LUNES, 4 DE ABRIL

Siete y media de la mañana

Mientras se afeitaba meticulosamente con la nueva Wilkinson que su hijo menor le había traído de Londres, el inspector Luis Bernal sintió que el estómago se le quejaba a causa del humo fuerte del pan frito que su mujer le estaba preparando en la cocina y que se colaba en el cuarto de baño. Eugenia Carrero se había criado en una aldea próxima a Ciudad Rodrigo y ello seguía imprimiendo en su modo de ser una marca permanente a pesar de sus cuarenta y un años de vida matrimonial en Madrid. Todas las mañanas, a las siete y media, se ponía a calentar una sartén vieja que había comprado a un buhonero durante una de sus frecuentes visitas a su provincia natal, donde cobraba en jamones, morcillas y chorizos las rentas de los aparceros que arrendaban las tierras que la mujer había heredado de su padre. Luego, cortaba en rebanadas el pan duro que sobrara de la comida del día anterior y lo sumergía en el humeante aceite de oliva refrito, procedente en realidad de sus propios olivares y que ella misma había prensado a mano en el patio de su antiguo cortijo en enero de aquel año.

Para acompañar este desayuno típico, pero indigerible, preparaba una mezcla de raíz de achicoria tostada y bellotas, con unos cuantos granos de café auténtico por guardar las apariencias. Bernal tenía la esperanza de que sonara el teléfono, exigiendo su presencia en la Dirección General de Seguridad, antes de verse obligado a mojar las horribles tostadas en aquel café imbebible; como eso no ocurría casi nunca, estaba seguro de que el día comenzaría con un disgusto: tan sentimental para Eugenia como gastronómico para él. Tres años antes le habían operado de una úlcera del duodeno y aunque había perdido peso, lo digería casi todo salvo la cocina campesina de su mujer.

Se miró con aire analítico en el espejo mientras se atusaba el escueto bigote: no tenía mal aspecto para sus cincuenta y ocho años; tenía entradas en el pelo, pero aún no había huellas de canas (gracias sobre todo a una loción que se ponía a escondidas); unos ojos oscuros y penetrantes en un rostro ancho y fuerte; estaba gordo, tenía el pecho bastante peludo, un poco de barriga y las piernas cortas. Sabía que los colegas le llamaban «El Caudillo» a sus espaldas en virtud de su ligero parecido con el general Franco y había aprendido a fomentar esta semejanza y un aire general de amable paternalismo porque era útil en los interrogatorios. Tras darse un masaje con colonia Men’s Club 52, salió del cuarto de baño en el momento preciso en que el antiguo sistema de cañerías entraba en uno de sus periódicos ataques convulsivos, emitiendo furiosos eructos de aire fétido por la taza del retrete y el desagüe del bidet mientras el vecino de abajo iniciaba sus abluciones. No eran pocas las veces que Luis había suplicado a Eugenia que dejasen el viejo piso, situado en una bocacalle de Alcalá, para trasladarse a cualquiera de las nuevas fincas que proliferaban a lo largo de la avenida Menéndez Pelayo, al otro lado del Retiro.

Claro que ella no sólo no toleraba el abandono de aquel piso que había sido su casa durante toda su vida matrimonial, sino que además se negaba a autorizar las más sencillas reformas, excepción hecha de la cocina de gas butano (que la señora seguía considerando una intrusa indeseada junto a la antigua de carbón), el pequeño frigorífico que reposaba intranquilo bajo el vetusto calentador de agua y la estafa de televisor alquilado que tenía en el saloncito. Cuando Bernal fue ascendido de inspector de primera a comisario de la Brigada Criminal en los años sesenta, el sensible aumento de sueldo y la impenitente frugalidad de la esposa desembocaron en un saldo bancario nada despreciable, con que se pagó la entrada de un piso para el hijo mayor, Santiago, cuando éste se casó en 1970, y, cuatro años más tarde, el importe de un pequeño pero discreto estudio para su propio uso en la calle Barceló. Nunca había revelado a Eugenia la existencia de este refugio y a medida que los años pasaron encontró bastantes satisfacciones en llevar una doble vida: de soltero a última hora de la tarde y algún que otro domingo, cuando la mujer le creía abrumado de trabajo, y la de marido cabal casi todas las noches en el antiguo piso de la bocacalle de Alcalá.

Tras anudarse la corbata de seda, comprada en Celso García, metió la cabeza en el humo rancio y azulado que envolvía a su mujer, enfundada en severo alepín negro, y dijo:

—Geñita, tengo que irme disparado a investigar ese caso de supuesto suicidio que tuvimos ayer en Alfonso XII. El personal forense me estará esperando ya en el despacho.

La mujer dejó el tenedor, se persignó al oír lo del suicidio y dijo de manera implacable:

—Está bien, pero cómete antes unas tostaditas. Hace frío esta mañana. Ha nevado en la sierra.

Ella ya había salido a la terraza, que daba al norte, a Guadarrama, para colocar en la barandilla la palma que había llevado en la iglesia el día anterior; y ahí seguiría durante un año, como símbolo de su fe inquebrantable, hasta que se secara y se la llevase el viento. Había ido también a inspeccionar su jardincito de la azotea, consistente en más de un centenar de plantas y arbustos, buena parte de ellos empotrados con notable tristeza en viejos botes de pintura y latas de aceite, ya que ni se le pasaba por el magín malgastar el dinero comprando macetas.

Bernal hizo ademán de introducir una tostada en el repugnante café y cuando la mujer salió para despertar al hijo menor, Diego, que se marchaba aquel día para pasar una temporada esquiando en Candanchú con los amigos de la universidad, aprovechó la oportunidad para vaciar el contenido de la taza en el inodoro del baño y volvió a todo correr a la cocina, justo en el instante en que Eugenia regresaba. Miró ésta con suspicacia la taza vacía —suponía siempre, y no le faltaba razón, que él era culpable de algo, ya que solía mirar al marido, a los hijos, al nieto reciente y, a decir verdad, a todos los hombres de su parentela como si se tratase de malhechores encubiertos o en potencia— y volvió a servirle un poco más de aquel brebaje que olía a rayos.

—Tengo que irme corriendo, Geñita. Hasta luego —y tras un rápido trasteo en el cuarto de baño, para fingir que se cepillaba los dientes pero en realidad para tirar de la cadena (un bonito quid pro quo para el fornido agente de seguros que vivía en el piso de abajo), se apresuró por el largo pasillo embaldosado, arrastrando el abrigo de pelo de camello. Se detuvo un momento para comprobar que llevaba en su sitio la pistola de reglamento y para dejar un sobre con diez mil pesetas en la cama de Diego, que aún dormía: no ignoraba que el hijo menor necesitaba más o menos aquella cantidad para sus correrías nocturnas; de tal palo tal astilla, pensó, aunque el mayor, Santiago, siempre había dado muestras de ser un deprimente modelo de piedad, forjado a imagen y semejanza de la madre.

Ya en el rellano echó un vistazo al hueco del ascensor, de siete pisos de profundidad, para calcular la altura a que se encontraría la vieja caja de caoba, con sus manijas de bronce pulido y espejos decorados. Funcionaba por sistema hidráulico y era uno de los pocos ascensores de aquel tipo que todavía existían en Madrid; el Ayuntamiento lo había declarado peligroso cuatro años antes, pero las diversas reuniones de vecinos aún no habían sido capaces de llegar a un acuerdo en lo tocante a costear el que lo reemplazase. Bernal pensó que sería más sano y seguro bajar por las escaleras, máxime cuando de aquel modo evitaría el riesgo de un contacto con las vecinas parlanchinas y sólo tendría que contestar al quejumbroso saludo de la portera, que, cuando no fingía quitar el polvo a las plantas de plástico del viejo zaguán, permanecía en la oscuridad de la portería pasando las cuentas del rosario y espiando a los inquilinos.

—Buenos días, don Luis. Una mañana de perros para los delincuentes, ¿verdad? Seguro que volverá a llover más tarde.

—Muy buenas, señora. Esperemos que, con todo el mundo fuera, tengamos una Semana Santa tranquila.

—Dios le oiga, don Luis —como de costumbre, la mujer no parecía demasiado convencida de los buenos servicios de Dios en aquel particular.

Ocho de la mañana

Nada más pisar la calle de Alcalá, Bernal comprobó que la ciudad seguía bajo su espesa nube de aire contaminado, que ni siquiera el sol de aquel día conseguía despejar. Se detuvo en un quiosco para comprar la Hoja del Lunes, único matutino que aparecía en tal día de la semana, y saludó al quiosquero, cuyo puesto estaba hasta los topes de Playlady, Lib, Convivencia y muchas otras revistas de pornografía blanda, que no habían dejado de inundar el mercado desde la muerte de Franco como heraldos del nuevo destape.

Entró luego en el bar de Félix Pérez, unos pasos más allá, y se regaló con un desayuno apropiado a base de un café doble y un croasán recién hecho. Repasó los titulares del periódico: seguía investigándose la causa del terrible choque de los dos aviones a reacción en el aeropuerto de Tenerife; se dedicaba asimismo cierto espacio a incidentes menores y los enfrentamientos callejeros; el titular más llamativo, sin embargo, era la abolición gubernamental del Movimiento Nacional, único partido político permitido durante los treinta y ocho años de régimen franquista.

Bernal se alegraba de haber permanecido al margen de la política hasta donde le había sido posible. Aunque su padre había sido guardia de asalto durante la República y había caído en el curso de los alborotos de 1936, y él mismo había sido, poco antes de declararse la guerra, cadete de la Guardia Civil en Ciudad Rodrigo, donde había conocido a Eugenia en una feria rural, mientras había dependido de la Dirección General de Seguridad se había limitado a investigar delitos comunes. Esto era lo que siempre le había fascinado: los múltiples y complejos motivos que llevaban a la gente más allá del límite o que la volvían lo bastante imprudente para caer en las redes policiales. Pues Bernal creía que todos los individuos eran delincuentes en mayor o menor medida y que tenían algo que ocultar a sus vecinos y colegas, aunque sólo fuera al nivel de los más íntimos deseos.

Tras dejar con un golpe en el mostrador una moneda de cinco duros y otra de a duro para pagar las veintiocho pesetas del desayuno, gritó al camarero:

—¡Cobra aquí, Pepe! ¡Hasta luego!

Bernal se subió el cuello del abrigo cuando salió del bar y dirigió una rápida mirada a los cuadros de tulipanes rojos y amarillos repartidos entre los setos de la Puerta de Alcalá. Al recordar lo ocurrido a las ocho menos veinte del día anterior, miró hacia Alfonso XII.

Había sido él quien había respondido a la llamada de la comisaría del Retiro; para entonces, el juez de guardia estaba en el lugar y el fotógrafo de la policía había terminado ya su trabajo; los funcionarios auxiliares estaban a punto de trasladar el cadáver del joven a la ambulancia para conducirlo al Laboratorio Anatómico Forense. Pero había llegado a tiempo de ver la extraña posición del cuello del muerto y —cosa que le había sorprendido sobremanera— la enorme cantidad de sangre en la calzada: sangre muy reciente y de un rojo brillante, como si procediera de una de las arterias principales; pero lo más extraño de todo era el par de viejos zapatos de color marrón, con los lazos aún sin deshacer, caídos oblicuamente sobre la sangre. ¿Era posible que se le hubiesen salido de los pies mientras el hombre caía del octavo piso? ¿Y podía el ángulo de caída haber llevado a éste tan hacia la calzada?

Una vez que el equipo de las huellas dactilares hubo terminado su tarea en el piso del muerto, el inspector del barrio, Martín, y el juez de guardia habían sellado la casa. Más tarde, cuando llegaran los informes del forense y de las huellas, Bernal volvería allí con sus hombres y se esforzaría por reconstruir los hechos.

Consultó la hora y decidió unirse a la marea de pasajeros de la Línea 2, que transportaba a oficinistas y empleados desde Ventas hasta Sol. Tenía que hacer lo posible por estar en el despacho a las ocho y media para dar ejemplo a su grupo, que seguía siendo el que de mejor reputación gozaba en toda la Brigada Criminal. También, naturalmente, porque esperaba a un nuevo inspector subalterno aquella misma mañana; recordaba el oficio que le había llegado de Personal: «Fernández Ruiz, E., 28, Inspector de segunda». Habría preferido reclutar a sus propios hombres, como antaño, pero en aquellos días los de Personal solían enviarle cualquier recién salido de la Escuela General de Policía, sin más norma de selección que el capricho. Pese a todo, si Fernández resultaba incompetente o incompatible, se las arreglaría para que lo traspasaran a otro grupo.

Ocho y media de la mañana

Cuando salió jadeando de la boca de la estación de la Puerta del Sol y se internó en la estrecha calle Carretas, a lo largo del antiguo edificio de Gobernación, que aún albergaba el Ministerio del Interior y buena parte de la Dirección General de Seguridad —impopularmente conocida como la DGS—, Bernal vio al doctor Peláez, el patólogo de la policía, que cruzaba el umbral, sin duda para llevarle el informe relativo al muerto de Alfonso XII. Peláez llevaba gafas de vidrio grueso, era bajo de estatura, gordo y calvo como un huevo. Era célebre su tremenda energía física: Bernal le había visto hacer seis y siete autopsias en un solo día y sospechaba que habría estado en pie hasta la una o las dos de la madrugada en aquel caso, y que luego habría mecanografiado el informe personalmente en su casa. Años atrás, Peláez había intentado curar a Bernal de su aprensión a los cadáveres, instándole a que pensara en el cuerpo humano como los ingenieros en las máquinas, con la única diferencia de que el aceite empleado era rojo. Tal enfoque no había hecho que Bernal abandonara su sensación de malestar ante la sangre derramada y la putrefacción, pero lo recordaba siempre en tan escabrosas ocasiones.

—Hola, Peláez, ¿qué hay?

—Me dijeron que se trataba de un simple suicidio, ¿sabes? Incluso, probablemente, de una caída accidental. Pero me parece que no es tan sencillo. Ya leerás el informe. Llámame al laboratorio si necesitas ayuda —le tendió un sobre grande, de color crema, y se alejó en dirección a la Puerta del Sol, sin duda a tonificarse con un café y un sol y sombra.

Al entrar en la sala de espera exterior advirtió la presencia de una joven de piernas largas, buena figura y atractivos ojos castaños, sentada con cierto nerviosismo en el borde de un sillón. La saludó con indiferencia, suponiendo sería una amiga o pariente del difunto que esperaba información y permiso para preparar el entierro. No se sentiría con fuerzas para tratar con ella mientras no leyese el informe de Peláez. En el despacho exterior saludó con un apretón de manos a Paco Navarro, un inspector que había trabajado más de veinte años con él; imperturbable, taciturno y hombre de fiar, llevaría allí sin duda desde las ocho en punto revisando los informes a él dirigidos.

Bernal colgó el abrigo en su pequeño despacho limitado por paredes de vidrio y abrió el sobre de Peláez. Mientras repasaba superficialmente la abundante jerga técnica, fue deteniéndose en los puntos importantes:

Santos López, Raúl. Treinta y cuatro años. Hijo de Esteban Santos Alonso y Pilar López Montero. Periodista. Sin antecedentes policiales, ni político-sociales, ni criminales.

Bernal supuso que el ayudante de Peláez había sacado gran parte de aquella información del documento nacional de identidad del interfecto y que el inspector local había comprobado la foto en color y las huellas del índice y del pulgar derechos, acto seguido, con las fichas del Centro de Identificación Nacional. A menudo se preguntaba cómo trabajaría la policía de aquellos países que no contasen con el sistema de documentos de identidad; por supuesto, los delincuentes españoles sabían apañárselas para obtener carnets falsificados o robados, y los residentes extranjeros y los turistas podían ser un inconveniente, pero a la hora de identificar un cadáver el sistema español daba a entender que los mayores de dieciséis años de una población de treinta y cinco millones de habitantes podían ser investigados, en el caso, naturalmente, de que el cadáver en cuestión tuviese un dedo índice en la mano derecha.

Miró por encima la parte descriptiva, advirtiendo que el muerto había gozado de buena salud, que no padecía enfermedades orgánicas, que era moreno de piel, con un físico de atleta (pese a ser un empedernido consumidor de cigarrillos Virginia), que había comido bien, una paella por lo que parecía (normal en domingo), y que en la sangre había muy pocos rastros de alcohol. Bernal ojeó las fotografías adjuntas: un buen ejemplar masculino en vida, sin duda atractivo para las mujeres (tal vez para la chica que esperaba fuera), aunque no se había casado; muerto, tendido en la losa mortuoria, tenía una expresión de horror, de pánico más bien, en los ojos abiertos todavía, el cuello rígido ya en la postura torcida en que el rigor mortis le sorprendiera y que ocultaba la profunda herida del lado derecho.

Causa de la muerte: ruptura de la carótida derecha por un borde metálico o un instrumento cortante no más ancho de 0,2 mm… otras heridas importantes a consecuencia de una caída desde altura considerable: cuello roto, cráneo fracturado, lesiones en la cadera izquierda, en el fémur y en la tibia; circunstancias fatales todas ellas en cualquier caso, pero muerte al parecer producida a consecuencia de la antedicha ruptura arterial, ocurrida antes de tomar contacto con el suelo.

Comprendió entonces lo que Peláez había querido decir. ¿Podía tratarse de un asesinato en vez de un accidente o un suicidio? En cuanto el laboratorio enviase el informe sobre las huellas encontradas en la casa del muerto, tendría que ir al lugar para analizarlo todo concienzudamente.

Bernal encendió el segundo cigarrillo del día y miró a través del panel de vidrio; Ángel no había llegado aún. El más joven de los inspectores, Ángel Gallardo, había sido durante cinco años el más popular del despacho y, en realidad, de toda la Brigada Criminal. De poco más de treinta años, era un sujeto ágil, atlético, con vivacidad de pájaro y con cierto aire misterioso en sus correctas facciones, rebosante de ingenio, siempre dispuesto a contar los últimos chismes de la calle. Procedente de una familia obrera de Vallecas, era madrileño hasta los huesos: difícilmente se encontraría un bar de moda, una discoteca o un club nocturno en toda la ciudad en que no lo conocieran bien —no como policía, sino como bon vivant— y en que no lo acosaran hembras enamoradas de todas las edades, a muchas de las cuales explotaba haciendo que le plancharan la ropa, le limpiaran el pequeño estudio que tenía en la Gran Vía, le tuvieran a punto sus pertrechos futbolísticos y, según sabía Bernal, le ayudasen a matar el tiempo en la cama de matrimonio de que disponía. Respecto a sus ocupaciones, lo único que se sabía de él era que tenía un empleo bien pagado en Gobernación. Voluble, poco de fiar, era sin embargo un elemento básico en el grupo, una fuente de información acerca de las andanzas nocturnas de los ricos y los personajes célebres, la escena del vicio ciudadano que tan vertiginosamente cambiaba, y los jaleos diversos que estallaban en los sectores prostibularios. Bernal hacía frente a todas las peticiones para que lo cambiasen a los departamentos encargados del proxenetismo o a la Brigada de Estupefacientes, pero su magnífica tapadera saltaría por los aires en uno u otro campo en cuanto hiciera una detención. Era mil veces preferible tenerlo trotando por la ciudad, garabateando notas cada mañana con destino a los expedientes, a pesar de sus bruscas llegadas a destiempo, y sus no menos bruscas desapariciones, y las cifras exorbitantes de sus listas de gastos, más que suficientes para costear todas sus actividades sociales. Bueno, el caso era que le necesitaría más tarde para sondear en el círculo social de Santos y averiguar lo que pudiese sobre el periodista muerto.

Llamó a Navarro.

—¿Hay algo en los informes nocturnos?

—Los jaleos políticos de siempre. Los Guerrilleros de Cristo Rey armaron un poco de jarana en dos bares de Goya y obligaron a los clientes a que levantaran el brazo y cantaran el Cara al Sol. Hubo una manifestación de las Juventudes Comunistas entre Callao y Plaza de España, pero se disolvió cuando llegaron los antidisturbios. Pero hay algo que puede interesarnos: un joven muerto a puñaladas en Recoletos, cerca de esas discotecas y boîtes, pero el Grupo Cuatro estaba de servicio anoche y está investigando el caso.

—Hablaremos luego con el inspector Zurdo para ver si hay conexión. ¿Has visto a Ángel?

—No, pero telefoneó para decir que está con dos damiselas interesadas en espabilarle la mona y que no tardará en venir.

—Natural. Lo que me sorprende es que no sea él el que recibió las cuchilladas en Recoletos.

—Dijo que te preguntara por qué no mandas a un hombre de Sanidad a que se deje caer por las boîtes de vez en cuando. Está seguro de que le envenenaron con el alcohol metílico de la «Gordon’s» falsificada que le sirvieron en uno de ellos.

—Dile que le dé a los Sanfranciscos. El zumo de frutas hará más económicas nuestras dietas. Por cierto, ¿quién es la joven de la sala de espera?

—Una tal señorita Fernández. Dijo que debía esperarte a ti.

—Tal vez sea pariente del amigo Santos. ¿Sabes?, no va a ser un caso fácil. Echa un vistazo al informe de Peláez mientras hablo con la chica. ¿Ha llegado el informe de las huellas?

—Aún no. No creo que tarde.

—Muy bien. Pásamelo en cuanto llegue. Ahora será mejor que la hagas entrar, y envía a alguien por café por si se desmaya.

Nueve de la mañana

La señorita Fernández parecía incluso más elegante, atractiva y nerviosa a la luz clara que entraba por la ventana que había tras la silla de Bernal y despedía un aroma delicado que éste identificó con un perfume caro y parisino, tal vez Vol de nuit de Worth. La joven se acercó al escritorio con cierta vacilación y estrechó la mano del hombre.

—¿Comisario Bernal? Soy el nuevo inspector Elena Fernández. Aquí tiene mis credenciales.

Bernal se había quedado de piedra. Había oído decir, claro, que la Escuela de Policía de la calle Miguel Ángel empezaba a admitir mujeres en los planes de entrenamiento, pero en todos los años que llevaba en la Brigada no había visto más personal femenino que la médico y las celadoras de los calabozos del sótano de la DGS, así como las agentes de tráfico en minifalda que durante los dos últimos años y pico habían adornado las calles principales, soplando el silbato con furia a ofendidos motoristas infractores. ¿En qué pensaba el Director de Personal? ¿O es que se trataba de una de sus bromas pesadas?

—Muy bien, muy bien… siéntese, por favor, inspectora —pues suponía que era así como había que dirigirse a un inspector del sexo femenino, aunque en el oficio recibido decía «Inspector» con toda claridad. Estaba un tanto picado por aquella guasa, según creía, de Personal. ¿Qué querían hacer con ella? ¿Cómo esperaban que encajase, habida cuenta sobre todo de los obscenos comentarios de Ángel sobre la vida de Madrid? Bueno, por una vez tendría que andarse con ojo. ¿O la pondría fuera de combate con un repentino coup de foudre? Entonces añadió—: Bienvenida a nuestro pequeño grupo. Por favor, hábleme usted. Luego le presentaré al resto del equipo, a los que no están de vacaciones, por lo menos.

Elena observaba a Bernal con admiración. Se había dado cuenta inmediatamente de su parecido con el general Franco y esto la predisponía en favor del hombre. A fin de cuentas era nieta del Régimen y su familia se lo debía todo a éste. Su padre había sido el séptimo hijo de una familia pobre de Cáceres y había ido a Madrid en los años cuarenta en busca de trabajo. Desde peón de obras había ido subiendo hasta convertirse en propietario de una compañía constructora y había hecho millones con el auge de la industria de la vivienda durante los años sesenta. Había sido práctico al matricular a su hija predilecta en el curso de Antropología Social de la Complutense, a pesar de las malas notas que obtuviera en Preuniversitario, y allí había destacado, convirtiéndose en un importante elemento del SEU, el conocido sindicato oficial de estudiantes; después de licenciarse, el padre quedó horrorizado cuando ella le comunicó su deseo de ser detective. ¡Una mujer detective! ¡Ni hablar! ¡Era insólito! Pero ella se había enterado de los requisitos en la Escuela de Policía y solicitó la admisión. Sus antecedentes eran impecables: los contactos del padre con varios Ministros, su reputación en la Sección Femenina del Movimiento en el instituto y en la universidad, y su inequívoca distinción social la habían convertido en candidata de lo más apta para el nuevo experimento. El Director de la Escuela había pedido especialmente a Personal que la destinaran a aquel grupo en particular. No sólo era éste el único dirigido por un comisario como Dios manda, mucho más que un simple inspector jefe, sino que ella sabía además que a Bernal se le admiraba como a detective de libro de texto y se le adjudicaba un rango internacional. Con él no vería ella cejas partidas o apaleamientos de sospechosos, ni oiría los gritos de los torturados en los calabozos. Bernal pertenecía al bando de los profesionalistas de la DGS, que querían ser policías profesionales, no al de los militaristas, los incondicionales de Franco cuyo modelo seguían siendo las SS y la Gestapo de Hitler.

—Bueno, comisario, hice Antropología Social en la Central, en la Complutense, ya sabe, y acabo de aprobar los exámenes de la Escuela de Policía. Ni en mis sueños más fantásticos se me ocurrió que tendría la buena suerte de ir a parar a su grupo.

Bernal procuró dominar un tic mientras escuchaba a su interlocutora. Siempre había mirado a los universitarios con recelosa envidia, hasta que sus propios hijos cursaron estudios en la Central y él mismo cayó en la cuenta de que la educación universitaria, por lo menos en la España de Franco, equivalía casi a cero en términos académicos: tres o cuatro clases a la semana en unas aulas inmensas, sin apenas personal docente que se ocupase de pequeños grupos, y mucho menos de cada estudiante por separado. Los estudiantes aprendían más en casa o en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. Y lo que en realidad hacían era educarse entre sí como si fueran una casta: aprendían la misma jerga, adquirían el mismo aire de confianza en sí mismos y de omnisciencia, y sólo por mezclarse socialmente. Cuando se dio cuenta de esto Bernal se sintió casi superior a ellos: él era prácticamente un autodidacta gracias a la ingente cantidad de lecturas que había ido acumulando a lo largo de los años en que se sintiera inferior a aquellos hijos y nietos del Régimen.

—A lo mejor conoce usted a mi hijo menor, Diego Bernal Carrero; quiere sacar el título de médico en la Central, pero, claro, hay tantos estudiantes…

—Sí, lo conocí en una fiesta. Esquía muy bien, ¿verdad?

Entre otras muchas cosas, pensó Bernal; tal vez, a fin de cuentas, resultase la joven un contacto útil con un círculo social muy distinto del frecuentado por Ángel.

—Sí, es cierto —dijo—, pero sería conveniente que no se viese usted con él demasiado a partir de ahora. ¿Saben sus amigos que ha estudiado usted en la Escuela de Policía?

—No. Se nos aconsejó que nos lo callásemos y dijésemos que teníamos un empleo en la sección administrativa de Gobernación.

—Estupendo, porque me parece que puede usted sernos más útil en la clandestinidad. Claro que habrá mucho papeleo administrativo en el despacho, pero de vez en cuando tendrá que obtener información dentro de su propio círculo social.

Elena suponía que aquello tenía que ser muy interesante, pero se había desilusionado ante la perspectiva de no ir corriendo por ahí en los coches patrulla para investigar, lupa en ristre, en el lugar de los hechos.

—Esta mañana tenemos un caso de presunto suicidio, ocurrido ayer por la tarde en Alfonso XII. No habrá visto nada en los periódicos de hoy porque solicitamos silencio oficial hasta saber todas las implicaciones, ya que el muerto trabajaba de reportero para una agencia de prensa. Tal vez le interese leer el informe forense y decirme qué deberíamos buscar cuando vayamos luego al piso del individuo. Ah, ya viene Paco con el café.

Hizo una seña a Navarro para que entrara y esperó a que éste dejara el café en el escritorio antes de hacer las presentaciones, no fuera que se le volcase la bandeja al enterarse de que tenía una colega del sexo femenino. Navarro era siempre muy tímido con las mujeres, sobre todo con las jóvenes y atractivas, a pesar de tener una esposa alegre y bien conservada que le había dado diez hijos.

—Inspectora Fernández, le presento al inspector Navarro —mientras presenciaba el nervioso apretón de manos advirtió el frustrado esfuerzo de Paco por ocultar su incredulidad—. La Escuela de Policía —añadió— nos la ha confiado temporalmente y hemos de procurar que se sienta lo más a gusto posible.

—Encantada de conocerle, inspector. He oído hablar mucho de usted y del extraordinario grupo del comisario Bernal.

Bernal esperaba que el protocolo no se prolongase demasiado.

—Será mejor que se tome el café en la mesa que Navarro se encargará de adecentarle y luego nos ocuparemos de cuanto necesite de Papelería y Suministros. Yo tengo que seguir con un informe de la semana pasada sobre un caso de chantaje que he de remitir al Juzgado número 20.

Nueve y media de la mañana

Más o menos como los diez grupos de la Brigada Criminal, los treinta y dos Juzgados de Instrucción de Madrid seguían un sistema de turnos rotativos, y el que estuviese de servicio era el que tenía que hacerse cargo de todas las denuncias presentadas. La única excepción había sido el Juzgado número 1, el Tribunal de Orden Público, que había ostentado una autoridad suprema en lo tocante a delitos políticos hasta que el Gobierno, hacía poco, puso fin al antiguo sistema al tiempo que transformaba la Brigada Político-Social en la de Información.

Por supuesto, la Ley de Peligrosidad Social, que tenía el inofensivo nombre de Ley 16 de 1970, tenía sus propios tribunales especiales. Era un apartado jurídico muy útil, pensaba Bernal, aunque los liberales, los socialistas y los rojos lo denunciasen como ultrajante violación de la libertad personal, puesto que permitía la detención de personas que sin haber cometido delito alguno entraban en la categoría de «sospechosas». Tan amplia era esta ley que casi venía a sustituir a todo el antiguo Código Penal; gracias a ella, casi todo el mundo podía ser detenido y enviado a un «centro de rehabilitación» por un período entre cinco meses y seis años, y todos los locales y establecimientos podían cerrarse entre un mes y un año. No cabía recurso alguno contra las sentencias basadas en tal ley. Como si la hubiera redactado mi mujer, murmuraba Bernal. Bastaba mencionar la posibilidad de su aplicación durante un interrogatorio para que, en casi todos los casos, se despertase un ferviente deseo de cooperar o bajase la guardia el testigo o el sospechoso. Bernal no había sentido nunca la necesidad de golpear a la gente o arrastrarla por los pelos a lo largo y ancho del despacho. Cuando se recurría a tales expedientes, no se podía estar seguro de si el detenido decía la verdad o sólo lo que el interrogador quería oír. Había descubierto que solía bastar una somera explicación del ámbito de aplicación de la Ley de Peligrosidad Social. Suponía que la inspectora Fernández sabría al dedillo todos los artículos de dicha ley y de todas las del Código Penal, mientras que él y Navarro tenían que mirar los apéndices y modificaciones cada vez que preparaban un informe para los jueces.

Leyó con cuidado el informe sobre el caso de chantaje con la pluma preparada para corregir las faltas de ortografía. Le asombraba lo analfabeta que era la nueva camada de mecanógrafas. Por las manchitas rojas del borde de las páginas deducía que la que le había tocado en suerte se había estado pintando las uñas mientras pasaba en limpio el escrito. Le dio un vistazo final y firmó con limpio trazo; probablemente era la única firma legible de toda la Brigada, ya que el resto o era víctima del provincianismo nacional consistente en firmar con ringorrangos y florituras o simplemente tenía miedo de firmar por lo que pudiera pasar después. Estampó el sello oficial y llamó a Navarro.

—¿Te importaría llamar a Prieto y pedirle el informe de las huellas?

—Vale, jefe. Creo que la señorita quiere decirte algo.

—Pase, inspectora. ¿Qué impresión le da, así a primera vista, este presunto suicidio?

—Querría saber algo sobre la puerta de la casa de Santos. ¿Estaba con el cerrojo sin pasar, pero con la llave echada?

—Ha dado usted en el clavo. En efecto, es correcta la suposición. Cuando el conserje dio con el duplicado de la llave, que según él no utilizaba más que para regar las plantas del balcón cuando Santos estaba fuera, me acompañó en el ascensor aunque fui yo quien abrió. Tuve que dar dos vueltas en el sentido contrario de las bisagras, lo que demostraba que Santos había cerrado, que había introducido la llave por dentro para echarla dos veces y que luego la había sacado. La encontramos en el bolsillo de su pantalón.

—¿Me equivoco sí deduzco que se han investigado las huellas de la parte interior de la cerradura?

—No se equivoca y estamos esperando el informe. También se registraron, a petición mía, las de las superficies más destacadas de la casa.

—Una medida muy prudente, en vista de lo que sabemos por el informe forense.

Bernal advirtió que la mujer hablaba ya en plural y, lejos de sentirse celoso, no dejó de complacerle un tanto que se considerase ya parte del grupo.

—¿Sabemos si alguien más tenía otra llave? —preguntó la joven.

—Según el conserje, sólo la mujer de la limpieza, que iba dos veces por semana, los martes y los viernes. Hoy mismo la interrogaremos. ¿Qué le parece la posición del cuerpo, tan adentrado en la calzada?

Elena meditó un momento.

—¿No lo vio nadie caer del balcón del apartamento?

—No. Como sin duda usted sabe, no hay edificios enfrente, sólo las verjas del Retiro, y en ese punto preciso hay un terraplén bastante alto que impide prácticamente que los visitantes del parque vean las casas del otro lado, siempre que no se suban a él; y no es probable que hubiera nadie contemplando el edificio. Al parecer no había peatones en la calle, pero el conserje estaba hablando con dos vecinas en el vestíbulo cuando cayó nuestro hombre. Por suerte, no había ningún ciclista ni conductor aparcando en aquel sector de la acera. Había muy poco tráfico, el normal en un domingo a esa hora.

—¿Vio el conserje salir a alguien inmediatamente después?

—No estaba seguro a causa de la confusión, la gente acudía para ver lo que había ocurrido, por no hablar de los gritos asustados de las dos mujeres que hablaban con él y que volvían de la iglesia —la misma iglesia, sin duda, pensó Bernal, a la que su mujer había acudido aquella tarde.

—¿Hay balcón de hierro en todos los pisos del edificio?

—Hay un ancho saledizo de piedra en el primero, en los dos siguientes hay balcones grandes con barandilla de hierro forjado, y en los demás pisos hasta el séptimo hay balcones más pequeños.

—¿No explicaría la herida del cuello y la posición extraña algún golpe y consiguiente rebote en uno de los balcones inferiores mientras caía?

—Excelente, inspectora. Ya se me ocurrió en su momento y contaba además con la ventaja de ver el cadáver in situ. Me las arreglé para inspeccionar los dos balcones inferiores y el saledizo, pero no encontré nada. De los más pequeños de arriba, sólo pude echar un vistazo en dos, ya que los inquilinos estaban fuera y el conserje no tiene duplicado más que de las de los pisos donde ha habido un acuerdo particular. Es un excombatiente, y muy inteligente y observador.

—Bueno, el informe de las huellas nos lo aclarará seguramente; si hay huellas extrañas encima de las del muerto, tendremos que verlas.

—Eso espero, aunque ya irá descubriendo que estos casos no se parecen a los que figuran en los libros de texto. —Advirtió el repentino desconcierto de la joven por haber aludido sin querer a su inexperiencia, y añadió—: Tendremos aquí el informe en cualquier momento si los hombres de Prieto se dan prisa.

Diez de la mañana

Hubo un estallido de bromas y carcajadas en el despacho exterior cuando entró Ángel y se puso a informar a Navarro sobre sus correrías investigadoras de la noche anterior. Bernal alcanzó a ver que Paco hacía gestos de advertencia mientras la inspectora Fernández se volvía a mirar con curiosidad al recién llegado por el panel de vidrio. Bernal fue a la puerta y llamó a Ángel.

—Le presento al inspector Gallardo. Ángel, la inspectora Fernández Ruiz, cedida provisionalmente por la Escuela de Policía.

Bernal se percató de la inmediata complacencia de Ángel y rogó por que no llegase al extremo de besarle la mano.

—¡Hombre! ¡Qué agradable sorpresa! ¡Este sitio ya no volverá a ser el de antes! ¡Será estupendo tener a una dama tan imponente en el despacho!

Elena no supo contener del todo el rubor, pero espetó una punzante respuesta:

—Encantada de conocer al ligón del grupo.

—¿Qué le han dicho de mí? ¡No crea ni una palabra! Todo lo hago por el servicio.

—Bueno, dejemos entonces que el servicio se imponga —dijo ella con amabilidad— y no habrá problemas.

Admirado de la frialdad de Elena, Bernal se preguntó si la Escuela daría clases particulares a los agentes femeninos sobre cómo tratar a los colegas del sexo masculino sensibles a las pasiones.

—Ángel, será mejor que leas el informe del forense y luego mira a ver lo que descubres en los círculos periodísticos acerca del tal Santos.

—Vale, jefe. Así se hará. Tomaremos unas tapas juntos antes de comer, ¿verdad, señorita? Conozco los bares que mejor las preparan en esta zona. —Hizo un gesto jovial, se dirigió a su mesa y se puso a leer el informe forense y el de la noche con las piernas atravesadas en la silla del modo más desenfadado.

Entró Navarro con el informe de las huellas y se lo tendió a Bernal, que dijo:

—Paco, acompaña a la señorita Fernández y que le den la cédula de autorización para circular por el edificio; así podrá aprovecharse de las poquísimas bondades del restaurante. Ve luego por material de escritorio y de paso provee su mesa. Ya le daré a leer el informe cuando vuelva, señorita, y me dirá lo que piensa.

—Por favor, llámeme Elena, comisario; creo que es más fácil que servirse de los formulismos a cada momento.

—Muy bien, Elena, pero no se permita demasiadas familiaridades con Ángel, a menos, claro, que ésa sea su voluntad.

—No se preocupe, jefe, en la universidad adquirí bastante experiencia con esta clase de hombres.

Bernal descubrió que ya le había tomado afecto; la joven comenzaba a despertarle lo que quedaba de sus instintos paternales, casi como si fuera la hija que nunca había tenido.

Se puso a leer con atención el informe de Prieto. A fines comparativos, habían tomado las huellas del periodista muerto y del conserje que les había conducido al ático de Santos. El informe explicaba que se trataba en realidad de un estudio, con un pequeño recibidor, una habitación grande con una serie de ventanitas que daban al este, al Retiro, un cuarto de baño pequeño y, al fondo, una cocina con alacena, con una puerta que daba a una azotea. Habían encontrado buena cantidad de huellas medio borradas en la parte interior de la puerta, en la cerradura y en el pomo de latón, que se habían identificado como pertenecientes al conserje, encima de otras del difunto. Esta misma parte interior de la puerta contenía huellas un poco anteriores, todas de la misma persona, aún sin identificar, pero que podían pertenecer muy bien a la encargada de la limpieza. Esto se comprobaría más tarde, cuando se interrogase a la mujer en cuestión. Se habían comprobado casi todas las superficies con más visos de probabilidad de haber sido tocadas, y los investigadores habían encontrado huellas manifiestas en una botella de Chivas Regal, en un vaso de whisky y en una mesa de tablero de vidrio: todas ellas eran huellas del interfecto. En otras superficies disponibles, en el estudio y dentro del cuarto de baño, se habían encontrado muchas huellas antiguas y casi borradas de siete personas, como mínimo, difíciles de identificar; se creía que se habrían producido en alguna fiesta o en el curso de diversas visitas. La ventana que se encontrara abierta había reclamado mayor atención: las únicas huellas recientes en el alféizar y el marco pertenecían al difunto, algunas de ellas estaban sucias y parcialmente oscurecidas, tal vez por la propia ropa, ya que habría tenido que colarse por el estrecho jambaje para alcanzar la empinada techumbre de tejas que caía hacia los aleros del edificio.

Mientras Bernal calculaba las implicaciones del informe, Ángel entró muy despacio con la foto de Santos:

—Jefe, a este tipo lo he visto alguna que otra vez en clubes y teatros, pero no sabía quién era. Lo vi hace un mes aproximadamente en un teatro, en el Valle Inclán, cuando llevé a Dolores a ver Nacha de noche. ¿No la ha visto? Es cosa grande la argentina esa, la Nacha Guevara, y sus números de cabaret son estupendos, sobre todo cuando canta «Te quiero» —advirtiendo que Bernal ardía de impaciencia, se apresuró a continuar—: La última vez que lo vi fue en Boccaccio, hace un par de semanas; estaba con una morena de miedo. No, ahora que lo pienso, volví a verlo después —cerró los ojos y se concentró; Bernal sabía que tenía una memoria fenomenal para las caras y lugares; una vez que fichaba una cara, solía recordar dónde y más o menos cuándo la había visto, meses a veces e incluso años antes—. ¡Ya lo tengo! Fue cuando llevé a Mari Carmen al Club JJ de Callao, hace diez días, para ver al Gran Pavlovsky —Bernal se preguntó si Ángel saldría todas las noches con una chica diferente—. Es un transformista estupendo de Buenos Aires. Ya se habrá dado usted cuenta de que la ciudad está hasta los topes de argentinos. El espectáculo de Pavlovsky está muy bien, con y sin ropa, ya me entiende. Hay dos niñas en el coro que tienen las tetas mejor hechas de todo Madrid, con estrellitas encima y un chorrito de pintura plateada que sale de un atomizador, como cuando se garrapiñan los pasteles, igualito. Tendría que ir a verlo una noche, jefe.

—¿No está lleno de maricas ese sitio?

—No, no, jefe, es un sitio de moda, sobre todo desde que El País puso el espectáculo por las nubes. Van muchos banqueros y hombres de negocios con sus mujeres y queridas, y de vez en cuando se celebra allí algún banquete nupcial. Se baila hasta la una y media de la madrugada, y luego hay atracciones durante hora y media. Como le digo, el coro tiene su gancho y Ángel Pavlovsky es único, con esa maravillosa habilidad que tiene y sus seis o siete números. Seguro que nunca ha visto tantas plumas de avestruz. He visto cantidad de travestís en los clubes madrileños, yendo de servicio, claro, algunos de ellos operados incluso y que enseñan al público el conejo recién instalado, pero Pavlovsky es totalmente distinto. Es el único transformista que tiene pelo en el pecho y que no se molesta en moverse como una mujer. Esto es lo divertido. No tendría nada de extraño que un periodista saliese del Sindicato de Prensa, que está al lado mismo, y entrara a tomarse unas copas con su amiga. Es más bien caro, a seiscientas pesetas por cabeza los sábados por la noche, con derecho a una sola consumición.

Bernal detestaba el ruido y el humo de los clubes y las discotecas y no iba nunca a ninguno, pero Ángel solía darle unas descripciones tan vivas que ni siquiera tenía necesidad de hacerlo.

—Si le viste dos veces con la misma chica, es probable que se trate de una amiga habitual. Seguramente daremos con ella en cuanto Paco y yo nos metamos de lleno en las cosas de Santos. Echa una ojeada al informe de las huellas.

Paco y Elena volvían en aquel momento y Bernal llamó al primero:

—Vete a la agencia en que trabajaba Santos y pregunta por el Director. Sería conveniente que fueras ahora mismo y descubrieras en qué asuntos andaba. Tal vez des con algo relacionado con el suicidio, porque eso es lo que parece. Yo me dejaré caer por la comisaría del Retiro y haré que el inspector Martín me lleve al piso de Santos. Usted, Elena, podría venir por cuenta propia para servirme de secretaria. No utilice ningún coche oficial; no quiero que utilice ninguno por ahora ni que la vean en público con Paco o conmigo. Puede salir con Ángel, naturalmente, puesto que los dos figuran como de Gobernación. Tendrá que enseñar su carnet al policía de la puerta del piso, claro, pero utilice el del Ministerio. Tendrá tiempo de leer el informe de las huellas antes de salir porque yo iré por Fernanflor, y no estaría mal que me llevara uno de los Seat 131 para impresionar a los de la comisaría. Ángel, quiero que husmees en los bares donde suelan ir los periodistas y descubras qué amigos tenía Santos. Puedes contactar con Paco, pero espero que conozcas a un buen puñado sin ayuda de nadie.

—Cantidad, jefe.

—Muy bien; nos reuniremos aquí entre las doce y media y la una. Paco, búscame un chófer.

Diez y media de la mañana

Mientras bajaba tranquilamente por la Carrera de San Jerónimo, Bernal ensayaba lo que les diría más tarde a los padres de Santos, a quienes se había hecho venir de Santander, donde el padre tenía una pequeña óptica, aunque estaba ya medio jubilado. Se les había informado de la muerte del hijo por mediación de la policía local y se les había pedido que fueran a Madrid para proceder a la identificación oficial. Estarían tan ansiosos como Bernal por saber los motivos de la muerte, pero sería un encuentro difícil. Detestaba los interrogatorios en familia cuando había estallado una tragedia y se esforzaría por descubrir antes cuanto pudiera entre los papeles y pertenencias del difunto para que fuera poco más que una formalidad. En cualquier caso, le decía su experiencia, los padres sabían pocas veces la vida que llevaban los hijos y casi nada de sus sentimientos, sobre todo cuando vivían lejos unos de otros.

El Seat se detuvo ante la comisaría del Retiro y Bernal entró en busca del inspector Martín. Siempre se cuidaba de hacer que el inspector de distrito, bajo su encubierta supervisión, quedase encargado de todos los pormenores de la investigación, motivo por el que, según suponía, se le apreciaba en las comisarías.

Sabía Bernal que muchos de sus colegas de idéntico rango, oficialmente equivalente al de un teniente general del ejército, comenzaban aquellos casos entre brusquedades y trataban sin miramiento a los policías de barrio, como si fueran palurdos. Bernal pensaba que Martín había hecho bien en llamar a la DGS en el acto, sin tocar nada ni entrar siquiera en el piso, ya que su breve charla con el conserje le había hecho intuir que podía haber importantes implicaciones en la muerte de un periodista, más allá de lo meramente personal. Había esperado tener a alguien como Martín para cubrir el puesto vacante de su grupo, pero los de Personal, infinitamente sabios, le habían mandado a la señorita Fernández. Pues muy bien: sería una mujer útil en pocos meses, y si a la postre sabía redactar y mecanografiar informes, cosa muy probable una vez que aprendiera la jerga, le ahorraría un sinfín de papeleo administrativo; porque en cuanto a utilizarle mucho en el campo de operaciones… habría que hablar de aquello.

Martín le saludó con muestras de respeto y le preguntó a quién debía llevar.

—Bastará un número para que vigile la puerta. No nos interesa que los vecinos se fijen demasiado.

Partieron en el Seat, cruzaron el Paseo del Prado por Neptuno y siguieron por Felipe IV hasta pasar el edificio de la Real Academia. Bernal le dijo al chófer que les dejara en la esquina, que estacionara el vehículo luego en una calle cercana y que esperase las órdenes del inspector Martín.

—Creo que será mejor mantener el caso un poco a cubierto hasta saber qué terreno pisamos —le dijo a Martín.

—Sí, jefe. Es posible que haya liebre política por medio.

Bernal sabía que Martín era profesionalista como él, no un militarista, y pasaba en seguida todos los casos políticos a la veterana Brigada Social, cuya situación en aquel momento era ambigua y su porvenir más que dudoso. Mientras recorrían los últimos metros de Alfonso XII, Bernal le dijo al gris que les acompañaba que se adelantara para avisar al conserje. Ya en la puerta, el excombatiente les saludó cortésmente y con manifiesto y vehemente deseo de serles útil les acompañó en el ascensor, cuya cabina se había modernizado y electrificado, aunque el hueco y las puertas de cada rellano todavía ostentaban rasgos de opulencia isabelina. En realidad, todo el edificio había pertenecido a la alta burguesía desde que se construyera hasta el presente: era un conjunto de elegantes pisos para médicos, consejeros de sociedades y altos cargos de la administración pública. No había allí olor de comida rancia ni de basura, pensaba Bernal, sólo una entrada en perfecto estado y escaleras de mármol blanco, lámparas de bronce en las paredes y puertas macizas de brillante caoba. Salieron en el séptimo para subir andando los últimos peldaños que les separaban del ático. Las viejas buhardillas de debajo del tejado sin duda habían albergado antiguamente a los criados o a los cocheros, de quienes se había esperado se las apañasen sin ascensor.

Martín revisó los sellos oficiales de la puerta: seguían intactos y cortó los alambres con unas pequeñas tijeras de bolsillo. El conserje aportó la llave y entraron en el estudio. Bernal se sorprendió al ver los tapices y óleos a la luz de la mañana; eran antiguos y buenos. Los tres tapices más pequeños le recordaban los grandes que había visto en El Prado, tejidos en la Tapicería Real según cartones de Goya; los dibujos originales podían verse todavía, imagen refleja de los tapices, en El Escorial. El óleo grande de la dama con una flor azul y sentada a una mesa con un frutero parecía un retrato de familia, tal vez pintado en los años treinta. Había cierta cantidad de lienzos apoyados en la pared, en su mayoría bodegones, y, sesgado en un caballete, el retrato inacabado de una joven de pelo castaño. La mesa que había junto a la ventana por la que había salido Santos estaba llena de pinceles y tubos de pintura. Bernal echó un rápido vistazo al resto de la estancia: un sofá con almohadones de seda roja en un rincón, una mesita de café con tablero de vidrio, un aparador con una serie de fuentes antiguas de Talavera, Toledo y Manises, algunas sillas doradas —imitaciones buenas y bien escogidas—, una mesa redonda de comedor, un buró antiguo con la persiana bajada y poniendo al descubierto una serie de cajones policromados, un gran escritorio sobredorado. En conjunto, el pied-a-terre de alguien con dinero, gusto y sentido del estilo.

Bernal miraba con insistencia el escritorio.

—¿Ve algo distinto desde que estuvo aquí anoche? —preguntó a Martín.

La mirada de éste repasó la estancia con minuciosidad. Al percatarse de dónde miraba Bernal, se acercó al escritorio sin tocarlo. Vio un pedazo de papel que sobresalía de uno de los cajones inferiores y, debajo, un sobre apenas visible en el tapete de seda china.

—Comisario, creo que el escritorio no estaba tan desordenado. ¿Habrán sido los expertos de Prieto?

—Su especialidad no es abrir cajones, a no ser que se lo encarguemos expresamente. Puede ver dónde han barrido el polvo de contraste y en ese cajón no hay nada apreciable. Vaya a mirar las puertas y ventanas sin tocar nada.

Martín volvió con aire alicaído.

—Alguien ha estado aquí esta noche, jefe. No cabe la menor duda. La puerta de la despensa que da a la azotea se ha forzado con una palanqueta. Inspeccioné el pestillo de dentro antes de irme.

—No toque el teléfono, pero vaya a la portería y dígale a Prieto que venga en seguida, y que se traiga a todo el equipo también. Hay que llegar al fondo de este asunto.

Once de la mañana

Mientras esperaba la vuelta de Martín, Bernal examinó el escritorio con mayor detenimiento. Había encima una máquina de escribir eléctrica, una IBM cara, último modelo autorrectificador, sin duda un capricho profesional de Santos. Alrededor había borradores de artículos y libros de consulta, revueltos y en confusión: tratándose de un periodista o un escritor era imposible decir si aquellos objetos los había tocado un intruso o si era el mismo usuario quien los había dejado en desorden. No había papel en la máquina de escribir y estaba desenchufada de la toma eléctrica de la pared. Examinó el suelo sin acercarse demasiado. Recordaba el axioma de Edmond Locard: el intruso suele dejar un rastro de su presencia (acaso un pelo de la cabeza o un fragmento de ropa prendido en un objeto) al tiempo que suele llevarse algo del lugar sin darse cuenta (polvo en los zapatos, algún rasguño de pintura de la pared, circunstancia esta última más probable en lugares como Francia o España, donde la pintura de las paredes seguía basándose en las soluciones acuosas). Pero Bernal no esperaba gran cosa de aquella estancia; quizás el equipo técnico de Varga encontrara algo en la puerta forzada que daba a la azotea.

Se deslizó con ligereza por el cuarto de baño, observando el estado de las toallas y el despliegue de artículos cosméticos en el estante. Santos no se había privado casi de nada: un atomizador de Pour Homme de Yves Saint-Laurent, junto con un frasco de loción para después del afeitado de la misma casa parisina; una maquinilla eléctrica Remington de tamaño grande; una maquinilla de seguridad Wilkinson, del tipo de cuello de cisne; crema de afeitar Fabergé; champú anticaspa ZP 11; un secador de pelo marca Philips; talco y sales de baño Badedas; crema Nivea Sunfilta; en pocas palabras, casi todo lo que un hombre moderno necesitaba. El baño daba a una cocina con alacena: una distribución extraña, pero la única práctica, habida cuenta de la situación del ático. No había allí más que un tragaluz, pero la puerta del fondo estaba entornada y daba a una azotea de conformación singular, empotrada entre los sobresalientes tejados de la casa. Desde allí se disfrutaba de una inmejorable vista de la iglesia de los Jerónimos y la cuesta de la Carrera de San Jerónimo, que se prolongaba más allá del edificio de las Cortes, con el Hotel Palace situado en un ángulo de la plaza de Cánovas del Castillo, o de Neptuno, como todo el mundo la llamaba por la elegante fuente de la época de Carlos III que ostentaba a este dios en el centro.

Como Martín antes que él, Bernal distinguió las señales de la palanqueta que se había empleado para forzar la puerta de la azotea y le pareció un buen trabajo. Apenas se había tocado el marco o el canto de la puerta y no se veía ninguna otra señal. Cuidando de no tocar nada, salió a la azotea, donde vio tres sillas plegables cubiertas por un tejido plástico con flores estampadas, una mesa metálica y un pequeño toldo de color naranja, sujeto a los aleros. Comprendió inmediatamente que cualquier intruso habría tenido que saltar el muro que separaba la azotea de la casa contigua; no habría podido venir de abajo a causa de la excesiva proyección de los aleros. Cuando volvió con parsimonia al estudio, llamó al policía de la puerta.

—¿Qué pasa con el inspector Martín?

—Me parece que ya sube. Acabo de oírle hablar con el conserje en el vestíbulo.

Empezó a oírse el ruido de subida del pesado ascensor y apareció Martín.

—Jefe, Prieto y Varga están en camino. Le dije a Prieto que viniera en el acto; Varga tardará media hora.

—Bien por usted. Mientras esperamos, iremos a la casa de al lado para ver cómo llegó el intruso a la azotea contigua.

—Ya pensé en eso y he telefoneado para que viniera otro número, en caso de que lo necesitásemos en la casa de al lado. Fui a hablar con el conserje de esa casa y dice que los inquilinos del ático están de vacaciones en Canarias. Se trata de un directivo de banco, ya jubilado, y su mujer, y no están mucho tiempo en Madrid. Con frecuencia pasan temporadas con sus hijos. ¿He obrado bien?

—Por supuesto. Vamos a echar un vistazo. ¿Tiene llave el conserje?

—Sí, y le dije que no se moviera del vestíbulo hasta que apareciésemos nosotros.

Antes de entrar en el ascensor, Bernal le dijo al número que una tal señorita Fernández, «secretaria» suya, llegaría dentro de poco:

—Que espere en el rellano hasta que yo vuelva.

—Entendido, jefe —dijo el gris, un sujeto fornido de mediana edad.

Bernal esperaba que Elena recordase su papel y no quisiese hacer valer la jerarquía ante el número.

La casa de al lado se parecía mucho a la que acababan de dejar, construida asimismo a fines del siglo diecinueve. El conserje resultó ser un joven cojo y agradable que se apresuró a abrirles la puerta del ascensor y a subir con ellos hasta el último piso. Mientras ascendían, Bernal le preguntó acerca de la seguridad de la finca por las noches.

—Bueno, yo vigilo a todo el que entra y sale hasta las diez y media de la noche, que es cuando cierro la puerta de la calle. Todos los inquilinos tienen llave y creo que todos cierran después de entrar o salir. Algunos viejos se han quejado de la dureza de la cerradura y la semana pasada llamé a un cerrajero para que la aligerase. Aun así, algunas noches en que saco a pasear al perro, me encuentro la puerta abierta.

—O sea que, si un inquilino se la dejó abierta anoche, cualquier extraño pudo haber entrado, ¿no?

—Bueno, a lo mejor, pero ahora ya no va tan dura y se puede cerrar. Claro, no queremos que entren parejas y vagabundos a hacer sus asuntos en la escalera.

Bernal pensó en otro detalle.

—¿Estuviste en la portería anoche, sin salir, digamos… entre las nueve y las diez y media?

—Sí, y hasta cené en la mesa que tengo detrás de la puerta, y no vi que entrara o saliera ningún desconocido.

—Y esta mañana, ¿a qué hora has abierto?

—A las siete y media. A esa hora me pongo a limpiar las baldosas del vestíbulo y las escaleras. Luego fui a la panadería de la esquina a comprar unos bollos para el desayuno, pero mi mujer se queda al tanto del portal. No me dijo que hubiera visto nada anormal.

—El inspector Martín hablará con ella después.

El ascensor llegó al séptimo y subieron andando el tramo de escalera que les separaba del ático. La puerta parecía firmemente cerrada, pero Bernal cogió la llave de Martín y la envolvió en un pañuelo antes de introducirla en la cerradura. Indicó a su colega cierta cantidad de arañazos alrededor de ésta, así como algunos ligeros rastros de grafito, que delataban el uso de una llave falsa o ganzúa, y acto seguido abrió con cuidado. Habían echado dos vueltas a la llave. Dijo al conserje que se quedara en el umbral sin tocar nada y los agentes entraron en el piso en sombras. Las sillas estaban cubiertas por una película de polvo y las contraventanas estaban cerradas. Sirviéndose otra vez del pañuelo, Bernal encendió la luz. Los dos hombres comprobaron que la disposición de aquel estudio era idéntica al de la finca de al lado y que no parecía que se hubiera tocado nada. Pasaron del baño a la despensa y no vieron nada anormal: los dos cerrojos de la puerta que daba a la azotea estaban bien echados.

—No podemos abrir hasta que llegue Prieto y se ponga a buscar huellas —dijo Bernal—. Volvamos y esperémosle allí. Si ha llegado ya el otro número, lo enviaremos aquí para que vigile la puerta. Parece que no ha entrado nadie, pero será mejor avisar a los inquilinos para que vuelvan y lo comprueben ellos mismos si quieren.

Once y media de la mañana

De vuelta en el piso de Santos, se encontraron con que Prieto y su ayudante preparaban ya el instrumental para la detección de huellas y la cámara fija, y la señorita Fernández aguardaba en el pequeño recibidor.

—Comisario, ha llegado su secretaria —dijo el gris de la puerta.

Bernal comprobó con satisfacción que la inspectora había desempeñado su papel hasta el último detalle y dijo:

—No hace falta tomar notas por el momento, señorita, pero puede quedarse y memorizar cuanto comentemos.

—De acuerdo, comisario.

Martín se preguntó si era aquél el nuevo método de trabajo en la DGS central; jamás había oído que un agente investigador llevara consigo una secretaria. Observó detenidamente a la señorita Fernández y a Bernal; ¿no estarían liados? El viejo Caudillo tenía todavía un aire bastante gallardo. Contuvo, sin embargo, cualquier comentario.

—¿Qué más hay que espolvorear, jefe? —dijo Prieto.

—Hubo un forzamiento después de que os fuerais anoche —dijo Bernal—. Quiero que examinéis los cajones del escritorio y el cerrojo de la puerta de la azotea. Aunque lo más seguro es que los intrusos llevaran guantes. Por lo menos sabremos dónde rebuscaron.

—Y más, jefe. Estamos capacitados ya para descubrir las huellas de los guantes, gracias a la impresión de la fibra que dejan, pero, claro, hay que encontrar el par concreto que se haya utilizado. Tenemos un archivo de huellas de guantes sin identificar, procedentes de diversos forzamientos, o sea que estamos en situación de decir si se utilizó el mismo par en dos trabajos distintos.

Prieto se puso a derramar el polvo gris sobre los bordes y caras de los cajones del escritorio. Bernal sabía que empleaban ya un polvo universal tanto para las huellas manifiestas como para las latentes, y que Prieto pediría luego que se apagaran las luces para analizar las zonas sospechosas con el proyector de rayos ultravioleta.

—Me parece que hay manchas nuevas, jefe. Pero ya compararemos las fotos. ¿Puedo abrir los cajones?

—Sí, porque tendrás que comprobar algunos papeles de dentro. Sin duda buscaban algún documento que el periodista ocultaba o estaba preparando. ¿Crees que falta algo?

—Es difícil asegurarlo con este revoltijo. Habrá que fijarse en la posición de los papeles antes de espolvorearlos, pero sacaré algunas fotos para usted. Esto es cosa de Varga en realidad, pero así ganamos tiempo…

—Gracias, Prieto. Martín y yo miraremos en las estanterías mientras tú te encargas del escritorio. No tocaremos los libros hasta que hayas trabajado con ellos. Después, me temo que tendremos que ir a la casa de aquí al lado para buscar huellas en la entrada y en la puerta de la azotea. Pienso que tuvieron que entrar por ahí.

La estantería, de puerta de vidrio, contenía cierta variedad de lecturas: traducciones de bolsillo de novelas policíacas inglesas y norteamericanas, unos cuantos volúmenes de poesía moderna, Cernuda, Alberti y Miguel Hernández, buena cantidad de libros sobre política y sociología, algunos en inglés y francés, y libros de consulta: refranes, citas, y un ejemplar del Who’s Who in Spain.

—Los utilizaría en buena medida para trabajar.

—Sí, jefe. Y en pequeña medida para sus lecturas ligeras —Martín señaló unos cuantos volúmenes de pornografía blanda, editados en París.

—Haremos que Prieto compruebe si alguien ha tocado la estantería. A veces se esconden papeles en los libros o detrás de ellos.

La señorita Fernández les seguía en silencio, aunque Bernal se dio cuenta de que se fijaba en todo. Confiaba en que no quisiese brillar demasiado en su primer caso.

El equipo técnico llegó por fin y Varga saludó a Bernal con cordialidad. Para el jefe del equipo, Bernal era uno de los pocos comisarios para los que le gustaba trabajar: una atención de un profesional para con otro profesional. Varga parecía el típico artesano español: bajo, gordo, anchas espaldas, pelo negro y rizado, frente despejada y manos gruesas de trabajador. También llevaba consigo un ayudante joven, así como un fotógrafo, que se pusieron a preparar el instrumental.

—Varga, tendrás que esperar a que Prieto haya sacado sus fotos ultravioleta; entonces quiero que mires especialmente en el escritorio, la librería y la ventana abierta. Aunque puedes hacer antes una inspección visual de la puerta de la azotea. Recuerda que Prieto no ha aplicado todavía los polvos.

—Vale, jefe. ¿Cree que ha sido un trabajo profesional?

—Estoy seguro. Quizás alguien que buscase papeles o documentos comprometedores. No parece que hayan robado nada de valor. Y es demasiada coincidencia que haya habido un allanamiento en la casa de un suicida el mismo día de la tragedia y sin que tenga nada que ver con ella.

—Pienso lo mismo, jefe. A ver si le encontramos algo. Ya sabe que siempre me gusta echarle una mano.

Prieto pidió entonces que se apagasen las luces e hizo fotos de los cajones del escritorio y de los papeles que había dentro. El brillo siniestro y grisazulado del foco revelaba cierta cantidad de huellas bien patentes, de un perfil azul bien definido, en el escritorio.

—Esas huellas ya las vimos anoche —dijo Prieto—. Pero me preocupan esas manchas que no recuerdo haber visto ayer.

Una vez hubieron registrado las huellas más escondidas, comenzó Varga su trabajo.

—Será mejor que esperéis en el rellano. Vamos a tomar muestras de polvo con el aspirador por ciertas zonas de la estancia, aunque ya lo habéis estropeado todo con tanto entrar y salir, y tanto polvo para las huellas —lanzó una mirada a Prieto, su mortal enemigo en todas las investigaciones.

Bernal dijo que él esperaría en la azotea con Martín y la señorita Fernández, y que saldrían por la puerta forzada y examinarían la parte superior del muro enjalbegado.

—¡Comisario —exclamó Elena—, aquí hay huellas de pies! El geranio de la maceta está tronchado y se ha derramado un poco de tierra.

—Es posible que Varga sepa sacar partido de esto, aunque la llovizna de anoche lo habrá dejado todo muy confuso —dijo Bernal sombríamente—. El individuo saltó al parecer con gran facilidad y luego se sirvió de una palanqueta. Pero ¿por qué? ¿Qué tendría Santos o en qué estaría trabajando para que nuestro intruso corriese el riesgo? ¿Qué dice usted, Martín?

—Bueno, que puede tratarse de asuntos comerciales, políticos o delictivos, algo relacionado con su trabajo. Tal vez personales, un chantaje, por ejemplo, o un delito menor de carácter financiero o sexual y cuyas pruebas inculpadoras se escondiesen aquí. Porque no sabemos si se encontró lo que se buscaba, ¿verdad?

Bernal meditó un momento y luego dijo:

—No creo que consigamos aquí nada más, salvo alguna lista de amigos y la correspondencia y los papeles privados. Tendremos que aferrarnos al otro cabo, su trabajo y sus contactos. A menos que encontremos algo inesperado, claro.

Cuando volvieron, Varga inspeccionaba ya las huellas que la palanqueta había dejado en la puerta.

—Comisario, puedo sacar un molde de plasticina y compararlo con nuestro pequeño archivo de muescas producidas por herramientas. Si el responsable ha hecho otro trabajo con el mismo utensilio en los últimos cuatro años, seguramente lo tendremos registrado.

—Por lo menos nos dará una idea de su especialidad delictiva —dijo Bernal—. No parece ser el robo de cosas de valor…

El ayudante de Varga, un estudioso joven con gafas, se dirigió a ellos a todo correr y dijo:

—¡Jefe, he encontrado un par de manchas de sangre!

Fueron con él hasta la ventana del estudio, el joven se inclinó y señaló dos pequeños rastros, en forma de signo de admiración, en las tejas rojas del techo inclinado. Varga tomó una lupa y las examinó.

—Ya. Los puntos están en la parte exterior —dijo—, lo que demuestra que cayeron con cierta velocidad de un cuerpo u objeto que se movía en ese sentido. Pero, como usted sabe, comisario, no indican necesariamente la dirección en que la persona herida se movía, ya que ésta puede haber sacudido los brazos o las piernas en sentido contrario al inicial. Lo indudable es que nuestro hombre sangraba mientras cruzaba la ventana a toda velocidad.

Bernal se estrujó la memoria en busca del capítulo sobre manchas de sangre del manual oficial.

—Las salpicaduras vienen a señalar que la sangre cayó desde una distancia de un metro o más, ¿no?

—O un movimiento muy rápido —dijo Varga—. Si procedieran del cuello o la cabeza, por ejemplo, de una persona herida e inmóvil, serían gotas redondas y los dientes e irregularidades del perfil indicarían la distancia, a menos que ésta fuera de dos y medio o tres metros, en cuyo caso caerían como una rociadura. Estos signos de admiración largos y estrechos revelan un movimiento rápido, aunque es difícil precisar la distancia de la caída. Tendría que haber más manchas en las tejas, pero la llovizna de anoche las limpió sin duda. Si mi brillante amigo ha descubierto esas dos es porque las protegió la proyección del antepecho. Es lógico que no se vieran ayer por la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer.

Aquel descubrimiento alteró los planes de Bernal.

—Quiero que toméis fotos y os llevéis muestras para comparar el grupo sanguíneo con el del muerto. Quiero hablar otra vez con Peláez. Necesitamos que un patólogo nos dé una imagen de conjunto.

Mediodía

De vuelta en el despacho, Bernal escuchó lo que Navarro había averiguado en la agencia de prensa donde Santos trabajaba y comprobó lo que había sacado Ángel en claro. Le había dicho a Elena que fuera en taxi mientras él dejaba a Martín en la comisaría del barrio. Habían dejado a un número en ambos áticos; no querían más intrusos inesperados: ya se habían complicado bastante las cosas. Martín dirigiría por la tarde una inspección en regla del piso, una vez que el equipo de Varga hubiera terminado el trabajo técnico. Llamó a Elena y le pidió que encargara seis cafés, ya que esperaba a Peláez, que sin duda se pondría a refunfuñar por separarle de su último cadáver.

Bernal vio en su escritorio un sobre oficial que parecía proceder de la Secretaría del Ministerio. Lo abrió y vio una nota escrita por uno de los directores generales: ¿Sería usted tan amable de llamar antes de la una treinta e informarnos del estado de sus investigaciones sobre la muerte del periodista Raúl Santos? Por supuesto que lo haría, aunque se preguntó a quién se refería aquel «nos». ¿O se trataba de un plural mayestático? Era sorprendente hasta qué punto sucumbían aquellos políticos de poca talla a la folie de grandeur. ¿Y por qué aquel repentino interés en el caso de Santos? Por supuesto que comprobaban los informes cotidianos en los elegantes despachos que daban a la Puerta del Sol, tal vez notasen un posible tufillo político en aquel caso, precisamente en el momento en que el Gobierno estaba metido en la legalización de los partidos y en el desmantelamiento del Movimiento Nacional franquista, pero ¿sabrían ellos algo qué él ignoraba? Urgía una reunión con la plana mayor de su equipo.

Elena entró con andares elegantes.

—Ya viene el café, jefe. Es un caso fascinante. Dicen los manuales que cuando hay una caída desde cierta altura es siempre muy difícil distinguir entre el accidente, el suicidio y el asesinato. ¡Pero aquellas manchas de sangre! ¡Y la puerta forzada! ¿No sugieren que se trata de un asesinato?

—Por eso tenemos que hablar otra vez con Peláez, el patólogo, señorita —recordó inmediatamente que tenía que esforzarse por llamarla Elena—. Si alguien dio un tajo en la parte derecha del cuello de Santos en la ventana y luego lo tiró de un empujón, ¿no habría más manchas de sangre en el piso?

Elena meditó aquello con atención.

—No, si le pincharon con la parte superior del cuerpo fuera de la ventana.

—¡Magnífico, Elena! Bien razonado, pero ha hablado usted en plural. ¿Cabe pensar en más de un asaltante?

—No necesariamente, si el asaltante solitario le hizo una llave con la izquierda, pongamos por caso, y luego, con la derecha, se sirvió de un cuchillo o una navaja de afeitar. Pero el marco de la ventana es muy estrecho.

—Y cuando le hubo cortado la garganta a Santos, ¿cómo pudo empujarlo sin que se le cayera el arma o sin dejar manchas de sangre en dicho marco y en el suelo?

—Entiendo. Es posible que hubiera un segundo hombre sujetando a Santos de los pies, por ejemplo, y que fuera ése quien lo alzó y lo empujó cuando el otro hubo dado el tajo.

Bernal se admiró de la sangre fría de la mujer mientras analizaba aquellas siniestras posibilidades.

—Pero al menos uno de ellos, Elena, habría tenido que mancharse de sangre las manos, tal vez la cara y la ropa también, por no hablar del arma. ¿Cómo salió sin que nadie advirtiera nada o sin dejar ningún rastro? Pues ni en el baño ni en la pileta de la despensa había señales de que allí se hubiera limpiado sangre nadie. Y esto en el supuesto de que dicho asaltante saliera por la puerta y bajara por las escaleras e incluso en el ascensor.

—¿Y si salió por la azotea y el piso de al lado? La lluvia habría borrado las señales.

—¿Y pudo aherrojar por dentro la puerta de la azotea del piso de Santos al salir? Nos sería de mucha ayuda que telefonease usted al Observatorio Meteorológico del Retiro para ver si saben a qué hora llovió anoche.

—Volando, jefe —los ojos le brillaban de entusiasmo ante aquella primera misión concreta que se le encargaba en todo el caso.

Bernal consideró que por el momento no diría nada a sus hombres sobre la petición de la subsecretaría. Esperaría a ver hasta dónde querían conocer los hechos. Navarro llegó en aquel momento y dejó el abrigo en el despacho exterior.

—Traigo información, jefe. El patrón de Santos dice que era un tipo simpático. Se quedó asombrado al enterarse de la caída y jura que Raúl Santos sería la última persona en el mundo que se suicidaría. Trabajaba principalmente haciendo crónicas del mundo del espectáculo y gente del cine, y de vez en cuando algún que otro artículo sobre políticos y cosas por el estilo. La agencia vendía los trabajos a varios periódicos y revistas nacionales y locales. Dice que no cree que Santos estuviera investigando nada escandaloso, aunque era un lobo solitario y solía meter las narices en asuntos que no se le habían encargado. Me dio los últimos originales que Santos había entregado, eché una mirada a su mesa de trabajo y me traje la correspondencia y los pocos libros de consulta que había allí —llevaba, en efecto, un maletín y lo abrió sobre el escritorio de Bernal—. Ya verá que algunos de los libros de consulta tienen señalizadores en varias páginas. Sería conveniente mirar con atención el contenido de esas páginas. Le dije al jefe de la agencia que no mencionara a nadie la muerte de Santos por el momento, aunque va a ser difícil mantener el secreto durante mucho tiempo.

—Tanto como podamos, Paco. Cada vez parece más un asesinato —informó a Navarro de los rastros de sangre que había encontrado el ayudante de Varga, así como de los detalles del forzamiento—. Parece un asunto político, o un caso de venganza privada, o un chantaje, o algo parecido. ¿Crees que Santos puede haber sido un chantajista? Parece que vivía muy bien. ¿Cuánto cobraba?

—Treinta y cinco mil al mes, más los artículos extra.

—Vivía por encima de sus medios, en tal caso, si eso es todo lo que ganaba. Tendremos que mirar primero todas las pruebas documentales. Mientras tanto, dile al agente de guardia que en tanto no avancemos con este caso no nos pase ningún otro. Hay muchos de los demás grupos con el culo bien tranquilo u holgazaneando en el bar —Bernal miró por la ventana de mal humor.

Elena entró con prisas y con cara de traer alguna noticia importante.

—Comisario, el observatorio dice que sólo hubo una llovizna entre la una y veinte y las dos y cuarenta y tres minutos de la madrugada; en total… —miró sus notas— cero coma veintitrés litros por metro cuadrado.

—Lo que nos revela que el allanamiento ocurrió antes de la una y veinte, ya que la lluvia limpió en parte las huellas de pies en el muro de la azotea. Pero no sabemos en qué momento antes. Tendremos que volver a charlar con el conserje cojo. Al fin y al cabo, los intrusos pudieron haber entrado en el ático contiguo a cualquier hora de ayer, aun cuando no forzaran el de Santos hasta después de que Martín sellara la puerta a las nueve y cuarto de la noche. Quizá nos estuvieron espiando y todo hasta vernos salir, en espera de que lo enfocáramos al principio como un suicidio y no lo investigáramos tan a fondo como un homicidio. Pero ¿eran tales intrusos, fuera uno o fueran más, los mismos que lo mataron o distintos? He aquí el problema. Toda la investigación forense se vuelve nula si hubo dos grupos distintos, primero los asesinos, luego los escaladores.

Navarro le interrumpió:

—¿No es más lógico que fueran los mismos? Si los escaladores eran otros, ¿cómo sabían lo del asesinato?

Bernal vaciló antes de contestar.

—Sólo por haber presenciado la escena del presunto suicidio o por haber encontrado la casa después llena de agentes nuestros. Es posible que esto distrajera al conserje joven de la casa de al lado mientras los escaladores subían al ático de esa casa —Bernal pensó en una tercera posibilidad, pero no la expuso en voz alta: que podían haber leído el informe policial en la sección de accidentes de la DGS o escuchado la emisión radiofónica de la policía.

Navarro prosiguió:

—Los primeros asaltantes no forzaron la puerta de Santos. Por tanto, o tenían una llave o él mismo les invitó a pasar. Hoy en día hay mucha gente que no abre a los desconocidos sin observarles por la mirilla y preguntar qué quieren. O Santos los reconoció o quedó satisfecho con sus explicaciones. Ahora bien, ¿cómo salieron sin tocar nada, ni siquiera con guantes, la parte interior de la puerta? El primer informe de Prieto decía que sólo las huellas del conserje estaban sobre las de Santos y sin duda tocó la puerta cuando se la abrió a usted y a Martín tras la caída del periodista.

Bernal meditó un momento y entonces preguntó a Paco y a Elena:

—¿Os habéis preguntado a propósito de la doble vuelta de llave en la cerradura? ¿Por qué el propietario o el inquilino de un piso tendría que entrar por la única puerta de que dispone, cerrarla y luego meter la llave en la cerradura para dar dos vueltas cuándo tenía un buen cerrojo que pudo echar pero no echó?

—Lo hace mucha gente, comisario —dijo Elena—, para evitar que los ladrones la abran con una tira de plástico o un carnet cualquiera, cosa tan corriente en estos días. Mi padre insiste siempre en que echemos la llave.

—Pero ¿cuándo se entra o cuándo se sale? —preguntó Bernal.

—Bueno, siempre cuando se sale y se deja la casa vacía, claro. Y por la noche, pero en este caso el último que entra pasa también el cerrojo.

—Exacto —dijo Bernal— y si uno vive solo y da dos vueltas de llave por dentro, lo más lógico es dejar la llave puesta (recordemos que es una sólida puerta de caoba) o bien pasar simplemente el cerrojo.

—A lo mejor necesitaba el llavero para abrir otra cosa, tal vez el escritorio —dijo Paco.

—Sí, por supuesto, pero los dos habéis olvidado que el llavero de Santos se encontró en el bolsillo del pantalón que llevaba cuando cayó. Ahora bien: a menos que los asaltantes se hubieran procurado antes un duplicado, cosa improbable estando vivo Santos, ¿cómo pudieron haber dado dos vueltas de llave cuando se marcharon? Sabemos que no salieron por la despensa y la puerta que da a la azotea porque el cerrojo estaba pasado por dentro. Debían de tener otra llave del piso, que sin duda introdujeron en la cerradura para no tocar las huellas de Santos. Luego, para escapar después del asesinato, se limitaron a girar la llave y abrir la puerta. Una vez en el rellano, no tuvieron más que volver a introducir la llave con cuidado, cerrar ayudándose de ella y luego dar dos vueltas de derecha a izquierda. Por este medio esperaban que pensásemos que Santos se había encerrado antes de tirarse. Lo que me preocupa es la segunda parte. Uno de los asaltantes, y me inclino a pensar que eran dos por lo menos, tal vez se manchara de sangre el brazo y la mano derecha, en el caso de que no sea zurdo (y el tajo en el cuello de Santos lo corrobora); y además, llevaba encima un arma blanca manchada asimismo. ¿Cómo salió del edificio sin dejar rastro o sin que nadie lo advirtiera? Claro que pudo haber contribuido a ello la gente que se apelotonó en la puerta antes de que llegara la policía, pero tuvo que ser un riesgo enorme.

Elena le interrumpió:

—¿No entrarían en otro piso de la misma finca y se lavaron antes de irse?

—Ya he pensado en eso y tendremos que pedirle a Martín que investigue los otros quince pisos. Aunque habrá que ir despacio, porque casi todos los inquilinos están de vacaciones. No podemos forzarles la cerradura y lo más probable es que no vuelvan hasta el Domingo de Resurrección o el Lunes de Pascua como máximo.

Doce y media de la tarde

Peláez y Ángel llegaron juntos en aquel momento, el segundo ardiendo en palpables deseos de decirle algo a Bernal. Pero Peláez entró primero y dijo:

—En cuanto recibí la llamada, volví al depósito de cadáveres y eché un nuevo vistazo a nuestro amigo. Sé lo que vas a preguntarme, Bernal. La incisión del cuello pudo haberla causado una hoja, posiblemente una navaja de afeitar, puesto que hay señales de que comenzó debajo y a la derecha de la barbilla y siguió con rapidez alrededor del cuello, cortando la carótida. Hay contusiones a ambos lados, sin embargo, que al principio sugirieron un golpe con un objeto estrecho y cortante durante la caída; tal vez el borde de la barandilla de un balcón, aunque en la herida no hay rastros de herrumbre o pintura. Recuerda que es difícil saber la dirección del corte si el borde cortante está limpio.

—¿Podría haber causado las contusiones un apretón manual ejecutado antes del corte? —preguntó Bernal.

—Ah, ya veo adónde quieres ir a parar. Por desgracia, la caída se dio casi al mismo tiempo que la incisión y las contusiones. No hay huellas dactilares en éstas, como tampoco rastro alguno de objeto estrangulador. Me atrevo a decir, sin embargo, que tu hipótesis no carece de fundamento. Un asaltante habría podido empujarlo hasta la ventana, apretándole el cuello con el borde de la mano izquierda enguantada, como en un golpe de kárate, sacar luego una navaja de afeitar o una navaja automática larga con la derecha y haberle cortado entonces desde abajo, hacia la mano que apretaba. Cabe la posibilidad. ¿No ha encontrado Varga manchas de sangre? Tuvo que haber mucha sangre a menos que un segundo asaltante sujetase las piernas y brazos de Santos, mientras lo empujaba hacia el exterior.

—Uno de los hombres de Varga encontró dos gotas pequeñas, al otro lado del antepecho de la ventana. Por desgracia, la lluvia que cayó por la noche limpió el tejado y la barandilla de los balcones inferiores. La calle estaba llena de sangre, claro, en parte de la calzada y sobre todo en la cuneta. Cuando llegué al lugar de los hechos me extrañó que hubiera sangre tan lejos, pero supuse que el cuerpo había rebotado en alguna barandilla o en la cornisa inferior y se había precipitado así hacia los árboles de la calle. Anochecía ya cuando subimos al ático y miramos todas las barandillas que pudimos.

—¿Y los árboles? No fue muy densa la lluvia, ¿verdad? Es posible que haya algo allí.

Bernal pensó que a Varga no le gustaría mucho la idea de escalar el sucio tronco de un par de plátanos y buscar manchas de sangre en todas las ramas, pero dijo:

—Sí, habrá que hacerlo. Podemos calcular la altura a la que el cuerpo fue despedido a tanta distancia y juzgar si hubo o no después algún rebote. Paco, telefonea a Varga y dile lo de los árboles.

Ángel ya no podía contenerse.

—Jefe, he estado en los bares de periodistas cerca de Callao y en la Taberna del Alabardero, junto a la Ópera, ese bar que dos toreros transformaron en mesón y donde te puedes tomar unas tapas de órdago con el vermú. Parece que se tenía a Santos por un sujeto cordial, un tanto mujeriego, aunque últimamente había sentado la cabeza con la morena de que le hablé, la tal Marisol. Nadie, al parecer, sabe el apellido de la chica. Creen que no hacía mucho que vivía en Madrid. Es de Extremadura, de pueblo, un poco paleta. Habla con marcado acento extremeño. Dicen que trabajó de «artista» en algunos clubes nocturnos de dudoso prestigio antes de conocer a Santos y creen que éste la mantiene en la actualidad en un piso alquilado de Lavapiés. Parece que tuvieron hace poco una pelea, en la cafetería Morrison de la Gran Vía, tal vez por dinero.

—Será como buscar una aguja en un pajar si no averiguamos el apellido —dijo Bernal—. Tiene que haber miles de chicas llamadas María Soledad y Lavapiés está lleno de jóvenes que vienen del pueblo y alquilan un piso. Tal vez se nos presente por propia iniciativa. Tendrá que telefonear a Santos antes o después, así que intervendremos el teléfono del muerto. Pero cuando Prieto haya terminado de buscar huellas en los papeles de Santos, habrá que mirarlos con atención. Paco acaba de traer los que había en el escritorio que tenía Santos en la agencia de prensa. Ve a echarles un vistazo con Elena en el otro despacho.

—Muy bien, jefe, lo haremos en seguida.

—Una pregunta más, Peláez —dijo Bernal—. ¿Hay arañazos o contusiones en las manos o los antebrazos de Santos que puedan sugerir algún forcejeo?

—No. Sólo unos rasguños en el dorso y la palma de las manos, a causa probablemente de la caída entre las ramas de los árboles. Pero creo que debes enfocarlo como un crimen. De no ser así, la sangre de Santos no estaría del otro lado de la ventana, no por lo menos antes de tropezar con algo en la caída. Las dos manchas que encontraron los hombres de Varga zanjarían la cuestión si fueran del mismo grupo sanguíneo, claro.

—Exacto, Peláez. Y así informaremos por el momento. Necesitaremos la confirmación de los rastros de sangre, naturalmente. Varga puede dar con algo en la ropa cuando tenga tiempo de utilizar el microscopio del laboratorio. Tal vez los asaltantes dejaran alguna señal delatora —a Bernal se le ocurrió algo en aquel momento—. ¿Qué me dices de los zapatos del interfecto? Me sorprendió verlos en el charco de sangre de la calzada, con los cordones todavía anudados. ¿Crees que pudo habérselos descalzado la misma caída desde un octavo piso o el golpe contra el suelo?

—Es muy improbable, me atrevo a decir. Ese detalle refuerza la hipótesis de otro asaltante que cogió a Santos por los pies y lo empujó al exterior. Y este asaltante o le sacó los zapatos en el forcejeo, de modo que cayeron y fueron rodando por el tejado, o bien se le quedaron en las manos y los tiró tras el muerto sin pensárselo dos veces. Los que estuvieran en la calle no habrían advertido la breve demora, sobre todo si tenemos en cuenta que estarían impresionados ante tanta sangre.

—Muchas gracias, Peláez. Me has sido muy útil. Esperemos que no nos toquen muchos como éste.

—Nunca pierdo la esperanza de ver un caso tan interesante como el presente, Bernal —el brillo en la mirada de Peláez, realzado por las gruesas gafas de culo de vaso, insinuaba más que un mero interés profesional, algo así como un entusiasmo por aquellas macabras autopsias que Bernal detestaba tanto—. Te mandaré el informe definitivo, sin descuidar la probabilidad de homicidio, como acabamos de ver. El informe de Varga lo completará. Ahora te toca encontrar a los autores, ¿no?

Bernal le estrechó la mano con pesimismo.

—Me da la sensación de que esto es cosa de profesionales, no de aficionados, aunque es extraño que echaran doble vuelta a la llave. Además, parece que tenían un poco de miedo, a juzgar por el empleo del arma blanca y el abandono de rastros de sangre; no podían saber que iba a llover. Sin estos detalles y el forzamiento no habríamos sospechado bajo ningún concepto la presencia de un asesinato. Y como a lo mejor no tuvieron nada que ver con el allanamiento, no cometieron sino un par de errores.

—Y los zapatos, Bernal, no te olvides de los zapatos —dijo Peláez, ya en la puerta.

—Ah, sí, pero ni siquiera me habría acordado de ellos, ni de la puerta, para el caso, de no haber sido por el allanamiento. Esto es lo que les ha estropeado la faena. Adiós Peláez, hasta la próxima, aunque esperemos que la próxima tarde un poco.

—Adiós, Bernal. Hasta pronto.

Paco volvía ya de su llamada telefónica.

—Varga está que muerde con todo el trabajo de los dos pisos y luego del laboratorio. Ha mandado el primer lote de material a sus técnicos para que lo pongan en orden. Dice que lo de los árboles ya es el colmo, pero que telefoneará al Servicio Municipal de Parques y Jardines para ver si le prestan uno de esos camiones con elevador hidráulico que se utilizan en las podas. No le impresionó tu idea de ponerse a trepar por el tronco.

—Sabía que se le ocurriría un medio. Es un hombre práctico. Espero que lo haga antes de que vuelva a llover —Bernal miró por la ventana agitado—. Es posible que Varga determine los metros a los que Santos salió despedido desde la vertical del edificio hacía la calzada.

En aquel momento entró Ángel con una agenda.

—Había esto entre las pertenencias del escritorio de Santos, pero no figura ninguna Marisol.

—Seguro que se sabía el número de teléfono de memoria —dijo Bernal—. Pero tiene que haber pagado el alquiler del piso, si es cierto que se lo tenía alquilado, o, si era el dueño, en alguna parte estarán los recibos de la luz y de las contribuciones municipales. Claro que lo más seguro es que guardase estas cosas en su casa, así que tendremos que esperar a que los del laboratorio nos envíen los papeles. ¿Había algo más de interés?

—Muchos borradores de artículos, que habrá que leer despacio. Y una lista de nombres y direcciones de políticos destacados, entre ellos de partidos todavía ilegales. Es evidente que planeaba algo desde el punto de vista personal, porque tomó nota de detalles relativos a las mujeres y los hijos, intereses financieros y una sinopsis profesional. Casi un dossier.

—Por ahí es por donde tenemos que seguir, y también tras la chica, por supuesto, cuando le descubramos la pista. Tú, Paco, ayuda a Elena y a Ángel en la inspección de los papeles del escritorio de Santos. Yo estaré arriba un rato.

Paco sabía que con aquello de «arriba» Bernal había querido decir la Secretaría, pero era demasiado prudente para preguntar por los motivos de la visita.

Una de la tarde

En la sala de espera del Director que le había pedido que subiera, Bernal observó la decoración elegante y la magnífica vista de la Puerta del Sol con más rabia que envidia. El personal que hacía el trabajo duro y se encargaba de las misiones a la intemperie tenía sus dependencias en los edificios viejos e incómodos que se arracimaban alrededor de la DGS, mientras que los directores y subsecretarios, casi todos elegidos a dedo por motivos políticos, percibían sueldazos y vivían con toda holgura en la planta principal de la antigua Gobernación.

Al Director, que salió en aquel momento de su despacho con un gesto de cordial bienvenida, Bernal lo encontraba particularmente repugnante: era un joven de Navarra, pulcramente vestido, con el pelo muy arreglado y la manicura hecha, cuyo rápido ascenso en el Ministerio se atribuía a enchufe, basado en la amistad de su encantadora esposa con la mujer de un ex Ministro.

—Pase, pase, don Luis. ¿Prefiere una copita de Montilla o algo más fuerte? Puedo ofrecerle también un habano auténtico, importado especialmente.

—Gracias, señor Director, pero es un poco pronto para tomar alcohol. Y me conformaré con un cigarrillo, si a usted no le importa.

El Director corrió a su mesa para abrir una gran caja dorada de cigarrillos que contenía cuatro marcas diferentes de tabaco.

—Tenga uno de éstos. Los de la izquierda son egipcios. ¿Verdad que quiere café? —e hizo una seña a su alta y rubia secretaria para que les acercase una bandeja ya preparada.

El despacho era impresionante, con un escritorio isabelino muy grande en el que sólo se veían la caja de cigarrillos, una cartera de cuero con relieves, para documentos, un portaplumas de oro, un cenicero de cristal y, en lugar destacado, una fotografía grande y en colores de su rubia esposa con la dedicatoria: «Con todo mi amor, Loli», frase muy en su justa medida, pensó Bernal, puesto que era ella quien le había conseguido el empleo. En el techo había una enorme araña de cristal de Bohemia y tras el escritorio una reproducción al óleo de un reciente retrato de Juan Carlos I que no favorecía mucho al monarca; el pintor se las había ingeniado para dar a Su Majestad un aire rígido que recordaba, pensó Bernal, los célebres retratos que hizo Goya de la familia real de su época. Se diferenciaba, con todo, de las fotografías en sepia del joven Franco que todavía colgaban cerca de las celdas del sótano, donde los detenidos no podían haber advertido ningún cambio en el trato que recibían.

—A propósito de ese sujeto, Santos, ¿ha averiguado usted ya por qué se lanzó al vacío? ¿Estaba quizá bajo los efectos de una depresión?

—No hemos descubierto nada que permita suponer trastornos mentales, aunque seguimos interrogando a sus amigos y patronos eventuales, e investigando sus papeles.

—El Ministro está deseoso de que el caso se resuelva sin ningún tipo de publicidad desagradable. Creemos que basta con una simple encuesta.

—Si me permite la pregunta, ¿qué interés tiene el Ministro en el caso? ¿Estaba implicado Santos en algún asunto político?

—No, no, no por lo que sabemos. Pero tal como está ahora la prensa, hay que ser prudentes, no hace falta que se lo diga. El Ministro sigue disgustado con esos artículos de Diario 16 sobre el jefe de la Brigada Política y su carrera de «superagente».

—¿Estaba metido Santos en ello o en un escándalo parecido?

Al oír la última frase, el Director General parpadeó.

—No, creemos que no. Pero como habrá elecciones generales en junio, hay que estar en las mejores relaciones con las agencias y los periódicos. Por eso, por el bien de todos, nos gustaría que llevase usted el caso un poco a la chita callando.

—Haré cuanto esté en mi mano —dijo Bernal—, pero hay una complicación. Tenemos motivos para pensar que Santos fue asesinado.

El Director se puso pálido.

—¿Asesinado? ¿Está seguro? ¿No es difícil juzgar una cosa así en un caso de lanzamiento al vacío?

—Fue el allanamiento de morada y, claro, las manchas de sangre de las tejas del tejado lo que nos puso en la pista.

—¿Allanamiento de morada?

—Sí, por la noche —Bernal gozaba lo indecible ante el espectáculo del secretario desconcertado—. Entró alguien en el piso de Santos una vez que lo sellamos ayer por la noche. Los técnicos buscan en este momento algún rastro. Encontramos unos rasguños de palanqueta que nos serán de alguna ayuda.

—Podría ser una desdichada coincidencia, ¿no cree? Que los intrusos eligieran casualmente el piso de Santos para entrar anoche.

—Podría ser. Sin embargo, no se llevaron nada de valor, por lo que sabemos. Añada a esto las manchas de sangre y los zapatos…

—¿Los zapatos?

—Sí. Parece que cayeron después que el cuerpo.

—Bueno, bueno. Me enviará usted un informe completo, claro. Pero procure mantener esto alejado de la prensa, se lo pido por favor.

—Si usted piensa que es un crimen político, señor Director, con mucho gusto pasaré el caso a la Segunda Brigada.

—Oh, no, el Ministro quiere que llegue usted hasta el fondo de los hechos, Bernal. Pero con discreción.

—Habrá que dar alguna información hoy a la prensa. El jefe de Santos ya sabe lo de la caída, aunque se le insinuó que era un accidente o un suicidio.

—Pida entonces su colaboración para que las declaraciones sean sencillas, que no afecten a la familia o algo así. Los perros no se comen a los perros, aunque sean periodistas.

—Haré lo que pueda. ¿Cuento con su permiso para proseguir las investigaciones?

—Por supuesto, por supuesto. El Ministro confía en usted.

—¿Me lleven a donde me lleven?

—Sí, claro, pero usted nos permitirá ver los informes a medida que le vayan llegando, ¿verdad que sí? Sobre todo el que ha de mandar usted al juez de instrucción.

—Naturalmente. Pero el del Juzgado 25 ya sabe lo de la muerte, porque estaba de guardia, y sin duda espera que le siga informando.

—Bueno, quizá no sea prudente revelarle sus sospechas todavía. Espere a que sepamos todos los hechos.

—¡Todos los hechos! ¡Ojalá! Se nota que no ha sido usted detective, señor Director. Tendré que dar al juez algunos detalles o se preguntará por qué continuamos con una investigación tras pedirle permiso para el entierro, porque habrá que dejar que los padres dispongan el funeral, digo yo. Claro que podemos decir que no sabemos muy bien si la muerte fue accidental o no.

—Sí, eso bastará. Puede decirles lo mismo a los padres.

—Muy bien, señor Director, me vuelvo a mi trabajo y no le hago perder más tiempo —Bernal miró intencionadamente al gran escritorio, en que no había ningún papel a la vista.

El Director se rió a carcajadas, pero las últimas sonaron un tanto forzadas.

—No me hace perder ningún tiempo; es usted el mejor hombre que tenemos en la Brigada Criminal. Siga con su caso, le lleve a donde le lleve.

Bernal sabía que le estaba mintiendo en sus barbas y que tan pronto como tocara la investigación algún nervio al vivo del nuevo o el antiguo régimen le llovería una tonelada de órdenes para que dejase el caso. Tendría que obrar con astucia y dar la impresión de que seguía una pista de delito común mientras analizaba a fondo los pormenores políticos, a propósito de los cuales la entrevista recién sostenida le había reavivado el interés.

Una y media de la tarde

Finalizada la aparatosa despedida, Bernal volvió al rincón sombrío y mugriento del edificio en que se hacía el verdadero trabajo y se encontró en el pasillo con Paco Navarro, que le notificó que los padres de Santos habían llegado ya.

—Telefonea al juez del 25 y pídele un permiso de entierro. Dile que seguimos investigando para saber si la muerte fue accidente o no. Localiza antes a Peláez y entérate de si ha cosido ya el cadáver y lo tiene presentable; luego lleva a los padres al laboratorio forense para que hagan la identificación oficial. Yo estaré con ellos unos quince minutos más o menos.

—Vale, jefe. Aún no hemos dado con el apellido ni con la dirección de la amiga de Santos, pero Prieto no ha terminado todavía con los papeles privados.

En el gran despacho exterior, Bernal vio a Ángel que hablaba con animación con el señor Santos, mientras Elena permanecía sentada en silencio con la mujer, que sollozaba sin decir nada.

Bernal invitó a los desconsolados padres a que pasaran a su despacho y les dio el pésame.

—Señores, tal vez les interese saber que aún no estamos convencidos de que su hijo haya querido quitarse la vida… —esta expresión pareció a Bernal más bien retórica, pero menos violenta que decir «se suicidara». El señor Santos, que parecía hombre inteligente y de una perspicacia no disminuida por la edad, fue a preguntar algo, pero Bernal se le anticipó—: Seguimos investigando las otras posibilidades y les doy mi palabra de que estoy resuelto a saber la verdad. Intuyo que no hay motivos para pensar que Raúl estuviera deprimido, ¿verdad?

—No, no, comisario —dijo la señora de Santos, que dejó de sollozar en aquel momento—, siempre estaba muy animado. Nunca le pareció deprimente vivir solo… al contrario, necesitaba estar solo por su trabajo y para dedicarse a su principal afición, la pintura al óleo. Tenía muchos amigos cuando le hacía falta alguno y a veces iba a Santander a vernos, y se traía algunas amistades para pasar el fin de semana. Solían tomar un pequeño yate de vela e iban hasta Somo, para comer allí —se puso a sollozar otra vez mientras recordaba tales momentos.

Bernal tuvo la impresión de que la madre probablemente conocía al hijo bastante bien.

—¿Sabe si tenía alguna amiga especial?

—Mire, comisario, tenía toda una colección —replicó la mujer—. Al cabo de los años he llegado a conocer a tres nueras en potencia, pero últimamente no hablaba de ninguna en particular.

—Cuando vino a casa para Reyes estaba nervioso a causa de un trabajo importante que acababan de encargarle. Me dijo que era muy confidencial, pero que cuando tuviera todos los datos publicaría unos artículos que harían ruido. Le dije que confiaba en que no se metiera demasiado en asuntos políticos… era por entonces cuando los del GRAPO tenían secuestrado a Oriol, el industrial, y teníamos miedo de que se mezclara en aquellas cosas. Pero dijo que no había de qué preocuparse, que había tomado precauciones y que no había peligro. ¿Cree usted que su muerte puede ser consecuencia de aquel asunto?

Bernal procuró ocultar el inmenso interés que en él había despertado aquel trabajo de Santos.

—Bueno, investigamos más el lado personal. ¿Saben por casualidad cuánto ganaba?

—Unas treinta y cinco mil al mes de sueldo base, más las primas —dijo el señor Santos.

—¿Y pudo arreglarse el ático con eso? —preguntó Bernal.

—No, no, nosotros le compramos el ático y dejamos que se llevara de casa lo que quisiera —dijo la señora de Santos—. Tenemos una casa grande, tipo chalet, que da a la playa del Sardinero, y ahora que estamos los dos solos se nos hace más grande —apenas si pudo contener el nuevo acceso de llanto—. Era nuestro único hijo, compréndalo.

Bernal volvió a expresarles su condolencia y dijo:

—Parece que en los dos últimos meses salió bastante con una joven, pero no sabemos aún de quién se trata. ¿Podrían sernos ustedes de alguna ayuda?

El señor Santos se volvió a su mujer, que, según advirtió Bernal, era una versión más envejecida de la dama que había visto en el óleo del piso filial. Fue ella quien dijo, sin el menor titubeo:

—Puedo darle el nombre de las tres chicas que en varias ocasiones trajo a casa, pero, como le digo, en el último año y medio no he conocido a ninguna amiga nueva.

—Les agradeceríamos que nos dieran los nombres y cualquier cosa que recuerden de ellas antes de irse. Lamento no poder dejarles entrar en el estudio de su hijo hasta que nuestro equipo técnico haya terminado su trabajo, pero les aseguro que tratamos sus pertenencias con el mayor cuidado. He dispuesto también que nos extiendan el permiso para el sepelio esta misma mañana. Como sabrán, la ley estipula que los entierros han de hacerse en las veinticuatro horas que siguen a la defunción, pero en los casos en que hace falta investigar hay que pedir permiso al juez. ¿Dónde se hospedan?

—En el Hotel de París —dijo el señor Santos—, al otro lado de Sol, esquina a Alcalá. Es un hotel antiguo, pero cómodo y muy céntrico. Solemos hospedarnos allí cuando venimos por Madrid, ya que el estudio de Raúl es muy pequeño.

Al decir aquello, la señora de Santos estuvo otra vez a punto de reanudar el llanto; Bernal se levantó apresuradamente y los condujo a la puerta.

—Ahí está el inspector Navarro con el permiso judicial. ¿Sería mucho pedirles que fueran con él a identificar a su hijo? Creo que es mejor hacerlo cuanto antes.

Los dos asintieron y el señor Santos se ocupó de conducir a su mujer hasta la puerta, donde Elena la tomó del brazo y los tres se despidieron del comisario.

Bernal llamó entonces a Ángel.

—Creo que el aspecto político del caso promete, pero hay que andarse con pies de plomo. En primer lugar hay que encontrar a la chica, aunque sólo sea por si hubo su poco de venganza personal. Al fin y al cabo, ella es la que mayores probabilidades tiene de poseer una llave de la casa, aunque no creo que tuviera fuerza suficiente para atacarle con una navaja y tirarlo por la ventana. Claro que nunca se sabe; de la mujer aprendió el diablo, dicen, y es posible que la chica tuviera un cómplice. Tal vez quieras que Elena te acompañe antes de irse a comer para que vea cómo sacas información de tus conocidos sin que se den cuenta. Será útil para ella y te servirá de apoyo si le adviertes que no haga preguntas ingenuas.

—Será un placer, jefe. ¿Por dónde vamos a ir?

—Bueno, imagina que Raúl Santos preparaba una serie de trabajos de denuncia acerca de algunos políticos destacados y que encontró algo escandaloso en su vida privada, o relacionado con la Internacional Fascista, o con Moscú, o con alguna organización extremista como el FRAP y el GRAPO.

Bernal nunca había estado del todo convencido, en su fuero íntimo, de que el GRAPO fuera realmente un grupo de extrema izquierda. Recordaba de la larga historia del franquismo lo fácil que era para la policía política organizar una banda de provocadores que incitara a cualquier puñado de majaderos a llevar a cabo una serie de actos extremos capaces de crear tensión política en el momento deseado.

Llamó a Elena.

—Por favor, acompañe a Ángel a dar un pequeño paseo por los bares y observe su forma de sacar informes. A las cinco lo más tarde habréis terminado de comer y entonces ayudaréis a Navarro con lo de los papeles hasta las siete y media más o menos. Si os ajustáis al horario corriente de oficinas, esto os ayudará a mantener intacto el camuflaje de cara a los amigos.

—Gracias, jefe. Deduzco de sus palabras que no me ordena comer con el inspector Gallardo.

Bernal sonrió y dijo:

—No me atrevería a tanto, Elena. Ése es asunto que corre de su exclusiva cuenta. Pero, en serio, vale la pena ver cómo trabaja.

—Ya me he dado cuenta en parte, jefe. ¿Lo veré a usted por la tarde?

—Depende de cómo vaya todo. Si pudiéramos por lo menos localizar a la chica de Santos…

—Veremos lo que puede hacerse en ese particular —dijo ella, quizá con excesiva confianza, a juicio de Bernal. Bueno, ya trabajaría y aprendería como todos los demás.

Ángel se la llevó a la calle, tratándola, para diversión de la joven, como a una recién llegada a la ciudad en que había nacido.

—Primero cruzaremos hasta Tetuán y tomaremos algo en Casa Labra —dijo.

Elena estuvo de acuerdo, se abrieron paso por el gentío que llenaba las aceras de Puerta del Sol y esperaron a cruzar por entre el tráfico que circulaba alrededor de la fuente y el monumento del oso y el madroño, distintivo oficial de la capital, ironía que no había escapado a catalanes y de otras regiones, que veían a Madrid como al oso que robaba los frutos del resto de España; aunque los madrileños eran en realidad los que reían los últimos porque el fruto pequeño y rojo del madroño no servía para alimentar ni a hombres ni animales, salvo, tal vez, a los osos auténticos, a punto ya de extinguirse.

Dos de la tarde

Elena no había estado nunca en Casa Labra porque esta tasca era parte del Madrid tradicional, y no del Madrid de moda donde normalmente podía verse a la inspectora. Contempló fascinada la fachada marrón del viejo bar. Ángel la animó a probar los sabrosos pedazos de bacalao rebozado, por lo que el local era célebre, con una caña de cerveza. De allí subieron por Tetuán, cruzaron Preciados y Carmen, y entraron en La Malagueña, donde podía degustarse una magnífica selección de tapas: zarajo, albóndigas en salsa picante, riñones al jerez, calamares a la romana, ensaladilla rusa, boquerones en vinagre, gambas a la plancha, berberechos y mejillones al vapor, tapas de paella… Estas últimas tenían un aspecto excelente y Elena tomó una con otra caña de cerveza.

Advirtió que Ángel se comportaba con total desenvoltura: aquel era su ambiente, un ambiente del que ella se sentía desplazada, no sólo porque era una zona donde a su madre no le gustaría verla sola, sino también porque la calle Montera y la plaza del Carmen, que estaban allí cerca, abundaban en prostitución de ambos sexos casi todo el día. Recordaba con horror cierto día, años atrás, en que había estado esperando a su madre fuera de una zapatería de Montera: cinco caballeros como mínimo, de aspecto respetable, se le habían acercado para preguntarle cuánto cobraba. Circunstancia que había culminado con la presurosa aparición de una ramera recargada de maquillaje, que le había puesto tres billetes de mil pesetas en la mano, murmurando en son de amenaza:

—Yo y las otras queremos que despejes la zona ahora mismo.

Demasiado impresionada para reaccionar, estaba pálida y trémula cuando reapareció la madre, aunque después se habían reído del episodio y habían empleado la tarde en gastarse la inesperada ganancia.

La presencia de Ángel contribuía en aquel momento a mitigar sus temores y la resolvió a echar una cana al aire, aun a riesgo de que su estómago se resintiese en el curso del experimento. Su vida normal discurría alrededor de la llamada Costa Fleming, el elegante barrio situado al extremo norte de la Castellana, cerca del Estadio Bernabeu, donde un amigo y acompañante habitual solía llevarla al pub de Míster Raf a tomar unas finas tapas de caviar, salmón ahumado y paté, y, algunas tardes, también un café irlandés: Curro lo preparaba mejor que nadie en todo Madrid, en opinión de ella. Y hete aquí que ahora iba a conocer un Madrid más antiguo, menos de lujo, más «típico» que el suyo, y que para aquella grata iniciación contaba con la compañía de Ángel.

—¿Cuándo vamos a hablar con tus periodistas, Ángel?

—No tardaremos en tropezamos con alguno. Pero antes tomemos algo más sólido, aquí al lado, en el Mesón Montañés. Tienen cochinillo asado.

Elena parpadeó ante aquella sugerencia, pero estuvo de acuerdo en inspeccionar el tercero de aquellos bares célebres por el tapeo.

Los pensamientos de Bernal se centraron también en las tapas cuando se sentó en el despacho, sopesando aún los acontecimientos de la mañana. Preveía síntomas de un choque con sus superiores y con la Brigada Política si seguía el caso Santos hasta el final. Resolvió confiar sus temores a Paco Navarro, que acababa de volver del depósito de cadáveres.

—Paco, vamos a tomar algo. ¿Te parece que vayamos a San Jerónimo a tomar un consomé al jerez en Lhardy?

—Estupendo, jefe. Hace años que no voy por allí.

Lhardy se mantenía tal como lo había dejado su primer propietario, un repostero suizo, en 1831. Los dos grandes faroles que colgaban sobre la acera eran una señal para los conocedores, pero las tiendas modernas que lo flanqueaban hacían que los no iniciados pasasen ante el restaurante sin percatarse de su existencia. Bernal se sintió más cómodo en la trastienda y se puso a hablar con Navarro de asuntos de familia. Salieron al cabo de un rato, anduvieron por Victoria y desde aquí se dirigieron a la plaza de Santa Ana, llena de árboles. Tras cruzarla, entraron en la vieja Cervecería Alemana. Cuando se hubieron acomodado en una mesa apartada, Bernal sacó a relucir el caso Santos.

—¿Has visto algo en los papeles de Santos que permita suponer la existencia de un asunto político serio?

—No. Las notas biográficas que había tomado sobre los políticos principales me parecieron normales en este período preelectoral. Pero hay algo que me desconcertó: la expresión Sábado de Gloria escrita en una hoja en blanco y con tres signos de interrogación.

Bernal se distrajo un instante, y pensó en voz alta:

—Bueno, así es como se llamaba al Sábado Santo, que ya ha dejado de ser día festivo.

—Eso ya lo sé, jefe. Pero ¿por qué tomaría Santos nota de una cosa así? Estaba escrito de su puño y letra, sin lugar a dudas.

—Puede que descubramos más cosas en los papeles que tenía en su casa.

Navarro se despidió en aquel punto.

—Estaré en el despacho a las cinco. ¿Vas a volver?

—Seguramente que pasaré antes de las ocho para echar una ojeada a los informes que haya. Dale recuerdos a Remedios y a los niños.

—Así lo haré. Hasta luego.

Dos y media de la tarde

Bernal pensó que ya había comido bastante por el momento y que no se daría el gustazo de ir a la marisquería del otro lado de la plaza. Contempló con tristeza los restos del Teatro Español, incendiado hacía un par de años, sin que el Ayuntamiento diera muestras palpables de reconstruir el que había sido el más célebre teatro de Madrid.

Puesto que el cielo seguía cubierto y hacía fresco, tomó el metro en Sevilla y recorrió las dos paradas que le separaban del Retiro. Al entrar en casa, le sorprendió oír a su mujer que hablaba animadamente con alguien. A aquella hora lo normal era que estuviese rezando en el oratorio que tenía en el comedor, donde había colocado, sobre un gran aparador, un busto de tamaño natural, grotescamente pintado, de Nuestra Señora de los Dolores, rodeado de bombillitas eléctricas de colores que encendía durante sus oraciones y se arrodillaba en un reclinatorio de felpa roja. Tiempo atrás había sostenido auténticas batallas con ella a propósito de las velas que entonces encendía bajo el busto, ya que se corría peligro de provocar un incendio, y finalmente la había convencido de que utilizara la electricidad. En aquel momento, sin embargo, con la nariz aturdida por el olor que despedía el estofado de lentejas con chorizo en el instante de pasar ante la cocina, la encontró reanimando a un canario amarillo y evidentemente moribundo que yacía en el suelo de una pequeña jaula dorada.

—Luis, creo que está malo. Es de la viuda del cuarto, que se ha ido a Málaga, con su hermana. Me pidió que se lo cuidara mientras estaba fuera. Ella no me dio más que alpiste y trocitos de raspa que apenas le abren el apetito y yo he procurado darle hojas de lechuga y pedacitos de manzana, pero no se los quiere comer. ¿No te parece que está enfermo?

—Lo que creo es que se muere de frío, Geñita. Pon un pedazo de manta vieja alrededor de la jaula y evítale las corrientes de aire. No creo que viva para ver el regreso de su ama.

—Pero, Luis, ¿qué voy a hacer si se muere? —gimió la mujer—. Me echará la culpa por no haber cuidado de él.

—No seas tonta. Ya estaba medio muerto cuando te lo dio. ¿Qué esperaba? ¿Cuánto tiempo tiene el pájaro?

—Ella me dijo que lo tenía desde hace once o doce años.

—Bueno, en tal caso tiene que estar a punto de morirse de viejo.

—Ayúdame a mantenerlo vivo hasta que vuelva. ¿Crees que ese amigo tuyo tan simpático, Peláez, el patólogo, podrá echarnos una mano?

—Por lo menos sabrá determinar la causa de la muerte.

—Pero, Luis, es que no quiero que se muera aquí.

Aparte de acudir al confesionario de la iglesia de al lado, pensó Luis, por lo menos tendría Eugenia algo con que ocupar el día.

—¿Qué hay para comer? Tengo que salir otra vez.

—Ya voy, ya voy. Enchufa la tele que van a dar las noticias.

La mujer sirvió el pan, que parecía una corona de espinas, y una cacerola, con desconchados en el esmalte, llena de lentejas estofadas; acto seguido se puso a bendecir la mesa con un parloteo largo y complejo al que él tenía que responder por encima de las voces, cada vez más elevadas, de la entrevista que precedía a las noticias de televisión. Con un ojo en la pantalla y otro en el marido, y desaprobando lo ininteligible de las respuestas amañadas por éste, la mujer sirvió el estofado, hizo dos veces la señal de la cruz y se besó el pulgar cuando terminó la ceremonia.

—A comer. Como que Diego está fuera, hay mucha comida para los dos solos. Espero que no te hayas estropeado el hambre tomando tapas —dijo la mujer, mirándole con fijeza.

—No, no, tenemos mucho trabajo con el caso de Alfonso XII. Hace un rato he tenido que hablar con los padres.

—¿Qué era el hijo? ¿Un bala perdida? Seguro que ha tenido un mal fin.

—Pues parece que vivía de manera muy normal —dijo Bernal—. De todos modos, creemos que fue asesinado.

—Ahí lo tienes. La gente decente no muere asesinada.

Tal vez no, pero a veces se esforzaba bastante por conseguirlo, pensó Luis, de manera sombría.

—¿Qué entiendes tú por «Sábado de Gloria», Geñita?

—El Sábado Santo, claro. Hace años, allá en casa solíamos hacer tortas de especias y salir en procesión antes de la misa de la Vigilia Pascual. Era el mejor día festivo del año hasta que los cardenales de Roma lo rebajaron de categoría. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, mira, el periodista muerto escribió esa expresión en un papel y me pregunto con qué objeto lo haría.

—Vamos, Luis, la escribió porque se acordó de Dios y de los padecimientos de Cristo en el Calvario en el último instante. No tiene por qué haber sido del todo malo.

—Sí, es posible que sea esa la explicación.

A Bernal le estaba sentando como un tiro el estofado y quería evitar una segunda ración por todos los medios a su alcance, aunque la atención de Eugenia estaba repartida aquel día entre la actriz que entrevistaban en el programa Aquí y ahora y el lamentable estado del canario, que yacía de costado en el suelo de la jaula emitiendo débiles quejidos.

Tras rehusar un pedazo del queso manchego y agrietado que la mujer le había ofrecido, cogió una naranja que comió con rapidez. Entonces dijo que tenía que marcharse en seguida para continuar la investigación.

—Te haré una tortilla para esta noche, cuando vuelvas a las diez —dijo la mujer.

Bernal no dejaba de asombrarse ante la incapacidad de su mujer para pensar en platos distintos de la socorrida y un tanto socarrada tortilla, en la que metía todas las sobras; y de éstas, lógicamente, había siempre notables cantidades.

Tres de la tarde

Tras detenerse a escuchar los titulares del telediario, referentes sobre todo a la desarticulación del Movimiento y a especulaciones varias sobre cuándo se quitarían el yugo y las flechas de gran tamaño y color rojo que ostentaba el balcón central de Alcalá 44, Bernal bajó en el ruidoso ascensor y salió al frío de la calle una vez más. Entró en el bar de Félix Pérez a tomarse un cortado y una copa de Carlos III.

Fue en taxi hasta la calle Barceló y, como de costumbre, bajó ante la cafetería Pablos, a unos metros del zaguán donde tenía su apartamento privado; anduvo luego calle abajo, hacia el Teatro Barceló, y se detuvo a mirar los anuncios. Seguro de que nadie le había seguido, abrió la puerta de la calle, subió en ascensor hasta el quinto y entró en el estudio.

Una vez rodeado de calor y comodidad, sus preocupaciones fueron desvaneciéndose. Se quitó la ropa de calle, se puso un albornoz e hizo sonar una «cassette» de Manon de Massenet en un magnetófono Hitachi. Ya tendido en la cama turca, comenzó a dar vueltas al caso Santos y a obsesionarse con la expresión «Sábado de Gloria». ¿Qué significaría? Santos no parecía hombre religioso ni había rastros de que hubiera trabajado en temas religiosos para la agencia; sólo podía tratarse de un asunto político o de índole privada. Poco a poco fue sumiéndose en una especie de sueño intranquilo.

Cinco de la tarde

Despertó con un sobresalto en la habitación a oscuras y buscó la pistola reglamentaria bajo la almohada.

Había intuido más que oído el chasquido leve de la cerradura y unos pasos suaves en el recibidor. La «cassette» de la ópera se había detenido hacía rato, aunque se oía un apagado zumbido en los altavoces.

Cuando se abrió la puerta y Bernal vio el perfil de la persona que entraba, mitigó la energía con que empuñaba el arma y volvió a acomodarse entre las sábanas. La persona en cuestión se desnudó en silencio, se dirigió de puntillas al cuarto de baño y cerró la puerta. Se oyó el rumor que suele producir quien se cepilla los dientes y luego el delicado silbido de un atomizador de perfume. Momentos después, la mujer se tendía en la cama, junto al hombre, y éste salía de su sueño fingido.

—¿Qué hora es, Consuelo?

La mujer le acarició con la nariz y murmuró:

—Las cinco, Luchi.

—¿Por qué has tardado tanto?

—Hubo problemas a la hora de cerrar la caja. Pero ya está arreglado.

—¿Has comido?

—He tomado un bocadillo en Pablos antes de subir.

Se besaron, al principio con delicadeza, casi con timidez, y acto seguido con fruición. La mujer se apretó contra él, adaptándose a la corpulencia masculina y poco a poco se pusieron a hacer el amor.

Había conocido a Consuelo Lozano dos años atrás, mientras investigaba un atraco cometido en la sucursal bancaria en que trabajaba ella. Se habían sentido atraídos mutuamente desde el comienzo, aunque Consuelo tenía casi treinta años menos. Una chica tímida y torpe, había pensado él, con el verdadero y ticianesco cabello de la rubia natural española. Las rubias a la nórdica apenas si se veían en la península, aunque había muchas chicas que se las arreglaban para fingirlo con ayuda del agua oxigenada. Pero el color de los ojos y lo relativo de la estatura acababa siempre por dar al traste con la añagaza, por no hablar ya de las raíces negras del pelo cuando no se teñían habitualmente. Consuelo tenía ojos azul claro y la piel blanca. No se bronceaba bien al sol, pero era propensa a las pecas, que ella detestaba, por lo que no iba nunca ni a la piscina ni a la playa.

Cuando habló con ella, Bernal había descubierto que era la menor de cuatro hermanos, la única que había quedado en casa para cuidar de su madre impedida, que vivía cerca de la Glorieta de Quevedo. Tras solucionar el caso, Bernal la había invitado a tomar un café en el bar Dólar, en la esquina de Alcalá con la Gran Vía. Ella había aceptado tras muchas excusas, sin duda porque quería terminar cuanto antes la conversación que habían sostenido dentro del banco, ya que, a su juicio, los compañeros la estaban mirando con curiosidad. Tímida y balbuciente con los de su edad e incluso más jóvenes, se entendía mejor con los hombres maduros. Bernal pensó que ella buscaba una relación paternal, ya que la chica había perdido a su padre a los once años de edad, y poco a poco, después de muchas semanas, había terminado ella, por aceptarle en aquel papel. Le había costado seis meses convencerla de que fuese al estudio de Barceló y en aquella ocasión la había besado por primera vez. Le había hecho muchos regalos, que la confundieron, pero con el tiempo fueron compenetrándose más y más. Él le dio la confianza que a ella le faltaba y ella era una auditora simpática e inteligente de los problemas profesionales y familiares del hombre.

Hacía un año que ella había aceptado acostarse con él y aun así había tenido que ser a oscuras; el hombre había descubierto con asombro que a los veintisiete años ella era virgen aún. Bernal había sido muy cariñoso, pero despertó un volcán escondido de tal modo que un año después ella era la que llevaba la batuta en cuestiones de refinamiento sexual, alcanzando así Bernal unos estadios que nunca había obtenido con Eugenia, que consideraba el acto sexual, más o menos, la forma más indecente de procrear que a Dios se le había podido ocurrir. «Una ocurrencia propia de hombres», solía murmurar ella, cayendo casi en la blasfemia, según Bernal. Tampoco había alcanzado aquel gozo con ninguna de las mujeres de la calle con quienes había estado a lo largo de su vida matrimonial. Con Consuelo era como si la carne de ambos se fundiera en una sola, hasta el punto de no saber decir qué miembro era de uno y cuál de otro. Había una especie de reacción química entre ellos. Vale decir que nada de aquel cuerpo femenino le desagradaba. Parecía inodoro, siempre a la misma temperatura, un tanto más fresco que el suyo, como de suave terciopelo. El hombre volvió a caer en un tranquilo sueño.

Seis de la tarde

Despertó al oír la ducha y tanteó en busca del interruptor de la luz que había junto a la cama, de la cajetilla de Kaiser y del mechero de oro marca Flaminaire que Consuelo le había regalado en Navidad. Reflexionó con cierto humorismo sobre la observación de Cela que había leído en una revista semanal a propósito de que la siesta de los españoles era el momento del cachondeo. Por lo menos sí lo era para él, ya que por la tarde iba mejor con su horario de trabajo. Los domingos, claro, había más radio de acción, así como en los días festivos, que el año anterior había pasado siempre con Consuelo, mientras su mujer se iba a su casa de campo o a los ejercicios espirituales organizados por el cura de la parroquia en algún convento lejano.

Nunca iba ni al teatro ni al cine con Consuelo por si le veía alguien conocido; raras veces comían juntos en Madrid y entonces sólo en los restaurantes modestos de cualquiera de los barrios que no estaban de moda. Habían salido juntos al extranjero un par de veces, en una ocasión a París, en Pascua del año anterior, y en la otra a Venecia, en verano, pero en ambos casos habían comprado los pasajes de avión por separado y no habían dado muestras de conocerse hasta llegar al punto de destino, donde se habían dirigido a un hotel inmediatamente. A fin de cuentas, el adulterio seguía siendo un delito en España, donde todavía no existía el divorcio, y se castigaba, por lo que tocaba a la mujer, hasta con seis meses de prisión.

Cuando salió Consuelo envuelta en una bata de seda verde y oliendo a colonia Je Reviens de Worth, Bernal se animó a tomar una ducha mientras ella hacía el café de la merienda.

—Te he traído esos pastelitos de chocolate y crema que tanto te gustan, Luis.

—Me vas a hacer engordar aún más, Consuelito. Sabes que no puedo resistirme.

Bernal se había dado cuenta de que ella le llamaba Luchi antes de hacer el amor y Luis a continuación. No estaba seguro de si ella pensaba que el primer nombre le hacía más viril, más macho, pero a él le gustaba, ya que nadie más se lo decía. Eugenia solía llamarle «Luisito», mucho más infantil.

Mientras se concedía otro pastelito, Bernal le hizo a Consuelo un rápido resumen del caso Santos.

—¿Has comprobado su cuenta bancaria —preguntó ella con su habitual perspicacia— para ver si pagaba el alquiler del piso de su amiga por medio del banco?

—Paco tendría que estar haciéndolo ahora.

—¿No tenía ninguna foto de ella? ¿Había alguna en la cartera? —dijo Consuelo.

—Prieto tiene todos los enseres personales mientras busca huellas. Lo sabremos esta noche.

—¿Y la expresión «Sábado de Gloria»? ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez fuera una especie de contraseña o el nombre de una operación de cualquier clase?

—Sí se me ocurrió, sí —dijo Bernal—. Recuerda que Franco y los generales que se rebelaron contra la Segunda República se sirvieron de la contraseña «Sin novedad» para que pasara inadvertida en los telegramas y demás. Supongo que la antigua forma de decir Sábado Santo llamaría poco la atención en Semana Santa.

—Pero eso quiere decir que, sea lo que sea, la cosa está planeada para Pascua —dijo Consuelo—, de lo contrario, esa misma expresión, en otra fecha, habría chocado. El día tiene, pues, que estar ya convenido.

—¿Y tú crees que Santos lo descubrió y fue muerto para que no hablara? —preguntó Bernal.

—Bueno, todo esto suena a algo descabellado, pero es posible.

—No tan descabellado. Hace muy poco, sin ir más lejos, un tipo de la Segunda Brigada me dijo que habían desorganizado un complot fascista para matar al Ministro del Interior y que sólo pudieron detener a los conspiradores y descubrir el depósito de armas tres días antes del señalado.

—¿Por qué tan tarde? Seguramente se enteraron mucho antes —dijo Consuelo.

—Claro. Pero no se puede investigar muy a fondo en los asuntos de la Brigada Política. Hay demasiados nidos de intriga en medio de tantos sujetos que se pelean por lo puestos más altos.

—Habrá algunos a quienes no importe demasiado que un asesinato haga naufragar el barco de la democracia antes de zarpar siquiera.

—Me mantengo al margen de eso, Consuelo, aunque me temo que este caso va a ser conflictivo —le contó la entrevista con el Director General.

—O sea que se han olido que hay trama política —dijo ella.

—Así parece. Será mejor que me vista y vuelva a ver lo que ha ocurrido.

—Y yo tengo que ir a comprar unas cuantas cosas para la cena de mi madre —dijo ella—. ¿Nos veremos mañana?

—Por supuesto que sí, cariño. Te tendré al tanto de este caso. Siempre me ayudas a aclarar las cosas.

—¿Sólo soy eficaz en eso? —le espetó la mujer. Se abrazaron con pasión y el hombre hizo ademán de echarla otra vez al diván, pero ella se apartó y dijo—: Quieto, quieto, Luchi. Ya está bien por hoy. No puedes solucionar el caso Santos en la cama.

—Sí, será mejor que me vaya. Por cierto, desde hoy tenemos un inspector femenino.

Consuelo se esforzó en vano por ocultar el repentino brote de celos.

—¿Es guapa? Ya sé que las prefieres jóvenes.

—Vamos, vamos, Consuelo, es un claro producto del régimen, recién salida de la Academia y adiestrada en las más recientes técnicas de la defensa personal. No me atrevería.

—¿Cómo se llama? ¿Y es guapa? —inquirió de nuevo Consuelo.

—Elena Fernández, hija de un rico contratista de obras, y sí, es bastante guapa y me considera un padre y un jefe de estado.

—Eso es porque te pareces al Caudillo, claro. No quiero ni imaginar lo que vería en ti.

Consuelo era mucho más izquierdista que Luis en cuanto a opiniones y doce años trabajando en un banco la habían vuelto fervientemente anticapitalista, sobre todo desde que trabajaba en el despacho del Director y había presenciado algunos de los sombríos negocios concertados bajo la dictadura, así como la fuga de capitales con destino a los bancos suizos que había comenzado desde la última enfermedad de Franco y proseguido con mayor empeño después de morir éste.

—No te preocupes, Consuelito, no es mi tipo; bien sabes que sólo tú lo eres. De todos modos, es Ángel quien se encarga de llevarla por ahí, por orden mía.

—Dios proteja a esa pobre chica, en tal caso, a no ser que en la Academia la hayan enseñado a tratar con animales salvajes —Consuelo sólo conocía a Ángel por lo que Bernal le contaba y, en punto a mujeres, se lo imaginaba tan voraz como una fiera.

—Por lo que ya he visto, creo que sabrá ponerlo en su sitio.

—Ya veremos. A lo mejor provocáis el gran escándalo con la primera inspectora embarazada.

—Vamos, vamos. Ella sabe bien lo que hace. Sus amigos le habrán dicho que los farmacéuticos venden la píldora bajo cuerda… —Bernal acabó de vestirse y se puso el abrigo—. Hasta mañana a las cuatro, entonces. No dejes que te pellizquen el pompis en el metro.

—Sabes que no me asustan esas cosas. De todos modos, iré andando hasta Fuencarral y haré la compra por el camino. Antes limpiaré esto un poco.

—Hasta mañana, cariño. Y cuidadito.

Siete de la tarde

En el despacho, Paco Navarro cavilaba sobre el informe de las huellas encontradas en el piso de Santos que Prieto había enviado. Las huellas femeninas, aparte de las de la mujer de la limpieza, eran demasiado borrosas y parciales para ser útiles; en realidad no había huellas de dedo índice o pulgar lo bastante buenas para cotejarlas en los archivos centrales del Documento Nacional de Identidad, trabajo que, en cualquier caso, habría ocupado días y hasta semanas. Había unas cuantas huellas útiles de un guante derecho, de textura algodonosa, encontradas en la cara interior de la puerta del balcón de Santos, así como en el piso contiguo. El guante se había manchado con aceite de alguna bisagra, explicaba el informe de Prieto, y se podrían comparar las huellas con el guante mismo o con otras dejadas en cualquier otro allanamiento de morada. Pero lo más probable era, según Navarro, que el asaltante hubiera destruido o tirado los guantes después.

Oía parlotear a Ángel y a Elena al otro lado del despacho, mientras revisaban con cuidado los papeles del estudio de Santos.

—¿Habéis encontrado algún recibo o factura en relación con el piso de Marisol? —preguntó.

—Aún no —dijo Ángel.

En aquel momento Elena lanzó una exclamación.

—Yo he encontrado una foto en el fondo de la cartera. ¿No será ésta Marisol?

Paco se acercó a mirar y Ángel dijo:

—Sí, estoy casi seguro de que es la morena con quien lo vi, aunque la foto parece que la hayan hecho hace años.

La chica de la foto vestía un traje de baño blanco, de una sola pieza; estaba con la espalda inclinada hacia atrás y apoyada en una palmera; acaso se tomara durante unas vacaciones en Benidorm o en Alicante, se dijo Paco.

—Llévatela a Fotografía, Ángel, y que hagan ampliaciones; digamos unas diez copias.

—De acuerdo. Elena podría seguir mirando lo que queda, a ver si encuentra una dirección o un número telefónico. Los amigos de Santos me dijeron que Marisol vivía en Lavapiés, pero es una calle larga y empinada, y las casas parecen colmenas. Espero que no tengamos que ir puerta por puerta.

—Pues es posible —dijo Paco—. Yo ayudaré a Elena con el resto —miró con desánimo los cajones de papeles que Prieto se había llevado del estudio de Alfonso XII.

Sonó el teléfono y fue Navarro quien contestó.

—Dígame. Sí, sí —escuchó con atención durante un rato. Luego dijo—: Muchas gracias, Varga, por todos tus esfuerzos. A ver si tenemos tu informe mañana.

Bernal entró en el momento de colgar el teléfono.

—Buenas tardes, Elena. ¿Alguna noticia, Paco?

—Elena ha encontrado una foto, tal vez de Marisol, que Ángel ha llevado a que la amplíen. He pedido diez copias.

—¿Has pasado por el banco de Santos? —dijo Bernal.

—Sí, jefe, y me han dado fotocopias del movimiento de su cuenta en los dos últimos años. Parece que él o la chica pagaban el alquiler en dinero efectivo todos los meses, y no por medio del banco, ya que no se advierte ningún pago regular. He ido a ver también a su médico y dice que Santos, por lo que él sabe, jamás sufrió depresiones, y que nunca tuvo nada salvo alguna que otra indisposición ligera. Nos enviará una copia de la ficha médica.

—Bueno, eso no es avanzar mucho —dijo Bernal.

—Varga acaba de llamar —dijo Paco— para decir que ha encontrado manchas de sangre bajo las hojas de las ramas superiores de los dos árboles que hay ante la casa de Santos. Son muy pequeñas, ya que las hojas son recientes y apenas protegieron de la lluvia. Ha hecho dos pruebas y las manchas, como las del tejado, pertenecen al grupo de Santos, O positivo. Ahora va a comprobar el factor P, el MN y el HR, a modo de prueba final. Las manchas de los árboles están en la vertical de la parte superior del sexto piso, pero Varga cree que más arriba habría más, y que la lluvia tuvo que limpiarlas, por la forma de las salpicaduras ya encontradas.

—Es un buen elemento. El mejor técnico que tenemos.

—El informe provisional de Prieto sobre las huellas ha llegado ya. Nos confirma la ruta seguida por los asaltantes, pero no es concluyente en si había uno o más o si él o ellos fueron distintos de los que entraron primero.

—Ya veremos qué dice Varga cuando tenga tiempo de mirar el resto de las pruebas. Habrá buscado en las cerraduras algún rastro de grafito o arañazos en los cierres. ¿Dijo algo sobre las marcas de palanqueta en la puerta de la terraza?

—No, jefe. Lo más seguro es que aún no haya ninguna comprobación en los archivos.

Ángel volvió en aquel momento y saludó a Bernal.

—Tendremos las fotos dentro de media hora, jefe. ¿Iremos a preguntar casa por casa en Lavapiés esta misma noche?

—Bueno, si tú y Elena os sentís con ánimos, podéis intentarlo durante una hora más o menos. Empezaremos por arriba e iremos bajando; tú y Elena os encargaréis de la acera derecha y yo de la izquierda. Casi todas las porteras estarán en la portería porque hace frío y es posible que haya suerte y las encontremos enseguida. Tomad nota de las casas que tengan portero automático o donde la portera esté fuera, a fin de volver mañana por la mañana. Sugiero que vayáis por separado y que tú sueltes el cuento de que Marisol es tu prima, que no conoces su dirección exacta, que su madre está enferma en Cáceres y que tienes que encontrarla lo antes posible. Yo recorreré la otra acera de manera rutinaria, enseñando la chapa. Nos encontraremos a eso de las ocho y media en ese bar que está a mitad de calle, donde hay una placita con farolas antiguas. El bar está pintado de verde y creo que se llama Jesusín.

—Muy bien, jefe. Iremos en taxi hasta Tirso de Molina.

—Venga, hombre, por seis pesetas podéis ir en metro. No hay más que una parada y así reduciréis gastos a la sección.

—Es cierto; vamos, Ángel —dijo Elena, emocionada con la perspectiva de entrar en acción por segunda vez en su primer día de trabajo—. Será divertido y nos mezclaremos mejor con la gente que vuelve del trabajo.

—Está bien, mientras puedas aguantar los apretones de la Línea 1.

—Ánimo no me falta —dijo ella—. Y no es peor que los autobuses que circulan por la Castellana.

Durante la comida Ángel había sabido de sus propios labios que vivía en el elegante barrio de El Viso, en el extremo superior de Serrano, y se había dicho que encontraría las apreturas de la Línea 1, en dirección a Portazgo, bastante diferentes del trayecto del microbús 6, Castellana arriba, aunque hubiera sitio para ir de pie. Sin embargo, pensó, la chica estaba dispuesta a todo, o a casi todo. Él estaba resentido aún del revés que ella le había dado en los primeros escarceos aventurados después de comer, en la charla de la sobremesa.

Bernal envió a Ángel y a Elena por delante, para que no salieran juntos en la estación de Tirso de Molina. No sólo cabía la posibilidad de que se le reconociese como policía, sino que era además el barrio en que había nacido, y las personas de cierta edad le conocían bien. Mientras se abría paso entre el gentío para salir del vagón, comprobó que la pistola seguía en su sitio, bien enfundada; había muchos carteristas entre la muchedumbre del metro, y no quería ni pensar en la que se armaría si le birlasen la pistola reglamentaria.

Siete y media de la tarde

Ya bajo los árboles todavía pelados de la plaza, Bernal se abotonó el abrigo hasta el cuello, a causa del frío del aire nocturno, y adivinó la lluvia en dicho aire, aquel aire de Madrid, célebre no sólo porque podía apagar una vela sino porque además podía matar a un hombre. Anduvo un breve trecho por Magdalena, se dirigió a la esquina con Lavapiés y comenzó las pesquisas por la primera casa de la izquierda.

Aquel barrio era para los madrileños lo que Cheapside para los londinenses: era el núcleo original de los artesanos y obreros del casco antiguo. Lavapiés había sido célebre en el siglo diecisiete por sus confiterías, y en el dieciocho y el diecinueve por el estilo, ingenio, gracia y elegancia popular en el vestir de sus manolos y manolas, con tanta frecuencia pintados por Goya en sus obras y descritos por Ramón de la Cruz en sus sainetes. Sus descendientes modernos eran los chulos y las chulas, que estaban un poco por encima de la clase trabajadora y otro poco por debajo de la clase media; en realidad se hallaban fuera de estos estratos sociales y tenían su propio modo de ser. Las mujeres eludían a los curas y las iglesias y sin embargo tenían pequeñas imágenes de la Virgen en casa; su religión era, a decir verdad, una suerte de superstición transmitida de madres a hijas, sin ningún reglamento formal. Andaban por la calle con altanería, sin mirar a ninguna parte e ignorando implacablemente a cualquier hombre que se atreviera a gritarles o murmurarles un piropo al oído. La casa en que vivían solía estar amueblada en estilo más bien horroroso, engalanada con floreros de flores de plástico y algún canario en su jaulita dorada, colgada en la ventana.

Los chulos lucían un peinado característico y vestían ropa muy relamida, casi afeminada. En el siglo pasado, según recordaba haber leído Bernal en uno de sus libros sobre el antiguo Madrid, se podía ganar su amistad para toda la vida por un habano y un poco de palique sobre toros. En la actualidad eran un poco buscavidas y ofrecían sus favores sexuales a quien casualmente se sintiera atraído por ellos si el precio era conveniente, y siempre andaban bordeando la frontera del hurto menor y la violencia. En cierto modo, ellos y sus antepasados los manolos habían sido «hippies» mucho antes de que éstos se pusieran de moda. Trabajaban en oficios manuales por la mañana y por la tarde se agrupaban en las calles más céntricas con aire de pavos reales o aves del Paraíso.

Bernal no tuvo suerte en las primeras casas y en una de ellas le reconoció la portera. Vestida de negro, a la campesina, estaba sentada tras la puerta de dos cuerpos, mirando la televisión y zurciendo medias, mientras vigilaba con atención el movimiento de los inquilinos. Antes de enseñar siquiera la chapa, la mujer exclamó:

—¡Luis Bernal! ¡Caramba! ¡Hace años que no viene a vernos! Aún me acuerdo de su madre, pobrecilla, con lo que trabajaba para que usted fuera alguien. Ya veo que no le ha ido tan mal. ¿Sigue siendo inspector? No, seguro que es usted ya comisario.

—Pues sí, señora, me han ascendido —Bernal se esforzaba por recordar el nombre de la portera.

—No me extraña. ¿Y en qué puedo servirle? Espero que no haya pasado nada en el vecindario.

Bernal le enseñó la foto de Marisol.

—¿La ha visto alguna vez en el barrio?

—¿Qué ha hecho? —preguntó la anciana con brusquedad. Bernal recordó el código de la clase trabajadora; nunca se delataba a nadie a menos que fuera tácitamente reprobable el delito que se le atribuía.

—Por lo que sé, nada, señora Pilar —esperaba que la memoria no le hubiera jugado una mala pasada—. Pero a su novio lo han encontrado muerto y queremos comunicárselo en cuanto la encontremos. Sólo sabemos que vive en esta calle.

—Entiendo. Bueno, nunca ha puesto el pie en esta casa, pero me parece haberla visto un par de veces en la panadería de aquí abajo. Una chica bien, no una chula, ya me entiende, nada del otro jueves. Un poco mosquita muerta, como si le preocupase algo. Siempre muy maquillada, aunque las jóvenes de hoy nunca se sabe si son putas u honradas.

—¿Sabría decirme por casualidad cómo se hace llamar la chica?

—Marisol, así la llama la panadera. Pregunte cuando llegue a la plaza.

—Muchas gracias, señora. Nos ha sido usted de mucha ayuda. Me alegro de haber vuelto con la gente de verdad, aunque sólo sea un rato.

—No te olvides de nosotros, Luisito, en esas altas esferas en que ahora te mueves.

Bernal pensó que la buena mujer tenía una idea muy particular de lo que era la vida de un policía, pero no dijo nada.

Las demás porteras de la calle no supieron añadir nada a lo que ya le había dicho la señora Pilar; en casi todos los casos sabían, o decían saber, incluso menos.

Ocho y media de la noche

Al aproximarse a la esquina de la callejuela llamada de Ministriles Chica, Bernal no vio el menor rastro de Ángel o Elena al otro lado de la calle, totalmente desierta en aquel momento, aunque en los bares de más abajo se notaba mucho movimiento. Al cruzar por delante de la sombría bocacalle un sexto sentido le advirtió de que debía darse la vuelta hacia la izquierda, a tiempo de ver una oscura figura que le amenazaba con una navaja automática.

—Dame todo el dinero que lleves encima. Y el reloj.

—Pero ¿qué dices? —jadeó Bernal.

El joven chulo repitió la orden con crecientes síntomas de pánico y mirando a ambos lados de la calle.

Bernal, que fumaba un Kaiser, arrojó con fuerza el cigarrillo encendido en la cara del joven, le clavó la rodilla en la ingle y le atenazó la muñeca armada, retorciéndosela con una agilidad que hasta a él le sorprendió. El chulo lanzó un grito de dolor, soltó la navaja y echó a correr. Recorrió todo el callejón y dobló por Ministriles.

Bernal jadeaba y temblaba. No quiso lanzarse a una persecución. ¿Por qué había hecho aquello en vez de fingir que se desabrochaba el abrigo y la chaqueta como quien va a sacar la cartera, para sacar en realidad el revólver? Reacción agresiva, pensó; consecuencia de la ira que el joven le había despertado. Se dio cuenta de que no sólo había querido defenderse, sino también hacer daño al asaltante. Y era esta idea, más que el atraco frustrado en sí, lo que le hacía temblar. Se apresuró calle abajo hasta el pequeño triángulo iluminado por elegantes faroles isabelinos de tres brazos, con lámparas eléctricas en los extremos. Pudo ver bajo aquella luz que la mano derecha le sangraba a consecuencia de un leve rasguño producido durante la lucha por el arma, que había recogido después por la hoja. Prieto, pensó, le encontraría algunas huellas y se localizaría al joven en cuestión de días, o de horas, si es que tenía ficha.

Se ató el pañuelo alrededor de la mano y, con la navaja sujeta por la punta de la hoja todavía, entró en el bar Jesusín, donde Elena y Ángel charlaban en torno a un café.

—¿Hubo suerte? —preguntó con la mayor calma posible. Le miraron con sorpresa la mano y luego observaron la navaja.

—¿Qué ha pasado, jefe? —preguntó Ángel con nerviosismo.

—Nada, un «chuleta» del barrio, que quiso quitarme el dinero y el reloj. Yo le quité esto a él, pero se escapó.

—Tómese un coñac, jefe. Pediré un coche para que lo traslade. Tienen que limpiarle y vendarle esa mano.

—No, Ángel, nada de alharacas. Iré a la farmacia de aquí abajo y allí me pondrán una venda.

—¿Envuelvo la navaja en una servilleta? —dijo Elena—. Tal vez tenga huellas.

—Elena, eso es olvidar lo aprendido y hablar como un aficionado. Si quieres sacar huellas de algo, no lo envuelvas nunca en tela ni en papel. Durante el trayecto al laboratorio, pueden borrarse a causa de la fricción. Lo mejor es meter el objeto en cuestión en una caja o, a ser posible, en un estuche.

Elena parecía abatida.

—Lo siento, jefe, lo había olvidado. Pero ¿dónde hay una caja?

—Pregúntaselo al camarero. Seguramente tendrá algún pedazo de cartón, y también un pedazo de cuerda.

Bernal ingirió el coñac barato y el color le volvió a la cara.

—Será mejor que tome un café también. Póngame un cortado, por favor.

—Marchando, señor. ¿Se encuentra bien? —preguntó el camarero, mirando la mano de Bernal.

—Es sólo un corte superficial. ¿Estará abierta la farmacia?

—Tendría que estar, señor, hasta las diez. Está de media guardia esta semana.

—Iremos con usted —dijo Ángel—. Pero deje que llame un coche.

—Está bien. Dile al conductor que venga a la esquina de la plaza Lavapiés. Iremos allí andando para no llamar más la atención. ¿Habéis descubierto algo sobre la chica?

—No. Aunque una portera dijo que la había visto pasar unas cuantas veces, con un perro atado por una correa, lo que viene a confirmar que vive en el barrio.

—Lo mismo me dijo una portera vieja, que me recordaba de cuando yo era joven —Bernal se bebió el café caliente y en seguida se sintió mejor—. Vamos entonces a la farmacia. Creo que habrá que dejar esta indagación para mañana por la mañana. No quiero que os apuñalen en un portal. Podéis volver a casa en taxi.

—Pero no va a quedarse usted solo, jefe —dijo Elena con preocupación—. Recuerde que sé kárate y judo.

—Aún queda por afrontar lo principal, Elena, y no voy a dejar que os expongáis. Tu padre no me lo perdonaría nunca. Ángel, llévatela a casa, inmediatamente.

—De acuerdo. Pero iremos con usted a la farmacia. El coche le estará esperando ya en la esquina y es corta la distancia. Tomaremos el metro si no vemos ningún taxi.

—Lo encontraréis si vais por la calle de Valencia —dijo Bernal, cogiendo la caja que les había dado el camarero y en la que habían puesto la navaja—. Nos veremos por la mañana en la oficina.

Nueve de la noche

Ya en la DGS, Bernal llevó la caja de cartón al laboratorio de Prieto y se sorprendió de encontrarlo a oscuras. ¿Es posible que le hubiese preparado todos los informes con tanta rapidez? Fue a abrir la puerta y comprobó que no habían echado la llave. Dio la luz al entrar, puso la caja en el escritorio de Prieto y escribió una nota apresurada en que le pedía investigase las huellas del mango de la navaja; aunque temía que se borraran bastante durante la noche.

De vuelta en su propio despacho, Bernal encontró una nota de Navarro encima de un informe de Varga. Los que habían entrado en el estudio de Santos habían utilizado una llave falsa para entrar en el piso contiguo, pero al parecer ninguna para abrir la puerta del periodista. Los asesinos tenían que disponer de llave propia, porque, de lo contrario, no habrían podido echar dos vueltas a la llave al salir. Seguía sin saberse, pensó Bernal, cómo habían salido de la casa sin ser vistos. Puso el informe en su fichero y lo cerró con llave. Consultó la hora en el reloj que había estado a punto de perder en el atraco; faltaba poco para las nueve y veinte. Resolvió dar por concluida la jornada de trabajo. Tras apagar las luces y cerrar la puerta exterior, se despidió en voz alta del gris de abajo, que se servía una bebida caliente de un termo.

—Buenas noches, comisario. Coja un taxi. Ha empezado a llover.

—Nunca los encuentras cuando llueve —dijo Bernal con tono melancólico.

Nueve y media de la noche

Tuvo suerte, sin embargo, y llegó a casa en pocos minutos.

Eugenia estaba todavía preocupada por el canario.

—No se pone mejor, Luis. Tiembla más que antes.

—Enciende la estufa eléctrica, Geñita, y acerca la jaula —se quitó el abrigo mojado no sin esfuerzo—. Va a hacer humedad esta noche.

La mujer se percató de la mano vendada.

—¿Qué te has hecho en la mano?

—Me la corté con una navaja. No es un corte profundo, y la palma suele cicatrizar en seguida. Me pusieron la venda en una farmacia.

—¿No te han puesto ninguna inyección?

—Yo creo que ya está bien. Si se pone peor, llamaré al cirujano de la policía.

—Y que mire al canario de paso —dijo la mujer.

No hay como establecer un estricto orden de prioridades, se dijo Bernal.

—Sería la comidilla del lugar si le llamase para eso, Eugenia.

La mujer puso la televisión para ver las noticias y fue a la cocina para preparar la acostumbrada tortilla de sobras.

—¿Quieres que te caliente el estofado?

—Creo que no me lo podría comer, gracias. Bastará con un pedazo de tortilla. Y trae un poco del tinto de Cebreros.

La lluvia repiqueteaba en las ventanas y las macetas del balcón. Una noche como cualquier otra, se dijo Bernal.