DOMINGO DE RAMOS, 3 DE ABRIL

Siete y diez de la tarde

Por extraño que pareciera, no se oyó ningún grito. Apenas un ruido crujiente cuando el cuerpo cruzó las ramas de los árboles y luego un golpe sordo cuando llegó al suelo. Las dos ancianas que parloteaban en la calle con el conserje retrocedieron instintivamente en el vestíbulo antes de volverse a ver lo que había ocurrido. Cuando por fin miró una de ellas, dejó caer la palma verde que había llevado todo el día en los oficios eclesiásticos y lanzó una exclamación ahogada.

El cuello del muerto estaba torcido de manera espantosa y la sangre le manaba de una arteria, corría siguiendo el peralte del asfalto y se deslizaba junto a la acera; y, detalle grotesco, el líquido rojo arrastraba una hoja caída hacia una cloaca cercana.

El conserje, hombre de edad, intentó en vano que las dos señoras entraran en la portería. Entonces se dirigió al cadáver y echó una ojeada al rostro magullado.

—Dios mío, es el señor Santos, el del ático. Entren, señoras, por favor. Voy a llamar al 091.

Una vez tras los cristales de la portería, sacó vasos y una botella de coñac y ofreció un poco a las aturdidas feligresas.

Había muy poco tráfico en la calle Alfonso XII en aquella tarde de domingo, sobre todo desde que tantos madrileños partieran hacia Benidorm o Palma de Mallorca para pasar, al parecer, la Semana Santa con intenciones y proyectos no excesivamente religiosos.

El conserje miraba a uno y otro extremo de la calle en busca de señales que le anunciasen la llegada de la policía. Dos motoristas se habían detenido y les pidió que no tocaran el cadáver.

—¿Lo ha atropellado algún conductor que se ha dado a la fuga? —preguntó uno de ellos, un individuo con aire respetable de pertenecer a alguna profesión liberal.

—Me parece que no —replicó el conserje, un tanto tembloroso—. Creo que se cayó del octavo.

—Pues es bastante raro que haya caído en plena calzada —dijo el motorista, echando un vistazo a la parte superior de la fachada—. ¿Ha llamado a la policía?

—Sí, en cuanto ocurrió —dijo el conserje.

En aquel momento oyeron la sirena de un coche de la policía que doblaba por la plaza de la Independencia. No tardaron en ver el Jeep grisáceo de la Policía Armada, con las ventanas enrejadas, que se acercaba a toda velocidad. Se detuvo a escasa distancia del cadáver y el charco de sangre, y cuatro policías de uniforme gris saltaron del vehículo.

—¿Accidente de tráfico? —preguntó uno al conserje.

—No señor. Creo que se cayó del ático.

—Bueno. Será mejor llamar a la comisaría. Ya mandarán un inspector.

Siete y media de la tarde

El inspector Martín, de la comisaría del Retiro, llegó en un Seat oficial, conducido por un chófer. Hizo una rápida inspección ocular del cadáver y luego hizo al conserje unas rápidas pero incisivas preguntas.

¿Quién había presenciado la caída? ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Sabría identificar al interfecto? ¿Había subido alguien al piso del muerto después de la caída? ¿Había visto a alguien entrar o salir del edificio en la última media hora?

Tras oír las nerviosas respuestas del conserje, decidió llamar al juzgado de guardia sin demora y pidió al juez de turno que acudiera a autorizar el levantamiento del cadáver. Pero pensándolo mejor resolvió llamar también a la Central y pedir que un agente de la Criminal viniera por allí para inspeccionar la escena primero. El instinto le decía que allí había algo más que un suicidio llano y simple, pero no supo dar con los motivos de sus sospechas. No perdía nada llamando inmediatamente a la Dirección General de Seguridad.