No puede decirse que mistress Wilcox hubiese dado a Margaret mucha información sobre la vida. Margaret, por su parte, había mostrado mucha humildad al admitir una inexperiencia que en su fuero interno no reconocía. Se había hecho cargo de la casa durante diez años y había llevado a cabo sus obligaciones con gran distinción, había educado a una hermana encantadora y estaba educando a un hermano. Ciertamente, si la experiencia se puede adquirir, Margaret la había adquirido.
No obstante, la pequeña recepción que dio en honor de mistress Wilcox no resultó un éxito. Su nueva amiga no logró encajar entre las «dos o tres personas encantadoras» que Margaret invitó para presentárselas y la atmósfera reinante fue de un cortés desconcierto. Los gustos de la invitada eran simples; sus conocimientos culturales, escasos; no le interesaban ni el Nuevo Club de Arte Inglés ni la línea divisoria entre el Periodismo y la Literatura, tema que se suscitó para provocar la conversación, como se lanza una liebre mecánica. Las personas encantadoras se arrojaron tras él con gritos de júbilo, encabezados por Margaret y hasta que la comida no estuvo mediada no se dieron cuenta de que la invitada de honor no había tomado parte en la cacería. No tenían ningún tema en común. Mistress Wilcox, que había consagrado su vida al cuidado de su marido y sus hijos, tenía muy poco que decir a unos extraños que jamás habían hecho algo parecido y a los que doblaba en edad. La conversación inteligente le asustaba y difuminaba su delicada imagen; los interlocutores eran como un automóvil, todo traqueteo; ella, en cambio, era una brizna de trigo, una flor. Por dos veces se lamentó del mal tiempo, por dos veces criticó el servicio de trenes de la Great Northern Railway. Todos asintieron con vehemencia y continuaron con lo suyo. Cuando preguntó si había noticias de Helen, su anfitriona, demasiado ocupada en poner en su sitio a Rothenstein, no le respondió. Repitió la pregunta: «Espero que su hermana se encuentre bien en Alemania». Margaret contuvo su ardor polémico y dijo: «Sí, gracias; tuve noticias de ella el martes». Pero el diablo de la vociferación la poseía y al cabo de un momento se había descontrolado otra vez.
—Sólo los martes, porque viven lejos, en Stettin. ¿Oyó usted hablar alguna vez a alguien que viviera en Stettin?
—Jamás —dijo mistress Wilcox mientras su vecino, un joven perteneciente a la Oficina de Educación, empezaba a discutir cómo debía de ser la gente que vivía en Stettin. ¿Existiría algo así como la stettinitis? Margaret no le hizo caso y prosiguió:
—La gente de Stettin tira cosas a los barcos desde unos almacenes colgantes. Al menos, eso hacen nuestros primos, pero no son particularmente ricos. La ciudad carece de interés, salvo un reloj que mueve los ojos y la vista del Oder, que es realmente algo excepcional. ¡Oh, mistress Wilcox, a usted le encantaría el Oder!
El río, o mejor los ríos, porque parece que haya docenas de ellos, son de un azul intenso y la llanura por la que discurren es de un verde aún más intenso.
—¡Vaya! Debe de ser una vista de lo más hermoso, miss Schlegel.
—Ésa es mi opinión, pero Helen, que todo lo embrolla, dice que no, que es como la música. El curso del Oder tiene que ser como la música, ha de recordarle un poema sinfónico. La parte que discurre junto a los embarcaderos es en sí menor, si mal no recuerdo, pero en el llano, las cosas se complican sobremanera. Hay un tema oscuro y politónico, que representa los bancos de cieno y otro para el canal navegable; la desembocadura es el Báltico es en do sostenido mayor, pianísimo.
—¿Y qué pintan en esto los almacenes colgantes? —preguntó un joven riendo.
—Mucho —replicó Margaret lanzándose inesperadamente por un nuevo camino—. Considero afectado comparar el Oder con la música, al igual que usted, pero los almacenes colgantes de Stettin reflejan una verdadera preocupación por la belleza, una preocupación que nosotros no sentimos, que el inglés medio no siente; más aún, el inglés medio desprecia al que la siente. Y ahora no me diga usted: «Los alemanes no tienen gusto», porque chillaré. No lo tienen, de acuerdo, pero… pero, y es un tremendo «pero», se toman en serio la poesía. Realmente, se toman en serio la poesía.
—¿Y qué ganan con esto?
—Sí, sí, los alemanes están siempre pendientes de la belleza. Pueden echarla a perder por estupidez, o malinterpretarla, pero siempre están pidiendo que la belleza entre en sus vidas, y yo creo que al final lo conseguirán. Conocí en Heidelberg a un veterinario gordo cuya voz se cortaba en sollozos cada vez que recitaba unos poemas horrorosos. Habría sido fácil para mí reírme de él, para mí, que jamás recito poemas, buenos o malos y que no puedo recordar ni un fragmento de verso con el que emocionarme un poco a mí misma. Me hierve la sangre, bien, soy medio alemana, así que atribúyanlo si quieren al patriotismo, cada vez que oigo al inglés medio despreciar las cosas alemanas por mor del buen gusto, tanto si se refiere a Bocklin como a mi veterinario. «Ah, Bocklin —dicen— corre como un loco detrás de la belleza, puebla la Naturaleza de dioses demasiado conscientemente». Por supuesto, Bocklin fuerza las cosas, porque quiere algo: la belleza y todos los demás bienes intangibles que flotan en este mundo. Por eso sus paisajes no arrebatan y los de Leader sí.
—No estoy del todo conforme —dijo el joven—. ¿Y usted, mistress Wilcox?
Mistress Wilcox replicó:
—Creo que miss Schlegel se expresa muy requetebién.
Un silencio helado cayó sobre la reunión.
—Por favor, mistress Wilcox, diga algo más halagador. Es un desaire decir que alguien se expresa muy requetebién.
—No fue mi intención desairarla. Lo que dijo me interesó mucho. Por lo general, a la gente no parece gustarle Alemania. Siempre quise oír lo que decían los del otro lado.
—¿Los del otro lado? Entonces no está usted de acuerdo. ¡Qué bien! Denos su versión.
—Yo no tengo versión ni estoy de ningún lado. Pero mi marido —su voz se atenuó y el hielo se hizo más espeso— tiene muy poca fe en el continente, y nuestros hijos han salido a su padre.
—¿Por qué razón? ¿Cree que el continente está en decadencia?
Mistress Wilcox no tenía la menor idea; prestaba poca atención a las razones. No era una intelectual, ni siquiera era una persona despierta y resultaba extraño que, a pesar de todo, diese aquella sensación de grandeza. Margaret, sin dejar de zigzaguear con sus amigos del Pensamiento al Arte, era consciente de la presencia de una personalidad que trascendía la de ellos y empequeñecía sus actividades. No había amargura en mistress Wilcox, ni siquiera crítica; era adorable y no había salido de sus labios una palabra torpe o acerba. Con todo, o ella o la vida cotidiana estaban fuera de lugar; ambas eran incompatibles y una u otra tenían que difuminarse en un segundo plano. En aquella comida, ella parecía más fuera de lugar que de costumbre y más próxima a la línea que separa la vida cotidiana de otra vida, quizá más importante.
—Admitirá usted, sin embargo, que el continente… bueno, parecerá ridículo hablar del continente, pero en realidad es más semejante entre sí que cualquiera de sus partes a Inglaterra. Inglaterra es única. Tome un poco más de gelatina. Iba a decir que el continente, para bien o para mal, siente un profundo interés por las ideas. Su Literatura y su Arte tienen lo que podría llamarse «la chaladura de lo invisible», que persiste a pesar de la decadencia o la afectación. Hay más libertad de acción en Inglaterra, pero si quiere usted libertad de pensamiento, vaya a la burocrática Prusia. Allí la gente discute con humildad cuestiones vitales que aquí juzgamos demasiado elevadas para tocarlas ni siquiera con pinzas.
—Yo no quiero ir a Prusia —dijo mistress Wilcox—, ni siquiera para contemplar esa vista tan bonita que usted describió. Y ya soy demasiado vieja para discutir con humildad. Nunca discutimos en Howards End.
—¡Deberían hacerlo! —dijo Margaret—. La discusión mantiene viva la casa. Una casa no puede mantenerse sólo de ladrillos y cemento.
—Tampoco sin ellos —dijo mistress Wilcox recogiendo el hilo inesperadamente y levantando por primera y última vez una débil esperanza en el círculo de personas encantadoras—. No puede mantenerse sin ellos y a veces pienso que… Pero no puedo esperar que la generación de ustedes esté de acuerdo, ya que incluso mi hija discrepa de mí.
—No haga caso de nosotros ni de ella. ¡Diga lo que piensa!
—A veces pienso que habría que dejar la acción y la discusión a los hombres.
Hubo un breve silencio.
—Hay que admitir que los argumentos contrarios al sufragio son extraordinariamente poderosos —dijo una joven inclinándose sobre la mesa y desmenuzando el pan.
—¿Ah, sí? Yo nunca sigo los argumentos. Sólo doy gracias a Dios por no tener que votar.
—No nos referíamos al voto —añadió Margaret—. Dígame, mistress Wilcox, ¿existe alguna diferencia esencial entre nosotras y los hombres? Me pregunto si hemos de permanecer donde hemos estado desde el principio de la historia o si, ya que los hombres han avanzado tanto, no podemos nosotras avanzar un poco. Yo creo que sí podemos. Admito incluso un cambio biológico.
—No sé, no sé.
—Tendremos que volver a los almacenes colgantes —dijo el hombre—. Las cosas se han puesto muy ásperas.
Mistress Wilcox se levantó.
—Oh, quédese un rato más. Miss Quested va a tocar el piano. ¿Le gusta McDowell? ¿No cree que sus composiciones no son más que ruidos? Si tiene que irse, la acompañaré. ¿No tomará café, al menos?
Salieron del comedor cerrando la puerta tras de sí. Mientras mistress Wilcox se abrochaba la chaqueta, dijo:
—¡Qué vida tan interesante llevan ustedes en Londres!
—No, no es cierto —dijo Margaret con súbita revulsión—. Llevamos una vida de monos chiflados. Mistress Wilcox, de veras, en el fondo todos tenemos algo tranquilo y estable. Créalo. Todos mis amigos lo tienen. No me diga que le ha gustado esta reunión, porque no es verdad: le ha desagradado profundamente. Pero discúlpeme viniendo otra vez, sola, o invitándome a ir a verla.
—Estoy acostumbrada a los jóvenes —dijo mistress Wilcox, y a cada palabra que decía, el contorno de las cosas sabidas se iba volviendo más y más oscuro—. Oigo muchas conversaciones en mi casa, porque nosotros, como ustedes, llevamos una vida social muy activa. Allá se habla más de deportes y de política, pero… me gustó esta reunión. Mucho. Miss Schlegel, querida, no estoy mintiendo y sólo desearía poderme quedar un rato más. Por una parte, hoy no me encuentro muy bien y, por otra, ustedes los jóvenes se mueven a un ritmo tan rápido que me aturden. Charles es igual y Dolly, también. Pero todos, viejos y jóvenes, estamos en la misma barca. Yo nunca lo olvido.
Guardaron silencio por unos instantes. Luego, con una emoción renovada, se estrecharon las manos. La conversación se interrumpió súbitamente cuando Margaret volvió al comedor: sus amigos habían estado hablando de la nueva adquisición y habían acabado por considerarla «persona carente de interés».