaparezcan misteriosamente más elementos de prueba.

Nueve y media de la mañana

De vuelta al despacho, Bernal entró en la cafetería de la policía a tomar un café y le alegró ver a un antiguo colega que trabajaba en los archivos generales. El inspector Esteban Ibáñez había nacido en la plaza de Antón Martín, como Bernal, y habían sido amigos desde la infancia. Nunca había tenido el brío de Luis ni mucho acierto a la hora de resolver casos difíciles, y pronto había optado por entrar en Archivos, a causa de su extraordinaria memoria.

—Hola, Luis. No puedes ni imaginarte los problemas que tenemos con el cambio de régimen. Estamos llevando todas las fichas políticas a los altos jefes, que ni siquiera nos dejan ver lo que hacen, y estoy seguro de que van a tirar o destruir gran parte del material —hombre muy ordenado, era evidente que le irritaba sobremanera aquella intromisión en su esfera de competencia—. Pero, como sabes, tengo buena memoria y me acuerdo de las fichas que de pronto quedan en blanco. Y esto no ocurre sólo en la sección política. También muchas de la sección de fraudes están quedando limpias.

Bernal intuyó que Esteban era una de las pocas personas de toda la DGS en que podía confiar. Llevado de un impulso, le preguntó:

—Esteban, ¿qué significa «Sábado de Gloria»?

Ibáñez le observó con atención.

—¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, un periodista llamado Santos, cuya muerte investigo, escribió esas palabras en un papel que encontramos en su mesa.

—¿Y no había descubierto nada más al respecto?

—No por lo que sabemos, aunque todavía seguimos mirando sus papeles —y contó a Ibáñez lo del allanamiento del estudio de Santos tras la fatal caída.

—Hemos oído rumores, Luis, sobre un complot fascista. ¿Sabías que se detuvo a cuatro fascistas alemanes a tres días de un asesinato planeado contra el Ministro del Interior? ¿Y sabías que se les ha dejado volver tranquilamente a Alemania? Pues no acaban aquí las cosas. Los hay argentinos, dominicanos, colombianos, chilenos e italianos también. Y parece que Alicante es el punto de reunión de todos ellos. Algo se prepara, Luis, te lo digo yo, pero no sé exactamente qué.

—Pero el nombre de la conspiración, si es que de eso se trata, sugiere que todo va a ocurrir el sábado que viene, ¿no? ¿Has visto el anuncio en el matutino?

—Sí. Probablemente sea la forma de concentrar a los contingentes. Se rumorea que el gobierno va a legalizar dentro de poco al Partido Comunista. Habrás leído en la prensa que el Tribunal Supremo devolvió la pelota al gobierno afirmando no tener facultad de decisión sobre cuestiones como la legalización de partidos políticos. Esta tarde hay Consejo de Ministros en la Moncloa.

—¿Qué hay de la seguridad personal del Presidente?

—La organiza él mismo. Un tipo listo. Nuestro Ministro también ha tomado precauciones especiales desde el asunto de los alemanes.

—Nunca serán suficientes, dadas las circunstancias. No queremos más viajes a las alturas celestiales.

Ibáñez se dio cuenta de que Bernal se refería al asesinato del almirante Carrero Blanco en diciembre de 1973, cuyo vehículo había sobrevolado un edificio de la calle Claudio Coello a consecuencia de un explosivo colocado bajo el asfalto. No se había conseguido sentar a los responsables en el banquillo de los acusados.

—No descuides ese asunto, Luis. Te ayudaré en lo que esté en mi mano.

Bernal le contó la desaparición de las huellas de la sección de Prieto e Ibáñez hizo un gesto de preocupación.

—Ten cuidado, Luis. Recuerda que lo que se dice de la policía «paralela» puede ser algo más que fantasías de la izquierda. Hay insistentes rumores de que alguien de arriba ha cogido un buen pellizco del presupuesto para organizar una policía secreta dentro de la policía, con vistas a controlar el país si el gobierno se inclina demasiado a la izquierda.

—Si descubro algo más, te llamaré por teléfono.

—No lo hagas. Es mejor que me busques y charlemos en un sitio seguro.

Luis supo que el otro pensaba en la posibilidad de que los teléfonos estuvieran intervenidos.

—De acuerdo, Esteban. Me alegro de haberte visto.

Diez de la mañana

Paco Navarro hablaba por teléfono cuando Bernal entró.

—Es Ángel, jefe. Cree que ha localizado a la misteriosa Marisol. Dice que vayamos y nos reunamos con él en la calle del Ave María, y propone que Elena se venga aquí para sustituirnos.

—Espérala tú aquí, Paco. Pídeme un coche, estaré allí en seguida.

—Dice que estará en la esquina de Ave María con Tres Peces.

Dicho cruce, recordaba Bernal, estaba en la parte alta de Ave María; había sido su zona de correteos infantiles.

—Te llamaré en cuanto aclaremos lo de la chica. Creo que será mejor que Elena nos ayude a traerla, aunque primero tengo que ver cómo están las cosas.

Mientras el chófer sorteaba las estrechas calles que rodeaban Antón Martín y giraba por Ave María, Bernal recordó haber leído que durante el reinado de Felipe II la calle en cuestión había sido célebre por sus casas destartaladas y llenas de prostitutas. Cuando se demolieron algunos de los edificios, en los pozos correspondientes se habían encontrado cadáveres de clientes asesinados, haciendo que los mirones exclamaran «¡Ave María!» Bernal comprobó que algunas de las casas más antiguas habían sido derribadas y que se habían construido en su lugar edificios de apartamentos de buen aspecto, de igual altura e igual fachada, aunque una de las viejas manzanas, apuntalada por todas partes, parecía haber escapado incluso a las órdenes de demolición de Felipe II.

Bernal encontró a Ángel y Elena delante de un zaguán y dijo al chófer que parase un poco más abajo.

—Será mejor que entre y oiga lo que el portero tiene que decirle, jefe —dijo Ángel con aire sombrío.

Diez y media de la mañana

El portero era un individuo viejo, sordo y asustado, que, nada más ver el carnet de Bernal, exclamó:

—Comisario, suerte que ha venido usted. Ya pensaba llamarles. Es por el olor, ¿sabe usted? Y por el perro que aúlla. Los vecinos no hacen más que quejarse.

—¿Dónde vive Marisol? —dijo Bernal, enseñándole la foto. Y acto seguido, en voz más alta—: ¡Que dónde vive Marisol!

—Ya se lo he contado todo aquí al joven. Se llama María Soledad Molina y vive en el primero izquierda. Es el que tengo encima de la portería. Es una chica tranquila, muy reservada, va bastante pintada y sale por la noche hasta muy tarde, pero es que creo que trabaja de bailarina en un club que hay detrás de la Gran Vía. Casi todos los días viene a verla un joven muy bien vestido.

Bernal sacó una foto de Raúl Santos y el portero dijo inmediatamente:

—¡Ése es! ¡El mismo! Creo que tiene una llave del piso de la chica porque se la he visto sacar del bolsillo al entrar. De vez en cuando me da buenas propinas, por cuidar de su novia, dice él.

—¿Cuándo le vio por última vez? —el grito de Bernal resonó en el silencio de la portería, tanto que se imaginó que todos los vecinos estaban escuchando en el hueco de la escalera.

—Hace más de una semana. Ayer me parece que hizo una semana. Llevaba un maletín negro, como el que usted lleva. No lo he visto desde entonces.

—¿Y a ella? ¿Cuándo la vio por última vez? —Bernal acababa de percatarse de que el portero podía leerle en los labios, de manera que los movió con exageración en vez de hablar a gritos.

—El sábado, a la hora de comer. Iba muy arreglada y llevaba una maleta pequeña.

—¿Piensa usted que se iba fuera?

—Tal vez lo haya hecho —dijo el viejo—, aunque suele llevar una maleta consigo cuando va a trabajar. Ella misma se hace la ropa con que actúa, ya me entiende. Tiene una máquina de coser eléctrica en casa —al parecer, aquello era un síntoma de riqueza para el portero.

—¿Tiene usted llave de la casa? —dijo Bernal.

—No. Ya hemos llamado, porque el perrito que tiene no hace más que ladrar y gemir. Lo deja aquí cuando sale, salvo cuando lo paseo por las mañanas y a la caída de la noche. Y al animalito parece que no le gusta. No debería haberse marchado y dejarlo encerrado, si es que eso es lo que ha hecho. Además, con el mal olor que hay, los vecinos no paran de quejarse. El pobre animal ha tenido que ensuciarse en todas partes.

Bernal subió el tramo de escaleras que le separaba de la puerta de Marisol. El hedor era intenso y no le resultaba desconocido; en modo alguno se parecía al excremento canino.

Volvió a bajar y llamó a Ángel.

—Ve al patio y mira si hay alguna forma de entrar por detrás. Si ves alguna ventana abierta, no entres.

—Vale. ¿Cree que ha pasado algo dentro?

—Estoy seguro, a juzgar por el olor. Haré que Elena se vaya y que venga Paco.

Pidió al portero que le dejara utilizar el teléfono y llamó al despacho.

—Paco, escucha. Creo que nos ha caído encima otro muerto, pero no podemos entrar en el piso. El portero dice que Santos tenía una llave, así que tráete el llavero que había entre sus efectos personales. Dile a Varga que se traiga herramientas y el equipo habitual, así como media docena de mascarillas de quirófano. El olor tira de espaldas. Ven tú con Varga. Voy a llamar a Peláez, al laboratorio anatómico. Ahora mismo envío a Elena en un taxi. Ella nos sustituirá en el despacho.

—De acuerdo, jefe, yo me encargo de todo.

Bernal marcó el número del Instituto Anatómico Forense.

—Doctor Peláez, por favor —hubo una pausa—. ¿Peláez? Soy Bernal. Creo que tengo otro para ti, en estado de descomposición avanzada. Aún no hemos entrado, pero lo sé por el olor. Creo que preferirás verlo tú el primero, antes de que nada se toque y antes de que entre aire fresco en el lugar para que pueda determinarse la temperatura del cadáver. Tiene que haber algo horrible ahí dentro. Necesitarás una máscara —y Bernal le dio la dirección.

—No entres —dijo Peláez—, ya sabes que no puedes aguantar estas cosas. ¿Has llamado a Varga?

—Sí, ya está en camino.

—Bien, él y yo entraremos los primeros y lo haremos solos. De ese modo los tuyos no trastearán nada ni borrarán rastros. Él y yo estamos acostumbrados a trabajar juntos.

Bernal suspiró con alivio y agradecimiento.

—Está bien, lo tendrás todo limpio y despejado —frase, por cierto, que según se comprobó luego, resultaría de lo más inapropiada.

Bernal vio a Elena esperando en el zaguán y dijo:

—Me gustaría que volvieras y ocuparas mi puesto en el despacho. Paco viene para acá.

—¿Por qué no me quedo y tomo notas? —dijo ella con avidez.

—Ya vienen Peláez y Varga con un dictáfono de bolsillo; además será muy desagradable.

—¿El olor…?

—Sí. Y ojalá no sea nada a lo que tengas que acostumbrarte.

La muchacha se puso pálida.

—Está bien. Buscaré un taxi.

—Buena chica. Yo volveré de aquí a un par de horas, espero. Mientras, ve al Gabinete Central de Identificación y diles que localicen a María Soledad Molina. Aún no sabemos el segundo apellido. Y llama al inspector Ibáñez, de los Archivos Generales de la Criminal. Dile que es de mi parte y que mire si la mujer tiene ficha.

—Lo haré, jefe. Hasta luego.

Once de la mañana

Ángel volvía ya del reconocimiento de la parte trasera de la casa.

—Hay una ventana que da al techo de la cocina de la portería. Está cerrada, pero he visto unos pequeños arañazos cerca del pestillo. Quizá podamos entrar por ahí.

—Eso destruiría una prueba importante. Esperaremos a Varga y a Paco. Tal vez traiga éste la llave de Santos.

—¿Cuánto cree que lleva muerta?

—Bueno, aún no sabemos si la muerta es ella, pero juraría que se trata de un cadáver humano descompuesto. ¿Pudiste ver u oír al perro desde la ventana?

—No. Pero ¿cuántos días pueden haber transcurrido? Sin agua, el animal habrá muerto.

—Habrá que tener cuidado al abrir la puerta. Es posible que el perro esté ya rabioso —dijo Bernal.

—¿No tendríamos que llamar al inspector encargado de la zona de la comisaría de Centro? Al fin y al cabo, es su territorio.

—Aún no. No quiero que Arévalo y sus huestes nos estropeen el escenario del crimen. Todavía no tenemos ningún cuerpo del delito, ¿verdad? Así que esperaremos a que entren Peláez y Varga, y entonces lo llamaremos. Por eso utilicé el teléfono de la portería y no la radio del coche. Estarán a la escucha, pero no sabrán que estamos aquí aún.

Paco Navarro llegó en aquel momento con Varga y sus hombres en el furgón de los técnicos.

—Traigo las llaves de Santos, jefe. ¿Abrimos la puerta?

—Hay que esperar antes a Peláez. Se enfadaría con nosotros si dejamos que baje la temperatura de dentro. Y con esto le sería difícil determinar el momento de la muerte. Pregunta al portero cómo va la calefacción aquí. Parece que se trata de una forma primitiva de calefacción central. He visto la caldera y el montón de carbón en el patio. Peláez querrá saber si se apaga por la noche y a qué hora se enciende por la mañana. El portero está como una tapia, de manera que tendrás que ser paciente y hacer bien las preguntas. Yo iré a hablar con los vecinos que viven enfrente de la casa de Marisol. Son los que más tienen que haberla visto. Ángel, tú vuelves al despacho o se te echará a perder el camuflaje. En este barrio se recuerda muy bien la cara de un policía. Ayuda a Elena con lo que queda de los papeles de Santos. Habrá más con lo que saquemos de aquí luego, me temo. Tal vez no resulte Marisol una lectora tan voraz ni tan redactora de cartas como su amigo.

—De acuerdo, jefe. Le esperamos en el despacho.

Bernal subió y llamó al timbre del primero derecha. La puerta se abrió con mucha cautela, hasta donde dio de sí la cadena de seguridad, y una mujer madura le miró con suspicacia.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Policía —dijo él, enseñándole la chapa.

—¿Y qué pasa? Será la fulana de ahí enfrente. Ya sabía yo que ésa andaba en algo malo, con tanto tío que entra y sale a todas horas.

El alboroto había hecho que otras vecinas de los pisos superiores se asomaran a la barandilla con curiosidad y Bernal le preguntó si podía entrar.

—Bueno, pero estoy fregando el suelo.

Cerró para quitar la cadena y acto seguido abrió de par en par.

—Pase, pase.

Lo condujo hasta una silla del vestíbulo. El piso estaba pobremente amueblado, pero limpio, gracias al estropajo, testimonio de lo cual eran las manos de la mujer.

—¿Hace mucho que vive aquí María Soledad Molina? —preguntó Bernal.

—Hace menos de un año. No la veo mucho porque se pasa el día durmiendo. Y cuando vuelve de lo que podríamos llamar su trabajo pone el tocadiscos muy alto hasta las tantas.

—Entonces, ¿la frecuentaban muchos hombres por la noche?

—Yo sólo he visto a uno —admitió la mujer— y me parece demasiado elegante para ella. Un señorito es lo que parece, de buena familia, usted ya me entiende. Y no me explico cómo puede aguantar a esa guarra. Y con el perro que tiene. Siempre está ladra que te ladra y no para desde el sábado. Pero, claro, el portero no oye ni torta. Ya le he dicho cien veces que haga algo, pero al tío imbécil no le importa lo que pase ahí dentro. Como él le da dinero… Esto era antes una casa decente, pero quién se acuerda ya.

—¿Es éste el hombre que veía usted? —Bernal le enseñó la foto de Santos.

—Sí, es ése. El mismito, Pero ha salido un poco asustado, ¿no?

La mujer no se había dado cuenta de que el fotografiado era un cadáver, pero el instinto la hizo temblar.

—¿Y qué ha hecho? —añadió la mujer.

—Nada delictivo, que sepamos. Es a la chica a quien queremos encontrar.

—O sea que no está en casa, ¿no? Bueno, yo no la veo desde el sábado a la hora de comer, que es cuando ella fue a la panadería y, de paso, sacó a mear al perro.

—Gracias, señora, no tengo más preguntas que hacerle. Me ha sido usted de mucha ayuda.

—Pues a ver si hacen algo con esa pestuza. Es peor que una sarta de maldiciones.

Bernal murmuró unas palabras tranquilizadoras, alegando que sin duda se resolvería pronto aquel particular.

—Dios le oiga, inspector. No hay quien aguante esto.

Once y media de la mañana

Peláez llegaba cuando volvió Bernal.

—¿No sería conveniente traer unos grises para tener a raya a esas mujeres, Bernal?

—Quería que tú y Varga adelantaseis bastante en lo vuestro antes de telefonear a la comisaría de Centro. En seguida me ocuparé de ello.

Varga acababa de inspeccionar la cerradura del piso de Marisol con una sonda.

—La llave está puesta por dentro, comisario, y en la punta hay arañazos recientes, lo que indica que se giró desde fuera con unas pinzas, aunque quien lo hizo quiso que creyéramos que se echó la llave por dentro. Bastará cualquier herramienta de plástico para quitarla de ahí y entonces entraremos con la de Santos.

—Ten cuidado no se te tire encima un perrito; puede estar furioso después de un par de días de encierro —dijo Bernal.

Tras unos minutos de manipulaciones, Varga despejó el orificio de la cerradura e introdujo en ella la llave de Santos.

—Está con doble vuelta, comisario.

—Parece la tarjeta de visita de nuestros asesinos —dijo Bernal—; siempre procuran hacernos creer que hay suicidas tras las puertas cerradas con llave.

—Bueno, si los de la comisaría del barrio hubieran llegado primero, habrían echado la puerta abajo y pensado que se trataba de eso mismo —dijo Peláez.

Varga abrió con mucho cuidado, mientras uno de sus hombres, con las manos enguantadas, extendía una red ante la parte inferior de la puerta. Y si bien no hubo rastro de perro alguno, sí se sintió el hedor espectral y dulzón de la putrefacción humana.

—Poneos las mascarillas —les dijo Bernal a Peláez y a Varga—, los demás esperaremos aquí.

Varga se colocó la mascarilla, encendió una potente linterna y avanzó con cautela por el pequeño recibidor, observando minuciosamente el suelo, en busca de huellas. La puerta de la sala de estar se encontraba cerrada. Llamó al ayudante para que entrara con la red.

—Cuidado ahora, el animal puede saltarnos encima.

—Dejaremos cerrada la puerta de la escalera por ahora —dijo Bernal.

Peláez sacó sus termómetros de una caja: uno era para la habitación, el otro para el recto del cadáver, cuando lo encontrasen.

Reinaba el silencio y el olor nauseabundo fue aumentando y dominando a Bernal hasta el punto de que creyó desmayarse. Se puso la mascarilla de modo que le tapase la boca y la nariz. Qué extravagantes tenían que parecerles a las mujeres de la escalera, que observaban en absoluto silencio como si hubieran adivinado, por intuición popular, lo que la policía estaba a punto de descubrir. Sin duda oían hablar a Varga, que registraba en el dictáfono lo que iba viendo.

Al final resultó que no había ningún perro rabioso, ningún perro desesperado por salir, sino una pequeña bola de lana manchada de sangre, a los pies de Varga, arañándole el zapato con una pata. Varga recogió al animal del suelo y abrió la puerta de la escalera.

—Todo está en orden. El perro está medio muerto de miedo y de sed.

El blanco terrier en miniatura, pues tal era lo que había bajo la sangre seca que le manchaba el ancho collar de tartán, las patas delanteras y el hocico, miró a Bernal con una mezcla de terror y vergüenza en los ojos.

—Dadle agua —dijo Bernal— y llevadlo al furgón, para conducirlo al laboratorio.

El perro lamió el agua de un platito que proporcionó el portero y se puso a gemir con suavidad.

Bernal oyó la exclamación de horror que lanzó Varga en la estancia interior y ordenó a su ayudante que se quedara junto a la puerta. Peláez se adelantó diciendo:

—Déjanos esto a Varga y a mí. Estamos más acostumbrados que vosotros. Es lo nuestro, a fin de cuentas. Además, podéis echar a perder las pruebas.

Los otros esperaron durante un buen rato. Luego pudieron ver los blancos destellos que producía Varga mientras tomaba fotos de la escena. Salió éste al fin, notablemente pálido y tembloroso.

—Siéntate, anda —dijo Bernal—. Ve a la portería y toma un trago de coñac de este frasquito.

—Jamás vi nada igual en veinte años, jefe —dijo Varga—. La chica está en la cama, vestida con lo que parece un traje de novia. Está ya amoratada y parece una negra. Lo peor es que… —hizo una pausa y tragó con dificultad— el perro la mordió en el brazo y el hombro derecho y la carne se sale por ahí. Está llena de sangre seca en ese lado. Parece que el encierro desesperó al animal y mientras su dueña se descomponía poco a poco, empezó a comérsela. Hay dentro una estufa eléctrica, todavía encendida, lo que explica lo rápido de la corrupción; y moscardas que incuban huevos en la carne desgarrada. En esta época están en letargo, pero el calor y el olor las habrán atraído. Un día más y los huevos se habrían roto. No sé cómo aguanta Peláez. Ahora está tomando la temperatura del cadáver y no para de canturrear un aire de zarzuela. En la mesita de noche hay un frasco de tabletas de Seconal.

—Será mejor que te quedes aquí un rato, o date una vuelta hasta que te sientas mejor. ¿Has tomado fotos de todo?

—Sí, pero habrá que tomar muestras.

—Deja eso para Peláez y su ayudante por ahora. Están más hechos a estos tragos. Yo voy a llamar al inspector Arévalo, de la comisaría de Centro. Mi deber es informarle del descubrimiento, aunque no tardará en llenar esto de grises. Tal vez los contenga el hedor y se evite así la alteración de las pruebas.

—Me voy dentro otra vez antes de que vengan, tomaré las muestras que pueda y echaré una ojeada a los arañazos de la ventana cuando Peláez termine con el cadáver.

—De acuerdo, pero sólo si lo soportas.

Doce del mediodía

Peláez bajó a la portería, que el portero había dejado libre para ellos, en el momento preciso en que Navarro colgaba el teléfono tras haber hablado con la comisaría de Centro. Bernal pidió a Paco que interrogara a todos los vecinos presentes en la casa, aparte de la irascible inquilina del primer piso. Peláez parecía menos jovial que de costumbre y tenía cierto aire de cansancio.

—Es complicado, Bernal. La rigidez muscular ha desaparecido, ha comenzado el amoratamiento y los insectos empiezan a proliferar. ¿Cuándo se la vio con vida por última vez?

—El sábado, a eso del mediodía.

—Bien, a modo de punto de partida provisional situaremos el momento de la muerte, como fecha más remota, en ese día y hora. Claro que la estufa encendida ha mantenido la estancia a una temperatura elevada, más o menos a unos treinta grados, y las heridas causadas por el perro en el brazo y hombro derechos del cadáver no hacen más que empeorar las cosas. No se ven señales de incisiones ni heridas externas. El frasco de treinta tabletas de Seconal contiene sólo seis, pero no sabemos el tiempo transcurrido desde que fue a la farmacia. No hay señales de violencia sexual, aunque la mujer estaba acostumbrada o tenía experiencia, por así decir, en este campo. He tomado muestras de todas las secreciones y quiero que transporten las sábanas de la cama con el cadáver. Las estrías que aparecen en el cuerpo no indican que se moviera éste después de la muerte, aunque sí los tirones hacia fuera que le diese el perro. Tendré que enviar al toxicólogo quinientos gramos de tejido cerebral, trescientos de hígado y de uno de los riñones, y unos doscientos de zona muscular, ya que la sangre está totalmente solidificada. Me gustaría enviar también uno de los pulmones, por si inhaló algún tipo de anestésico. Tardará lo suyo hacer todas las comprobaciones. Yo mismo analizaré el contenido del estómago antes de que vaya al toxicólogo, a ver si averiguo el momento de la muerte con más precisión. Digamos por lo pronto que ésta fue entre el mediodía del sábado y las seis de la mañana del domingo.

—¿Definitivamente antes de que Santos se defenestrara en Alfonso XII el domingo por la tarde? —preguntó Bernal.

—Ah, ahí está el nexo ¿verdad? Sí, estoy seguro de que ella murió antes. ¿Sabes si iban a casarse? La chica está vestida con una versión resumida de un traje de novia blanco.

—No tengo la menor idea —dijo Bernal—. Ya lo averiguaremos.

—Bien, vamos a llamar a una ambulancia y trasladaremos el cadáver a Santa Isabel. Acuérdate de recoger todas las píldoras y medicamentos que encuentres. Y toda la comida, la bebida, así como las sobras. Me temo que habrá que sacrificar al perro. A fin de cuentas, ha comido carne humana mientras ha permanecido encerrado, casi tres días. Por desgracia, la puerta de la cocina estaba cerrada; de otro modo, habría podido hacerse con la comida que la chica había dejado fuera y con el agua sucia del fregadero. Habría podido sobrevivir así sin tener que comerse a su dueña. De todos modos, tendré que mirarle el duodeno al animal, para ver qué es lo que ha ingerido. Te recomiendo que eches un poco de desodorante ahí dentro una vez que se hayan llevado el cadáver y recogido las muestras.

—Gracias por todo, Peláez. Es un asunto demasiado siniestro.

—De ningún modo. Ya te dije que deseaba encontrarme con algo bien difícil. La causa de la muerte puede haber sido el Seconal, si no otra cosa.

—¿Otra cosa?

—Ah, sí, he olvidado decírtelo. Era drogadicta. Tal vez heroína que se introducía con una jeringuilla de cristal en la sangría del brazo izquierdo. Y desde hace mucho tiempo, me atrevería a decir. Harías bien en buscar la droga y la jeringuilla. Las tendrá escondidas en alguna parte.

En el momento en que Peláez se alejaba, llegó un coche patrulla blanco con chillidos de sirena y dos inspectores y tres grises del barrio salieron de un salto. Bernal fue a saludar al inspector Arévalo y a explicarle cómo habían descubierto a la chica muerta. Arévalo pareció confundido por aquella intromisión en su territorio, pero dijo que, naturalmente, él habría llamado a la DGS en el acto. Bernal se dijo que no se lo creía y que el análisis médico lo hubiera hecho probablemente a tontas y a locas el cirujano de la policía local, en caso de haberse enfocado el suceso de manera aislada.

—Arévalo, yo ni siquiera he entrado aún, ya que estimé más oportuno dejar que los expertos médicos y técnicos hicieran la prospección preliminar. ¿Querría acompañarme ahora?

Arévalo parecía considerar aquello como algo suyo por derecho propio y Bernal pensó que cambiaría de opinión en cuanto entrase en el piso de la muerta. Ya en el umbral, Arévalo aceptó de mala gana ponerse la mascarilla que le dio uno de los ayudantes de Varga, Bernal se encasquetó la suya y los dos entraron ayudándose de una potente linterna.

—Por favor, Arévalo, no toque nada todavía. Esperamos que venga Prieto con el polvo para las huellas. Al parecer se forzó la entrada por la ventana de la cocina.

—¿Se forzó la entrada? —preguntó Arévalo—. ¿No es un caso de suicidio por sobredosis?

—No estaremos seguros mientras Peláez no nos diga más. Lleva muerta desde el sábado o primeras horas del domingo, según él, cosa que explica el hedor.

Bernal procuró dominar las náuseas cuando entraron en la estancia principal, que en realidad hacía de salita y de dormitorio. Marisol tenía un aspecto grotesco con la cara ennegrecida, rígidas las aletas de la nariz, los ojos abiertos como platos y la mirada fija; y Bernal se preguntó si en aquel estado, las pupilas podrían revelar todavía signos característicos de la toma de heroína. Comprobó que no había rastro alguno de jeringuilla, cucharilla o recipiente con drogas ni junto a la cama ni debajo de ella. Varga no había comunicado el hallazgo de nada parecido, de modo que tendrían que esperar a la minuciosa búsqueda que seguiría al levantamiento del cadáver. El perro había desgarrado salvajemente el hombro y el brazo derechos, y las moscas estaban muy ocupadas en aquellos puntos. El vestido blanco parecía demasiado sencillo para ser de novia, ya que estaba cortado en forma de V hasta los muslos, aunque el velo de tul era bastante convincente.

—Arévalo —dijo—, ¿le parece a usted un traje de novia?

—No del todo, comisario. Parece más bien el indumento que las individuas que hacen estriptis se ponen en el número final. ¿No bailaba en un club nocturno?

—Sí, creo que tiene usted razón. Pero ¿por qué se metería en la cama con eso puesto?

—Tal vez se lo estuviera probando. Mire, hay un pedazo de raso blanco junto a la máquina de coser, en aquel rincón —Arévalo señalaba con la linterna.

—Pero lo lógico es que se lo quitara para meterse en la cama —objetó Bernal.

—Es posible que estuviera cansada, que se echara sólo un rato y que fuera entonces cuando se tomara los somníferos.

A Bernal no le convenció aquello, pues encontraba inverosímil que una mujer se metiera en la cama con un vestido que se estaba haciendo, sin que importase mucho el lugar donde hubiera de lucirlo.

—Vámonos fuera a que nos dé un poco el aire, Arévalo. Ya hemos cumplido en lo tocante a la inspección del cadáver.

Resolvieron fumarse un cigarrillo en la puerta de la calle, mientras uno de los grises se las ingeniaba para impedir que bajasen las curiosas vecinas de arriba y los dos restantes vigilaban la puerta del piso y la principal.

Llegó una ambulancia y, al mismo tiempo, el coche que transportaba a Prieto y a su ayudante, aunque Bernal les dijo que esperasen a que se levantase el cadáver. Insistió a los enfermeros de la ambulancia en que no tocaran nada de dentro. Varga se ofreció voluntario para inspeccionar el levantamiento, puesto que Peláez ya se había marchado. El clima de expectación que dominaba a las vecinas cesó al mismo tiempo que los murmullos. Hubo exclamaciones de desilusión cuando los enfermeros sacaron el cadáver encerrado en un cilindro de fibra de vidrio violeta, de manera que los cuellos estirados no pudieron ver nada. Sólo un sollozo, seguido por la risa nerviosa y natural en aquellas ocasiones, interrumpió el profundo silencio. La ambulancia se fue y decreció la tensión.

Los enfermeros habían rociado el colchón de la cama con un desinfectante fuerte y habían dejado algunos atomizadores llenos junto a la puerta de entrada. Prieto y su auxiliar entraron en aquel momento para espolvorear en busca de huellas y comenzaron a encender las luces en cuanto hubieron terminado el espolvoreo y la toma fotográfica de los interruptores.

Bernal llamó a Varga.

—Quiero que entres ahora y busques una jeringuilla y cualquier cosa que pudiera contener heroína. Que Prieto busque huellas en ambos.

—De acuerdo. Ya se me ha pasado el mareo y el olor se irá en cuanto abramos las ventanas. Por cierto, he mirado las señales de la palanqueta por fuera y parecen iguales a las de Alfonso XII, aunque menos marcadas. Es posible que se haya empleado la misma herramienta, pero empuñada por manos distintas. Aunque se dejó un trozo de pantalón en un clavo cuando se encaramaba.

Enseñó a Bernal el trozo que había puesto con cuidado en una caja de cartón de las que se usan para guardar muestras. La tela se le antojó curiosamente conocida y de pronto se le ocurrió que podía tratarse muy bien del pantalón reglamentario de un policía de uniforme.

Doce y media de la tarde

Bernal explicó a Arévalo sus sospechas relativas a la muerte de María Soledad Molina y su vinculación con la de Raúl Santos, ocurrida el domingo por la tarde.

—No hay duda de que eran amantes y de que los dos han muerto en circunstancias sospechosas. Espero que me permita encargarme del caso en conjunto mientras que usted, por supuesto, se ocupa de los detalles de la muerte de la joven, que se ha dado en su zona —Bernal tuvo cuidado de no mencionar los aspectos políticos.

Arévalo parecía inclinarse ante lo inevitable.

—En esta ocasión me sentiré muy honrado de pedir ayuda oficial a la DGS, a causa de su relación con el caso del barrio del Retiro, que usted investiga, y puede contar con mi colaboración para lo que sea.

—Gracias, Arévalo, eso simplificará mucho las cosas.

Bernal sabía que Arévalo era un policía cortado según el modelo reglamentario de la vieja escuela: nunca brillante, pero eficaz a la larga mientras obedecía la rutina. Bernal estimó que sin duda sería de derechas, aunque dentro de la ortodoxia.

—¿Cree usted que el tal Santos mató a la chica y luego se quitó de en medio? —preguntó Arévalo.

—Esa teoría sería bastante sensata si no fuera por la hora probable en ambos casos y por el forzamiento de la ventana en el que aquí nos ocupa. ¿Por qué iba a forzar la entrada si tenía una llave en el bolsillo? No hay ningún cerrojo en la puerta que pudiera impedir a la chica que entrase. Es verdad que el perro no parece haber atacado al intruso, pero no sabemos aún cómo se trató al pobre animal. Peláez nos lo dirá en cuanto haya hecho la autopsia a la chica y al perro.

—¿Al perro? —preguntó Arévalo.

—Sí, habrá que sacrificarlo y hacerle la autopsia. En cualquier caso, no se le puede dejar con vida después de haber comido carne humana.

Arévalo palideció al oír aquel detalle y dijo:

—Bueno, que los expertos cumplan con su deber. Dejaré un guardia en la casa. Seguramente volverá su ayudante esta tarde para supervisar la investigación de los detalles. Informaré oficialmente al juez de guardia.

—Si no le importa —dijo Bernal—, pregúntele si hay inconveniente en que el caso se traslade al juzgado 25, que es el que estaba de guardia el domingo, teniendo en cuenta la estrecha relación que hay entre los dos casos.

—Así lo haré, comisario. ¿Puedo llevarle a Gobernación en el coche?

—Gracias, pero ya tengo un coche esperando. Seguramente nos veremos después.

—Eso espero —murmuró Arévalo sin mucho entusiasmo.

Una de la tarde

Bernal encontró a Elena y Ángel terminando de mirar los efectos personales de Santos.

—Jefe —dijo Elena—, eche una ojeada a esta caja de cerillas que he encontrado.

Bernal tomó nota del nombre del club nocturno que aparecía en ella, el Sunrise, sito en la no bien afamada calle de la Ballesta, detrás de la Gran Vía.

—Tal vez sea el sitio en que trabajaba ella —dijo Bernal—. Elena, podrías dejarte caer por allí, tú sola, y preguntar por Marisol Molina, como si fueras una antigua amiga. Pero ponte un poco más de maquillaje para que sea más convincente.

—En seguida. ¿Cree que estará abierto?

—No, pero seguro que hay alguien limpiando o haciendo lo que sea. Llévate una foto de la chica en el bolso, por si te hace falta. Procura imitar el acento extremeño. ¿Qué tal tu habilidad imitatoria?

—Se me dio muy bien en la escuela. A menudo me castigaban por ello.

—Ten cuidado y que no te ofrezcan el puesto de Marisol en el número del desnudo —metió cizaña Ángel.

Elena le sacó la lengua.

—Procura descubrir si trabajó el sábado —le dijo Bernal cuando la joven estaba a punto de salir—, y en caso negativo, si se inquirió a propósito de su ausencia. ¿Ha llamado el inspector Ibáñez del Archivo General, por cierto?

—No, aún no. Dijo que haría lo que pudiese.

—Buena suerte, Elena, en tu primer trabajo en solitario. No utilices el carnet de identificación y la pistola más que en caso de auténtica necesidad.

—No pase cuidado, me acordaré. ¿Verdad que es emocionante?

Una vez que se hubo ido, Bernal le pidió a Ángel que telefonease a la Brigada de Estupefacientes.

—Pregunta si saben algo de María Soledad Molina. ¿Aún no sabemos el segundo apellido?

—Sí, es Romanos. —Cogió una ficha y leyó en voz alta—: María Soledad, nacida el 3 de julio de 1957 en Montijo, Badajoz. Soltera. Hija tercera de José María Molina Barba, albañil, y de María Josefa Romanos Ponce, sirvienta. No se tiene la menor noticia relativa a sus antecedentes. Vino a Madrid hace unos dos años. Su trabajo oficial, según el carnet de identidad, era camarera.

—Bueno, la ascendieron un poco —dijo Bernal.

Sonó el teléfono y contestó Ángel.

—Es para usted. De la Dirección General.

Bernal hizo una mueca y tomó el auricular.

—Sí. Buenos días, señor Director. Sí, hemos encontrado a la novia de Santos, muerta, en un piso de Lavapiés. Tal vez por sobredosis de drogas, aunque hubo allanamiento de morada.

Hubo un breve silencio mientras Bernal escuchaba lo que el Director General le decía. Entonces añadió:

—Bueno, claro que sospechamos que los dos casos están relacionados. Es posible que estemos ante dos asesinatos. Peláez nos ayudará a saberlo —escuchó otra vez durante unos minutos. Luego prosiguió—: No, señor Director, no creo que se pueda admitir como un caso de suicidio concertado; la prensa se olería algo raro, sin duda. Sí, ya sé que el informe provisional mencionaba una pelea entre él y ella hace unos diez días en un bar —era evidente que el Director no había perdido el tiempo.

—No se preocupe por eso. No habrá declaraciones a la prensa, por ahora, en lo que toca a la joven —Bernal tuvo ganas de devolver el golpe—. ¿Sabe ya algo acerca de nuestra propia seguridad interior, señor Director?

Nuevo silencio. Y Bernal continuó:

—Ya sabe, la intrusión de anoche en el departamento de huellas dactilares y la desaparición de ciertas pruebas relacionadas con el caso Santos. Sí, sí —escuchó durante un rato—. Bueno, espero que llegue usted al fondo. Si no podemos contar con seguridad en nuestro trabajo, lo que hagamos no servirá para nada —colgó con cierta satisfacción—. Esto los tendrá calladitos durante un par de días. Siempre se ponen nerviosos cuando se les echa en cara algún asunto interno.

Ángel sonrió con aprobación y Bernal añadió:

—Me gustaría que tú y Elena os quedaseis aquí esta tarde para embalar el material de Santos y dejar el despacho a disposición de los efectos encontrados en el piso de Marisol. No sé si habrá muchos en lo que afecta a papeles. Parece más la casa de una costurera o de una modista. Muchos rollos de tela y útiles de coser. Es una suerte que tengamos a Elena para que les eche un vistazo en nuestro lugar. Paco puede quedarse allí para preparar el material y enviárnoslo con los hombres de Varga.

—Muy bien. Llamaré a Paco por el teléfono de la portería.

—Así se hace. Me voy a comer mientras dura este respiro. Hasta luego.

Una y media de la tarde

Elena subió por Montera, hecha un manojo de nervios, y cruzó la Gran Vía por el paso subterráneo de la estación de metro de José Antonio, delante mismo de la Telefónica. Cuando hubo recorrido la Gran Vía hasta donde se hallan los almacenes Sepu, giró por la calle lateral de Gonzalo Jiménez de Quesada y se detuvo para realzar el maquillaje ante los escaparates de los almacenes antes mencionados. Con un aspecto ya del todo normal, según pensaba, tras haberse puesto una gruesa película de reluciente lápiz de labios y un denso sombreado de ojos, giró a la izquierda por la calle del Desengaño. Más de una vez se había preguntado por qué se llamaría así y un compañero de la Facultad le había contado la leyenda de un libertino del siglo XVII que había seguido cierta noche a una dama velada por aquella calle para descubrir que era una momia bien conservada, ataviada de terciopelo rojo.

Dada la actual reputación de la calle, pensaba Elena que podía aplicarse al destino de tantas chicas de la clase obrera procedentes de los barrios periféricos y de los pueblos que acudían a aquella zona con la esperanza de atesorar grandes cantidades de dinero gracias a la prostitución y que por regla general terminaban en la miseria, la drogadicción y el descalabro social.

Elena entró en la calle de la Ballesta, donde los jóvenes de antaño habían practicado el tiro con arco y donde en la actualidad se dedicaban a otra clase de deporte. Advirtió que ante algunos bares y clubes estaban, ya los ganchos haciendo lo imposible por atraer a los ociosos de la hora de la comida, y la joven puso cuidado en no mirar a los ojos a ningún hombre hasta que llegó al club Sunrise, unas cuantas casas más abajo. Observó con nerviosismo las fotos expuestas en el exterior y no tardó en identificar dos de Marisol vestida con dos miniatuendos distintos: en una de las fotos, un hombre ataviado sólo con un taparrabos tachonado de estrellas sostenía a la chica en alto mientras ésta estiraba una pierna en actitud un tanto indolente; en la otra, la joven se inclinaba ante el público mientras desnudaba el generoso pecho y estaba a punto de entregarlo todo… a juzgar, por lo menos, por la posición de las manos.

Elena se preguntó si no sería el abrigo que llevaba un poco demasiado elegante para aquella zona. En fin, haría lo que pudiese.

La puerta del Sunrise estaba entornada, la joven apartó con cuidado la cortina roja y llena de borlas, y entró. Una anciana barría con una escoba y un camarero secaba vasos detrás de la barra.

—Está cerrado, cielo —dijo el hombre.

—Ya lo sé —dijo Elena—, pero es que estoy buscando a una amiga que trabaja aquí, y me dijo que nos veríamos ayer, bueno, y no vino. Las dos somos del mismo pueblo —Elena esperaba que ninguno de aquellos dos fuera de Extremadura, aunque hizo lo posible por sesear y aspirar en el punto exacto.

—¿Y cómo se llama, cielo? —preguntó el hombre.

—Marisol Molina.

—No vino el sábado por la noche y el jefe está que echa chispas —dijo el hombre—. Seguro que la despide. Había prometido un nuevo número final, vestida con una especie de traje de novia, para emocionar un poco a la parroquia. Decía que se bajaba la cremallera por delante y que se quedaba sólo con el velo puesto. Un poco viciosillo sí que tiene que ser. Él la anunció como «La novia de Lavapiés». Pero la chica no vino y tuvimos que recurrir a una vieja gorda, de Triana, que dice que se llama Sofía e imita a Lola Flores, y que los clientes han visto en todos los clubes de por aquí; grazna, patea y saca unos duros. Pues por eso está que muerde el jefe.

—¿No vino el domingo? —preguntó Elena, con aire de extrañeza.

—No la hemos visto desde entonces, cielo, y lo raro es que no haya venido a cobrar. El jefe dice que tendrá que pedirle la guita de rodillas y que aún así no se la dará. Oye, ¿no te gustaría hacer una prueba?

—No, no, gracias —dijo Elena inmediatamente—. Ya tengo un empleo fijo de camarera.

—Pues vistes como una reina para ser camarera, cielo —dijo el hombre, repasándole con la mirada el abrigo que le había costado no menos de quince mil pesetas en El Corte Inglés.

—Es que es un restaurante bueno —dijo ella con descaro.

Al salir, la vieja fue tras ella.

—A lo mejor Marisol se encuentra mal, cielo, y necesita esto —dijo, sacando un pequeño envoltorio del bolsillo del delantal—. Tú sabes dónde vive, ¿verdad, hija?

—Sí —dijo Elena—, lo tengo apuntado en alguna parte.

—Bueno, como eres paisana suya, puedo confiarte esto para que se lo des. Son sólo unos polvos para el dolor de cabeza que suelo darle de vez en cuando.

—Sí, no se preocupe —dijo Elena—. Iré ahora mismo. Hoy tengo la tarde libre.

—Gracias, hija, ella te lo agradecerá.

Elena se alegró de volver aunque fuera al aire contaminado de la Gran Vía después de salir de la polución de la Ballesta.

Dos de la tarde

Bernal estaba solo en la Cervecería Alemana de la plaza Santa Ana, tomándose su tercera caña. Miraba a los niños que jugaban bajo los árboles en brote de la plaza, aunque sin verlos en realidad, mientras procuraba imaginarse lo que había ocurrido en el piso de Marisol. Todo dependía de la verdadera causa de la muerte. Si había sido por una sobredosis de barbitúricos, podía habérselos administrado ella misma, bien por accidente, bien intencionadamente. La hora de la muerte era de capital importancia. Difícilmente habría tomado somníferos por error en plena tarde. El allanamiento de morada podía haber ocurrido un poco después, pero se le antojaba demasiada coincidencia. Claro que también había podido morir por una sobredosis de heroína. Era adicta, según indicaban las marcas del brazo, y podía haberse chutado una dosis demasiado elevada. Eso era lo más probable, puesto que lo más seguro era que se pinchase poco antes de ir a trabajar en el club, y el tamaño de las pupilas así lo sugería también, si bien éste podría resultar de la relajación post mortem. La tercera posibilidad era el asesinato a manos del intruso o los intrusos. Peláez tenía la última palabra.

Además, estaba el perro. ¿Por qué no había ladrado?, ya que no ha atacado a los intrusos. Claro que los vecinos no habrían prestado atención porque solía ladrar cada vez que se quedaba solo. Sin embargo, los terrieres tenían un genio irritable, por lo que sabía, y solían defender a sus dueños de cualquier agresor. ¿Lo habrían encerrado en la cocina? Pero se le había encontrado con el cadáver en la habitación principal, con las puertas que comunicaban con la cocina, el lavabo y el recibidor herméticamente cerradas. ¿Y el pedazo de tela que había encontrado Varga? ¿Y si a la postre pertenecía realmente al uniforme de un policía? ¿No enlazaba esto con la intromisión en los registros dactilares de Prieto? De ser así, ello quería decir que los dos allanamientos de morada y aquel fallo en la seguridad interna de la DGS eran obra de una organización de policía paralela cuyas actividades le eran completamente desconocidas. ¿Significaba esto que había que responsabilizarla de la muerte de Santos? ¿O se trataba de dos operaciones aisladas? ¿Podía tomar la agresión del chulo como una advertencia? Dio un profundo suspiro cuando pensó en lo poco que sabía. Estaba seguro de que en la Secretaría sabían más de lo que pensaban revelarle.

Aquel día no le apetecía tomar tapas, pagó la cerveza a un viejo camarero con una moneda de cincuenta pesetas y salió a la plaza. Detuvo un taxi en la Carrera de San Jerónimo y se fue a casa a comer, sintiéndose demasiado inseguro para ir andando hasta la calle de Sevilla y tomar el metro a Retiro.

Dos y media de la tarde

No vio a Eugenia por ninguna parte y Bernal dedujo que estaría en el reclinatorio del aparador, rezando por el canario. Tampoco vio por ningún lado la jaula. Llamó en voz alta y apareció Eugenia, aferrada a las cuentas de un rosario.

—Luisito, el canario se nos murió a las once menos ocho minutos de la mañana —gimió la mujer. Por lo menos se comportaba como un testigo impecable, pensó Bernal—. He puesto la jaula en nuestro dormitorio.

—¿En el dormitorio? ¿Para qué? ¿Te das cuenta de que podemos coger una psitacosis o como diablos se llame lo que tienen los canarios? Además, tendrá pulgas y se nos llenará la cama.

Al oír aquello, la mujer corrió en busca de la jaula.

—Habrá que guardarlo hasta que vuelva la vecina —dijo—. ¿Qué le vamos a decir?

—No seas tonta, Geñita. Envuélvelo en un periódico y tíralo a la basura. Y ya se lo llevará el camión de madrugada.

—Pero, Luis, sería como ocultar un crimen.

—Si no lo has matado tú, caramba. El basurero no se dará cuenta.

—No, Luis, no puedo hacer una cosa así.

—Mételo entonces en una caja bien cerrada y sácalo al balcón, por Dios.

—Está bien. En seguida te hago la comida.

—Pero lávate las manos antes de tocar la comida —conocía demasiado las costumbres pueblerinas de su mujer y lo descuidada que era con la higiene.

La comida se inició con una sopa de ajo hecha deprisa y corriendo, con mucho aceite de oliva, pan duro y ajo, en la que en el último momento puso un huevo crudo, el cual se había cuajado en hilachas. Comió lo que pudo, en silencio, y luego la mujer le sirvió un plato de huevos escalfados con vino, presentados en pequeños montículos rodeados de lonchas de jamón serrano de su pueblo y recubiertos de salsa de tomate natural. Era uno de sus mejores platos, aunque lo servía casi frío, y Bernal aprovechó aquel raro acierto gastronómico.

—¿En qué caso andas hoy? —preguntó la mujer.

Bernal le contó por encima lo de la chica muerta y el grotesco descubrimiento del cadáver.

—Es espantoso. ¿Supongo bien si digo que llevaba mala vida?

—Sí, más o menos.

Casos como aquél servían sencillamente para confirmarle la impresión general que tenía de la sociedad humana y el precio que se pagaba por apartar los ojos de Dios. Bernal seguía deseando el día en que pudiera investigar un caso de estupro con curas implicados, a ver si le quitaba a Eugenia algunas de sus obsesiones.

Tras alegar que tenía mucho trabajo en el despacho, Bernal se cambió de traje y se puso una corbata nueva de seda. Se despidió de Eugenia y bajó a la calle, que a duras penas procuraba calentar un sol pálido. Se detuvo en el bar de Félix Pérez, según solía, para tomarse el cortado y la copa de Carlos III. Luego llamó a un taxi y se dirigió al piso de la calle Barceló.

Consuelo había llegado ya y se preparaba un poco de comida en la cocina.

—Hola, Luchi, llegas pronto.

—Tú también, cariño —dijo el hombre, abrazándola por detrás e inclinándose para besarla.

—Cuidado, que se me derrama la sopa —dijo ella—. ¿Cómo te va el caso Santos?

Adoptó una expresión preocupada cuando él le contó lo del hallazgo del cadáver de Marisol y le daba algunos, no todos, de los macabros detalles.

—Es horrible, Luchi. ¿Crees que también a ella la mataron?

—Peláez nos lo dirá esta tarde, espero. Tendré que volver a eso de las cinco para encontrarme con él.

—Bueno, no tenemos mucho tiempo. Pero déjame tomar un poco de sopa. Hemos tenido una mañana de negros en el banco, entrando y saliendo gente con ganas de arreglar sus cuentas antes del puente de Pascua. Ya tuvimos jaleo el sábado y ayer, todos querían dinero en metálico para costearse sus cinco días en Benidorm o en Palma. ¿Qué te ha pasado en la mano? —tanteó el parche adhesivo con que Bernal había reemplazado la venda del farmacéutico.

—Me corté al coger uno de los cacharros de Eugenia, que se me rompió en las manos. Me lo curó un farmacéutico.

—Ten cuidado, no vayas a coger el tétanos.

Bernal había estimado más prudente no decirle nada de la agresión del chulo en el callejón y la desaparición de la navaja automática.

Cuatro y media

Mientras se vestían, le preguntó Consuelo:

—¿Has sabido algo más sobre lo que significa «Sábado de Gloria»?

—No, salvo la posibilidad de que algo que se planea ocurra el sábado que viene.

—¿Se te ha ocurrido pensar en las iniciales, SDG? Me esforcé en vano pensando que pudiera tratarse de una variante de DGS, la Dirección General de Seguridad —Bernal recordó que la joven tenía una cabeza crucigramática que a menudo enfocaba las cosas como si fueran acrósticos o anagramas.

—Es un poco descabellado, aunque Varga encontró un pedazo de tela fuera del piso de la muerta que parecía pertenecer al pantalón de un policía de uniforme.

—Ahí lo tienes —exclamó la mujer en son de triunfo—. Se trata de un complot fascista que traman algunos de tus colegas extremistas. No me sorprendería que fuese difícil solucionarlo, con todos encima de ti y escamoteándote las pruebas. ¿En quiénes puedes confiar?

—Bueno, en los de mi grupo, salvo la nueva chica, Elena. Es una franquista de pura cepa. ¿Crees que me la han enviado a propósito?

—Espero que sí —dijo ella, con entusiasmo, contenta en secreto de que aquel escollo de posible competencia sexual quedara ensombrecido—. ¿Y los demás? ¿Confías en ellos?

—Totalmente en Navarro y en Ángel; los otros dos, Carlos Miranda y Juan Lista han librado esta semana. De todos modos, confío en ellos plenamente.

—¿Y en los técnicos?

—Bueno, Varga y Peláez son viejos amigos y profesionales de los pies a la cabeza. Lo mismo Esteban Ibáñez, del Archivo General. Prieto, el de las huellas, es el único dudoso, y es en su departamento donde se ha perdido una prueba y se han estropeado otras, aunque jura que no sabe cómo ocurrió.

—¿Y en los de arriba?

—Es difícil decirlo. El Ministro, claro, es uno de los más incondicionales del nuevo Gobierno y es posible que ni siquiera él esté seguro de saber en quién puede confiar en la Secretaría y en cuáles de los subdirectores. A muchos de éstos los nombraron antes de su Ministerio. Si yo tuviera pruebas más sólidas de que se trata de un complot político, tendría que ir al Director General de Seguridad y dejar el caso en manos de la rama sociopolítica, la Segunda Brigada, como se le llama ahora. Esto sería lo apropiado, según las normas. Pero el problema estriba en que puede haber ahí gente complicada que acaso entorpezca la investigación para que el complot se lleve a cabo.

—Estoy asustada —dijo la mujer—. ¿No me dijiste que hace un par de semanas hubo un plan para matar al Ministro?

—Me lo dijo Esteban, pero la Segunda Brigada detuvo a los cuatro conspiradores alemanes tres días antes de la fecha señalada. Ahora ya están fuera del país, de manera que no se les podrá procesar. La cosa es que la Internacional Fascista ha tenido libertad absoluta de movimientos durante la dictadura y ponerse a controlar ahora a todos sus miembros representaría un trabajo considerable. El país está lleno de exiliados de Cuba, Santo Domingo, México y Argentina, así como inmigrantes de Italia y Francia; incluso de sujetos que salieron de Alemania al terminar la guerra. Un auténtico hervidero. Recuerda que nosotros y los portugueses fuimos el paraíso de los fascistas durante más de cuarenta años y ahora, por si esto fuera poco, tenemos además a los fascistas portugueses. Y mientras que los portugueses quisieron deshacer el nudo gordiano de la noche a la mañana, a nosotros nos va a costar años de paciente democratización el sanear esto un poco, si es que nos las arreglamos sin que venga otro general listo a «salvarnos».

—Ten cuidado, Luis. Ve directamente al Ministro si es necesario.

—Pero es que, si lo hago, todos se me echarán encima como una manada de lobos: violación del protocolo, falta de respeto al «conducto reglamentario», etcétera, etc. Imagínate el revuelo que se armaría.

—Bueno, pero piénsatelo muy bien antes de ir a los Directores Generales. Es posible que sean todos unos franquistas acérrimos.

—Tendré cuidado, no te preocupes.

—Pues claro que me preocupo. Llámame y tenme al corriente de lo que pasa.

—Lo haré en cuanto sepa algo. Ahora tengo que volver para encontrarme con Peláez.

Cinco de la tarde

Ya en el despacho, Bernal se encontró con una Elena sin aliento, que le contó precipitadamente lo ocurrido en el club Sunrise y cómo Ángel había enviado al Instituto de Toxicología, para su análisis, el sobre de polvo blanco que le había dado la anciana. Estaba casi segura de que era heroína, ya que dejaba en la punta de la lengua el amargor característico de aquélla.

—¿Pasamos la noticia a la Brigada de Estupefacientes para que hagan una redada? —preguntó la joven.

—Aún no —dijo Bernal—. Daría al traste con nuestras investigaciones. Paco puede ir más tarde y hablar con el Director sobre el trabajo de Marisol y su ausencia del sábado. Lo más seguro es que Estupefacientes tenga ya fichado el local, que será de los que cambian de nombre y dirección cada seis meses, mientras que el propietario permanece en la trastienda. Saben de sobra lo que ocurre en esos sitios y andarán tras el camello más importante, no tras el detallista.

Entonces entró Ángel.

—Jefe, ¿le ha dicho que le ofrecieron sustituir a Marisol?

—Vamos, Ángel —dijo Elena, totalmente ruborizada—, me prometiste que no le dirías nada al comisario.

—Supiste utilizar el maquillaje —dijo Bernal.

—Gracias, es el único cumplido que me han dicho hoy.

En aquel momento llegó el doctor Peláez con cara de estar muy satisfecho de sí mismo.

—Bernal, se trata de un caso típico. He abierto el cadáver y traigo aquí mi informe provisional. Como sabes, no hay señales exteriores de violencia, salvo las huellas de inyección del brazo izquierdo y las heridas infligidas por el perro. Mi conclusión provisional es que la muerte sobrevino por una dosis masiva de heroína, más de quince decigramos, me atrevería a decir, aunque la cantidad exacta nos la proporcionará el toxicólogo. Le he enviado parte del tejido cerebral, un pulmón, un riñón y una muestra de tejido muscular.

Elena palideció ante aquellos detalles.

—No he encontrado rastros —añadió Peláez— de intoxicación por barbitúricos. No creo que tomara ninguno aquel día. Ah, la hora de la muerte. El estómago está prácticamente vacío, lo que indica que murió entre dos y seis horas después de la última comida. Los restos de la cocina y lo que averiguasteis por los vecinos sugieren que solía comer entre la una y las tres de la tarde, más o menos, lo que situaría la hora de la muerte entre las cuatro de la tarde y las diez de la noche del sábado. La descomposición, acelerada por la estufa eléctrica, encaja con estos cálculos. Me temo que no puedo ser más preciso. Sus condiciones físicas eran medianas, habida cuenta de su drogadicción, y la repentina sobredosis, muy por encima de lo que estaba acostumbrada a inyectarse, tuvo que dejarla inconsciente y provocarle luego, una hora después de la inyección aproximadamente, un paro cardíaco. Ya sabéis que casi toda la heroína que se vende por ahí suele contener entre un cinco y un ocho por ciento de droga pura, que por lo general se mezcla con lactosa o leche en polvo. Alguien debió de darle una heroína casi pura, o por error o con ánimo de matarla. Es difícil saber de dónde pudieron sacarla, a no ser que procediera de un «camello» importante, porque los detallistas la reciben ya mezclada. Éste es el único lado intrigante.

—¿Se inyectó ella? —dijo Bernal.

—Bueno, ni encontramos jeringuilla, ni cucharilla, ni cerillas junto a la cama. Pero, en teoría, pudo tener fuerzas suficientes para esconder los aparejos antes de caer inconsciente. Si no fuera por algo más.

—¿Y qué es? —preguntó Bernal.

—Bueno, ése es el otro aspecto misterioso. Como he dicho, he enviado un pulmón al toxicólogo, por si se hubiera empleado un veneno gaseoso. Abrí el otro por mi cuenta y advertí un suave olor a éter. Ahora bien: yo no guardo ningún frasco de éter en la sala de disección y en el piso de la chica no había ninguno. Lo que me sugiere que un agresor la dejó inconsciente y que luego le inyectó la dosis mortal de heroína. Tendremos que esperar a ver qué dice el toxicólogo.

—¿Y qué hay del perro? —preguntó Bernal—. No habría permitido que anestesiaran a su dueña.

—Lo mismo pienso yo y con la colaboración de mi ayudante lo he enviado al otro mundo de la forma más humana posible. Lo abrí y observé uno de los pulmones, pero no había nada, claro, porque había seguido viviendo durante tres días y, por lo que tenemos que reconocer, no recibió inyección alguna. He enviado también el otro pulmón al toxicólogo por si puede encontrar rastros de éter. El estómago del perro contiene tejidos humanos, por supuesto. Es posible que el pobre animal sólo se atreviera a tocar el cadáver en el último día de cautiverio. De cualquier modo, los perros prefieren la carne corrompida.

Los tres oyentes se estremecieron al oír aquella observación, aunque Peláez parecía más bien indiferente.

—Esforcémonos —dijo Bernal— por reconstruir lo sucedido. Llaman a la puerta aquella tarde, mientras la chica se prueba el nuevo vestido de trabajo. Encierra al perro en la sala de estar para que no eche a correr. Abre la puerta sin echar una ojeada por la mirilla, tal vez pensando que es el novio que quiere hacer las paces. No hay teléfono en casa, de modo que él no puede llamar antes de subir. El agresor o, digamos, los dos agresores, la reducen entonces con un paño empapado en éter y la chica se desmaya. Oyen al perro que ladra dentro y uno de ellos coge el paño empapado, abre despacio la puerta de la salita, atrapa al perro con una mano enguantada y lo pone fuera de combate. Luego trasladan a la chica a la cama, buscan su jeringuilla, preparan una fuerte solución de heroína, o tal vez la llevaran ya preparada, y le inyectan… una dosis suficiente para matarla.

—¿Por qué tuvo que haber más de un agresor? —preguntó Peláez.

—Porque en las baldosas del suelo no encontramos señal alguna de que la hubiesen arrastrado y, sin embargo, ella llevaba zapatillas de suela de goma. De modo que la pusieron fuera de combate sin ningún forcejeo.

—Pero —objetó Ángel—, ¿qué me dice del forzamiento de la ventana de la cocina? ¿No entrarían por ahí?

—Muy bien, oigamos tu versión de los hechos.

—El agresor o los agresores forzaron la ventana de la cocina con una palanqueta. El perro ladra y ella va a ver qué ocurre. En aquel momento se probaba el nuevo vestido para el espectáculo nocturno o quizá le estuviese dando los últimos retoques. Un asaltante la duerme mientras el otro se ocupa del perro. La llevan a la cama y luego se ponen a rebuscar por la casa —Elena le miraba con admiración—. Aunque, jefe, ¿qué buscaban?

—En seguida vamos a eso —dijo Bernal—. Primero estudiemos tu explicación con detenimiento. La ventana de la cocina es muy pequeña. Les habría costado un poco entrar por ella. Sin embargo, el perro los oye desde el primer momento. Marisol corre a ver qué pasa. Al ver al primer individuo que entra, habría tenido tiempo de correr a la puerta, bajar a la portería y pedir ayuda por teléfono. Además, el perro se les habría echado encima antes de que entraran del todo.

—Entonces es que la chica dormía —dijo Ángel—, o estaba en la cama ya drogada y encerrada con el perro.

—No se habría acostado con el vestido nuevo; el raso se le habría arrugado —repuso Bernal—. ¿Y qué necesidad habrían tenido de dormirla con éter si ya estaba drogada? ¿Cómo se vincula tu reconstrucción con lo ocurrido en la casa de Santos al día siguiente? Recuerda que hay completa seguridad de que hubo dos tandas de intrusos.

—Entonces, usted piensa que los primeros entraron por la puerta y la drogaron para matarla —dijo Ángel—, y que los segundos entraron después por la ventana y la encontraron ya muerta o agonizando.

—Esto parece lo más probable —dijo Bernal.

—¿Y cuál fue el motivo en ambos casos? —preguntó Peláez, que se había interesado mucho en aquella reconstrucción teórica.

—De eso no estamos seguros —dijo Bernal—. Es probable que los primeros intrusos, los agresores, cogieran la llave del bolso de Marisol y la pusieran en la cerradura por dentro cuando se fueron, que uno la hiciera girar dos veces con unas pinzas y que el otro vigilase las escaleras. Se tomaron todas estas molestias para hacer creer que Marisol se había chutado sola. Además, cogieron del bolso de Marisol la llave del piso de Santos, que tenían que utilizar al día siguiente. Los segundos intrusos, los allanadores, no tenían ninguna llave de ninguno de los dos pisos. Por ello creo que Marisol abrió la puerta a los primeros, pensando que podía ser Raúl que quería hacer las paces tras la pelea.

Ángel parecía desconcertado.

—Si los primeros hicieron todo aquello para llevarse documentos u objetos de valor —dijo—, ¿quiénes eran los segundos y cómo sabían lo que había ocurrido?

—Es posible que les hubieran echado el ojo encima a los primeros —dijo Bernal en son de tanteo— y los tuvieran, por así decir, bajo una discreta vigilancia. Quizá también estuvieran interesados en encontrar algo, acaso lo mismo que los primeros.

—Pero ¿por qué el primer grupo tuvo que matar en ambos casos? —preguntó Ángel.

—Quizá porque pensaban que Marisol y Raúl sabían demasiado. Es posible que amenazaran a Santos, incluso que le torturasen para hacerle hablar y que los efectos de la caída borraran las señales de la violencia que sufriera. En cualquier caso, puede que se limitaran a amenazarle con echarlo por la ventana y que, al ver que no hablaba, cumplieran la amenaza.

—Pero ¿ninguno de los dos grupos encontró lo que buscaba? —preguntó Elena.

Bernal cabeceó dubitativamente.

—¿Quién puede decirlo, a no ser que acabemos por descubrirlo o por echarles el guante? La cuestión es que no sabemos qué buscar exactamente.

—Por cierto —dijo Peláez—, ¿no encontró Varga un trozo de tela? ¿Cómo lo encajas?

—Creo que uno del segundo grupo se enganchó el pantalón cuando se colaba por la ventana o cuando salía; no pasa de ser una posibilidad que el perro se lo arrancase, o que tirase del trozo lo suficiente para que después se cayese solo, puesto que el animal ya se habría recuperado lo bastante del éter cuando la llegada del segundo grupo y habría estado muy nervioso, digo yo, al ver el estado de su dueña. Varga nos dirá si hay saliva canina o huellas de dientes en el pedazo de tela.

Cinco y media de la tarde

El doctor Peláez dijo que tenía que irse a ver si había llegado más trabajo y cuando ya se marchaba tropezó con Paco Navarro en la entrada.

—Parece usted cansado, Navarro, tiene que descansar.

—Gracias, doctor —dijo Navarro—, hace usted que me sienta mucho mejor. El olor de aquel sitio me ha hecho polvo. Aunque ya se ha ido bastante, se le pega a uno a las narices.

—Hace años que no lo noto —dijo Peláez de buen humor—. No dudéis en llamarme si encontráis algo más. Hasta pronto —exclamó con voz vigorosa.

—¿Qué tal han ido las cosas, Paco?

—Prieto está a punto de terminar. Varga y yo encontramos instrumental de inyección en una bolsa de politeno dentro de la cisterna del retrete. Varga tomó un poco de la droga de la jeringuilla y Prieto encontró una huella muy clara, al parecer demasiado grande para ser de Marisol. Es posible que sea nuestra primera pista buena. Le he pedido que se apresure a tomar una foto de lo que queda en Huellas para hacer las comprobaciones.

—Es la mejor noticia del día, Paco. ¿Qué se ha encontrado en el piso? —preguntó Bernal.

—Es Varga quien lo trae. Por suerte, hay pocos papeles que mirar, casi todo son vestidos o cosas relacionadas con vestidos y unas cuantas revistas baratas.

—Elena, podrías echar un vistazo por nosotros —dijo Bernal—. No es necesario que vayas a la casa. Quiero que mires en las costuras con mucha atención por si hay algo escondido.

—Claro que lo haré —dijo Elena.

—Paco —dijo Bernal—, ve y pídele a Prieto una reproducción fotográfica de la huella. No queremos que se pierda, ¿verdad?

—Entiendo, jefe.

—Así tendremos una copia aparte por si la perdiesen en Identificación Criminal —dijo Bernal.

—Voy inmediatamente.

Sonó el teléfono y lo cogió Elena.

—Es de la Secretaría, para usted, comisario.

—Contestaré desde mi despacho —dijo Bernal.

Quien estaba al otro extremo del hilo era otra vez el Director General.

—¿Es usted, Bernal?

—Sí, señor Director.

—Lamentable asunto el de la novia de Santos. Acabo de leer el informe de los hechos. ¿Fue un asesinato?

—Es difícil decirlo, señor Director, porque era heroinómana. Seguimos investigando.

—Bien, manténgase en contacto. Me gustó la breve nota de prensa que apareció sobre la muerte de Santos. Muy bien hecha. Venga mañana a charlar un rato, si le place.

—Muy honrado, señor Director, espero tener algo más que comunicarle.

—Buena suerte entonces, Bernal. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Calculó la importancia de aquella llamada, hecha tan inmediatamente después de la anterior. En realidad era muy extraño que se hubieran alterado tanto por la muerte de una artista de variedades.

Paco volvió en aquel momento y entró en el despacho de Bernal.

—He conseguido una fotocopia de la huella que encontró Prieto. Se resistió mucho a sacarla, por aquello del procedimiento habitual y las normas.

—Vamos a echarle un vistazo —dijo Bernal—. Mmm. Parece parte de un pulgar derecho y del índice de la misma mano, Probablemente de hombre. Escucha, Paco, saca otra fotocopia de estas huellas y llévala a Documento Nacional de Identidad. Pregunta por el inspector Cambronero. Es amigo mío de hace tiempo y tal vez pueda hacer una discreta comprobación en los ficheros nacionales. Seguramente tardará varios días. Prieto mandará la huella original a Identificación Criminal y allí comprobarán primero en los archivos criminales, cosa que tendrán ya lista para mañana. ¿Verdad que no hay nada como adelantarse al mecanismo?

—Ni cómo prevenir las interferencias en las pruebas, ¿verdad, jefe?

—Ya veo que te das cuenta de lo que ocurre, Paco. Alguien de arriba no quiere que vayamos demasiado lejos.

—Varga viene para acá. Dice que tiene unas cuantas cosas que contarnos.

—Estupendo. Diles a Elena y Ángel que entren y oigan lo que haya de contarnos. Elena podría hacernos unos cafés con su reconocida rapidez y habilidad. Y luego tú puedes darte una vuelta por la oficina del DNI.

Seis de la tarde

Varga había descubierto cosas de gran interés.

—En primer lugar, la agresión a Marisol.

—¿Estás seguro de que la agredieron? —preguntó Bernal.

—He encontrado señales dejadas por un objeto de goma en la pared del recibidor y en la puerta que da a la sala de estar. En la parte interior de la puerta principal había además un fragmento de algodón en rama, que ahora están analizando en el laboratorio.

—Es posible que se encuentren rastros de éter —dijo Bernal—. Peláez lo percibió en un pulmón de la joven.

—Entiendo. Entonces es casi seguro que hubo dos agresores, puesto que tuvieron que entendérselas con el perro.

—¿Crees que el perro le desgarró el pantalón a uno?

—No, en realidad no. Tal vez sí a uno del segundo grupo de intrusos, mientras forzaban la ventana de la cocina.

—Entonces, ¿estás seguro de que hubo dos grupos? —preguntó Bernal.

—Muy seguro —dijo Varga—. Hay señales de que entraron y salieron por la ventana; ¿por qué se iban a molestar utilizando pinzas de tipo oustiti en la cerradura de la puerta principal, cuando pudieron haberla cerrado por dentro antes de salir por la ventana?

—¿Cómo reconstruirías los movimientos del primer grupo? —preguntó Bernal.

—Mientras Marisol seguía inconsciente a causa del éter, registraron el piso y encontraron la jeringuilla, que uno cargó con heroína casi pura. Los rastros dejados en el tubo de vidrio lo han confirmado así después de ser examinados en el laboratorio.

—Buen trabajo —dijo Bernal—. ¿Y luego?

—Bien: antes de pincharla, tal vez quisieran torturarla tras hacerla volver en sí.

—¿Torturarla? —dijo Ángel—. Pero Peláez no encontró señales.

—Ya lo sé —replicó Varga—, pero hay tres quemaduras de cigarrillo, dos en la hombrera derecha del traje de raso blanco y uno en la sábana inferior. Como sin duda recordáis, la manga derecha del vestido fue arrancada y esto es lo que permitió al perro engullir la carne que tuvo a su alcance —Elena se estremeció al oír aquello—. Lo siento, inspectora —dijo Varga—, pero así lo interpreto yo. El perro eliminó la prueba de la tortura. No creo, dada la ubicación de las quemaduras, que la chica se quemara el vestido accidentalmente mientras fumaba en la cama, aunque los agresores tal vez supusieran que nosotros pensaríamos así. He enviado al laboratorio todas las colillas encontradas en los ceniceros para que analicen la saliva. Sabremos el grupo sanguíneo de los fumadores si son «secretores», y casi todo el mundo lo es. ¿Sabíais que es más fácil identificar el grupo sanguíneo por la saliva que por muestras de sangre coagulada?

—No, yo no lo sabía —dijo Bernal—; pero sigue.

—Bueno, parece que Marisol fumaba cigarrillos rubios; la cajetilla que había junto a la cama era de Winston. Pero en el cenicero había una colilla de Rex, que es negro. La saliva de éste es en la que estoy más interesado.

—¿Y si las huellas parciales de la jeringuilla y el grupo sanguíneo del fumador pertenecen a una sola persona?

—Eso indicaría que tenemos mala suerte porque los tribunales sólo lo aceptarían como prueba concluyente única de las huellas, mientras que sería conveniente que la saliva perteneciera al otro agresor, que no dejó huella dactilar alguna, aunque sí huellas de guantes en alguna parte de los muebles. La cuestión es si éstas están mezcladas con las huellas de guantes del segundo grupo. Claro que, si encontramos los guantes, algo habremos adelantado. ¿Ha comparado Prieto las huellas de los guantes con las dejadas en casa de Santos?

—No, que yo sepa —dijo Bernal—. Anda muy desconcertado en este caso.

—Como siempre —dijo Varga, en son de rivalidad profesional.

—Vamos, vamos, ¿qué crees que ocurrió después?

—Cuando los asaltantes hubieron registrado el piso en busca de lo que fuera, tal vez en vano, excepción hecha de la jeringuilla, esperaron a que la chica volviera en sí. Hay síntomas casi insignificantes de alteración en el polvo de los cajones y el aparador, los papeles del forro se habían tocado, etc., pero todo revela que se hizo a conciencia.

—Entonces no podrán distinguirse indicios de dos búsquedas —dijo Bernal.

—No, pero hubo dos a juzgar por la forma en que las huellas de guantes están superpuestas —respondió Varga—. Cuando la joven volvió en sí, seguramente la amenazaron para obtener algún tipo de información, aplicándole cigarrillos encendidos en el brazo y el hombro derechos.

—¿Se saldrían con la suya?

—¿Quién lo sabe? Luego le inyectaron la sobredosis de heroína. Es posible que la chica cooperase en este punto, porque es muy probable que estuviese ansiosa de una nueva dosis. Sin duda pensó que se trataba de una cantidad normal, puesto que el polvillo era el mismo, sólo que casi no había lactosa en aquella última y fatal inyección.

—Tal vez —dijo Elena— la tentaran con la inyección a modo de premio y la amenazaran con el cigarrillo encendido a modo de castigo.

—Bien razonado, Elena —dijo Bernal—. Un adicto con el pavo acaso no sienta en exceso una quemadura de cigarrillo, por muy elevada que sea la temperatura de la brasa, y ella habría hecho o dicho cualquier cosa por una dosis.

—También es posible que la chica no supiera nada y no pudiera ayudar a los agresores —dijo Paco.

—En efecto —dijo Bernal—, aunque sí pudo revelarles dónde vivía su novio y, en consecuencia, los agresores fueron al día siguiente a su casa. ¿Qué dices del segundo grupo de intrusos, Varga?

—Bueno, es casi seguro que fue el mismo que forzó la entrada en Alfonso XII. La palanqueta utilizada en la ventana de la cocina ha dejado señales idénticas, aunque aquí la empleó el otro hombre o un individuo distinto. Uno de ellos pudo tener un tropiezo con el perro y ello motivó posiblemente el desgarrón de la tela del pantalón. El laboratorio investiga el pedazo de tela en este momento. Y, cosa curiosa, el paño es idéntico al de los uniformes de la Policía Armada.

Todos se miraron con sorpresa, salvo Bernal.

—Pero ¿quién pudo hacerse con un uniforme de policía? —preguntó Elena.

Volvieron a mirarse todos, momentáneamente confundidos por la ingenuidad de aquella pregunta, y Bernal aprovechó la pausa para decir rápidamente:

—No es muy difícil, Elena, y todo les tuvo que ser mucho más sencillo si fueron vestidos de policías. Tal vez esté aquí la clave de por qué no se advirtió su presencia ni en Ave María ni en Alfonso XII. ¿Algo más, Varga?

—Bueno, sólo el perro. Mientras que el primer grupo seguramente lo condujo a la cocina para dormirlo y encerrarlo, el segundo se lo encontró allí, el animal despertó y los vio en el momento en que entraban por la ventana. Sin duda lo volvieron a encerrar en el mismo sitio, o en el cuarto de baño, mientras registraban el piso. Y cuando se fueron lo encerraron en la sala de estar, cosa que no tuvo que causar problemas porque el animal preferiría quedarse junto a su dueña, ya muerta entonces.

—¿Qué dices a propósito de la hora? —preguntó Bernal.

—Bueno, por lo que dijo Peláez en el escenario del crimen, deduzco que el segundo grupo entró después de las diez de la noche del sábado. Había entonces menos riesgo de que los descubriesen porque a esa hora casi todo el mundo estaba cenando y viendo la televisión. Escalaron la pared trasera del patio y no es mucha la altura que hay hasta la ventana de la joven. Como el portero está sordo, era improbable que les oyese, aunque, claro, los dos individuos no tenían por qué saberlo. Descubrí huellas de tacones de goma en la pared trasera, aunque la lluvia que ha caído desde el sábado por la noche ha tenido que borrar otros rastros.

—Has hecho un trabajo estupendo, Varga, todos te lo agradecemos muchísimo. Ya sólo nos queda esperar el informe del laboratorio. Y el de Prieto sobre las huellas. Saldré contigo. Elena, ayuda a Ángel a examinar el material que se encontró en el piso de Marisol. Paco, tú ve a cumplir el encarguito que te hice, ¿quieres?

—Sí, jefe. En seguida.

—Volveré dentro de una hora. Hasta luego.

—Hasta luego —respondieron todos al unísono.

Seis y media de la tarde

Bernal iba por la calle con Varga.

—Deja que te invite a merendar o a tomar algo —dijo Bernal.

—De acuerdo, jefe. Tengo un rato libre.

Ya en el bar, el técnico pidió un cortado y Bernal hizo lo mismo.

—Me preocupa este caso, Varga, y en no pequeña medida por la falta de seguridad interior que se puso de manifiesto anoche en la sección de Prieto. Esto, junto con el pedazo de tela de uniforme, me hace pensar que el segundo grupo de intrusos de ambos casos entró en los dos con ciertos objetivos semioficiales y que este hecho se nos oculte.

—Es posible que se trate de incontrolados, jefe, gente de la extrema derecha, incluso policía paralela. Ya sabe usted que algunos de nuestros colegas están metidos en el ajo, según rumores.

—Pero ¿quién los dirige? Tiene que ser alguien de muy arriba.

—Bueno, siempre se oye algo acerca de las peleas internas entre profesionalistas y militaristas, y se dice que el Ministro media, procurando que haya paz.

—Sin embargo, tiene que haber algún tipo de relación entre los asesinos y los intrusos —dijo Bernal—. ¿Cómo, si no, pudieron saber los segundos que Marisol había sufrido una agresión y un registro la casa? No lo descubrimos hasta esta mañana.

—Los segundos pudieron vigilar los pasos de los primeros y entrar después para ver lo ocurrido, cosa que infiere que tal vez sean algo así como fuerzas de seguridad.

—Bueno, la huella, si se la identifica, nos pondrá en la pista de uno de los asesinos, y éste es mi deber profesional —dijo Bernal.

—Seguramente lo sabremos mañana —dijo Varga.

Bernal no estimó prudente darle a conocer el encargo que había hecho a Paco a propósito del inspector Cambronero, de Documento Nacional de Identidad.

—Será mejor que volvamos, Varga. Tengo que hacer el informe provisional.

—Sería conveniente que viese usted esto, jefe, antes de irnos. Me pareció oportuno guardar esta prueba hasta que estuviéramos solos —dijo Varga, sacando del bolsillo una cajita de cartón de color canela—. Aún no le han investigado las huellas, ya que no se la enseñé a Prieto, de modo que, por favor, no la toque. La encontré en el piso de Marisol, junto a la cama.

Bernal alzó la tapa de la caja y se quedó mirando la pequeña chapa metálica que ostentaba las iniciales DGS en forma de monograma rojo sobre fondo negro. Recordó la observación que le había hecho Consuelo aquella misma tarde y se dio cuenta de que allí podía leerse SDG, ya que las letras estaban superpuestas: «Sábado de Gloria».

—¿Ha visto cosa igual, jefe?

—Nunca —dijo Bernal—. No es el emblema oficial de la Dirección General de Seguridad y, con este tamaño, podría ponerse en el ojal de la solapa.

—Por eso se cayó, probablemente, mientras la torturaban o la chutaban. Está claro que pertenecía a uno de los agresores.

—¿Cómo podríamos ver si tiene huellas?

—Tal vez sea ya demasiado tarde y se hayan borrado. Pero lo intentaré luego, cuando mis hombres se hayan ido a casa. Tengo un viejo aparato en el laboratorio que Prieto ni siquiera sabe que existe.

—Sería muy interesante, vale la pena intentarlo. ¿Me conseguirás una foto de la insignia?

—Más que eso: se la entregaré por la mañana.

—De acuerdo, pero no delante de mis hombres, excepción hecha de Paco.

—Entiendo. Creo que cuando no se puede trabajar como Dios manda porque no se confía en los propios compañeros, todo es un asco.

Bernal estuvo a punto de contarle lo del «Sábado de Gloria», pero lo pensó dos veces. Habría tiempo después, si había necesidad de ello, para poner a Varga al corriente.

—Volvamos, a ver qué se puede hacer hoy.

—De acuerdo, yo iré a ver qué hacen los técnicos del laboratorio con las pruebas.

De vuelta, Bernal compró el vespertino de centro-izquierda, Diario 16, que dobló con cuidado y se guardó en el bolsillo del abrigo.

—No me gustaría que los grises de la puerta lo viesen, pero es de lectura obligada desde que aparecieron hace dos semanas aquellos artículos sobre el comisario Conesa.

Varga se echó a reír y dijo:

—Tenga cuidado de no llevar ni siquiera El País, jefe. Hace unos días, los antidisturbios daban con la porra en Callao a todo el que lo llevaba bajo el brazo.

Siete de la tarde

Bernal vio que Paco Navarro había vuelto ya de la oficina del Documento Nacional de Identidad y que ayudaba a Elena y a Ángel en el registro de las pertenencias de Marisol.

—Hemos encontrado fotos de la familia de la chica —dijo Elena— y cartas de la madre. Está es su casa de Montijo.

Bernal observó la instantánea borrosa y melancólica de una pareja de mediana edad ataviada con traje ceremonial campesino, y tomada al parecer en el curso de una fiesta local.

—Paco, ¿te importaría telefonear a la policía local —preguntó— y decirles que comuniquen la noticia a los padres y dispongan lo necesario para venir a Madrid, a hacer la identificación formal? Vete luego a casa. Has tenido un día duro.

—Gracias, jefe. Llamo ahora mismo. ¿Qué hay del informe provisional para el juez de instrucción?

—En seguida lo redacto. ¿Has encontrado algo más, Elena?

—Hay un sobre vacío, parecido al que me dio la vieja del Sunrise. Habrá que enviarlo al toxicólogo, a ver si encuentra rastros de heroína. Aparte de esto, no hay más que una llave, que según Varga no es de ninguna cerradura de la casa.

Bernal observó la llave con interés. Era pequeña, pero de hechura compleja, sin duda una llave de seguridad, se dijo.

—Ahora estoy mirando los materiales de costura —dijo Elena.

—Bueno, cuando lo hayas hecho y hayas empaquetado todo, tú y Ángel podéis iros a casa mientras yo redacto el informe provisional.

La estenógrafa llegó en aquel momento, una matrona supereficaz, de unos cuarenta años o poco más, malhumorada por haber sido llamada tan tarde, pero a las claras una mártir del deber. El dictado no era una habilidad en que Bernal descollase y el terrible aspecto de la estenógrafa no contribuía a inspirarle. Hecho un manojo de nervios, se puso a balbucir una descripción del descubrimiento del cadáver de Marisol mientras la matrona escuchaba con claras muestras de desaprobar el ineficaz dictado.

Aturdido, Bernal se dirigió a la ventana para evitar la mirada de la mujer y fue mejorando el ritmo mientras miraba sin ver el trajín comercial de Carretas y el chorro de oficinistas que se dirigía a la estación de metro de Sol.

Cuando hubo terminado, le preguntó si podía mecanografiar el texto aquella misma tarde.

—Sí, comisario, dentro de media hora podrá echarle un vistazo.

—Gracias. Esperaré para que el juez lo tenga por la mañana.

La mujer salió corriendo, sin reconocer la presencia de Elena y Ángel en el despacho exterior. Éstos habían terminado ya de embalar los efectos domésticos en las grandes cajas que Varga había llevado y estaban a punto de irse.

—Elena —dijo Ángel—, ¿te vienes a tomar unas tapas?

—Lo siento, pero hoy no puedo. Tengo una cita más tarde —respondió la joven, observando con cierta satisfacción la frustración del colega.

—¿Mañana por la tarde, entonces? —dijo éste.

—Ya veremos —se despidió de Bernal con la mano.

—No hace falta que te quedes, Ángel —dijo Bernal—. No queda más que comprobar y firmar el informe.

—Está bien, jefe. Nos veremos por la mañana. Buenas tardes.

—Buenas tardes, Ángel. No trasnoches demasiado.

—Pensaba dejarme caer luego por el Sunrise, a ver qué ambiente hay.

—Haz como te parezca, pero sé discreto.

—Lo seré —se puso un elegante chaquetón de ante y se entretuvo un rato mirándose en el pequeño espejo que había junto al perchero. Vanidad juvenil, pensó Bernal, pasándose la mano por lo que le quedaba de pelo.

Mientras esperaba, encendió un Kaiser y leyó los titulares de Diario 16. El mayor era el que rezaba: USA necesitará las bases españolas hasta 1990. Luego: Partidos políticos: se decidirá la semana próxima; todos confían en la legalización, salvo los republicanos. Peligro de guerra en Sudáfrica, y una foto de buen tamaño de la central periodística del franquismo, recientemente suprimida, acompañada de especulaciones sobre el porvenir de la prensa del Movimiento. En una página interior había una foto espeluznante de embalsamadores trabajando en Los Rodeos, aeropuerto de Tenerife, afanándose por unir los miembros de los cientos de víctimas del accidente, con varias filas de ataúdes a sus espaldas. El texto informativo alegaba que los funerarios de Madrid negaban que cobrasen doscientas mil pesetas por arreglar los cadáveres más difíciles, al tiempo que aseguraban que sólo cobrarían entre veinticinco y cincuenta mil, según el estado del difunto; aun así, a Bernal le pareció muy caro. Tenía que decirle a Peláez que había una profesión que le sentaría mejor.

Dos gacetillas al final de la página siete le llamaron la atención: aquella misma mañana del 5 de abril, el Presidente había recibido en el Palacio de la Moncloa al Ministro de Defensa, que era también el Vicepresidente Primero, así como a los Ministros del Ejército y la Marina. Por la tarde había recibido al Vicepresidente segundo y a los Ministros de Justicia y del Interior. Se afirmaba además que el Presidente se quedaría seguramente en la capital durante las vacaciones de Semana Santa. La segunda gacetilla, más breve aún, afirmaba que el Rey había recibido aquel mismo día al Ministro del Interior en la Zarzuela.

Bernal se preguntó de qué habrían hablado. Tenían que haber enfocado asuntos de seguridad. Consultó la hora —eran casi las ocho menos cuarto— y estimó que la reunión del Consejo de Ministros estaría a punto de terminar. ¿Se habrían decidido por fin a legalizar el Partido Comunista y algún otro partido de izquierda? Supuso que los reaccionarios estarían librando una batalla de retaguardia, apelando a la leyenda de la Pasionaria, que había vuelto de Moscú hacía poco. Si habían tomado una decisión firme, esperaba que la anunciaran en un momento de tranquilidad.

La estenógrafa volvió en aquel momento, Bernal dobló el Diario 16 a toda prisa y lo escondió en un cajón del escritorio. Invitó a la mujer a tomar asiento mientras él repasaba el informe. Era breve, pero subrayaba los puntos importantes. El trabajo mecanográfico estaba bien —mucho mejor que el que solían hacer las jóvenes secretarias— lo firmó y lo metió en un sobre. La mujer puso el sello oficial y dijo que lo expediría por él.

—Muchas gracias, señora. Siento haberla hecho trabajar tan tarde.

—Al contrario, comisario, me satisface haberle sido útil —aunque el tono de voz de la mujer no indicaba que estuviera particularmente satisfecha. Ella se despidió y Bernal guardó la copia en su archivo privado.

Ocho de la noche

Al salir y sumergirse en la marea humana que recorría la Puerta del Sol a aquella hora, con vendedores de lotería gritando que sólo les quedaban dos décimos para el gordo del sorteo semanal y los vendedores de periódicos voceando de manera casi ininteligible el nombre de los periódicos, «¡Informaciones, Pueblo!». Los bares estaban atestados y las esquinas llenas de jóvenes que esperaban una cita, y era casi un milagro que se reconociesen unos a otros en medio del gentío.

Bernal decidió ir directamente a casa, pero sabía que no iba a encontrar taxi a aquellas horas. Bajó al metro en Sol, sorteando a los mendigos de las escaleras. Muchos de éstos eran al parecer niños gitanos, apostados allí por sus padres durante unas horas. Casi todos los ciegos que vendían «iguales» se habían ido ya a entregar los cupones no vendidos en la calle Prim, antes de que se celebrase el diario sorteo a las nueve en punto.

El espectáculo que más le conmovió fue el de una anciana vestida de negro que se deshacía en lágrimas en mitad de la escalera.

—¿La ayudo? —le preguntó.

—Es por mi hija —dijo ella.

—Pero ¿puedo hacer algo por usted? ¿Necesita dinero?

—¡No, no! —dijo ella, sin dejar de llorar.

—¿La ayudo a subir?

—Es por mi hija —repitió la anciana.

—Bueno, ¿qué le pasa?

—¡Mi hija! —insistió la anciana con desesperación.

Bernal se sintió aliviado cuando una señora de mediana edad y bien vestida se detuvo y le preguntó:

—¿Le ocurre algo a esta mujer?

—No quiere decirlo. Se limita a hablar de su hija. No quiere dinero.

—Déjemela a mí —dijo la señora—. A ver si yo puedo hacer algo.

Bernal se sintió liberado. Qué típico y vergonzoso era pensar que los problemas ajenos podían solucionarse con dinero; porque lo que uno quería era evitar la molestia y la confusión de complicarse en nada. Se volvió para mirarlas; la señora bien vestida ayudaba a la anciana a subir las escaleras.

Había largas colas en las taquillas y algunas viejas vendían a diez pesetas los billetes que habían comprado a seis. Se dijo que en Madrid todo podía obtenerse si se compraba a un precio mayor. Por suerte llevaba cambio, sacó un billete de seis pesetas de la máquina automática y pasó la barra de control. El túnel que llevaba a la Línea 2, dirección Ventas, estaba lleno de viajeros presurosos; la gran puerta metálica se atravesó y le impidió tomar el tren que se encontraba en el andén. En cuanto sonó el pito y el tren arrancó, la puerta metálica se abrió y fue lanzado hacia el andén. Se dirigió a un extremo, el que correspondía al punto más próximo a la salida que tomaría en Retiro. Transcurrieron tres, cuatro minutos y la muchedumbre fue creciendo desmesuradamente.

Por el andén de enfrente habían pasado ya dos trenes y lo habían dejado prácticamente vacío. Como en tantas ocasiones, no era igual el intervalo entre dos trenes en ambas direcciones. El semáforo situado al extremo del andén en que él se encontraba se había iluminado de verde hacía rato, cuando el tren que Bernal perdiera había salido de la estación contigua, Sevilla.

Entonces se oyó un estrépito y las luces generales parpadearon mientras el viejo tren rojo y crema se acercaba a la estación. En el momento en que éste salía del túnel, Bernal sintió un fuerte empujón por la espalda. Alguien quería tirarle del andén. Haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantener el equilibrio y por asirse al hombre que tenía al lado, pudo resistir la presión hasta que los vagones pasaron ante él y redujeron la velocidad. En aquel preciso momento desapareció el empuje, y Bernal se volvió con rapidez, pero no vio más que a dos jovencitas que parloteaban en la vanguardia de la multitud. El hombre de su derecha le miraba con curiosidad e iba a decir algo cuando Bernal se le anticipó.

—Perdone, perdone. Es que me estaban empujando por detrás.

—Tranquilo —dijo el hombre.

Pero una vez encajonado dentro del vagón, Bernal sintió una súbita intranquilidad. ¿De veras habían querido arrojarle bajo las ruedas del tren? Supuso que alguien situado tras las chicas había estirado el brazo entre ellas e impulsado a Bernal hacia delante. O alguien situado a su izquierda; no había tenido una imagen clara de aquel costado. Observó con atención a cuantos le rodeaban; todos parecían inofensivos. Las dos chicas seguían a su lado, hablando de los novios respectivos. Pensó que lo más probable era que quien le había empujado hubiese retrocedido al abrirse las puertas del tren y escapado entre los incontables usuarios que habían salido.

Antes de que el tren se detuviera en Retiro, Bernal se abrió paso hasta la puerta; no serían muchos los que bajasen allí y él tenía que estar cerca para salir. Una vez en el aire nocturno del exterior, pensó que necesitaba tomar un trago. Entró en el bar de Félix Pérez y pidió al camarero una ginebra Larios con tónica.

—Está usted blanco, don Luis.

—He tenido un día de aúpa.

El dueño le ofreció con amabilidad unas aceitunas verdes en una cuchara de madera, que Bernal aceptó, y acto seguido le puso delante un canapé de crema de bonito en un plato pequeño.

Nueve de la noche

Al apurar el segundo gin tonic, Bernal se sintió ligero y un poco mareado. Se quedó casi estupefacto al ver que su mujer cruzaba por la acera. Cuánto había cambiado en cuarenta años, se dijo; cuando la había visto por primera vez en la feria anual del pueblo de ella, sentada a mujeriegas en un caballo negro, le habían atraído sus rasgos morenos y orgullosos, tan propios de las mujeres de esa región. Pero ahora, aquellos pómulos altos y aquella nariz recta se habían convertido en una especie de pico de pájaro, no muy diferente, advirtió en un pronto, del que tenía la viuda de Franco. En las raras ocasiones en que la acompañaba a dar un paseo, la respectiva semejanza con el finado dictador y su cónyuge debía de parecer chocante a muchas de las personas con que se cruzaban.

Tras pagar la consumición, salió aprisa y alcanzó a su mujer antes de que ésta llegara a casa. Bernal advirtió que Eugenia llevaba una cesta de mimbre con una paleta dentro.

—Geñita, ¿de dónde vienes?

—Luis —exclamó ella, mirando a su alrededor con aire un tanto culpable—, eres tú. Tuve que ir al Retiro a enterrar el canario. No tuve fuerzas para tirarlo al cubo de basura.

—Pero, Geñita, no habrás ido al parque con tan poca luz. Habrían podido atacarte.

—Bueno, no quería que me vieran los vecinos. Recé un poco sobre la tumba del pobrecito.

—Pues ha sido una suerte que no te viera ningún guardia. Se habría llevado un susto de muerte viéndote arrodillada ante un pequeño foso recién cavado.

A Eugenia no le preocupaba aquello.

—Creo que a doña Pepita, la dueña del canario, le gustará que haya tenido un entierro justo.

Cositas de la vida; qué absurdas y sin embargo qué gratas parecían éstas a quien había estado a punto de ser empujado bajo las ruedas del metro, se dijo Bernal.

Más tarde tuvieron la habitual velada aburrida ante el televisor y tortilla para cenar.

—Me voy a ir pronto a la cama, Geñita. He tenido un día agotador.

Se dio cuenta de que estaba rendido tras la reacción nerviosa ante lo ocurrido en la estación de Sol. Primero la agresión del chulo el día anterior y luego el empujón por la espalda. ¿Pensaba «alguien» que sabía demasiado o es que se estaba acercando más de la cuenta a un punto que dicho «alguien» consideraba peligroso para su tranquilidad? Le exasperaba la falta de motivos evidentes en aquel caso y estaba convencido de que había habido dos grupos de intrusos, primero los asesinos y después los asaltantes. Aparte de no saber por qué habían matado los primeros, tampoco sabía por qué habían entrado los segundos.

Al terminar de cepillarse los dientes, sonó el teléfono del pasillo y descolgó.

—Diga. Ah, Diego, ¿lo estás pasando bien? —llamó a Eugenia para decirle que era su hijo menor el que llamaba—. ¿Qué tiempo hace en el norte de Aragón? ¿Hay nieve suficiente para esquiar en Candanchú? —oyó el relato entusiasta que el hijo le hacía de aquellas vacaciones—. ¿Estás bien de dinero? Te puedo enviar más si te hace falta —escuchó la respuesta—. De acuerdo. Llámame más adelante en todo caso. Ya se pone tu madre —tendió el auricular a Eugenia, cuya principal preocupación fue saber si Diego iba a misa con regularidad.

El entusiasmo y la alegría de vivir del hijo elevó el ánimo de Bernal, que se dispuso a ver en televisión Esta noche… fiesta, un programa de variedades que televisaban desde el Florida Park. Las entrevistas con las actrices sentadas entre el público, por lo menos, serían entretenidas, aunque los cantantes pop no valieran gran cosa.