Capítulo 8

Tal vez la amistad entre Margaret y mistress Wilcox, que había de desarrollarse con tanta rapidez y tan extraños resultados, tuvo su origen en Spira, la primavera anterior. Tal vez mistress Wilcox, mientras contemplaba la roja e insípida catedral y oía la conversación de Helen con su marido, percibió en la otra hermana, menos agraciada, una sensibilidad más profunda y un juicio más sereno. Mistress Wilcox podía detectar estas cosas. Tal vez fue ella la que quiso invitar a miss Schlegel a Howards End y la que deseaba la presencia de Margaret en particular. Pero todo esto son especulaciones. Mistress Wilcox ha dejado tras de sí indicios poco claros. Lo único cierto es que llamó a Wickham Place dos semanas más tarde, el mismo día en que Helen se iba con su prima a Stettin.

—¡Helen! —gritó fräulein Mosebach con sorpresa (estaba por entonces al corriente de las confidencias de su prima)—. ¡Su madre te ha perdonado! —y luego, recordando que en Inglaterra el recién llegado no debe invitar hasta ser invitado, pasó de la sorpresa a la desaprobación y opinó que mistress Wilcox era keine Dame

—¡Al cuerno toda la familia! —atajó Margaret—. Helen, deja de reír y de zascandilear y acaba de hacer el equipaje. ¿Por qué no nos dejará en paz esa mujer?

—No sé qué vamos a hacer con Meg —replicó Helen parándose en las escaleras—. Se le han metido los Wilcox en la cabeza. Meg, Meg, no estoy enamorada de ese chico, no estoy enamorada de ese chico. ¿Qué más te puedo decir?

—Es verdad, su amor ha muerto —corroboró fräulein Mosebach.

—De acuerdo, Frieda, pero esto no me impedirá preocuparme por los Wilcox si acepto su invitación.

Helen hizo ver que lloraba y fräulein Mosebach, que la encontraba muy graciosa, la imitó.

—Buaah, buaah. Meg aceptará la invitación y yo no. ¿Por qué? Porque me voy a Alemania, aaah.

—Si te vas a Alemania, ve a hacer las maletas; si no, ve y llama a los Wilcox en mi lugar.

—Meg, Meg, no estoy enamorada de ese chico; no estoy enamorada… Ay, Dios mío, ¿quién baja? Juraría que es mi hermano. ¡Voto a tal!

La presencia de un varón —incluso de un varón como Tibby— bastó para poner fin al alboroto. La barrera de los sexos, aunque en decadencia entre las personas civilizadas, todavía es alta, y más alta aún del lado de las mujeres. Helen podía contárselo todo a su hermana, y casi todo a su prima, sobre Paul, pero no le contó nada a su hermano. No era pudor, pues hablaba del «ideal de los Wilcox» con hilaridad e incluso con una creciente brutalidad. No se trataba tampoco de precaución, porque Tibby nunca repetía nada que no le concerniera a él. Era más bien la sensación de que traicionaba un secreto al pasarlo al terreno de los hombres y que aquél, por trivial que fuera a este lado de la barrera, se volvería importante al otro. Así que se calló o, mejor, empezó a desvariar sobre otros asuntos hasta que sus familiares, agotados, la llevaron al piso de arriba. Fräulein Mosebach la siguió, pero se detuvo para decir desde la barandilla a Margaret:

—Todo va bien; ya no ama a ese joven. Él no la merecía.

—Ya lo sé, gracias.

—Creí que debía decírtelo.

—Gracias.

—¿De qué se trata? —preguntó Tibby. Nadie le contestó y se metió en el comedor a comerse los pasteles.

Aquella noche Margaret pasó a la acción. La casa estaba silenciosa y la niebla —estamos en noviembre— se agolpaba contra las ventanas como un fantasma exiliado. Frieda, Helen y sus respectivos equipajes se habían ido. Tibby, que no se encontraba bien, yacía tendido en un sofá, junto al fuego. Margaret se sentó a su lado, pensativa. Su mente saltaba de impulso en impulso y, finalmente, los puso en orden. Las personas con sentido práctico que saben de inmediato lo que quieren y, por lo general, no saben nada más, se servirán excusar su indecisión. Pero ésta era su forma de pensar. Y cuando actuaba, nadie podía acusarle de indecisión. Actuaba con tanta violencia como si no hubiese parado mientes en el asunto. La carta que escribió a mistress Wilcox brillaba con «los primitivos matices de la resolución»[4]. En Margaret «los pálidos toques del pensamiento»[5] era un aliento más que un barniz, un aliento que aviva los colores cuando ha pasado.

Querida mistress Wilcox:

Me veo en la obligación de ser descortés con usted. Será mejor que no nos veamos. Tanto mi hermana como mi tía han dado a su familia motivos de desagrado y, en el caso de mi hermana, los motivos de desagrado podrían reproducirse. Me consta que ella ya no piensa en su hijo de usted. Pero no sería conveniente, ni para ella ni para usted, que ambos se vieran de nuevo y creo, por tanto, preferible que nuestra amistad, que empezó bajo tan buenos auspicios, acabe.

Temo que no estará usted de acuerdo conmigo; estoy firmemente convencida de ello toda vez que ha sido usted tan amable de invitarnos. Por mi parte, se trata sólo de una intuición y no dudo de que la intuición es muchas veces errónea. Mi hermana opinará sin duda que lo es en este caso. Le escribo sin que ella lo sepa y confío en que no la asocie a mi descortesía.

Afectuosamente,

M. J. Schlegel.

Margaret envió la carta por correo inmediatamente. A la mañana siguiente recibió la respuesta en mano.

Querida miss Schlegel:

No debía haberme escrito esa carta. La llamé para decirle que Paul se ha ido al extranjero.

Ruth Wilcox.

Las mejillas de Margaret ardían. No pudo terminar el desayuno. Hervía de vergüenza. Helen le había dicho que Paul se iba de Inglaterra, pero otros detalles le habían parecido más importantes y lo había olvidado. Todas sus absurdas preocupaciones se desmoronaron y en su lugar se alzó la certeza de que se había comportado groseramente con mistress Wilcox. La grosería afectaba a Margaret como un sabor amargo. La consideraba un veneno en la vida. A veces era necesaria, pero ¡ay de aquéllos que la emplean sin necesidad! Se puso un sombrero y un chal, como una pedigüeña, y se adentró en la niebla que aún persistía. Tenía los labios comprimidos y estrujaba la carta en la mano. Así cruzó la calle, entró en el vestíbulo de mármol, eludió a los porteros y corrió escaleras arriba hasta el segundo piso.

Dio su nombre y, con gran sorpresa por su parte, fue conducida directamente al dormitorio de mistress Wilcox.

—Oh, mistress Wilcox, he cometido la peor de las torpezas. Estoy más avergonzada de lo que puedo expresar.

Mistress Wilcox se inclinó gravemente. Estaba ofendida y no pretendía disimularlo. Incorporada en la cama, escribía cartas en una mesita de enfermo extendida sobre sus rodillas. La bandeja del desayuno descansaba en otra mesa, junto a la cama. La luz del fuego, la luz de la ventana y la luz del candelabro que arrojaba un halo tembloroso en torno a sus manos se combinaban para crear una extraña atmósfera de desintegración.

—Sabía que se iba a la India en noviembre, pero lo olvidé.

—Se fue el día diecisiete a Nigeria, África.

—Lo sé, lo sé. Mi comportamiento ha sido absurdo. Estoy sumamente avergonzada.

Mistress Wilcox no respondió.

—Lo siento más de lo que puedo expresar y espero que sabrá usted perdonarme.

—No tiene importancia, miss Schlegel. Ha sido un buen detalle por su parte haber venido tan pronto.

—¡Ya lo creo que tiene importancia! —exclamó Margaret—. He sido grosera con usted. Mi hermana no está en casa, ni siquiera tengo esta excusa.

—Ah, ¿sí?

—Se fue a Alemania.

—Así que también se fue —murmuró mistress Wilcox—. Sí, es cierto, estamos a salvo… completamente a salvo…

—¡Usted también estaba preocupada! —dijo Margaret cada vez más excitada, tomando una silla sin haber sido invitada a sentarse—. ¡Qué cosa más extraordinaria! Ahora veo que usted también estaba inquieta. Opina usted igual que yo, ¿verdad? Helen no debe verle más.

—Creo que es lo mejor.

—Sí, pero ¿por qué?

—Ésta es una pregunta difícil —dijo mistress Wilcox sonriendo y perdiendo parte de su aire adusto—. Creo que lo expresó usted mejor en su carta: es una intuición que puede ser errónea.

—No será que su hijo aún…

—Oh, no. Paul, cada dos por tres… mi Paul es muy joven, ¿sabe?

—¿Entonces?

—Una intuición que puede ser errónea —repitió mistress Wilcox.

—En otras palabras, que pertenecen a esa clase de personas que pueden enamorarse, pero no pueden vivir juntas. Es muy probable. Temo que en nueve de cada diez casos la Naturaleza tire para un lado y la voluntad humana para el otro.

—Esto ya son «otras palabras» —dijo mistress Wilcox—. Yo no estaba pensando en algo tan profundo. Simplemente, me alarmé cuando supe que mi hijo había puesto los ojos en su hermana.

—Siempre quise preguntarle una cosa: ¿cómo lo supo? Helen se sorprendió mucho cuando zanjó usted los problemas suscitados por la aparición de nuestra tía. ¿Se lo dijo Paul?

—No ganamos nada discutiendo este punto —dijo mistress Wilcox tras una pausa.

Mistress Wilcox, ¿se enfadó usted con nosotras en junio? Yo le escribí una carta y usted no me contestó.

—Desde luego, me opuse a que tomásemos el apartamento de mistress Matheson. Sabía que estaba enfrente del de ustedes.

—Pero ahora ya no le importa.

—Creo que no.

—¿Sólo lo cree? ¿No está segura? Me desconcierta esta reserva, mistress Wilcox.

—No, no. Estoy segura —dijo mistress Wilcox revolviéndose con dificultad entre las sábanas—. Siempre parezco dubitativa, pero es mi forma de hablar.

—Me alegro. Yo también estoy segura.

Entró la doncella a llevarse la bandeja del desayuno. Se interrumpieron y, al reanudar la conversación, ésta se deslizó por cauces más normales.

—He de irme, usted querrá levantarse.

—No, por favor, quédese un rato más. Me quedo todo el día en la cama. Lo hago de vez en cuando.

—Creí que era usted una persona madrugadora.

—En Howards End, sí. Pero en Londres no hay nada que lo justifique.

—¿Cómo, nada? —gritó Margaret escandalizada—. ¡Si están las exposiciones de otoño, e Ysaye, que toca esta noche! ¡Y eso sin hablar de la gente!

—La verdad es que estoy un poco cansada. Primero vino la boda, luego se fue Paul y ayer, en lugar de descansar, estuve haciendo visitas.

—¿Una boda?

—Sí. Charles, mi hijo mayor, se ha casado.

—¡De veras!

—Tomamos este piso por ese motivo, principalmente; y también para que Paul pudiese pertrecharse antes de partir para África. El piso pertenece a un primo de mi marido, que tuvo la gentileza de ofrecérnoslo. Así que tuvimos ocasión de conocer a los parientes de Dolly que aún no conocíamos.

Margaret preguntó quiénes eran los parientes de Dolly.

—Los Fussell. El padre es oficial del ejército en la India, retirado; el hermano está en el ejército. La madre murió.

Margaret pensó que quizá ésos eran «los hombres morenos y sin barbilla» que Helen había espiado una noche a través de las ventanas. Margaret se sentía ligeramente interesada en la fortuna de la familia Wilcox. Había adquirido aquella costumbre a causa de Helen y todavía la conservaba. Siguió preguntando por miss Dolly Fussell y obtuvo una información neutra dicha en un tono neutro. La voz de mistress Wilcox, si bien dulce y persuasiva, carecía de expresión. Parecía indicar que los cuadros, los conciertos y las personas tenían un valor similar y escaso. Sólo una vez se animó su voz: cuando hablaron de Howards End.

—Charles y Albert Fussell se conocen desde hace tiempo. Pertenecen al mismo club y ambos adoran el golf. Dolly también juega, aunque supongo que no tan bien como ellos. Se conocieron en un partido a cuatro. Dolly es un encanto; todos la queremos mucho. Se casaron el día once, poco antes de que Paul embarcase. Charles quería a toda costa que su hermano fuera testigo de la boda, así que se empeñó en casarse el día once. Los Fussell querían retrasarlo hasta después de Navidad, pero al final condescendieron amablemente. Allí hay una fotografía de Dolly, en aquel marco doble.

—¿Está segura de que no le interrumpo, mistress Wilcox?

—Desde luego que no.

—En tal caso, me quedo. Me gusta estar con usted.

Examinaron la fotografía de Dolly. Estaba firmada: «Para la querida Mims», que, según explicó mistress Wilcox, era «el nombre que Charles y ella han escogido para llamarme a mí». Dolly parecía tonta y tenía una de esas caras triangulares que suelen resultar atractivas a los hombres robustos. Era muy linda. De ella, Margaret pasó a Charles, cuyos rasgos destacaba en la otra cara del díptico. Especuló sobre las fuerzas que habían unido a aquellas dos personas hasta que Dios los separase y aún le quedó tiempo para desearles que fueran felices.

—Han ido a Nápoles a pasar la luna de miel.

—¡Dichosos ellos!

—No me imagino a Charles en Italia.

—¿No le gusta viajar?

—Sí, le gusta, pero no soporta a los extranjeros. Lo que más le divierte es viajar en automóvil por Inglaterra y creo que habrían hecho eso de no hacer un tiempo tan desapacible. Su padre le dio uno de sus coches como regalo de boda. Ahora está guardado en Howards End.

—Supongo que tendrán allí un garaje.

—Sí. Mi marido construyó uno pequeño el mes pasado, al lado este de la casa, cerca del olmo, donde antes estaba el establo del poney.

Estas últimas palabras tenían una indescriptible vibración.

—¿Y qué han hecho con el poney? —preguntó Margaret tras una pausa.

—¿El poney? Murió hace mucho tiempo.

—Recuerdo el olmo. Helen me habló de él; dijo que era un árbol espléndido.

—Es el mejor olmo de Hertfordshire. ¿Le dijo algo su hermana de los dientes?

—No.

—Tal vez le interese. Hay unos dientes de cerdo clavados en el árbol, a un metro del suelo. Los campesinos los pusieron hace mucho. Existe la creencia de que chupando la corteza se cura el dolor de muelas. Los dientes casi han desaparecido y ya nadie viene a chupar el árbol.

—Yo lo haría. Me encantan las tradiciones y las supersticiones.

—¿Le parece que un árbol puede curar el dolor de muelas si alguien tiene fe?

—Por supuesto que sí. Ese árbol lo curaba todo… antiguamente.

—Es cierto, yo sé de algunos casos… Yo vivía en Howards End mucho antes de conocer a míster Wilcox. Nací allí.

La conversación derivó de nuevo hacia otros derroteros. A veces daba la impresión de ser una charla sin sentido. Margaret se sintió interesada cuando su anfitriona le contó que Howards End era de su propiedad y se aburrió con la descripción detallada de la familia Fussell, con las preocupaciones de Charles respecto a Nápoles, con los movimientos de míster Wilcox y Evie que a la sazón recorrían Yorkshire en automóvil. Margaret no soportaba el aburrimiento. Dejó de prestar atención, jugueteó con el marco de las fotografías, lo dejó caer, rompió el cristal que cubría el retrato de Dolly, se disculpó, fue perdonada, se cortó un dedo, fue compadecida y, por fin, tuvo que irse: había que hacer las faenas de la casa y tenía que entrevistarse con el profesor de equitación de Tibby.

Entonces volvió a vibrar la nota sorprendente.

—Adiós, miss Schlegel. Adiós y gracias por su visita. Me ha alegrado usted mucho con su compañía.

—¡Yo sí que estoy contenta!

—Me pregunto… me pregunto si piensa usted alguna vez en sí misma.

—No pienso en otra cosa —dijo Margaret enrojeciendo, pero dejando posar una mano sobre la de la enferma.

—Lo dudo. Empecé a dudarlo ya en Heidelberg.

—Oh, desde luego que sí, mistress Wilcox.

—Más bien me inclino a pensar…

—¿Sí? —preguntó Margaret viendo que la pausa se prolongaba; una pausa parecida al titilar del fuego, al temblor del candelabro en las manos, al blanco borroso de la ventana; una pausa de sombra eterna y movediza.

—Más bien me inclino a pensar que olvida usted que es una chica.

Margaret se sorprendió y se enojó ligeramente.

—Tengo veintinueve años —observó—. Ya no soy una niña.

Mistress Wilcox sonrió.

—¿Por qué me habla así? ¿Quiere decir que he sido inoportuna y grosera?

Margaret hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Sólo quise decir que yo tengo cincuenta y uno y que, para mí, las dos… No sé, léalo en un libro. Yo no sé explicarme con claridad.

—Ya lo entiendo: la inexperiencia. No soy mejor que Helen, quiere usted decir y, sin embargo, tengo la pretensión de cuidar de ella.

—Sí, lo ha entendido usted. Inexperiencia es la palabra.

—La inexperiencia —repitió Margaret en tono serio, pero altisonante—. Desde luego, me falta mucho por aprender… todo absolutamente, igual que a Helen. La vida es difícil, está llena de sorpresas. Eso es todo lo que sé. Hay que ser humilde y bondadoso, seguir el recto camino, amar al prójimo en lugar de compadecerle, acordarse de los inferiores… bueno, no se puede hacer todo eso al mismo tiempo, ¿qué le vamos a hacer? Una cosa se contradice con la otra. Y ahí es donde interviene la proporción… vivir con sentido de la proporción, ¿eh? No, no empiece con la proporción, es de pedantes decir eso. Guardemos la proporción como último recurso, cuando las cosas mejores hayan fallado y el punto muerto… Oh, tonta de mí, me he puesto a discursear.

—La verdad es que explica usted las dificultades de la vida espléndidamente —dijo mistress Wilcox retirando su mano hacia las sombras—. Es lo que yo habría querido decir.